"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

6 de junio de 2024

NO VAMOS SOLOS



 Evangelio (Mc 12,28b-34)


En aquel tiempo, se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y, al ver lo bien que les había respondido, le preguntó:


— ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?


Jesús respondió:


— El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.


Y le dijo el escriba:


— ¡Bien, Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de Él; y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.


Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo:


— No estás lejos del Reino de Dios. Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas.



PARA TU RATO DE ORACION 



UN ESCRIBA se encuentra presente en medio de la conversación que mantiene Jesús con los saduceos sobre la resurrección de los muertos. Al ver lo bien que ha respondido el Señor, se acerca a él y le pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Cristo contesta de inmediato: «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos» (Mc 12, 29-31).


En un primer momento, las palabras de Jesús no parecen tan novedosas, pues cita la Shemá, que todo judío conoce bien y repite varias veces al día. El hombre debe amar a Dios enteramente: con todo el afecto, con total voluntad y con la plena disposición de la inteligencia. Sin embargo, por el pecado experimentamos la dificultad de amar así al Señor, transitamos la fatiga de discernir qué es lo mejor en cada situación. San Josemaría, con respecto a este ejercicio de elegir que realizamos continuamente, señalaba: «La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. ¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los hijos de Dios! Ahí se resume la voluntad buena, que nos enseña a perseguir el bien, después de distinguirlo del mal»[1].


Lo que sorprende de la respuesta de Jesús a los presentes es que une ese amor total a Dios con el amor al prójimo; llega a decir incluso que «de estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,40). Cristo mismo fue el primero en dar ejemplo: se preocupaba de los enfermos y necesitados, procuraba el alimento para el alma y para el cuerpo de quienes le seguían, atendía a quienes se lo solicitaban… En la última noche que pasa con sus apóstoles les presta el servicio reservado a los esclavos: les lava los pies para mostrar cómo debe ser su disposición. Jesús pone de manifiesto con total claridad cuál «es el orden de la caridad: Dios, los demás y yo»[2]. En nuestra oración, podemos considerar junto al Señor si esas actitudes son las que motivan a día de hoy nuestros deseos y proyectos.


NO CONOCEMOS muchos detalles de la vida de Jesús anterior a su etapa pública de predicación. El Evangelio de san Marcos nos dice que trabajó como artesano (cfr. Mc 6,3), lo cual nos hace suponer que realizaría numerosos encargos a los habitantes de Nazaret. Jesús trabajaría con competencia para prestar el mejor servicio posible. Este modo de proceder, que seguramente aprendió de José, nos indica una actitud fundamental de todos los cristianos: trabajar con espíritu de servicio y con el deseo de contribuir al bien y al cuidado de los demás hombres. A este respecto, decía el fundador del Opus Dei que «el trabajo de José no fue una labor que mirase hacia la autoafirmación, aunque la dedicación a una vida operativa haya forjado en él una personalidad madura, bien dibujada. El Patriarca trabajaba con la conciencia de cumplir la voluntad de Dios, pensando en el bien de los suyos, Jesús y María, y teniendo presente el bien de todos los habitantes de la pequeña Nazaret»[3].


Jesús, desde pequeño, habría visto cómo José transformó el trabajo en un acto de amor a Dios y de servicio a los hombres. La vida del santo patriarca seguramente se configuró así porque se dedicó a sostener a su familia con su ocupación cotidiana en un trabajo manual. En el fondo, la reacción del escriba ante la respuesta que le da el Señor da sentido a las jornadas de trabajo oculto del Señor, lo mismo que a la etapa de predicación: «Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12,32-33).


El escriba reconoce que el amor al prójimo es lo mejor que se puede ofrecer a Dios, y que se trata de una ofrenda que podemos entregar continuamente, en cada cosa que hacemos. De este modo, el cuidado de nuestras relaciones con los demás se transforma en algo más valioso que los sacrificios que podemos realizar, pues nos unimos a la caridad que une a Jesús con Dios Padre y que es la fuente de su servicio hacia cada persona. Nuestras tareas se convierten en ofrendas dignas y gratas a Dios cuando expresan esa solicitud divina hacia nuestros vecinos y aquellos por quienes trabajamos. Como decía san Josemaría: «El nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi, –el buen olor de Cristo– el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman!»[4].


DE MODO HABITUAL Jesús se manifestó en comunidades de personas. Cuando pasaba tiempo orando en soledad, sabemos que, en buena medida, intercedía por lo suyos y por la venida del Reino en favor de los hombres (cfr. Lc 11,1-4). El amor a Dios no nos aísla de los demás, sino que también se vuelca en quienes nos rodean. «El que no ama a su hermano, a quien ve –escribe san Juan–, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano» (1 Jn 4,20-21). Con algunas personas podemos tener más facilidad para quererlas; con otras, sin embargo, encontraremos dificultades quizá persistentes: cada persona es distinta, con su propio carácter, intereses, forma de ser y experiencias acumuladas. De todos modos, Jesús nos enseñó cómo fortalecer una comunidad de personas. «Mientras haya un hermano o una hermana a la que cerremos nuestro corazón, estaremos todavía lejos del ser discípulos como Jesús nos pide. Pero su divina misericordia no nos permite desanimarnos, es más nos llama a empezar de nuevo cada día para vivir coherentemente el Evangelio»[5].


Los primeros esfuerzos podrán ser con los más cercanos: con nuestros familiares, con nuestros amigos, con nuestros compañeros de trabajo… El deseo por parecernos más a Cristo nos llevará a hacernos cargo de las necesidades de los demás, procurando dejar a un lado la comodidad o el egoísmo. Al mismo tiempo, esta actitud nos permitirá descubrir lo que el Señor y las personas que nos quieren hacen también por nosotros: «Solo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama»[6]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a tener un corazón como el de ella para querer a Jesús y a todos nuestros hermanos.