"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

25 de noviembre de 2025

CRISTO EN LA EUCARISTIA



Evangelio (Lc 21,5-11)


En aquel tiempo, como algunos le hablaban del Templo, que estaba adornado con bellas piedras y ofrendas votivas, dijo:


— Vendrán días en los que de esto que veis no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida.


Le preguntaron:


— Maestro, ¿cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será la señal de que están a punto de suceder?


Él dijo:


— Mirad, no os dejéis engañar; porque vendrán en mi nombre muchos diciendo: «Yo soy», y «el momento está próximo». No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y de revoluciones, no os aterréis, porque es necesario que sucedan primero estas cosas. Pero el fin no es inmediato. Entonces les decía:


— Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino; habrá grandes terremotos y hambre y peste en diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo.


PARa TU RATO DE ORACION


LA BELLEZA DEL TEMPLO de Jerusalén era admirada por las civilizaciones de la época. Después de su destrucción por Nabucodonosor y de la deportación a Babilonia, el Templo fue reconstruido con gran esfuerzo gracias a la fe del pueblo hebreo. Este nuevo templo data del 536 a.C. El libro de los Macabeos cuenta cómo se retomó para el culto del Señor tras las profanaciones. Y, ya en tiempos de Jesús, el rey Herodes había reformado y ampliado el conjunto. Para los judíos, a pesar de todas las vicisitudes históricas, seguía suponiendo un motivo de orgullo y de fidelidad a la alianza con Dios.


Por todo esto, el temor y la sorpresa se apoderan de los oyentes cuando Jesús revela que en unos años el Templo será arrasado de nuevo. Se trataba de un peligro evidente y, como venía de labios del Señor, tenían más razón para sentirse inquietos. «¡Podemos imaginar el efecto de estas palabras sobre los discípulos de Jesús! Pero él no quiere ofender al templo, sino hacerles entender, a ellos y también a nosotros hoy, que las construcciones humanas, incluso las más sagradas, son pasajeras y no hay que depositar nuestra seguridad en ellas. En nuestra vida, ¡cuántas presuntas certezas pensábamos que eran definitivas y después se revelaron efímeras![1]».


«Habitar bajo la protección de Dios, vivir con Dios: ésta es la arriesgada seguridad del cristiano –decía san Josemaría–. Hay que estar persuadidos de que Dios nos oye, de que está pendiente de nosotros: así se llenará de paz nuestro corazón. Pero vivir con Dios es indudablemente correr un riesgo, porque el Señor no se contenta compartiendo: lo quiere todo. Y, acercarse un poco más a él, quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar más atentamente sus inspiraciones, los santos deseos que hace brotar en nuestra alma»[2].


CON LA INSTITUCIÓN de la Iglesia, el templo al que se acudía para adorar a Dios pasó a ser el mismo cuerpo de Cristo y, de manera especial, su presencia eucarística. La sagrada comunión es el «lugar» en el que nos espera. «Ese pan que veis en el altar –dirá san Agustín–, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; ese cáliz, o más bien, lo que contiene ese cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo. En esta forma quiso nuestro Señor Jesucristo dejarnos su cuerpo y dejarnos su sangre, que derramó por nosotros en remisión de nuestros pecados. Si lo recibís bien, seréis vosotros lo mismo que recibís»[3].


«La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Esta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única»[4].


De hecho, los hombres experimentamos su presencia sacramental como una antesala de la eternidad. Mucho más en este mes de los difuntos en el que hemos soñado con el cielo, donde nos espera Dios, la Santísima Virgen, los santos, las santas y tantas personas queridas. Recibir la comunión y los momentos de acción de gracias después de comulgar pueden ser una pregustación de ese gozo. La iluminación de las ciudades por las noches, vista desde el cielo, es similar a esos otros puntos de luz que no se apagan nunca, donde está escondido el Señor: cada Sagrario es claridad infinita.


EN EL CORAZÓN DEL CRISTIANO habita el Señor. Sabemos que somos también templo del Espíritu Santo y, por eso, de cierta manera, no necesitamos ir a ningún lugar para dirigirnos a Dios. Nada puede darnos miedo. Y si quizás nos entristece la posibilidad de ofenderle, tampoco eso nos lleva a vivir con temor porque tenemos siempre la posibilidad de ser perdonados. El amor de Dios es tan grande que le lleva incluso a olvidar voluntariamente nuestras ofensas y a perdonarnos.


En continua alegría por todos los «lugares» de la presencia de Dios, nada nos quitará la paz a pesar de que las dificultades puedan llegar a ser muy grandes y verdaderamente dolorosas. «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31). La serenidad interior, la fortaleza en medio de las adversidades, son un don que brota de experimentar la continua cercanía del Señor. Lo que sucede a nuestro alrededor es también ocasión permanente para llevar todo al Señor.


«Somos almas contemplativas –dice san Josemaría–, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche: porque somos enamorados y vivimos de amor, traemos puesto de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a él por su madre santa María y, por él, al Padre y al Espíritu Santo»[5].



24 de noviembre de 2025

ENTREGARSE A LOS DEMAS

 



EVANGELIO   Lucas 21, 1-4

En aquel tiempo, levantando los ojos, Jesús vio a unos ricos que echaban sus donativos en las alcancías del templo. Vio también a una viuda pobre, que echaba allí dos moneditas, y dijo: 

"Yo les aseguro que esa pobre viuda ha dado más que todos. Porque éstos dan a Dios de lo que les sobra; pero ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir".

PARA TU RATO DE ORACION

LA ÚLTIMA SEMANA del tiempo ordinario nos recuerda que la vida es breve en comparación con lo que viviremos después, así que nos anima a aprovechar cada oportunidad para encontrar al Señor. San Agustín decía que le causaba temor pensar que Jesús estuviera pasando cerca de su vida y no darse cuenta. Se trata de la incertidumbre, normal en esta tierra, de no saber si seremos capaces de acoger habitualmente la presencia de Dios, luz para nuestro camino.


«La confesión cristiana de Jesús como único salvador sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en su “vida luminosa”, en la que se desvela el origen y la consumación de la historia. No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz»[1]. La luz de la fe confiere paz y confianza al alma del cristiano. Cristo, luz de luz, Dios verdadero, es quien da pleno sentido a todo lo que hacemos. Por eso nos interesa buscar su rostro, sin descanso y sin desmayo, presente en nuestras acciones, en nuestros amores, en nuestras ilusiones.


Queremos comenzar esta última semana del año litúrgico con los ojos fijos en Jesús, quien ya resucitado dijo: «Mirad mis manos y mis pies» (Lc 24,39). «Mirar no es solo ver, es más, también implica intención, voluntad. Por eso es uno de los verbos del amor. La madre y el padre miran a su hijo, los enamorados se miran recíprocamente; el buen médico mira atentamente al paciente... Mirar es un primer paso contra la indiferencia, contra la tentación de volver la cara hacia otro lado ante las dificultades y sufrimientos ajenos. Mirar. Y yo, ¿veo o miro a Jesús?»[2].


ANTES DEL DISCURSO en que Cristo anuncia, de modo profético, el fin de Jerusalén y del mundo, tiene lugar una escena escondida, discreta, en medio de la actividad del Templo. Una mujer sin demasiados recursos entrega todo lo que tiene ante el Altísimo. Aunque nadie se dio cuenta, Jesús sí lo advierte. «Ella ha echado más que nadie» (Lc 21,3), refiere el Evangelio de hoy, dirigiéndose a quienes le rodeaban. La actitud de la viuda ha quedado como un retrato, hecho por el mismo Cristo, de la relación de los hombres con Dios: «El Señor no mira la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece. No está la limosna en dar poco de lo mucho que se tiene, sino en hacer lo que aquella viuda, que dio todo lo que tenía»[3].


La relación de amistad con Dios, propia de la llamada cristiana, ansía una respuesta que involucra la existencia entera. No nos quedamos indiferentes después de haberlo encontrado. «El Señor sabe que dar es propio de enamorados, y él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: “Dame, hijo mío, tu corazón”. ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor»[4].


Jesús nos invita a echar todas nuestras monedas sin llamar la atención. Esas decisiones que tomamos en lo más profundo, esa apertura a la luz de la fe, nos llevarán a una alegría sin comparación. La viuda pobre lo dio todo pero salió del Templo enriquecida por la mirada de Dios; tan feliz que ni siquiera necesitaba saber que sería un ejemplo para tantas personas a lo largo de la historia.


LA VIUDA QUE contemplamos hoy en el Evangelio, «debido a su extrema pobreza, hubiera podido ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por Él y, a su vez, lo ama totalmente. Jesús, hoy, nos dice también a nosotros que el metro para juzgar no es la cantidad, sino la plenitud (...). Pensad en la diferencia que hay entre cantidad y plenitud: no es cosa de billetera, sino de corazón»[5].


Esta plenitud con la que queremos abandonarnos en el Señor, que no hace cálculos, y que es la que nos hará verdaderamente felices, redunda siempre en entrega a los demás. Nos llena del amor de Dios que busca ser compartido. Esas dos monedas que la viuda da al Señor cuando va al Templo, se convierten en una manera habitual de darse también a los demás. Quien es verdaderamente generoso con Dios, es también generoso con los demás.


«Ante las necesidades del prójimo, estamos llamados a privarnos de algo indispensable, no solo de lo superfluo; estamos llamados a dar el tiempo necesario, no solo el que nos sobra; estamos llamados a dar enseguida sin reservas algún talento nuestro, no después de haberlo utilizado para nuestros objetivos personales o de grupo. Pidamos al Señor que nos admita en la escuela de esta pobre viuda, que Jesús, con el desconcierto de los discípulos, hace subir a la cátedra y presenta como maestra de Evangelio vivo. Por intercesión de María, la mujer pobre que ha dado toda su vida a Dios por nosotros, pidamos el don de un corazón pobre, pero rico de una generosidad alegre y gratuita»[6].


23 de noviembre de 2025

FESTIVIDAD DE CRISTO REY

 


Evangelio (Lc 23,35-43)


El pueblo estaba mirando, y los jefes se burlaban de él y decían:


—Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si él es el Cristo de Dios, el elegido.


Los soldados se burlaban también de él; se acercaban y ofreciéndole vinagre decían:


—Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo.


Encima de él había una inscripción: «Éste es el Rey de los judíos».


Uno de los malhechores crucificados le injuriaba diciendo:


—¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros.


Pero el otro le reprendía:


—¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios? Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal.


Y decía:


—Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.


Y le respondió:


—En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.


PARA TU RATO DE ORACION


LLEGA EL FIN del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Estas semanas en las que la Iglesia nos ha propuesto considerar las verdades últimas nos conducen hacia una certeza: Jesucristo es el Señor de la historia universal y, al mismo tiempo, de cada historia personal. «Es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda creación, porque en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra» (Col 1,15-16). Nada de lo que sucede escapa a su conocimiento. Ninguno de nuestros afanes o deseos se pierden porque él gobierna todo.


Regnare Christum volumus, eligió como lema episcopal el beato Álvaro del Portillo: queremos que Cristo reine. Es una de las jaculatorias que repetía san Josemaría desde muy joven. «Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma –decía–. Pero, qué responderíamos si él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que él reine en mí, necesito su gracia abundante. Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey»[1].


«Jesús hoy nos pide que dejemos que él se convierta en nuestro rey. Un rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte. Este rey nos indica el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus “reyes”»[2].


POCO antes de la muerte de Jesús, los jefes del pueblo y los soldados comenzaron a insultarle: «Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (Lc 23,37). Su realeza permanece oculta a ojos de esos hombres. Ellos consideraban que el verdadero poder era el que dominaba políticamente gran parte del mundo conocido en occidente. No concebían que aquella persona, a punto de morir en la cruz, fuera alguien importante.


La respuesta del Señor ante esos insultos es elocuente: no se defiende. Su reinado es el de quien se entrega y solo así comienza la salvación. Jesús «quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra»[3]. Esa «aparente debilidad» es la que conquista la libertad de las almas. Es la fragilidad del Señor la que infunde la vida en el mundo y en las gentes, la que sabe sacar bien del mal, la que infunde la gracia sin imponerse.


Quizá fue precisamente esa «debilidad» la que conquistó el corazón del «buen ladrón». Mientras su compañero de fechorías desafiaba a Jesús y le pedía que les salvara de la cruz, él se atrevió a hacer una súplica más audaz: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42). Había reconocido su reinado, pero sabía que no era de este mundo. Por eso se dirige a él, para que, allá donde ejerza su poder, se acuerde de su compañero de agonía. Y lo que obtiene de ese Rey es mucho más de lo que podía imaginar: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).


CADA CRISTIANO está llamado a ser Cristo que pasa entre los hombres. Mirar al Señor en la cruz nos impulsa a darnos como él. Su ejemplo nos lleva a amar sin condiciones. Quien se entrega depone las armas, renuncia a defenderse. De ese modo, aprendemos a escuchar sin imponernos, a valorar lo bueno de cada persona, a ofrecer el propio tiempo y la alegría que tenemos dentro sin esperar nada a cambio.


En ese reinado de Cristo frente a los que se burlaban de él descubrimos que de poco vale que pretendamos tener razón o salirnos con la nuestra; incluso el bien que hacemos pierde peso si no nos mueve un sincero afán de servir, como Cristo en su Pasión. «Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! –decía san Josemaría–. Servir a mi Rey y, por él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque solo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen»[4].


El arcángel san Gabriel predijo a María que su Hijo reinaría para siempre. Ella creyó antes de darlo al mundo. Más adelante, no sin perplejidades, comprendería qué tipo de realeza era la de Jesús. Le podemos pedir a nuestra Madre que comprendamos y vivamos, siempre con mayor profundidad, aquella manera suave con la que reina su Hijo.


22 de noviembre de 2025

La vida eterna es «otra» vida


Evangelio (Lc 20,27-40)


Se le acercaron algunos de los saduceos —que niegan la resurrección— y le preguntaron:


—Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si muere el hermano de alguien dejando mujer, sin haber tenido hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia a su hermano. Pues bien, eran siete hermanos. El primero tomó mujer y murió sin hijos. Lo mismo el segundo. También el tercero la tomó por mujer. Los siete, de igual manera, murieron sin dejar hijos. Después murió también la mujer. Entonces, en la resurrección, la mujer ¿de cuál de ellos será esposa?, porque los siete la tuvieron como esposa.


Jesús les dijo:


—Los hijos de este mundo, ellas y ellos, se casan; sin embargo, los que son dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos, no se casan, ni ellas ni ellos. Porque ya no pueden morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Que los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pero no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para Él.


Tomando la palabra, algunos escribas dijeron:


—Maestro, has respondido muy bien.


Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas.



PARA TU RATO DE ORACION



CREEMOS Y ESPERAMOS en «la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»: así lo recogen los símbolos de la fe, que son un compendio de la doctrina cristiana. Mañana celebraremos la solemnidad de Cristo Rey y, en la víspera de este gran día, la Iglesia nos invita a considerar la resurrección de la carne. Esta verdad de fe forma parte, desde el principio, del contenido esencial del mensaje que transmitían los apóstoles.


Entre los judíos existía división sobre la posibilidad de la vida eterna. Un grupo, el de los saduceos, no creía en la resurrección de la carne y afirmaba «que el alma muere con el cuerpo»[1]. Otro grupo, por el contrario, el de los fariseos, la aceptaba porque así venía expuesta en algunos textos de la Escritura (cfr. Dn 12,2-3) y en la tradición oral (cfr. Hch 23,8). Por eso, en cierta ocasión, algunos saduceos de intención poco recta le preguntan a Jesús sobre este tema, con el fin de ridiculizar la fe en la resurrección. Parten de un caso imaginario y enrevesado: una mujer tuvo siete maridos, todos hermanos de una misma familia, que murieron uno tras otro sin dejar descendencia. Le preguntan a Jesús: «En la resurrección, la mujer ¿de cuál de ellos será esposa?» (Lc 20,33).


Con paciencia, Jesús les contesta –y, al mismo tiempo, nos ilumina a nosotros– que la vida después de la muerte no responde a los mismos esquemas de la vida terrena. La vida eterna es «otra» vida. Los resucitados –dijo Jesús– serán «iguales a los ángeles» (Lc 20,36), vivirán en un estado diverso, del que no tenemos experiencia y no podemos sospechar. «En Jesús, Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que esta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia»[2].


EN SU RESPUESTA a los saduceos, sencilla y al mismo tiempo llena de originalidad, Jesús puntualiza que Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para él» (Lc 20,38). Jesús recuerda el episodio de Moisés ante la zarza ardiente en el que Dios se revela a sí mismo como «el Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob» (Lc 20,37). «El que habló a Moisés desde la zarza y declaró ser el Dios de los padres, es el Dios de los vivos»[3].


Dios ha querido dejar unido su nombre al de aquellos con los que estableció una alianza, con los que realizó un pacto que es más fuerte que la muerte. «El Señor no se goza tanto cuando se le llama el Dios del cielo y de la tierra, como cuando se le llama el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob»[4], dice san Juan Crisóstomo. Y aquella alianza la ha sellado también con nosotros, por lo que podemos decir con total seguridad: ¡él es nuestro Dios! El Señor lleva nuestro nombre unido al suyo: yo soy de Dios y Dios es mío. «Necesito confiarte mi emoción interior –exclama san Josemaría–, después de leer las palabras del profeta Isaías: “Ego vocavi te nomine tuo, meus es tu!” . Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío! ¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de amor!»[5].


Dios nos ama como algo suyo y ha establecido una alianza con nosotros. Es el Dios vivo que nos quiere dar la vida en su Hijo. Jesucristo vive, él mismo es la alianza, él es la vida y la resurrección, porque con su amor crucificado ha vencido a la muerte y al poder de las tinieblas. En la vida de Jesús, en la experiencia de su amor fiel por nosotros, podemos paladear algo de la vida resucitada.


EN EL ANTIGUO Testamento, a Dios se le llama numerosas veces «el Dios vivo». Así reza, por ejemplo, un salmo: «Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). También el profeta Jeremías le llama «Dios verdadero», «Dios vivo y rey eterno» (Jer 10,10). En el Nuevo Testamento, por su parte, encontramos la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). No hay espacio para la duda: en Dios solamente hay vida y lo mismo quiere para nosotros.


Los saduceos pensaban, sin embargo, que la vida del hombre conducía definitivamente hacia la muerte. Así han sospechado también muchos pensadores a lo largo de la historia. Pero Jesucristo da la vuelta completamente a esta concepción. Al contrario de lo que sostenían los saduceos, en realidad hemos nacido para no morir nunca, estamos destinados a una felicidad eterna. Ni siquiera se podría decir que esta vida ilumina la que vendrá después de la muerte, sino que «es la eternidad –aquella vida– la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros»[6].


Nuestro caminar, que ciertamente comprende momentos gratos y también sinsabores, es una peregrinación hacia la eternidad. Allí nos espera Dios. Estamos caminando en esta vida terrena hacia la vida plena. Si miramos solamente con ojos humanos, podríamos pensar que el camino del hombre parte de la vida con destino hacia la muerte. Pero, si procuramos mirar con los ojos de Dios, descubrimos que es precisamente al revés: caminamos hacia la vida plena, es la vida eterna la que aclara nuestro andar diario. «La muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre»[7]. María, que misteriosamente dió a luz al Dios de la vida, nos puede ayudar a tener fija la mirada en esa vida que no acaba nunca, y que ya ha iniciado en nuestros corazones.




21 de noviembre de 2025

Fiesta de la Presentación de la Virgen

 

Evangelio (Mt 12,46-50)


Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces:


— Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo.


Pero él respondió al que se lo decía:


— ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?


Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo:


— Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.



PARA TU RATO DE ORACION 



UNA ANTIGUA tradición cuenta cómo los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana, la llevaron al templo de Jerusalén. Allí se quedaría durante un tiempo en compañía de otras niñas, para ser instruida en las tradiciones y en la piedad de Israel. Podemos leer en el Antiguo Testamento que lo mismo había realizado, tiempo atrás, la madre del profeta Samuel, también de nombre Ana, cuando ofreció a su hijo para el servicio de Dios en el tabernáculo donde se manifestaba su gloria (cfr. 1 Sam 1,21-28).

Después de aquella temporada, María siguió llevando con Joaquín y Ana una vida normal. Permaneció bajo su cuidado mientras crecía hasta hacerse mujer. Fue madurando como una más de su pueblo, sin nada extraordinario en su comportamiento. Como buena judía, orientaba toda su existencia hacia el Señor, de quien aún desconocía que sería Madre. La fiesta de hoy celebra, precisamente, esa pertenencia de la Virgen a Dios, la completa dedicación al misterio de la salvación a lo largo de toda su vida.

«Como la santa niña María se ofreció a Dios en el Templo con prontitud y por entero, así nosotros en este día presentémonos a María sin demora y sin reserva»[1], escribe san Alfonso María de Ligorio. Ella, con su propia vida, nos indica el camino hacia su Hijo, para que también la nuestra tenga su centro en él. «Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús»[2].


JESÚS se encuentra hablando a las multitudes. De repente se hace paso una persona y le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». El Señor responde con una pregunta que él mismo contesta: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (...) Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 46-50).

Estas palabras de Cristo pueden sorprendernos. Quizá tenemos la impresión de que el Señor resta importancia a la relación con su madre. Sin embargo, una mirada más delicada permite darse cuenta de que el Maestro realza la fidelidad con la que ella vive su vocación, que es fuente de su íntima cercanía con su Hijo. Comenta san Agustín, poniendo estas palabras en labios del mismo Jesús: «Mi madre, a quien proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la Palabra de Dios, (...) porque fue fiel custodio del mismo Verbo de Dios, que la creó a ella y en ella se hizo carne»[3].

De estas palabras del Señor aprendemos que los seguidores de Jesús pueden pasar a formar parte de su propia familia. Quienes queremos compartir la vida con Cristo y hacer la voluntad de Dios Padre somos algo más que colaboradores de un proyecto en bien de la sociedad. «Hacerse discípulo de Jesús –señala el Catecismo– es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir»[4]. Hoy podemos pedir a María que, al estar ya delante de Dios, nos alcance la gracia para estar cada día más cerca de su Hijo Jesús.


EN LOS EVANGELIOS vemos varios momentos en los que María responde con fidelidad al querer divino. El sí que pronuncia en la anunciación del ángel fue «el primer paso de una larga lista de obediencias que acompañarán su itinerario de madre»[5]. Quizá la mayor expresión de esta fidelidad se encuentra cuando permanece al pie de la cruz junto a su Jesús, ofreciéndole el mayor de los consuelos con su sola presencia. Los evangelistas no dicen nada de su reacción, solamente señalan que en el Gólgota, ella permanecía allí: «estaba». La Virgen no concebía una actitud de huida o distanciamiento. Había descubierto que la mayor de las felicidades –esta vez mezclada con abundantísimo dolor– en ocasiones consiste simplemente en «estar» con su Hijo.

La vida de María estuvo también marcada por otros momentos de fidelidad cotidiana que no se recogen en el Evangelio. Posiblemente su día a día transcurrió como el de la mayoría de mujeres de su época. Y fue en esas tareas comunes a las de su gente donde también cumplió la voluntad de Dios. Santificó lo pequeño y lo grande que cada día trae consigo, lo que a simple vista tenía poco valor pero a la vez mucho para nosotros. Supo poner amor en todo lo que realizaba. «Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido»[6].

De este modo, se realizaba lo que Jesús diría más tarde a sus discípulos: «Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). Desde que María fue presentada en el Templo, toda su vida giró en torno a Dios. Y gracias a esa fidelidad en lo pequeño, vivida bajo la acción del Espíritu Santo, María supo ser fiel también en lo grande.









20 de noviembre de 2025

EL ENGAÑO DEL PECADO


 Evangelio (Lc 19, 41-44)


En aquel tiempo, al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. 

Pues vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita».


PARA TU RATO DE ORACION 


A MITAD DE la ladera del Monte de los Olivos, al este de Jerusalén, se sitúa la iglesia conocida como Dominus flevit. Según la tradición, fue allí donde Jesús, «al ver la ciudad, lloró por ella», pues muchos no lo reconocieron como el Mesías. «Vendrán días sobre ti –dijo el Señor, profetizando la destrucción de Jerusalén– en que no solo te rodearán tus enemigos con vallas, y te cercarán y te estrecharán por todas partes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti» (Lc 19,43-44). Como todo judío piadoso, el Señor amaba Jerusalén. Desde su presentación en el Templo, esa ciudad sería un lugar destacado para su misión. Allí acudía a rezar, a predicar, a realizar milagros… Por eso, no permanece indiferente ante la suerte que va a correr.


Pero lo que más preocupa a Jesús son aquellos hombres y mujeres que no han querido acogerlo como Mesías. Su reacción es la de cualquier persona cuando ve sufrir a alguien a quien quiere: llora por el otro. El Señor, como sucedió aquel día al divisar Jerusalén, sufre por el mal que nos causamos a nosotros mismos por el pecado. «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor!»[1], canta un himno litúrgico. Hemos merecido no solo las lágrimas de Dios, sino hasta la última gota de su sangre. El Señor «no puede mirar a la gente y no sentir compasión»[2]. Sus lágrimas por Jerusalén nos muestran cómo es el corazón de Dios y cómo reacciona cuando nos alejamos de él. Podemos pedirle que también nuestro corazón sea más sensible ante el drama del pecado para, abriéndonos a su gracia, traer consuelo a quienes nos rodean.


EL SEÑOR llora por Jerusalén porque no han reconocido a Dios, y eso solo puede causar sufrimiento. Es el drama que recorre la historia de la humanidad: el del amor fiel de Dios que nos busca para establecer una alianza de amor, y las infidelidades en el corazón del hombre por el pecado. «A la luz de toda la Biblia, esta actitud de hostilidad, de ambigüedad o de superficialidad representa la de todo hombre y del mundo –en sentido espiritual–, cuando se cierra al misterio del Dios verdadero, que sale a nuestro encuentro con la desarmante mansedumbre del amor»[3].


Algunos autores de la antigüedad cristiana han considerado que «nosotros somos aquella Jerusalén sobre la que Jesús lloró»[4]. Cuando nos dejamos engañar por el pecado, es ese mismo mal que nos causamos a nosotros lo que, de alguna manera, aflige al Señor. El verdadero drama del mal no es tanto la desobediencia a una regla o una norma; es, sobre todo, «una expresión de rechazo a su amor, con la consecuencia de cerrarnos en nosotros mismos, iludiéndonos de encontrar mayor libertad»[5]. Todo pecado termina por mostrar su falsedad, al privarnos de la alegría y de la paz que nos ofrece Dios.


Por el contrario, la vida junto a Cristo nos lleva a abrirnos a los demás y a encontrar la verdadera libertad. No es una existencia marcada por la resignación a someternos a alguna regla exterior. Se trata, más bien, de una vida conducida por el amor que intenta descubrir la verdad y la belleza de todo lo que ha revelado Dios y de todas las actividades cotidianas. «Me gusta hablar de aventura de la libertad –decía san Josemaría–, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente –como hijos, insisto, no como esclavos–, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios»[6].


ALREDEDOR DEL AÑO SETENTA, la ciudad santa fue cercada por las tropas romanas. Después de un largo asedio, el templo fue destruido y sus murallas completamente arrasadas. Se cumplió así la profecía del Señor: «No dejarán en ti piedra sobre piedra» (Lc 19,44). Jesús, lógicamente, no se alegra del desastre que más tarde se verificará, sino que llora por Jerusalén. Él no ha venido a condenar, sino a anunciar la paz a los que estaban cerca y a los que estaban lejos (cfr. Ef 2,17). Por eso, mientras la contempla, se dirige al pueblo que allí habita de esta manera: «¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz! Sin embargo, ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19,42). Estas palabras parecen un eco de las que escuchó la samaritana junto al pozo de Sicar: «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4,10).


La vida cristiana empieza por descubrir el más grande «don de Dios»: que somos sus hijos. Día tras día él está a nuestro lado, nos espera en cada momento. Para amar al Señor «con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza» (Mc 12,33), no tenemos que hacer necesariamente cosas fuera de lo ordinario. Vivimos recibiendo ese don de Dios cuando nos damos cuenta de que hay una gracia –un regalo divino– esperándonos en cada momento y en cada persona que está a nuestro lado. Allí, en medio de las batallas de la vida ordinaria, podemos alcanzar la paz que tanto deseamos.


Santa María es reina de la paz. «No ceses de aclamarla con ese título: «Regina pacis, ora pro nobis!» –Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad?... Te sorprenderás de su inmediata eficacia»[7]. La Virgen nunca dejó pasar ningún don que Dios le ofreció y por eso pudo recibirlo en sus propias entrañas: podemos acudir a ella para que también nosotros nos abramos a la paz que nos ofrece su hijo en cada momento.



19 de noviembre de 2025

SER AUDACES


 Evangelio (Lc 19,11-28)


En aquel tiempo, dijo Jesús una parábola, porque él estaba cerca de Jerusalén y ellos pensaban que el Reino de Dios se manifestaría enseguida: un hombre noble marchó a una tierra lejana a recibir la investidura real y volverse. Llamó a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: «Negociad hasta mi vuelta».


 Sus ciudadanos le odiaban y enviaron una embajada tras él para decir: «No queremos que éste reine sobre nosotros».


Al volver, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado. 


Vino el primero y dijo: «Señor, tu mina ha producido diez». Y le dijo: «Muy bien, siervo bueno, porque has sido fiel en lo poco, ten potestad sobre diez ciudades». Vino el segundo y dijo: «Señor, tu mina ha producido cinco». Le dijo a éste: «Tú ten también el mando de cinco ciudades».


Vino el otro y dijo: «Señor, aquí está tu mina, que he tenido guardada en un pañuelo; pues tuve miedo de ti porque eres hombre severo, recoges lo que no depositaste y cosechas lo que no sembraste». Le dice: «Por tus palabras te juzgo, siervo malo; ¿sabías que yo soy hombre severo, que recojo lo que no he depositado y cosecho lo que no he sembrado? ¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así, al volver yo lo hubiera retirado con los intereses». 


Y les dijo a los presentes: «Quitadle la mina y dádsela al que tiene diez». Entonces le dijeron: «Señor, ya tiene diez minas». Os digo: «A todo el que tiene se le dará, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará.


En cuanto a esos enemigos míos que no han querido que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos en mi presencia». Dicho esto, caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén.



PARA TU RATO DE ORACION 



SUBIENDO HACIA JERUSALÉN, ya cerca de la ciudad santa, Jesús contó la parábola de las minas al grupo que le acompañaba (cfr. Lc 19,1-27). Un rey se marcha a tierras lejanas y encarga sus bienes a un puñado de siervos para que les saquen rendimiento. Cada siervo recibe la misma cantidad de dinero: una mina, que equivalía a medio kilo de plata. A todos les da la misma indicación: «Negociad hasta mi vuelta» (Lc 19,13). Cada uno de estos siervos tiene en sus manos un regalo, y el amo les pide que lo pongan en juego para dar fruto.


Mirar nuestros propios talentos nos ayuda a comprender la confianza que el Señor tiene en nosotros. Son el modo único y personal que tenemos para participar en la misión de Dios. Nuestros talentos son dones que aportan a la Iglesia, al mundo y a la sociedad. Además, junto a todas nuestras características personales, hemos recibido el gran regalo de la fe en Cristo y la posibilidad de vivir su misma vida a través de los sacramentos, esos «tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño»[1]. Cristo «nos ha regalado los preciosos y más grandes bienes prometidos, para que por estos lleguéis a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4).


El rey de la parábola confía en aquellos siervos, da mucho margen a su iniciativa. No les da instrucciones detalladas, diciéndoles exactamente qué hacer, sino que lo deja todo en sus manos. Dos de ellos lo entendieron rápidamente. Supieron actuar con libertad y generosidad dentro de los amplios planes de su señor. Experimentaron aquel gesto de confianza como una llamada a dinamizar el propio talento y a abrirse a sus conciudadanos: «Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia de Dios» (1 P 4,10-11).


«AL VOLVER, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado» (Lc 19,15). Los dos primeros siervos recibieron un generoso premio por su trabajo: habían hecho rendir el tesoro recibido, dando abundante fruto. El rey se alegró y a ambos les dijo: «Muy bien, siervo bueno (...), has sido fiel en lo poco» (Lc 19,17).


Los dones «que Dios nos ha dado no son nuestros, nos han sido dados para que los usemos por la gloria de Dios –decía santa Teresa de Calcuta–. Seamos generosos y usemos todo lo que tenemos por el buen maestro»[2]. De manera habitual, ese «negocio» lo llevaremos a cabo entre las cosas normales de nuestra vida, en lo de cada día, en aquellas tareas y relaciones que a ojos del mundo podrían parecer sin relieve. «Hagamos lo que hagamos, aunque solo sea ayudar a alguien a atravesar la calle, se lo estamos haciendo a Jesús. Incluso ofrecer a alguien un vaso de agua es dárselo a Jesús», concluía la santa. «Dios cuenta con nuestra correspondencia diaria, hecha de cosas pequeñas que se engrandecen por la fuerza de su gracia»[3].


«¿Tiene el hombre algo que ofrecer a Dios? –se preguntaba, por su parte, un Padre de la Iglesia–. Sí, su fe y su amor. Es esto lo que Dios pide al hombre (…). El don de Dios existe, pero también debe existir la contribución del hombre»[4]. En realidad, el hecho de que Dios haya querido entregar en nuestras manos la posibilidad de hacer tantas cosas buenas, en lugar de hacerlas él mismo, es un misterioso regalo. Esa parábola muestra cómo el Señor desea que con nuestras capacidades le ayudemos a cuidar a las demás personas y a transformar el mundo; esa confianza divina en nosotros crea variedad y pluralidad. Como decía san Josemaría: «Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo»[5].


EL TERCER siervo de la parábola no pensó en los afanes de su amo ni quiso invertir el dinero, sino que solamente se preocupó de su propia seguridad: escondió todo en un pañuelo para devolverlo intacto. «Señor, aquí está tu mina» (Lc 19,20). El tercer siervo, a diferencia de los otros dos, «ha decidido irresponsablemente optar por la comodidad de devolver solo lo que le entregaron. Se dedicará a matar los minutos, las horas, las jornadas, los meses, los años... ¡la vida!»[6]. Comparándose con sus compañeros, quizás pensó que la tarea le superaba y prefirió un camino sin riesgos. Sin duda se perdió la gran aventura de poner en juego sus valiosos talentos.


Al llegar el amo, echó en cara con dureza la negligencia de este siervo; ha sido un «siervo malo» (Lc 19,26), le dice, porque no ha hecho fructificar la herencia que le había encomendado. Esconder la moneda, comenta san Beda, «es tanto como sepultar los dones recibidos bajo el ocio de una muelle pereza (...). Es llamado “mal siervo” porque fue perezoso en el cumplimiento de su deber»[7]. Entre el miedo a fracasar y el deseo de no complicarse la vida, ha ahogado la felicidad a la que estaba llamado, mucho más grande de la que imaginó.


«Tenemos una gran tarea por delante –nos recordaba san Josemaría–. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: “Negociad, mientras vengo”. Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos»[8]. Nuestra Madre bendita corrió a compartir su alegría con su prima; no enterró ni un segundo la gracia de la que le había llenado Dios. A ella podemos pedirle esa misma audacia para poner en juego los talentos que Dios nos ha dado.