"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

21 de noviembre de 2024

Presentación de la Virgen María en el Templo

 



Evangelio (Mt 12,46-50)


Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces:


— Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo.


Pero él respondió al que se lo decía:


— ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?


Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo:


— Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.



PARA TU RATO DE ORACION 


UNA ANTIGUA tradición cuenta cómo los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana, la llevaron al templo de Jerusalén. Allí se quedaría durante un tiempo en compañía de otras niñas, para ser instruida en las tradiciones y en la piedad de Israel. Podemos leer en el Antiguo Testamento que lo mismo había realizado, tiempo atrás, la madre del profeta Samuel, también de nombre Ana, cuando ofreció a su hijo para el servicio de Dios en el tabernáculo donde se manifestaba su gloria (cfr. 1 Sam 1,21-28).

Después de aquella temporada, María siguió llevando con Joaquín y Ana una vida normal. Permaneció bajo su cuidado mientras crecía hasta hacerse mujer. Fue madurando como una más de su pueblo, sin nada extraordinario en su comportamiento. Como buena judía, orientaba toda su existencia hacia el Señor, de quien aún desconocía que sería Madre. La fiesta de hoy celebra, precisamente, esa pertenencia de la Virgen a Dios, la completa dedicación al misterio de la salvación a lo largo de toda su vida.

«Como la santa niña María se ofreció a Dios en el Templo con prontitud y por entero, así nosotros en este día presentémonos a María sin demora y sin reserva»[1], escribe san Alfonso María de Ligorio. Ella, con su propia vida, nos indica el camino hacia su Hijo, para que también la nuestra tenga su centro en él. «Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús»[2].


JESÚS se encuentra hablando a las multitudes. De repente se hace paso una persona y le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». El Señor responde con una pregunta que él mismo contesta: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (...) Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 46-50).

Estas palabras de Cristo pueden sorprendernos. Quizá tenemos la impresión de que el Señor resta importancia a la relación con su madre. Sin embargo, una mirada más delicada permite darse cuenta de que el Maestro realza la fidelidad con la que ella vive su vocación, que es fuente de su íntima cercanía con su Hijo. Comenta san Agustín, poniendo estas palabras en labios del mismo Jesús: «Mi madre, a quien proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la Palabra de Dios, (...) porque fue fiel custodio del mismo Verbo de Dios, que lo creó a ella y en ella se hizo carne»[3].

De estas palabras del Señor aprendemos que los seguidores de Jesús pueden pasar a formar parte de su propia familia. Quienes queremos compartir la vida con Cristo y hacer la voluntad de Dios Padre somos algo más que colaboradores de un proyecto en bien de la sociedad. «Hacerse discípulo de Jesús –señala el Catecismo– es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir»[4]. Hoy podemos pedir a María que, al estar ya delante de Dios, nos alcance la gracia para estar cada día más cerca de su Hijo Jesús.


EN LOS EVANGELIOS vemos varios momentos en los que María responde con fidelidad al querer divino. El sí que pronuncia en la anunciación del ángel fue «el primer paso de una larga lista de obediencias que acompañarán su itinerario de madre»[5]. Quizá la mayor expresión de esta fidelidad se encuentra cuando permanece al pie de la cruz junto a su Jesús, ofreciéndole el mayor de los consuelos con su sola presencia. Los evangelistas no dicen nada de su reacción, solamente señalan que en el Gólgota, ella permanecía allí: «estaba». La Virgen no concebía una actitud de huida o distanciamiento. Había descubierto que la mayor de las felicidades –esta vez mezclada con abundantísimo dolor– en ocasiones consiste simplemente en «estar» con su Hijo.

La vida de María estuvo también marcada por otros momentos de fidelidad cotidiana que no se recogen en el Evangelio. Posiblemente su día a día transcurrió como el de la mayoría de mujeres de su época. Y fue en esas tareas comunes a las de su gente donde también cumplió la voluntad de Dios. Santificó lo pequeño y lo grande que cada día trae consigo, lo que a simple vista tenía poco valor pero a la vez mucho para nosotros. Supo poner amor en todo lo que realizaba. «Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido»[6].

De este modo, se realizaba lo que Jesús diría más tarde a sus discípulos: «Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). Desde que María fue presentada en el Templo, toda su vida giró en torno a Dios. Y gracias a esa fidelidad en lo pequeño, vivida bajo la acción del Espíritu Santo, María supo ser fiel también en lo grande.




20 de noviembre de 2024

TUS DONES

 


Evangelio (Lc 19,11-28)


En aquel tiempo, dijo Jesús una parábola, porque él estaba cerca de Jerusalén y ellos pensaban que el Reino de Dios se manifestaría enseguida: un hombre noble marchó a una tierra lejana a recibir la investidura real y volverse. Llamó a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: «Negociad hasta mi vuelta».


 Sus ciudadanos le odiaban y enviaron una embajada tras él para decir: «No queremos que éste reine sobre nosotros».


Al volver, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado. 


Vino el primero y dijo: «Señor, tu mina ha producido diez». Y le dijo: «Muy bien, siervo bueno, porque has sido fiel en lo poco, ten potestad sobre diez ciudades». Vino el segundo y dijo: «Señor, tu mina ha producido cinco». Le dijo a éste: «Tú ten también el mando de cinco ciudades».


Vino el otro y dijo: «Señor, aquí está tu mina, que he tenido guardada en un pañuelo; pues tuve miedo de ti porque eres hombre severo, recoges lo que no depositaste y cosechas lo que no sembraste». Le dice: «Por tus palabras te juzgo, siervo malo; ¿sabías que yo soy hombre severo, que recojo lo que no he depositado y cosecho lo que no he sembrado? ¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así, al volver yo lo hubiera retirado con los intereses». 


Y les dijo a los presentes: «Quitadle la mina y dádsela al que tiene diez». Entonces le dijeron: «Señor, ya tiene diez minas». Os digo: «A todo el que tiene se le dará, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará.


En cuanto a esos enemigos míos que no han querido que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos en mi presencia». Dicho esto, caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén.


PARA TU RATO DE ORACION 


SUBIENDO HACIA JERUSALÉN, ya cerca de la ciudad santa, Jesús contó la parábola de las minas al grupo que le acompañaba (cfr. Lc 19,1-27). Un rey se marcha a tierras lejanas y encarga sus bienes a un puñado de siervos para que les saquen rendimiento. Cada siervo recibe la misma cantidad de dinero: una mina, que equivalía a medio kilo de plata. A todos les da la misma indicación: «Negociad hasta mi vuelta» (Lc 19,13). Cada uno de estos siervos tiene en sus manos un regalo, y el amo les pide que lo pongan en juego para dar fruto.


Mirar nuestros propios talentos nos ayuda a comprender la confianza que el Señor tiene en nosotros. Son el modo único y personal que tenemos para participar en la misión de Dios. Nuestros talentos son dones que aportan a la Iglesia, al mundo y a la sociedad. Además, junto a todas nuestras características personales, hemos recibido el gran regalo de la fe en Cristo y la posibilidad de vivir su misma vida a través de los sacramentos, esos «tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño»[1]. Cristo «nos ha regalado los preciosos y más grandes bienes prometidos, para que por estos lleguéis a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4).


El rey de la parábola confía en aquellos siervos, da mucho margen a su iniciativa. No les da instrucciones detalladas, diciéndoles exactamente qué hacer, sino que lo deja todo en sus manos. Dos de ellos lo entendieron rápidamente. Supieron actuar con libertad y generosidad dentro de los amplios planes de su señor. Experimentaron aquel gesto de confianza como una llamada a dinamizar el propio talento y a abrirse a sus conciudadanos: «Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia de Dios» (1 P 4,10-11).


«AL VOLVER, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado» (Lc 19,15). Los dos primeros siervos recibieron un generoso premio por su trabajo: habían hecho rendir el tesoro recibido, dando abundante fruto. El rey se alegró y a ambos les dijo: «Muy bien, siervo bueno (...), has sido fiel en lo poco» (Lc 19,17).


Los dones «que Dios nos ha dado no son nuestros, nos han sido dados para que los usemos por la gloria de Dios –decía santa Teresa de Calcuta–. Seamos generosos y usemos todo lo que tenemos por el buen maestro»[2]. De manera habitual, ese «negocio» lo llevaremos a cabo entre las cosas normales de nuestra vida, en lo de cada día, en aquellas tareas y relaciones que a ojos del mundo podrían parecer sin relieve. «Hagamos lo que hagamos, aunque solo sea ayudar a alguien a atravesar la calle, se lo estamos haciendo a Jesús. Incluso ofrecer a alguien un vaso de agua es dárselo a Jesús», concluía la santa. «Dios cuenta con nuestra correspondencia diaria, hecha de cosas pequeñas que se engrandecen por la fuerza de su gracia»[3].


«¿Tiene el hombre algo que ofrecer a Dios? –se preguntaba, por su parte, un Padre de la Iglesia–. Sí, su fe y su amor. Es esto lo que Dios pide al hombre (…). El don de Dios existe, pero también debe existir la contribución del hombre»[4]. En realidad, el hecho de que Dios haya querido entregar en nuestras manos la posibilidad de hacer tantas cosas buenas, en lugar de hacerlas él mismo, es un misterioso regalo. Esa parábola muestra cómo el Señor desea que con nuestras capacidades le ayudemos a cuidar a las demás personas y a transformar el mundo; esa confianza divina en nosotros crea variedad y pluralidad. Como decía san Josemaría: «Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo»[5].


EL TERCER siervo de la parábola no pensó en los afanes de su amo ni quiso invertir el dinero, sino que solamente se preocupó de su propia seguridad: escondió todo en un pañuelo para devolverlo intacto. «Señor, aquí está tu mina» (Lc 19,20). El tercer siervo, a diferencia de los otros dos, «ha decidido irresponsablemente optar por la comodidad de devolver solo lo que le entregaron. Se dedicará a matar los minutos, las horas, las jornadas, los meses, los años... ¡la vida!»[6]. Comparándose con sus compañeros, quizás pensó que la tarea le superaba y prefirió un camino sin riesgos. Sin duda se perdió la gran aventura de poner en juego sus valiosos talentos.


Al llegar el amo, echó en cara con dureza la negligencia de este siervo; ha sido un «siervo malo» (Lc 19,26), le dice, porque no ha hecho fructificar la herencia que le había encomendado. Esconder la moneda, comenta san Beda, «es tanto como sepultar los dones recibidos bajo el ocio de una muelle pereza (...). Es llamado “mal siervo” porque fue perezoso en el cumplimiento de su deber»[7]. Entre el miedo a fracasar y el deseo de no complicarse la vida, ha ahogado la felicidad a la que estaba llamado, mucho más grande de la que imaginó.


«Tenemos una gran tarea por delante –nos recordaba san Josemaría–. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: “Negociad, mientras vengo”. Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos»[8]. Nuestra Madre bendita corrió a compartir su alegría con su prima; no enterró ni un segundo la gracia de la que le había llenado Dios. A ella podemos pedirle esa misma audacia para poner en juego los talentos que Dios nos ha dado.

19 de noviembre de 2024

«Santa desvergüenza»

 


Evangelio (Lc 19, 1-10)


Entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos y rico. Intentaba ver a Jesús para conocerle, pero no podía a causa de la muchedumbre, porque era pequeño de estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí. Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo:

—Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa.

Bajó rápido y lo recibió con alegría. Al ver esto, todos murmuraban diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo, de pie, le dijo al Señor:

—Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más.

Jesús le dijo:

—Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.


PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO nos presenta el encuentro entre Jesús y Zaqueo casi como un hecho casual. Zaqueo ejerce el oficio de jefe de los publicanos de Jericó, una ciudad importante situada junto al río Jordán, y es muy rico. Recauda impuestos para la autoridad romana, por lo que es considerado un pecador público. Los publicanos, además, con frecuencia aprovechaban su posición para enriquecerse mediante el chantaje, lo que les había hecho ganarse el desprecio de sus vecinos.

Aquel día Jesús entra en Jericó y la recorre acompañado por la muchedumbre (cfr. Lc 19,1-10). El deseo de ver al Maestro lleva a Zaqueo a un gesto singular, en cierto sentido ridículo, dada su alta posición social. Al ser de baja estatura, «se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí» (Lc 19,4). A pesar de que Zaqueo parece impulsado solo por la curiosidad, en realidad ese gesto era ya un fruto de la misericordia de Dios que lo atraía y que pronto transformaría su corazón. Antes de que Zaqueo acogiera a Jesús en su casa, el Señor lo había acogido a él. «A veces, el encuentro de Dios con el hombre tiene también la apariencia de la casualidad. Pero nada es “casual” por parte de Dios»[1].

«Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). La mirada de Cristo penetró en el alma del publicano con fuerza. Además, ¡con cuánta ternura y familiaridad escuchó Zaqueo pronunciar su nombre! Feliz por el encuentro, «bajó rápido y lo recibió con alegría» (Lc 19,6). Es decir, abrió generosamente la puerta de su casa y de su corazón al encuentro con el Salvador.


ZAQUEO TUVO posiblemente una resistencia interior a trepar a la higuera. Sí, quería conocer a Jesús, pero corría el riesgo de provocar aún más animadversión entre sus vecinos. Desde el principio tuvo que vencer la vergüenza del ridículo y despreciar el qué dirán. Se arriesgó y superó estos obstáculos «porque la atracción de Jesús era más fuerte»[2].

San Josemaría calificó su valiente actitud de «santa desvergüenza» y la comentaba así: «No faltan [a Zaqueo] ni las burlas de los chiquillos ni la carcajada en la boca de algunas personas mayores. Pero todo eso, ¿qué importa? ¿Qué importa, cuando se trata del servicio de Cristo, la opinión de las gentes, los respetos humanos? Cuando una falsa vergüenza trate de cohibirnos, sea siempre ésta nuestra consideración: Jesús y yo, Jesús y yo; lo demás, ¿qué nos importa? (...). Dame, Jesús mío, la santa desvergüenza (...). Concédeme, Dios mío, una entereza de acero para que haga lo que deba hacer»[3].

Dios es «muy buen pagador», afirmaba santa Teresa de Jesús. «Y así, aunque sean cosas muy pequeñas, no dejéis de hacer por su amor lo que pudiereis. Su Majestad las pagará; no mirará sino el amor con que las hiciereis»[4]. Aunque el movimiento inicial de Zaqueo parezca más de curiosidad que de amor, él «ha puesto los medios para conocer a Jesús y va a obtener su recompensa. Es necesario, para sentir en nosotros el chispazo de la mirada de Jesucristo, que vayamos a entregarnos a él (...). La recompensa está ahí: en la mirada, en la llamada de Jesús»[5].


EL JEFE de publicanos hospedó en su casa al Señor y, así, abrió espacio para Dios en su vida. En pocos minutos la cercanía de Jesús comenzó a transformar su corazón. Ya en el umbral de su casa, declaró: «Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más» (Lc 19,8). Jesús disipó con delicadeza las tinieblas de su interior. Ciertamente, «a su luz se ensanchan los horizontes de la existencia: la persona comienza a darse cuenta de los demás hombres y de sus necesidades (...). La atención a los demás hombres, al prójimo, constituye uno de los principales frutos de una conversión sincera. El hombre sale de su egoísmo, deja de vivir para sí mismo, y se orienta hacia los demás; siente la necesidad de vivir para los demás, de vivir para los hermanos»[6].

«Ya que el corazón es de reducido tamaño –decía santa Catalina de Siena–, hay que hacer como Zaqueo, que no era grande, y se subió a un árbol para ver a Dios... Debemos hacer lo mismo si somos bajos, cuando tenemos el corazón estrecho y poca caridad: hay que subir sobre el árbol de la santa cruz, y allí veremos, tocaremos a Dios»[7].

Como sucedió aquel día en Jericó, también hoy Cristo nos mira, nos llama por nuestro nombre, y a cada uno nos hace su propuesta: «Conviene que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). Ese «hoy» es un estímulo para nuestra generosidad. El «hoy» de Cristo ha de resonar con toda su fuerza, como una llamada a darnos sinceramente a las personas. «Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor»[8]. María veía a Jesús desde niño y vivía en su misma casa: ella nos enseñará el camino para invitarlo a la nuestra y para dejar que nos transforme en generosos servidores de los demás.


18 de noviembre de 2024

DEDICACIO N BASILICA SAN PABLO Y SAN PEDRO


Evangelio (Mt 14, 22-33)


Y enseguida Jesús mandó a los discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedirla, subió al monte a orar a solas. Cuando se hizo de noche seguía él solo allí. Mientras tanto, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario. En la cuarta vigilia de la noche vino hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos andando sobre el mar, se asustaron y dijeron:


— ¡Es un fantasma! -y llenos de miedo empezaron a gritar.


Pero al instante Jesús les habló:


— Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo.


Entonces Pedro le respondió:


— Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas.


—Ven, le dijo él.


Y Pedro se bajó de la barca y comenzó a andar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero al ver que el viento era muy fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, se puso a gritar:


— ¡Señor, sálvame!


Al instante Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo:


— Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?


Y cuando subieron a la barca se calmó el viento. Los que estaban en la barca le adoraron diciendo:


— Verdaderamente eres Hijo de Dios.



 PARA TU RATO DE ORACION 


LAS VIDAS DE san Pedro y san Pablo están entrelazadas por el amor a Jesucristo y por un mismo afán evangelizador. Aunque poseían un origen, un temperamento y una formación muy distintos, a partir de la llamada del Señor dedicaron sus mejores energías a dar testimonio por toda la tierra de la alegría que habían recibido, cada uno con su peculiar misión y estilo: Pedro como cabeza de la Iglesia, Pablo como apóstol de las gentes.


Se conocieron en Jerusalén, cuando Pablo visitó a los apóstoles tres años después de su conversión (cfr. Gal 1,15-18). Allí convivieron apenas unos pocos días. Es posible que posteriormente coincidieran en Roma, cuando Pablo fue encarcelado en la capital del Imperio. Sabemos que ambos dieron en esta ciudad su máximo testimonio de amor a Cristo en el martirio: Pedro fue crucificado; Pablo, decapitado. En la ciudad eterna reposan hoy sus reliquias en las basílicas dedicadas a ellos. Así se recoge hacia el año 200 en el testimonio del sacerdote romano Gayo: «Yo te puedo mostrar los restos de los apóstoles; pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense, hallarás los trofeos de quienes fundaron aquella Iglesia»[1].


Hoy contemplamos lo que Dios puede hacer con quienes se abren generosamente a su acción. «¡Ánimo! Tú... puedes –escribía san Josemaría–. ¿Ves lo que hizo la gracia de Dios con aquel Pedro dormilón, negador y cobarde... con aquel Pablo perseguidor, odiador y pertinaz?»[2]. «La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo»[3]. Ambos son fundamento de la Iglesia, símbolos de su unidad y columnas de la fe. Por este motivo, la Iglesia ha unido en un mismo día la Dedicación de las basílicas romanas de san Pedro y san Pablo, edificadas sobre sus tumbas.


DELANTE DE LA fachada de la basílica de San Pedro están colocadas dos grandes estatuas, fácilmente reconocibles por lo que llevan en sus manos: las llaves entre las de Pedro, y la espada entre las de Pablo.


El símbolo de las llaves –que Pedro recibe de Cristo– representa su autoridad. El Señor le promete que, como fiel administrador de su mensaje, a él le corresponderá abrir la puerta del reino de los cielos (cfr. Ap 3,7). La espada que Pablo porta en sus manos es el instrumento con el que fue asesinado. Sin embargo, leyendo sus cartas descubrimos que la imagen de la espada también evoca su misión evangelizadora. Cuando siente que se acerca su muerte, escribe a su discípulo Timoteo: «He luchado el noble combate» (2 Tm 4,7). Pablo ha sido denominado el decimotercer apóstol, pues, aunque no formaba parte del grupo de los doce, fue llamado por Cristo Resucitado en el camino de Damasco.


Humanamente eran muy distintos y probablemente no faltaron diferencias en su relación. Pero estas no fueron obstáculo para que uno y otro muestren «un modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos»[4]. Así lo expresaba San Josemaría: «Querría –ayúdame con tu oración– que, en la Iglesia Santa, todos nos sintiéramos miembros de un solo cuerpo, como nos pide el Apóstol; y que viviéramos a fondo, sin indiferencias, las alegrías, las tribulaciones, la expansión de nuestra Madre, una, santa, católica, apostólica, romana. Querría que viviésemos la identidad de unos con otros, y de todos con Cristo»[5].


AL DEDICAR un templo al culto, ese edificio deja de ser un lugar corriente para transformarse en un espacio sagrado, que tendrá como fin dar gloria a Dios. La parte central del rito de dedicación es la consagración del altar que, estando totalmente desnudo, es ungido con el crisma en el centro y en sus cuatro ángulos. A continuación, se inciensa, y se viste con los manteles, las flores, los cirios y la cruz. El celebrante, con una vela encendida en la mano, invoca a la «luz de Cristo», de modo análogo a como se hace durante la Vigilia Pascual.


A imagen de un templo, todos los cristianos hemos sido consagrados a Dios en nuestro Bautismo, hemos sido ungidos en el pecho con el santo crisma. También a nosotros se nos ha entregado una vela, encendida a partir de la llama del cirio pascual, para que seamos fuentes de luz en el mundo. Podemos cooperar con entusiasmo a la edificación de la Iglesia porque somos «piedras vivas» (1 P 2,5) de este edificio sobrenatural. Estos dos testigos de la fe son admirables no tanto por poseer unas capacidades inigualables, sino más bien porque en el centro de su historia «está el encuentro con Cristo que cambió sus vidas. Experimentaron un amor que los sanó y los liberó y, por ello, se convirtieron en apóstoles y ministros de liberación para los demás»[6].


«Pedro conoció personalmente a María y, en diálogo con ella, especialmente en los días que precedieron Pentecostés (cf. Hch 1,14), pudo profundizar el conocimiento del misterio de Cristo. Pablo, al anunciar el cumplimiento del designio salvífico “en la plenitud del tiempo”, no dejó de recordar a la “mujer” de la que el Hijo de Dios había nacido en el tiempo (cfr. Gal 4,4)»[7]. Le pedimos a ella que, a ejemplo de san Pedro y san Pablo, abracemos en nuestra vida la aventura de edificar la Iglesia.

17 de noviembre de 2024

NADIE SABE NI EL DIA NI LA HORA


 Evangelio (Mc 13,24-32)


Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria. Y entonces enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos desde los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.


Aprended de la higuera esta parábola: cuando sus ramas están ya tiernas y brotan las hojas, sabéis que está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que es inminente, que está a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Pero nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.



PARA TU RATO DE ORACION 


A LO LARGO del año litúrgico hemos vivido el misterio de Cristo, recorriendo su vida desde Belén hasta el dolor y la gloria en Jerusalén. En el penúltimo domingo del tiempo ordinario, la Iglesia nos invita a contemplar el último día: el final de los tiempos, del mundo y de la historia. «En aquellos días, después de aquella tribulación –dice Jesús, hablando sobre su propia venida–, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13,24-26).


Los apóstoles llevaban tres intensos años compartiendo la vida con Cristo. Han sido testigos cercanos de su misericordia. Al terminar su vida terrena, Jesús les comunicó que él mismo vendrá a consumar definitivamente la historia humana. Los cristianos vivimos en esta continua y dulce espera. Entonces, «Dios pronunciará, en el Hijo, su juicio sobre la historia de los hombres»[1]. Cristo es el alfa y el omega, el principio y fin de todas las cosas, juez de la historia (cfr. Ap 21,6). Todo tiende hacia él. La creación entera y la misma historia humana corren hacia él.


Esta realidad no nos despega de nuestras tareas cotidianas, sino todo lo contrario. «Para un cristiano lo más importante es el encuentro continuo con el Señor. Y así, acostumbrados a estar con el Señor de la vida, nos preparamos al encuentro, a estar con el Señor en la eternidad. Y este encuentro definitivo vendrá al final del mundo. Pero el Señor viene cada día, para que, con su gracia, podamos cumplir el bien en nuestra vida y en la de los otros. Nuestro Dios es un Dios-que-viene: ¡él no decepciona nuestra espera!»[2].


«EL CIELO y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13,31). El universo entero está destinado a pasar, toda la creación está marcada por la finitud. En un mundo en el que no hay nada definitivamente estable, las palabras de Jesús son, en cambio, semillas de eternidad. Dios no pasa y lo que de él proviene no tiene un plazo de caducidad. «En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros»[3]. Para que se haga realidad esta unión fecunda con Cristo y no dejar infecunda la acción de la Palabra de Dios, el cristiano necesita cultivar el silencio interior y exterior. Así podremos tener un corazón atento a su voz. «El silencio tiene la capacidad de abrir en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para que Dios habite, para que permanezca su mensaje, y nuestro amor por él penetre la mente, el corazón, y aliente toda la existencia»[4].


Todas las palabras pronunciadas por los hombres, incluso las más importantes, sufren el paso del tiempo. Por el contrario, las palabras de Dios recogidas en el Evangelio nunca se desgastan, son vivas y dan vida abundante. Lo comprobamos con alegría cuando descubrimos que nos habla de modo nuevo un pasaje de la Escritura o que brilla otra vez cuando lo hacemos tema de nuestra oración. Esta lectura requiere tiempo y calma. «No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella»[5]. De esta manera, con la inspiración del Espíritu Santo, las palabras divinas pasan a ser parte de nuestro ser. Jesús mismo es, también en esto, un modelo: en su vida pública le vemos con frecuencia que se aparta para orar, se detiene para hablar y escuchar a su Padre.


JESÚS NOS ANUNCIA el final de la historia porque desea que sus discípulos estemos atentos, en vigilia, que no nos distraigamos de lo importante y verdadero. Cuando sabemos que algo va a suceder en el futuro, pero no conocemos con exactitud el momento concreto, el corazón procura no despistarse. Por este motivo, Jesús a la vez que profetiza el final, no satisface la posible curiosidad sobre el momento exacto de ese último día: «Nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Mc 13,32). Jesús quiere que vivamos esperando su llegada porque sabe que vivir así nos hace más felices. La espera encenderá los deseos de nuestro corazón, lo dilatará y lo hará capaz de un amor más atento.


«Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado solo hacia atrás ni solo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo»[6]. Que María, Reina del cielo, nos ayude a acoger a Jesús como el centro de nuestras vidas, con nuestros pies en el presente y nuestra mirada en el futuro. Le pedimos al Señor con las palabras de la Colecta de la Misa de hoy: «Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, (...) consiste la felicidad completa y verdadera»[7].

16 de noviembre de 2024

Insiste, sin desanimarte

 




Evangelio (Lc 18,1-8)


Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, diciendo:


—Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: «Hazme justicia ante mi adversario». Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme».


Concluyó el Señor:


—Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Os aseguro que les hará justicia sin tardanza. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?



PARA TU RATO DE ORACION 



AUNQUE MUCHAS VECES parezca difícil compaginar la idea de un Dios absolutamente perfecto, que conoce todo, con su disposición a dejarse conmover por nosotros, Jesús es claro en el Evangelio de hoy. Sí: Dios cuenta con nuestras oraciones. Cristo mismo relata «una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, diciendo: Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: “Hazme justicia ante mi adversario”. Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme”. Concluyó el Señor: Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar?» (Lc 18,1-7).


La parábola nos presenta, con vivos colores, a un juez desalmado y a una viuda perseverante. La conclusión se saca por contraste: si hasta un personaje como ese juez, aunque sea a regañadientes, cede ante la porfiada insistencia de la viuda, ¿cómo no será eficaz nuestra oración perseverante, si quien nos escucha es nuestro Padre Dios, que nos ama infinitamente y desea más que nosotros mismos nuestro bien?


Cuando se descubre el amor de Dios, «se comprende que toda necesidad puede convertirse en objeto de petición. Cristo, que ha asumido todo para rescatar todo, es glorificado por las peticiones que ofrecemos al Padre en su Nombre (cfr. Jn 14,13). Con esta seguridad, Santiago (cfr. St 1,5-8) y Pablo nos exhortan a orar en toda ocasión (cfr. Ef 5,20; Flp 4,6-7; Col 3,16-17; 1 Ts 5,17-18)»[1]. Con la oración reconocemos el poder, la bondad y la misericordia de Dios. Y el primer fruto de la oración es que nos une más al Señor, que nos ayuda a aceptar su voluntad hasta identificarnos con ella, aunque no siempre la comprendamos del todo.


LA VIDA DE san Josemaría, como la de otros muchos santos, es un ejemplo de perseverancia en la oración. «Yo soy muy tozudo, soy aragonés –decía en una ocasión con buen humor, recordando un rasgo que se suele atribuir a los de su tierra–: y eso, llevado a lo sobrenatural, no tiene importancia; al contrario, es bueno, porque hay que insistir en la vida interior»[2]. Y con gran frecuencia, ante las necesidades y urgencias que aparecían continuamente en la vida de la Iglesia y de la Obra, animaba a sus hijas e hijos a rezar con fe y sin desanimarse: «¡No hay más remedio que perseverar! ¡Pedid, pedid, pedid! ¿No veis lo que hago yo? Trato de practicar este espíritu. Y cuando quiero una cosa, hago rezar a todos mis hijos, y les digo que ofrezcan la Comunión, y el Rosario, y tantas mortificaciones y tantas jaculatorias, ¡miles! Y Dios nuestro Señor, si perseveramos con perseverancia personal, nos dará todos los medios necesarios para ser más eficaces y extender su Reino en el mundo»[3].


«La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo. Algunos, por prejuicios espiritualistas, creen que la oración debería ser una pura contemplación de Dios, sin distracciones, como si los nombres y los rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar. Al contrario, la realidad es que la oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias y sus sueños. De quien se entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 M 15,14)»[4].


«CUANDO VENGA el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). El colofón que Jesús da al relato de la parábola sobre la necesidad de orar siempre, pone de manifiesto el estrecho vínculo que existe entre fe y oración. «Creamos, pues, para poder orar –decía san Agustín– y oremos para que la fe, que es el principio de la oración, no nos falte. La fe difunde la oración, y la oración, al difundirse obtiene, a su vez, la firmeza de la fe»[5].


Tanto en nuestra vida personal como en el caminar de la Iglesia por la historia humana, podemos tener la seguridad de que «la lámpara de la fe estará siempre encendida sobre la tierra mientras esté el aceite de la oración»[6]. Los aparentes éxitos o fracasos individuales o colectivos tienen una importancia muy relativa porque la esencia del Evangelio es otra: «El Evangelio no es la promesa de éxitos fáciles. No promete a nadie una vida cómoda. Es exigente. Y al mismo tiempo es una Gran Promesa: la promesa de la vida eterna para el hombre, sometido a la ley de la muerte; la promesa de la victoria, por medio de la fe, a ese hombre atemorizado por tantas derrotas»[7].


Hemos de rezar siempre, dirigirnos al Señor «como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre: lleno de confianza. Dile: ¡Señor, que eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia, sé que Tú me escuchas! Por eso me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos ajadas por el polvo del camino»[8]. María es maestra de oración porque tenía siempre en mente a su hijo. «Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. Y cómo logra»[9].


15 de noviembre de 2024

UNA VISION QUE TE HARA CAMBIAR DE VIDA

 



Evangelio (Lc 17,26-37)


Y como ocurrió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del Hombre. Comían y bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que Noé entró en el arca, y vino el diluvio e hizo perecer a todos. Lo mismo sucedió en los días de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, plantaban y edificaban; pero el día en que salió Lot de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre y los hizo perecer a todos. Del mismo modo sucederá el día en que se manifieste el Hijo del Hombre. Ese día, quien esté en el terrado y tenga sus cosas en la casa, que no baje por ellas; y lo mismo quien esté en el campo, que no vuelva atrás. Acordaos de la mujer de Lot. Quien pretenda guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará viva. Yo os digo que esa noche estarán dos en el mismo lecho: uno será tomado y el otro dejado. Estarán dos moliendo juntas: una será tomada y la otra dejada.


Y a esto le dijeron:


—¿Dónde, Señor?


Él les respondió:


—Dondequiera que esté el cuerpo, allí se reunirán los buitres.



PARA TU RATO DE ORACION 



ALGUNAS VECES escuchamos a Jesús utilizar un lenguaje profético, lleno de símbolos y comparaciones. Lo hace hoy, por ejemplo, al hablarnos de su última venida y animarnos a vivir en consecuencia. Nos recuerda, primero, dos episodios del Antiguo Testamento: el diluvio universal en tiempos de Noé y el castigo a Sodoma tras la huida apresurada de Lot. El mensaje que quiere transmitir Jesús es claro: Dios llegará de forma repentina. Y nos dice que, tristemente, encontrará a muchos desprevenidos, ocupados o distraídos en los asuntos terrenos, sin mirar también a los eternos.


Al hacernos pensar en el fin de los tiempos, que quizá percibimos como un evento lejano, Jesús nos invita a reflexionar sobre el presente: también nosotros, quizás, estamos ocupados en mil cosas cada día; tal vez nuestras jornadas se repiten con cierta monotonía, sin dejarnos espacio para mirar hacia el cielo. Por eso, nos viene muy bien este recordatorio que el Evangelio presenta sin medias tintas: acuérdate de que eres mortal, y de que la muerte es cierta pero también incierta, imprevisible; aprovecha los días para hacer el bien, recordando que después llegará la verdadera vida, la eternidad.


Mirar el cielo nos ayuda a sintonizar nuestra vida con el proyecto de Dios, con la verdad más profunda de nuestra condición humana. Saber que la vida no termina con la muerte nos llena de esperanza. El mismo Dios que se ha hecho cercano en la tierra, nos espera también ardientemente en el cielo, nos ha preparado una morada. Allí nos aguarda –utilizando palabras de san Josemaría– «todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia… Y sin empalago: te saciará sin saciar»[1].


«¡VISIÓN SOBRENATURAL! ¡Calma! ¡Paz! Mira así las cosas, las personas y los sucesos... con ojos de eternidad.Entonces, cualquier muro que te cierre el paso –aunque, humanamente hablando, sea imponente–, en cuanto alces los ojos de veras al cielo, ¡qué poca cosa es!»[2]. Tener visión sobrenatural significa poner en la ecuación de nuestra vida el factor de la vida eterna, el cielo que Dios ha preparado para nosotros cuando concluirán nuestros días en la tierra. Esta perspectiva de fe, amplia y profunda, redimensiona los problemas a los que nos enfrentamos en nuestra familia, en la Iglesia, en el mundo…


Considerar la realidad con visión sobrenatural –que significa verla más con los ojos de Dios, es decir, como realmente es– nos introduce en la sabiduría de Dios y por tanto nos ayuda a descubrir el sentido positivo de las renuncias que a veces hemos de hacer. «El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará» (Lc 17,33), dice el Señor en el Evangelio. En la vida cristiana, con frecuencia es necesario perder para ganar, morir para dar fruto, desprenderse de lo que impide seguir de cerca a Cristo para purificarse y que el alma pueda volar cada vez más alto. Mirando a Jesús nos damos cuenta de que vale la pena luchar con alegría y con esfuerzo, sabiéndonos poca cosa, pero conscientes también de que «todo es bueno para los que aman a Dios: en esta tierra se puede arreglar todo menos la muerte: y para nosotros la muerte es Vida»[3].


LA FE EN LA VIDA eterna nos revela el auténtico valor del tiempo presente. El Señor, en su amor, nos puso en la tierra, y al final volveremos a él. Nuestros años están contados: son un don de Dios en el cual también nos ha regalado la libertad para utilizarlos como nos parezca mejor. Por eso el tiempo es un valioso tesoro que Dios deja en nuestras manos. Podemos malgastarlo o, por el contrario, hacer un buen uso de él, y vivir «cada instante con vibración de eternidad»[4].


Podemos concentrar el uso del tiempo en nosotros mismos: salud, prestigio, trabajo, bienestar, estatus… O podemos buscar frutos de eternidad a través del servicio. El afán de servir lleva a poner nuestro tiempo a disposición del Señor, a no preocuparnos con ansia por el futuro, a sentirnos colaboradores de Dios para edificar su reino en los corazones. Por medio del servicio, nuestro tiempo supera sus límites y se transforma en el «para siempre» de la eternidad.


«Entiendo muy bien aquella exclamación que san Pablo escribe a los de Corinto –dice san Josemaría–: tempus breve est! ¡Qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! (...). Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar»[5]. En María, que tiene el tesoro más grande en el cielo, podemos mirar el mejor ejemplo de servicio a Jesús y a todas las personas que se cruzan en nuestro camino.