"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de marzo de 2025

DIOS SE ILUSIONA CON NOSOTROS


Evangelio /  Juan 4, 43-54

En aquel tiempo, salió Jesús de Samaría para Galilea. Jesús mismo había atestiguado:
«Un profeta no es estimado en su propia patria».

Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta.

Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino.

Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verlo, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose.

Jesús le dijo:
«Si no veis signos y prodigios, no creéis».

El funcionario insiste:
«Señor, baja antes de que se muera mi niño».

Jesús le contesta:
«Anda, tu hijo vive».

El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo vivía. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron:
«Ayer a la hora séptima lo dejó la fiebre».

El padre cayó en la cuenta de que esa era la hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Y creyó él con toda su familia. Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.

PARA TU RATO DE ORACION


AYER CELEBRÁBAMOS el domingo laetare, como un recordatorio de que la Cuaresma es un tiempo de penitencia que nos dispone hacia la gran alegría de la Pascua. En el libro del profeta Isaías escuchamos a Dios que nos dice: «He aquí que Yo creo unos cielos nuevos y una tierra nueva. Las cosas pasadas no serán recordadas ni vendrán a la memoria. Al contrario, alegraos y regocijaos eternamente de lo que yo voy a crear, pues voy a crear a Jerusalén para el gozo, y a su pueblo para la alegría. Me gozaré en Jerusalén y me alegraré en su pueblo» (Is 65,17-19). El Señor nos invita a la alegría y él mismo se alegra. En el libro del Génesis también percibimos este gozo de Dios cuando, al contemplar el mundo recién salido de sus manos, ve que es «muy bueno» (Gn 1,31). El creador, que había preparado el mundo para los hombres, soñaba ya con la vida de sus hijos.

Sabemos que, sin embargo, después vino el pecado y la destrucción de la armonía inicial. Pero Dios no se cansó de perdonar ni de ilusionarse con los hombres. Cada uno de nosotros somos, de alguna manera, un sueño de Dios, un proyecto de bien y felicidad. «Dios piensa en cada uno de nosotros, ¡y piensa bien! Nos quiere y sueña con la alegría que gozará con nosotros. Por eso, el Señor quiere recrearnos, hacer nuevo nuestro corazón (...) para que triunfe la alegría. (...) Y hace tantos planes: construiremos casas..., plantaremos viñas, comeremos sus frutos..., todas las ilusiones que pueda tener un enamorado»1. San Josemaría, al pensar en las palabras del profeta Isaías en las que Dios nos dice que somos un proyecto divino, no ocultaba su emoción: «¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor!»2.

«TE ENSALZARÉ, Señor, porque me has librado» (Sal 29,2). Este salmo expresa el agradecimiento de un hombre que fue rescatado por Dios de las garras de la muerte. En esta experiencia, el salmista ha aprendido al menos dos cosas importantes. La primera es que la ira de Dios dura solo un instante, pero su bondad toda la vida. El Señor no quiere destruir, sino corregir para que sus hijos puedan ser felices. Por eso, aun habiéndole ofendido con el pecado, siempre es posible volver a él con la seguridad de que seremos acogidos. Aunque quizás alguna vez parezca que nos ha dejado solos o que se ha ocultado, en realidad Dios siempre será fiel. «Por un breve instante te abandoné, pero con grandes ternuras te recogeré. En un arrebato de ira te oculté mi rostro un momento, pero con amor eterno me he apiadado de ti, dice tu Redentor, el Señor» (Is 54,7-8).

La segunda enseñanza del salmo es que la enfermedad y la muerte muestran al hombre su fragilidad. En el momento de la prosperidad es fácil olvidarlo y no dar relieve a la necesidad que tenemos de los demás y, sobre todo, de Dios. En cambio, cuando llega un momento de crisis personal o familiar, esta debilidad se pone de manifiesto; se comprende, entonces, con nueva profundidad, la importancia que tienen en nuestra vida la comunión –con Dios y con los demás– y la oración. «Me has dicho: “Padre, lo estoy pasando muy mal”. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, solo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella,... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: “Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno”. Y quédate tranquilo»3.

EN UNA OCASIÓN, un hombre poderoso, funcionario real de alto rango, le pide a Jesús que vaya con él a Cafarnaún para curar a su hijo gravemente enfermo. Su fe y su esperanza son todavía débiles, pero en su amor de padre no quiere dejar de intentar cualquier cosa para ayudar a su hijo. Por eso, ha recorrido los más de treinta kilómetros entre Cafarnaún y Caná, para ir a buscar a este Maestro del que le han asegurado que hace milagros nunca vistos.

El Señor se hace un poco de rogar, lamentándose serenamente de la incredulidad que encontraba en Galilea: todos deseaban ver signos y prodigios, pero no estaban tan dispuestos a acoger su palabra ni a convertirse. Aquel hombre insiste y, sobre todo, empieza poco a poco a creer de verdad, como muestra su dócil obediencia a lo que Jesús le indica: «Vete, tu hijo está vivo» (Jn 4,50). Mientras regresa presuroso a Cafarnaún, sus servidores le salen al encuentro con la noticia de que el niño se encuentra bien. «Y creyó él y toda su casa» (Jn 4,53), concluye el evangelista.

El Señor nos quiere curar, como al hijo del funcionario real, liberándonos de nuestras esclavitudes y perdonando nuestros pecados. Y nos pide lo mismo: creer. «La fe es dejar sitio a ese amor de Dios, dejar sitio al poder de Dios, pero no al poder de alguien muy poderoso, sino al poder de alguien que me quiere, que está enamorado de mí y quiere vivir la alegría conmigo. Eso es la fe. Eso es creer: dejar sitio al Señor para que venga y me cambie»4. Podemos pedir a nuestra Madre que nos ayude a tener, como ella, una fe grande, disponible y humilde, para que el Señor pueda llenarnos con su gracia.


30 de marzo de 2025

Vivir la comprensión y la misericordia

 



Evangelio (Lc 15,1-3. 11-32)

Se le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:

—Éste recibe a los pecadores y come con ellos.

Entonces les propuso esta parábola:

—Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos le dijo a su padre: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde». Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven lo recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastar todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”». Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.

Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo». Pero el padre les dijo a sus siervos: «Pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y se pusieron a celebrarlo.

El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos y, llamando a uno de los siervos, le preguntó qué pasaba. Éste le dijo: «Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano». Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerlo. Él replicó a su padre: «Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado». Pero él respondió: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».



PARA TU RATO DE ORACION 



El afán de Jesús por salvar a todos incluía también a los que eran socialmente conocidos como “publicanos y pecadores”. Su actitud abierta y esperanzada hacia ellos despertaba recelos y murmuraciones entre los fariseos. Por este motivo, Jesús pronuncia en el evangelio según san Lucas las famosas parábolas de la misericordia, que revelan la inmensa alegría de Dios cuando volvemos a Él contritos.

Después de narrar cómo un pastor de cien ovejas recupera con gran alegría la extraviada en el campo, y cómo la dueña de diez monedas encuentra con gozo la que perdió en su propia casa, Jesús nos cuenta este domingo la hermosa parábola de un padre que tenía dos hijos: uno perdido fuera, en un país lejano, y el otro perdido dentro, en su propia casa. De la historia de ambos hijos podemos aprender a vivir la contrición y la comprensión. Y de la misericordia de su padre, descubrimos el amor magnánimo a la libertad de los demás y la esperanza serena en su capacidad de redimirse.

La historia del hijo pródigo es de una genial sencillez y tiene la virtud de interpelar de modo universal a todos. El clásico error humano de confundir la felicidad con la satisfacción de nuestros deseos sin ningún tipo de barreras, aparece encarnado en el hijo menor, a quien la prosperidad paterna lo apellida de pródigo. Consciente de su poder adquisitivo, el hijo ha acariciado en su pobre corazón la posibilidad de dar rienda suelta a todas sus apetencias, rectas o no, sin los límites que supone la estabilidad del hogar paterno. Aquel corazón sin dominio propio y falta de libertad en casa, en poco tiempo verifica, malgastando su herencia en un país lejano, que era mucho menos libre fuera. El desdichado termina cuidando cerdos de un tercero, mientras envidia en tiempo de hambre la comida que reciben aquellos animales, impuros para un judío, pero mejor alimentados que él. Es entonces cuando todo el amor paterno, volcado durante años sobre aquel hijo, brilla en la oscuridad de su alma en forma de añoranza, que se convierte en humilde conversión. Y entonces “volvió en sí”.

En este tiempo de Cuaresma todos podemos vernos retratados en el hijo que necesita conversión y perdón. Como explica san Josemaría, “la vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que —por tanto— se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios”[1].

Jesús nos invita también a vivir la comprensión y la misericordia del padre de la parábola. Resulta conmovedora la narración de sus gestos y actitudes, retratando las virtudes divinas y las de los buenos educadores: el padre respeta la libertad del hijo, sin salir a controlarlo, provocando quizá que se alejase aún más; confía con heroica paciencia en el cariño y la formación que puso en él; espera por eso a diario su libre regreso, oteando amorosamente el horizonte. Como premio a su magnánimo proceder, el padre recupera a su preciado hijo. Y no le deja terminar su disculpa: lo cubre de besos, organiza gozoso una fiesta por todo lo alto, y le devuelve, sin rencores, su perdida condición.

Si aprendemos a “hacer de hijo pródigo” muchas veces, recibiremos la misericordia divina. Y sabremos entonces vivir la misericordia con los demás y amar su libertad, como el padre de la parábola. Evitaremos también convertirnos en el hijo mayor e incomprensivo, lleno de celo en casa de su padre, pero celo amargo, con la misma falta de libertad que tenía su hermano pequeño. Como explica el Papa Francisco, “la parábola termina dejando el final en suspenso: no sabemos lo que haya decidido hacer el hijo mayor. Y esto es un estímulo para nosotros. Este Evangelio nos enseña que todos necesitamos entrar en la casa del Padre y participar en su alegría, en su fiesta de la misericordia y de la fraternidad. Hermanos y hermanas, ¡abramos nuestro corazón, para ser «misericordiosos como el Padre»!”[2].




29 de marzo de 2025

Refúgiate en la filiación divina


 Evangelio (Lc 18, 9-14)


Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:


Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo».


Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador».


Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.


PARA TU RATO DE ORACION 



ANTES de narrar la parábola del fariseo y el publicano, san Lucas hace notar que Jesús la contó en referencia «a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9). De esa manera, el Señor busca mostrarnos la actitud correcta para hablar con Dios; esto es, desde nuestra propia verdad: desde la humildad de sabernos pecadores y necesitados de la misericordia divina. «La humildad es la base de la oración»1, dice el Catecismo de la Iglesia.


San Josemaría se definía como «un pecador que ama a Jesucristo»2. Ese ha sido un patrón común en la vida de los santos: dejaron brillar la luz de Dios en sus vidas, por lo que les resultaba fácil descubrir las oscuridades personales. Esta es la actitud con la que el sacerdote, en la santa Misa, se dirige al Señor en nombre de toda la Iglesia: «A nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires»3.


El reconocimiento de nuestra propia debilidad lleva, al mismo tiempo, a sentirnos sostenidos por Dios. Su misericordia es mayor que nuestras faltas. Por eso el cristiano afronta la vida sin desaliento, pues la conciencia de ser un pecador no le impide ser consciente de una realidad más decisiva: es hijo muy querido de Dios. «Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria!»4. Esta es la actitud con la que el Señor quiere que nos acerquemos a él, y que explica en la parábola: no somos unos «justos» autosuficientes, sino hijos que necesitan a su Padre.


EL PRIMER PERSONAJE que aparece en la parábola es un fariseo que subió al templo a orar. Aparentemente, su plegaria tiene un inicio ideal, porque comienza dando gracias a Dios. Sin embargo, inmediatamente se revela que algo no funciona: su agradecimiento no se debe a un reconocimiento de la acción del Señor en él, sino que se limita a enumerar todas sus cualidades y méritos: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». Y, en medio de su oración, hay una frase que puede revelar el motivo por el que realizaba todo eso: «No soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano» (Lc 18,11-12).


El fariseo cae en la actitud que san Lucas había prevenido antes de relatar la parábola: desprecia a los demás teniéndose por justo. Al compararse mentalmente con el publicano, pensó que salía aventajado. Quizá a ojos de la gente incluso podía tener razón, pues estos eran considerados pecadores públicos al haber traicionado al pueblo de Israel. Sin embargo, no tiene en cuenta que solo Dios mira en el fondo de los corazones. Ninguna comparación será capaz de emular el alcance de la mirada divina.


Este fue el principal obstáculo de muchos para no reconocer al Mesías: refugiarse en las propias seguridades y en las miras solamente humanas. «Esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes. El fariseo que, creyéndose luz, no deja que Dios le abra los ojos, es el mismo que tratará soberbia e injustamente al prójimo»5. Por eso, el Señor dirá después que este no bajó justificado a su casa: si tenía ya todo lo que creía necesitar, no sería capaz de acoger la salvación que Dios le ofrecía.


EL SEGUNDO personaje de la parábola es un publicano que ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo en su oración. Simplemente se limita a golpearse el pecho mientras dice: «¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador». Y a continuación, Jesús añade: «Os digo que este bajó a su casa justificado» (Lc 18,13-14).


Este publicano comienza su oración siendo consciente de que es un pecador. Además, en su caso, lo sabe todo el pueblo, pues colaboraba con las autoridades extranjeras. Esta realidad, que en apariencia puede ser un obstáculo, es más bien la ventaja que tiene respecto al fariseo, pues el clamor general de su entorno le recuerda que es un pecador: su indigencia es evidente. Pero las seguridades sobre las que construye su vida no son sus propias cualidades, ni tampoco el reconocimiento de los demás, sino la compasión de Dios. «Actúa como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello: mendigar la misericordia de Dios. Presentándose “con las manos vacías”, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor»6.


La actitud del publicano es justamente contraria a la del fariseo: no se tiene por justo ni desprecia a los demás, aunque quizá habría tenido motivos para esto último, por el trato que recibiría de sus contemporáneos. Jesús señala «que este bajó a su casa justificado». La oración de este hombre recuerda, de alguna manera, a la de la Virgen, en quien Dios se fijó precisamente por su humildad (cfr. Lc 1,48). Ella nos enseñará a recorrer este camino para que el Señor obre también en nuestras vidas las grandezas que cantó nuestra Madre.

28 de marzo de 2025

100 años de la ordenación sacerdotal de san Josemaría

 


Si estuviera con nosotros san Josemaría  hoy  cumpliría 100 años de sacerdocio. Cuando cumplió los 50 hizo su rato de oración con esta meditación que hoy publicamos.


El 27 de marzo de 1975, san Josemaría hizo su oración en voz alta en el oratorio de Pentecostés, en Villa Tevere, la sede central del Opus Dei en Roma. Era Jueves Santo. Esta meditación, junto con otros 24 textos, fue publicada en 2017 por Ediciones Rialp en el volumen "En diálogo con el Señor".


Consumados en la unidad (27 de marzo de 1975)

«Adauge nobis fidem!»[1]. ¡Auméntanos la fe! Esto estaba diciendo yo al Señor. Quiere que le pida esto: que nos aumente la fe. Mañana no os diré nada; y ahora no sé lo que os voy a decir… Que me ayudéis a dar gracias a Nuestro Señor por ese cúmulo inmenso, enorme, de favores, de providencias, de cariño…, ¡de palos!, que también son cariño y providencia. Señor, ¡auméntanos la fe! Como siempre, antes de ponernos a hablar con intimidad contigo, hemos acudido a Nuestra Madre del Cielo, a San José, a los Ángeles Custodios.

A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, como en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones.

Una mirada atrás… Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías… Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser.

Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ese grito litúrgico –gratias tibi, Deus, gratias tibi!–, te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Que no tenemos motivos más que para dar gracias. No hemos de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de perder la serenidad por ninguna cosa del mundo. Lo estoy diciendo estos días a todos los que vienen de Portugal[2]: ¡serenos, serenos! Lo están. Que les des serenidad a los hijos míos. Que no la pierdan ni cuando tengan un error de categoría. Si se dan cuenta de que lo han cometido, eso ya es una gracia, una luz del Cielo.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno. Porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís… «Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»[3]. Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias


En ese Tabernáculo tan hermoso que hicieron con tanto cariño los hijos míos, y que pusimos aquí cuando no teníamos dinero ni para comer; en esta especie de alarde de lujo, que me parece una miseria y realmente lo es, para guardarte a Ti, ahí hice yo colocar dos o tres detalles. El más interesante es esa frase que hay sobre la puerta: «Consummati in unum!»[4]. Porque es como si todos estuviéramos aquí, pegados a Ti, sin abandonarte ni de día ni de noche, en un cántico de acción de gracias y –¿por qué no?– de petición de perdón. Pienso que te enfadas porque digo esto. Tú nos has perdonado siempre; siempre estás dispuesto a perdonar los errores, las equivocaciones, el fruto de la sensualidad o de la soberbia.

Consummati in unum! Para reparar…, para agradar…, para dar gracias, que es una obligación capital. No es una obligación de este momento, de hoy, del tiempo que se cumple mañana; no. Es un deber constante, una manifestación de vida sobrenatural, un modo humano y divino a la vez de corresponder al Amor tuyo, que es divino y humano.

Sancta Maria, Spes nostra, Sedes sapientiæ! Danos la sabiduría del Cielo, para que nos comportemos de modo agradable a los ojos de tu Hijo, y del Padre, y del Espíritu Santo, único Dios que vive y reina por los siglos sin fin.

San José, que no te puedo separar de Jesús y de María; San José, por el que he tenido siempre devoción, pero comprendo que debo amarte cada día más y proclamarlo a los cuatro vientos, porque éste es el modo de manifestar el amor entre los hombres: diciendo ¡te quiero! San José, Padre y Señor nuestro: ¡en cuántos sitios te habrán dicho ya a estas horas, invocándote, esta misma frase, estas mismas palabras! San José, nuestro Padre y Señor, intercede por nosotros

La vida cristiana en esta tierra paganizada, en esta tierra enloquecida, en esta Iglesia que no parece tu Iglesia, porque están como locos por todas partes –no escuchan, dan la impresión de no interesarse por Ti; no ya de no amarte, sino de no conocerte, de olvidarte–; esta vida que, si es humana –lo repito–, para nosotros tiene que ser también divina, será divina si te tratamos mucho. Y te trataríamos aunque tuviésemos que hacer muchas antesalas, aunque hubiera que pedir muchas audiencias. ¡Pero no hay que pedir ninguna! Eres tan todopoderoso, también en tu misericordia que, siendo el Señor de los señores y el Rey de los que dominan, te humillas hasta esperar como un pobrecito que se arrima al quicio de nuestra puerta. No aguardamos nosotros; nos esperas Tú constantemente.

Nos esperas en el Cielo, en el Paraíso. Nos esperas en la Hostia Santa. Nos esperas en la oración. Y eres tan bueno que, cuando estás ahí escondido por Amor, oculto en las especies sacramentales –y yo así lo creo firmemente–, al estar real, verdadera y sustancialmente, con tu Cuerpo y tu Sangre, con tu Alma y tu Divinidad, también está la Trinidad Beatísima: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Además, por la inhabitación del Paráclito, Dios se encuentra en el centro de nuestras almas, buscándonos. Se repite, de alguna manera, la escena de Belén, cada día. Y es posible que –no con la boca, pero con los hechos– hayamos dicho: «Non est locus in diversorio»[5], no hay posada para Ti en mi corazón. ¡Ay, Señor, perdóname!

Adoro al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, Dios único. Yo no comprendo esa maravilla de la Trinidad; pero Tú has puesto en mi alma ansias, hambres de creer. ¡Creo!: quiero creer como el que más. ¡Espero!: quiero esperar como el que más. ¡Amo!: quiero amar como el que más.

Tú eres quien eres: la Suma bondad. Yo soy quien soy: el último trapo sucio de este mundo podrido. Y, sin embargo, me miras…, y me buscas…, y me amas. Señor: que mis hijos te miren, y te busquen, y te amen. Señor: que yo te busque, que te mire, que te ame.

Mirar es poner los ojos del alma en Ti, con ansias de comprenderte, en la medida en que –con tu gracia– puede la razón humana llegar a conocerte. Me conformo con esa pequeñez. Y cuando veo que entiendo tan poco de tus grandezas, de tu bondad, de tu sabiduría, de tu poder, de tu hermosura…, cuando veo que entiendo tan poco, no me entristezco. Me alegro de que seas tan grande que no quepas en mi pobre corazón, en mi miserable cabeza. ¡Dios mío! ¡Dios mío!… si no sé decirte otra cosa, ya basta. ¡Dios mío! Toda esa grandeza, todo ese poder, toda esa hermosura…, ¡mía! Y yo…, ¡suyo!


Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande; más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal… No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando… Que a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra.

Hemos de estar –y tengo conciencia de habéroslo dicho muchas veces– en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos in hoc sæculo. En el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor ha querido aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos acudido a las famosas lañas, como el hijo pródigo: «He pecado contra el cielo y contra Ti…»[6]. Lo mismo cuando se trató de una cosa de categoría, que cuando era algo menudo. A veces nos ha dolido mucho, mucho, una cosa pequeña, un desamor, un no saber mirar al Amor de los amores, un no saber sonreír. Porque cuando se ama, no hay cosas pequeñas: todo tiene mucha categoría, todo es grande. Aun en una criatura miserable y pequeña como yo, como tú, hijo mío.

Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo. ¿Que exagero? He dicho poco. He dicho poco ahora, porque antes he dicho más. He recordado que en nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo. Y no voy a seguir.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi: vera et una Trinitas, una et summa Deitas, sancta et una Unitas!

Que la Madre de Dios sea para nosotros Turris Civitatis[7], la torre que vigila la ciudad: la ciudad que es cada uno, con tantas cosas que van y vienen dentro de nosotros, con tanto movimiento y a la vez con tanta quietud; con tanto desorden y con tanto orden; con tanto ruido y con tanto silencio; con tanta guerra y con tanta paz.

Sancta Maria, Turris Civitatis*: ora pro nobis!

Sancte Ioseph, Pater et Domine: ora pro nobis!

Sancti Angeli Custodes: orate pro nobis!

 

27 de marzo de 2025

SINCERIDAD


Evangelio (Lc 11, 14-23)


Estaba expulsando un demonio que era mudo.


Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada; pero algunos de ellos dijeron: Expulsa los demonios por Beelzebul, el príncipe de los demonios. Y otros, para tentarle, le pedían una señal del cielo.


Pero él, que conocía sus pensamientos, les replicó: Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa contra casa. Si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo se sostendrá su reino? Puesto que decís que expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, vuestros hijos ¿por quién los expulsan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros.


»Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín.


»El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.


»Cuando el espíritu impuro ha salido de un hombre, vaga por lugares áridos en busca de descanso, pero al no encontrarlo dice: «Me volveré a mi casa, de donde salí». Y al llegar la encuentra bien barrida y en orden. Entonces va, toma otros siete espíritus peores que él, y entrando se instalan allí, con lo que la situación última de aquel hombre resulta peor que la primera.



 PARA TU RATO DE ORACION 



«ESTABA expulsando un demonio que era mudo. Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada» (Lc 11,14). Esas son las palabras del evangelista que nos introduce, sin demasiado preámbulo, en esta escena. Esa expresión evangélica –el «demonio mudo»– se ha afianzado en la tradición espiritual de la Iglesia para describir un fenómeno que puede afectar a cualquier cristiano: la falta de sinceridad. Se trata de una actitud que en ocasiones se puede dar en nuestra vida: la dificultad para asumir algún aspecto de nuestra vida que todavía no hemos llenado de Cristo, y buscar ayuda para aquella conversión.


Como el demonio es el padre de la mentira, pone toda su astucia en juego para que no nos demos cuenta de nuestros errores. «Aquí hay un aspecto que nos puede engañar: al decir “todos somos pecadores”, como quien dice “buenos días”, algo habitual, incluso algo social, no tenemos una verdadera conciencia del pecado. No: yo soy un pecador por esto, esto y esto. (...) La verdad es siempre concreta»1. La sinceridad comienza con uno mismo. Como no estamos exentos de ningún mal, necesitamos acudir al Señor para ser sanados. Sobre el «demonio mudo», Jesús deja claro a sus apóstoles que «esa raza no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración» (Mc 9,29). Acercarnos a Dios con sencillez, invocar al Espíritu Santo, nos dará la gracia de conocernos mejor para identificarnos más con Jesucristo.


CUANDO san Josemaría pensaba en las consecuencias que podía generar aquel «demonio mudo», aquella falta de sinceridad con uno mismo y con quien nos puede ayudar, las reunía en una palabra, quizás fuerte: «mezquindades»2. En su origen, se trata de lo que lógicamente sigue a la falta del aire limpio que genera la verdad, que distorsiona no solamente la capacidad de reconocer lo real de nuestra vida sino también, quizás, en las palabras de los demás. Lo vemos justamente en quienes presencian la escena después de que el Señor obra el milagro. Algunas personas de la multitud, en lugar de sorprenderse ante ese hecho inaudito, empezaron a decir que Jesús expulsaba los demonios por el poder de Beelzebul. Otros, yendo más allá, «le pedían una señal del cielo», lo cual no deja de ser paradójico, pues acababan de presenciar un verdadero milagro.


Algunas veces sucede que, «si el demonio mudo se introduce en un alma, lo echa todo a perder»3, también las cosas buenas de la vida, como las maravillas que Dios obra delante de nuestros ojos. Una persona así, condiciona su propia capacidad de contemplar las acciones del Señor –en uno mismo y en los demás–, e incluso, como sucede en el pasaje evangélico, tergiversa sus intenciones. De ahí que sea valioso acudir diariamente al examen de conciencia para ponernos en ese breve tiempo, que es oración, con la disposición a que el Espíritu Santo ilumine nuestra conciencia y nos empuje a buscar querer cada día más a Dios; entonces, descubriremos la hondura de su amor por nosotros, pues nos abraza como el padre del hijo pródigo cuando reconocemos con sencillez nuestra dificultades y pecados. Por eso, la Iglesia suplica cada año: «Escucha con piedad nuestras súplicas, Señor, e ilumina las tinieblas de nuestro corazón con la gracia de tu Hijo, que viene a visitarnos»4.


JESÚS, en su defensa, argumenta con una explicación que cualquiera podría entender: todo reino dividido contra sí mismo está destinado a la ruina. Él no actúa por el poder del demonio, pues no tendría sentido que Beelzebul actuara contra sí mismo. Es por eso que el Señor les anuncia directamente el punto central: ese milagro es realmente una señal de que el Reino de Dios ha llegado. Lo que esas personas han presenciado no es más que una realización de lo que había sido anunciado, y que el mismo san Lucas trae a colación en los inicios de su Evangelio: Jesús es el Ungido de Dios que ha venido a traer la libertad a los cautivos.


Y nos podemos preguntar: ¿a los cautivos de quién? Del que era más fuerte que ellos: el demonio. Es por eso que el Señor continúa su intervención con una imagen: «Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín» (Lc 11,21-22). Desde el primer pecado, el diablo había ganado terreno en la humanidad. Tuvo que venir Jesús, que es más fuerte que él, para vencerlo y devolver a las personas su tesoro más precioso: la libertad.


Identificar y expulsar el demonio mudo de nuestra vida significa proteger ese bien que nos ha regalado el Señor. Como dice el propio Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32) . De ahí que la sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás, sea parte integrante de esa tarea que tenemos todos: luchar cada día por reconquistar la libertad. María Santísima, la mujer libre por excelencia, llena de gracia, nos ayudará a vivir en todo momento con la libertad propia de los hijos de Dios.


25 de marzo de 2025

LA ANUNCIACION

 



Evangelio (Lc 1, 26-38)


En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.


Y entró donde ella estaba y le dijo:


— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.


Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo.


Y el ángel le dijo:


— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.


María le dijo al ángel:


— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?


Respondió el ángel y le dijo:


— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.


Dijo entonces María:


— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.


Y el ángel se retiró de su presencia.



PARA TU RATO DE ORACION 



«EL VERBO se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» (Jn 1,14). En la solemnidad de la Anunciación del Señor, nos alegramos por la gran misericordia que Dios nos ha mostrado al entrar en nuestro mundo. Celebramos a Jesús de Nazaret, Dios y Hombre verdadero; celebramos a santa María, que se ha convertido en la Madre del Señor; celebramos, en cierto sentido, a la humanidad entera –a nosotros también– porque el misterio de la Encarnación nos dice que nuestra naturaleza humana tiene una dignidad altísima, capaz incluso de elevarse por la acción de la gracia.


En la fiesta de hoy, nuestra mirada se dirige especialmente a Jesús, el Verbo de Dios hecho carne. «Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía –decía, sin salir de su asombro, san Josemaría–. Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, para que yo no dudase nunca de que me entiende, de que me ama»1. Esta verdad de fe, unida al acontecimiento histórico, es una fuente inagotable de paz para nuestra alma. «Dios se hizo fragilidad para tocar de cerca nuestras fragilidades»2.


Al mismo tiempo, saber que Dios ha tomado la naturaleza humana es también una invitación a dejar que él divinice todos los aspectos de nuestra vida. Al inicio de la santa Misa, pedimos con audacia al Señor que obre en nosotros esa transformación: «Concédenos, en tu bondad, que cuantos confesamos a nuestro Redentor, como Dios y como hombre verdadero, lleguemos a hacernos semejantes a él en su naturaleza divina»3. El misterio de la Encarnación nos dice que nuestra existencia tiene una dimensión mayor a la solamente humana, ya buena en sí misma: también somos capaces de tener vida sobrenatural, de ver más allá de lo efímero, de amar con una fuerza que viene de Dios, a través de Cristo, similar a nosotros en tantas cosas.


«DIOS te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28). Desde el inicio de su vida, María habría percibido esa cercanía de Dios, quizá por el modo en que notaba sus cuidados. En el momento de la Encarnación, sin embargo, esa proximidad se intensifica: la vida de Nuestra Señora queda, ya en la tierra, íntimamente unida a la de Dios. La Virgen pudo gozar de un modo único de esa cercanía de Dios durante los años de convivencia con Jesús en Nazaret, en medio de las actividades más sencillas y cotidianas. Y, una vez comenzada su vida pública, seguiría compartiendo muchos momentos con él.


Ciertamente, la experiencia de santa María es irrepetible: nadie ha tenido tanta intimidad con Jesús como ella. Sin embargo, lo que nosotros no podemos ver con los ojos de la carne, sí lo podemos ver con los ojos de la fe. Por eso, la contemplación del Evangelio es un modo privilegiado para descubrir la Humanidad del Señor, que tan bien conoció la Virgen María. No se trata de leer esas páginas «como agua que pasa»4, sino con la misma mirada con que Nuestra Madre observaría la vida de su Hijo: «Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor»5.


El Catecismo explica así la transformación que experimentamos, cuando miramos de este modo la existencia del Mesías: «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. (…) La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres»6. Como dos enamorados, sin necesidad de muchas palabras, basta una mirada para ser conscientes del amor grande y fiel que envuelve nuestra vida.


EN ESOS RATOS de oración confiada con el Señor podemos aprender tantos gestos y palabras que, después, servirán como inspiración para nuestras luchas diarias. Contemplar el modo con el que Cristo unía el amor divino y el amor humano nos puede ayudar a dar ese tono de humanidad a nuestra vida cristiana. San Josemaría decía que «para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos»7. La solemnidad de la Anunciación del Señor nos recuerda eso: que Dios no se queda en los cielos. Jesús nos muestra que es un Dios muy humano: en su delicadeza al tratar con todas las personas, en su cercanía con los marginados, en su preocupación por los discípulos.


De esta manera, la contemplación de Jesús, hombre verdadero, alimenta no solo nuestra oración, sino también nuestra misión cristiana de servicio. Él se entrega a nosotros incluso físicamente, a través de su cuerpo: con su voz, con sus manos que curaban y bendecían, con sus brazos que se abrieron para abrazar la cruz. No elabora planes teóricos, sino que se pone manos a la obra.


«Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia»8. El sacrificio que Jesús ofrece al Padre es su vida entera; una entrega que abarca cada segundo de su paso por la tierra. Esta fue también la actitud de la Virgen, que con su fiat el día de la Anunciación confió «en las promesas de Dios, que es la única fuerza capaz de renovar, de hacer nuevas todas las cosas»9.


La Anunciación


No olvides, amigo mío, que somos niños. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración.


Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino... —Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena:


El Arcángel dice su embajada... Quomodo fiet istud, quoniam virum non cognosco? —¿De qué modo se hará esto si no conozco varón? (Luc., I, 34).


La voz de nuestra Madre agolpa en mi memoria, por contraste, todas las impurezas de los hombres..., las mías también.


Y ¡cómo odio entonces esas bajas miserias de la tierra!... ¡Qué propósitos!


Fiat mihi secundum verbum tuum. —Hágase en mí según tu palabra (Luc., I, 38). Al encanto de estas palabras virginales, el Verbo se hizo carne.


Va a terminar la primera decena... Aún tengo tiempo de decir a mi Dios, antes que mortal alguno: Jesús, te amo.




• Texto perteneciente al punto La Anunciación del libro 'Santo Rosario' de Josemaría Escrivá de Balaguer, en el capítulo 'Misterios gozosos'. Link: https://escriva.org/es/santo-rosario/1/




24 de marzo de 2025

LA EUCARISTÍA NOS SACIA




Evangelio  San Lucas 4, 24-30

Habiendo llegado Jesús a Nazaret, le dijo al pueblo en la sinagoga:

«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naámán, el sirio».

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo.

Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.


PARA TU RATO DE ORACION 


«MI ALMA tiene sed de Dios» (Sal 41,3), «mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo» (Sal 83,3). Muchos salmos nos hablan de un Dios capaz de arrebatar y colmar los deseos, no solo de nuestra alma, sino también de nuestro corazón y hasta de nuestra carne. Hemos sido creados para gozar de Dios: con esta certeza nos acercamos a la Santa Misa, en donde Dios mismo se nos entrega para saciar esas ansias. Sin embargo, puede ocurrir que no siempre sintamos este entusiasmo cuando nos acercamos a la mesa de la Eucaristía. Quizás notamos el corazón enmarañado, el alma dispersa, el cuerpo agotado. Entonces, nos parece que estamos muy lejos de aquel regocijo del salmista.

Nuestra situación se puede parecer, a veces, a la de Naamán el sirio, rey y jefe de su ejército. «Era un hombre notable y muy estimado por su señor, pues por su medio el Señor había concedido la victoria a Siria. Pero, siendo un gran militar, era leproso» (2 Re 5,1). Era un hombre lleno de vigor, en el culmen de su carrera, pero para el que todos los goces de la vida se habían convertido, de la noche a la mañana, en un tormento. Y no es que las cosas hubiesen dejado de ser buenas, sino que Naamán estaba enfermo. Había perdido la capacidad de gozar, pero no el deseo.

En la Eucaristía encontramos todo lo que deseamos. La Eucaristía es el alimento que nos sacia, la medicina para nuestras enfermedades. «Señor, purifica y protege a tu Iglesia con misericordia continua –suplicamos– y, pues sin tu ayuda no puede mantenerse incólume, que tu protección la dirija y la sostenga siempre»1. «Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?»2. San Josemaría aconsejaba: «Amad la Misa. Y comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad»3.

«MUCHOS LEPROSOS había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio» (Lc 4, 27). ¿Por qué Naamán, de entre tantos, fue escogido por Dios para ser salvado del mal que lo aquejaba? ¿Por qué a nosotros, de entre tantos, el Señor nos dirige una vez más su llamada cariñosa a la conversión? En gran parte, es un misterio. No lo sabemos. No hemos hecho méritos particulares. Incluso, nos puede parecer que lo que hemos puesto por nuestra parte son dificultades como, de hecho, le sucedió a Naamán, quien en primera instancia «se puso furioso y se marchó» (2 Re 5,11).

También nosotros hemos empezado la Cuaresma con grandes expectativas, y quizás nos hemos podido desanimar un poco al no notar grandes cambios en nuestra vida. A lo mejor nos pasa como a Naamán, o como a algunos paisanos de Jesús, que querían ver prodigios y no supieron darse cuenta de lo que tenían delante. Puede suceder que esperemos para nosotros mismos una conversión con más espectáculo, que llegue a dar un giro radical a nuestra vida. Y mientras aquello no se da, vamos retrasando nuestra verdadera conversión, esa que está verdaderamente al alcance de nuestra mano, en cosas más pequeñas.

Es verdad que no podemos hacernos santos de la noche a la mañana. «La santificación es obra de toda la vida»4, nos recuerda san Josemaría, y es Dios quien la va haciendo en nosotros, sin que sepamos muy bien cómo. Sin embargo, «la conversión es cosa de un instante»5, y eso sí que podemos hacerlo ahora, cada vez que nos disponemos a orar o que nos ponemos en presencia de Dios. Si Jesús está con nosotros, ¿qué más necesitamos para convertirnos, para dejarnos curar?

A NAAMÁN lo ayudaron a reaccionar. «Bajó, pues, y se lavó en el Jordán siete veces, conforme a la palabra del hombre de Dios. Y su carne volvió a ser como la de un niño pequeño: quedó limpio» (2 Re 5,14). ¿Por qué Naamán sí, y los leprosos de Israel, o quienes escuchaban a Jesús, no? No sabemos la respuesta totalmente, pero sí sabemos que para esta historia de elección cooperaron otras personas: «Unas bandas de arameos habían hecho una incursión trayendo de la tierra de Israel a una muchacha, que pasó al servicio de la mujer de Naamán –relata la Escritura–. Dijo ella a su señora: “Ah, si mi señor pudiera presentarse ante el profeta que hay en Samaría. Él lo curaría de la lepra”» (2 Re 5,2-3).

Naamán el sirio fue curado por la fe y el amor de esta muchacha de Israel. No deja de ser sorprendente que ella, arrebatada de su tierra y convertida en esclava, lejos de albergar sentimientos de odio, desea sinceramente que se cure su señor. La misma actitud la vemos después en los siervos de Naamán, que cuando este se marcha airado de la casa del profeta, lo ayudan a recapacitar. Si no fuera por todos ellos, su señor no se habría curado.

Toda historia de conversión, la nuestra también, encuentra cómplices entre personas sencillas y llenas de fe que el Señor ha ido poniendo a nuestro lado. Y nosotros podemos hacer lo mismo en la vida de quienes nos rodean. «Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en una comunidad humana»6. Y, de entre todas las personas, quien más nos quiere y nos ayuda es santa María: ella nos empuja con suavidad hacia su hijo para que Jesús nos cure.