"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

17 de mayo de 2024

El yugo es el amor

 



Evangelio (Jn 21,15-19)

Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos y comiendo con ellos, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos». Vuelve a decirle por segunda vez: «Simón de Juan, ¿me amas?». Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas».

Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras». Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».


PARA TU RATO DE ORACION 


SAN PABLO enumera entre los frutos del Espíritu Santo la mansedumbre (cfr. Gal 5,23). Y santo Tomás de Aquino señala que «es propio de la mansedumbre apaciguar la pasión de la ira»[1]. Quizá con frecuencia nos preguntamos por qué hay situaciones o personas que logran enfadarnos. A veces nos vemos sorprendidos por un sentimiento de ira o la sentimos fraguarse en nuestro corazón. Está claro que la ira puede estar presente en nuestra vida y que amenaza eficazmente nuestra paz y la de quienes tenemos cerca.


Uno de sus efectos es que «impide, a causa de su impulso, el que el ánimo del hombre juzgue libremente la verdad»[2]. Por lo tanto, un primer paso para vencerla puede ser conocernos lo mejor posible: saber cómo son nuestros enfados, cómo llegan y cómo se van. Ese conocimiento, junto con la gracia que pedimos a Jesús, que es «manso y humilde de corazón», son las bases firmes para afrontar esta batalla por lograr la paz interior. Nuestros comportamientos no surgen espontáneamente, sino que han sido gestados en nuestro corazón, a veces de manera inconsciente. Hay un obstáculo que muchas veces no detectamos y son los juicios que hacemos sobre nosotros mismos o sobre los demás, especialmente aquellos que son más críticos o negativos.


Por un lado, juzgar a los demás no es nuestra misión; no queremos hacernos como dioses en esa tarea, así que preferimos mirarlos como hijos de un mismo Padre y proyectarlos hacia la felicidad del cielo. Por otro lado, la crítica desesperanzada a nosotros mismos fácilmente puede convertirse en el caldo de cultivo de la ira. Si me siento juzgado, si siento frustración por mis aparentes resultados, es fácil que esos sentimientos influyan en la gestión de las circunstancias de cada día. Por eso, los enfados pueden servir para diagnosticar un corazón que necesita sosiego y paz interior. Al Espíritu Santo le pedimos que nos ayude a conocer bien los resortes más escondidos que impulsan nuestras acciones.


SAN PEDRO, en el evangelio de la Misa de hoy, recibe una ayuda incalculable de su Maestro. Jesús quiere sanar el corazón de Pedro, quiere recordarle que no guarda ningún rencor y que su traición no va a ser obstáculo para la misión que quiere confiarle. Por tres veces, para reparar la triple negación, le pregunta si le ama. Lo hace con delicadeza y con gradualidad. A cada pregunta le confirma la confianza absoluta en sus intenciones. Cuenta con Pedro, tal como es, para ayudar a sus hermanos. En él podemos encontrar, de alguna manera, la misión que nos ha regalado Dios a cada uno: «Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera» (Mt 11,29-30).


Podemos preguntarnos: «¿En qué consiste este “yugo”, que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia?»[3]. Ciertamente, Pedro se entristece al oír, repetida tres veces, la pregunta sobre el amor que tenía a Jesús, ya que le hace recordar su traición. Pero con el tiempo, y con la ayuda del Espíritu Santo, esa conversación se convirtió en estímulo para su serenidad. La luz de la mirada de Jesús terminó convenciéndole de que le perdonaba de corazón; además, no le reprochó por cómo había actuado, a pesar de haber sido avisado con anterioridad. La confianza de Cristo en Pedro no había disminuido sino que aumentaba, era un dulce yugo que aligeraba su misión.


El apóstol, entonces, a pesar de la tristeza causada por el amargo recuerdo, descansó al fin. Las aguas turbulentas de su alma se calmaron con las palabras y con la mirada de Jesús. Dejó de juzgarse como había hecho hasta ese instante. Jesús deseaba que él disfrutara también de la carga ligera. Cuando nos dejamos querer por Dios descubrimos que «el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz»[4]. Junto a esa verdad de su traición, san Pedro descubría todo el cariño, la comprensión y la confianza de Cristo depositada en él: era su verdad definitiva.


JESÚS HABÍA prometido que los mansos heredarían la tierra (cfr. Mt 5,5) y ahora le mostraba a Pedro cómo acceder a ese tesoro. La posesión de la tierra es el paraíso prometido, el descanso eterno, la bienaventuranza plena y completa, el cielo. Allí nadie se sentirá juzgado, porque contemplará entusiasmado la complacencia divina. Ese descanso no es el merecido por el duro trabajo de quien ha sido fiel; eso sería mucho, pero el cielo es infinitamente más grande. «¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar?»[5].


Un conocido consejo de san Josemaría podemos aplicarlo a los momentos en los que perdemos la paz al mirar nuestras debilidades: «Serenidad. ¿Por qué has de enfadarte, si, enfadándote, ofendes a Dios, molestas al prójimo, pasas tú mismo un mal rato, y no arreglas las cosas..., y te has de desenfadar, al fin?»[6]. Además, cuando no dejamos a Dios que nos perdone, terminamos molestando al prójimo: en eso consiste la ira. Podemos rogar al Paráclito su auxilio: «Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios, sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la ternura del Padre. Sopla sobre la Iglesia y empújala hasta los confines lejanos para que, llevada por ti, no lleve nada más que a ti. Sopla sobre el mundo el calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza. Ven, Espíritu Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra»[7].


Pedro cumplió lo que Jesús le volvió a pedir después de esta conversación: «Sígueme» (Jn 21,19). A nuestra Madre, esposa del Espíritu Santo, le pedimos que nos ayude a disfrutar de la mansedumbre y que nos empuje a sembrar paz y alegría hasta el último rincón de la tierra.

16 de mayo de 2024

LA GRANDEZA DEL DON DE DIOS


 


Evangelio (Jn 17,20-26)


En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.


Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos».


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS, ANTES de subir a la cruz por amor a cada hombre y cada mujer, quiere elevarnos hasta la altura de su amor. El Señor quiere, de alguna manera, ponernos a su mismo nivel, regalarnos todo lo que tiene, todo lo que ha recibido. Por eso nos ofrece su intimidad con Dios Padre. «Yo les he dado la gloria que Tú me diste» (Jn 17,22), leemos en el evangelio de la Misa de hoy. Jesús quiere que el Padre nos mire con el mismo orgullo con que le mira a él. Y para heredar todo este patrimonio es importante comprender, ante todo, «que Dios es don, que no actúa tomando, sino dando. ¿Por qué es importante? Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo entendemos a Dios (...). Si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de la misma vida un don»[1].


Jesús nos regala el Espíritu Santo, el dador de todos los dones, el amor que hay entre Dios Padre y él. Y con él nos da uno de sus frutos: la longanimidad, que es grandeza de ánimo ante las dificultades. «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes»[2], decía san Josemaría. Hemos sido llamados a recibir un amor infinito, pero muchas veces nuestra capacidad no se corresponde con las ansias de dilatarse que han sido regaladas a nuestro corazón. Es posible que, con frecuencia, nos concentremos demasiado en nuestras debilidades y pecados. Sin embargo, el Espíritu Santo siempre nos empuja a mirar hacia arriba, a contemplar el horizonte, a levantarnos con más fuerza. No son nuestras obras solas las que conquistan la santidad, ni siquiera son lo más importante: es Dios quien hace que nuestra entrega, esa pequeña semilla de mostaza, se multiplique y sirva para dar sombra a tantos.


«CUANDO LA VIDA de nuestras comunidades atraviesa períodos de “flojedad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del Espíritu. Cuando se vive para la autoconservación y no se va a los lejanos, no es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las velas. Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida. Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia adelante, dilatándola en el amor. De este modo, el Espíritu trae un “sabor de infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de sus siglos de historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”»[3].


La Iglesia camina hacia Pentecostés con la esperanza de alcanzar este don. Quiere llenarse de longanimidad: «No mires nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia y conforme a tu palabra...»[4], decimos en la Santa Misa. No queremos distraernos con una visión de corto alcance. Queremos fijar la mirada en lo definitivo, en lo que no pasa, en el amor de Dios por cada uno. San Josemaría nos animaba siempre a tener la mirada puesta en el horizonte: «No contempléis nada sólo con ojos humanos, hijas e hijos míos. No miréis con la nariz pegada al muro, porque entonces no veríais más que un poco de pared, algo de suelo y la punta de vuestros zapatos, que ni siquiera estarán limpios porque se habrán manchado con el polvo del camino. Alzad la cabeza, veréis el cielo, azul o nublado, pero esperando vuestro vuelo. Los obstáculos de la sensualidad, de la soberbia, de la vanidad; en una palabra, de la idiotez humana, no son tan altos que puedan, si nosotros no queremos, cegarnos por completo la vista»[5].


«LES HE DADO a conocer tu nombre y lo daré a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26), continúa diciendo Jesús en el evangelio de hoy. En algunos momentos llama la atención cómo los apóstoles, elegidos por Cristo desde toda la eternidad, a veces no eran demasiado conscientes de lo que sucedía a su alrededor. Pero, en realidad, así somos también nosotros tantas veces, que nos distraemos en lo más inmediato: «Muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos (...). Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo»[6].


Lo contrario a la longanimidad es el miedo, el apocamiento, las ganas de asegurar todo, de no arriesgar nada. Dejarse vencer por el miedo es lo más fácil pero también intuimos a dónde conduce ese camino. El Espíritu libera nuestros corazones encerrados en el miedo. Transforma nuestra vida, pero lo hace a su estilo: «El cambio del Espíritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con confianza (...). ¿Cómo lo hace? Renovando el corazón, transformándolo de pecador en perdonado. Este es el gran cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón»[7].


«Proclama mi alma las grandezas del Señor» (Lc 1,46). Le pedimos a nuestra Madre que descubramos como ella la grandeza del Señor y nos dejemos encender por el fuego del Espíritu para incendiar, así, toda la tierra.

15 de mayo de 2024

El temor de Dios es un don para los hijos

Evangelio (Jn 17, 11-19)

En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo:

“Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba con ellos yo los guardaba en tu nombre. He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a Ti y digo estas cosas en el mundo, para que tengan mi alegría completa en sí mismos.

Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, lo mismo que yo no soy del mundo.

No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo lo mismo que yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Lo mismo que Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad”.


PARA TU RATO DE ORACIÓN


JESÚS, AL FINAL de su oración sacerdotal, pide al Padre por la unidad de sus discípulos: «Guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros» (Jn 17,11). Se trata de una intención que perdura a lo largo de los siglos: que todos los cristianos formemos una unidad.



«La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración. Cada uno de nosotros lo necesita. De hecho, nos damos cuenta de que no somos capaces de custodiar la unidad ni siquiera en nosotros mismos. También el apóstol Pablo sentía dentro de sí un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cfr. Rm 7,19). Comprendió así que la raíz de tantas divisiones que hay a nuestro alrededor –entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes– está dentro de nosotros. El Concilio Vaticano II afirma que “los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre (...). Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (Gaudium et spes, 10). Por tanto, la solución a las divisiones no es oponerse a alguien, porque la discordia genera otra discordia. El verdadero remedio empieza por pedir a Dios la paz, la reconciliación, la unidad»[1].


«Precisamente porque la búsqueda de la plena unidad exige confrontar la fe entre creyentes que tienen un único Señor, la oración es la fuente que ilumina la verdad que se ha de acoger enteramente. Asimismo, por medio de la oración, la búsqueda de la unidad, lejos de quedar restringida al ámbito de los especialistas, se extiende a cada bautizado. Todos, independientemente de su misión en la Iglesia y de su formación cultural, pueden contribuir activamente, de forma misteriosa y profunda»[2].


CONTINÚA LA SOLEMNE oración de Jesús a su Padre durante sus últimos momentos antes de la pasión: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo» (Jn 17,17-18). Nos anima, y también nos llena de responsabilidad, que Jesús haya pedido por la santidad de sus discípulos y que la ponga como fundamento para la misión que les asigna. Y no se quedó allí: después de la resurrección, les envió el Espíritu Santo para que los colmara con sus dones y con sus frutos. San Pablo explica a los gálatas que, «como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba, Padre!”. Así que ya no eres esclavo, sino hijo» (Ga 4,6-7). Somos hijos de Dios, llamados a ser santos. En este contexto de filiación divina se comprende la importancia del “temor de Dios”, don del Espíritu Santo anunciado en los salmos: «El temor del Señor es puro y eternamente estable» (19,10), «principio de la sabiduría» (111,10). San Josemaría escribió que el temor de Dios «es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano»[3].


El temor de Dios como abandono confiado en la bondad de un Padre rico en misericordia le brinda nuevas perspectivas a nuestra lucha espiritual. «Nos recuerda cuán pequeños somos ante Dios y ante su amor, y que nuestro bien está en abandonarnos con humildad, con respeto y confianza en sus manos (...). Adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento y de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Muchas veces, en efecto, no logramos captar el designio de Dios, y nos damos cuenta de que no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad y la vida eterna. Sin embargo, es precisamente en la experiencia de nuestros límites y de nuestra pobreza donde el Espíritu nos conforta y nos hace percibir que la única cosa importante es dejarnos conducir por Jesús a los brazos de su Padre»[4]. El temor de Dios nos hace conscientes de los límites que tenemos como criaturas, de que hay algo grande que podemos desaprovechar. El santo temor de Dios nos da una cierta insatisfacción que nos lleva a estar atentos a ese Dios que sigue pasando a nuestro lado.


«Y POR ELLOS YO ME SANTIFICO a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17,19). Siguiendo a Jesús, decía san Josemaría: «Hemos de ser santos para santificar»[5]. Con esa conciencia de la prioridad de la gracia, podemos pedir al Espíritu Santo que nos llene de temor de Dios, para ser más humildes y dóciles a sus inspiraciones: «El Espíritu Santo abre los corazones con el don del temor de Dios. Corazón abierto a fin de que el perdón, la misericordia, la bondad, la caricia del Padre vengan a nosotros, porque nosotros somos hijos infinitamente amados. Cuando estamos invadidos por el temor de Dios estamos predispuestos a seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia»[6].


Somos hijos de Dios con la misión de reconciliar al mundo con Dios, de llevarlo a su felicidad plena. El temor de Dios no lleva al apocamiento: «Es un don que hace de nosotros cristianos convencidos, entusiastas, que no permanecen sometidos al Señor por miedo, sino que son movidos y conquistados por su amor»[7]. Otra consecuencia del temor de Dios en el alma es el rechazo de lo que pueda ofender al Padre amado: «No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado»[8].


Podemos acudir a la Virgen Santísima, llena de gracia, para que nos alcance de Dios «el don de temor, que haciéndonos aborrecer todo pecado, imprima en nuestro corazón el espíritu de adoración y una profunda y sincera humildad»[9].


14 de mayo de 2024

SAN MATIAS Apostol


Evangelio (Jn 15,9-17)


Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa. Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.


 PARA TU RATO DE ORACION 



CUENTAN LOS Hechos de los Apóstoles que, en los días posteriores a la resurrección del Señor, san Pedro se juntó con los discípulos para elegir al sustituto de Judas (cfr. Hch 1,15-26). Se reunieron unas ciento veinte personas. Quizá era el núcleo de los que habían permanecido con el Señor después del sermón del Pan de vida, incluyendo a aquellos setenta y dos que había mandado a predicar tiempo atrás. Lo que más sorprende es el modo de llamar a Matías para que fuese uno de los Doce. Tras una oración para rogar a Dios que se haga su voluntad, echan a suertes entre dos candidatos… y nace un nuevo apóstol.


Seguir de cerca al Señor como lo hicieron los apóstoles posee un cierto aire de fortuna. La pregunta que nos podemos hacer es: ¿por qué he sido el elegido si hay muchas más personas que podían encargarse de esta tarea? Sin embargo, nuestra actitud frente a los dones divinos es la de maravillarnos y sentirnos afortunados. El Señor obra de manera inusual para nuestros parámetros. Matías está bien dispuesto, conoce al Señor desde hace tiempo, pero quién sabe si hasta ese instante se había planteado algo similar. Ante la necesidad de disponer de nuevos apóstoles, gracias a la oración y a la suerte divina, descubre que Jesucristo tiene una misión concreta para él. En el fondo de su corazón Matías escucharía de algún modo la voz de Dios.


«Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta –decía san Josemaría–, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación. La vocación nos lleva –sin darnos cuenta– a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: esa es la llamada»[1] y eso es lo que muy posiblemente experimentó Matías aquel día.


«NOSOTROS hemos recibido este don como destino: la amistad del Señor. Esta es nuestra vocación: vivir siendo amigos del Señor, al igual que los apóstoles. Todos los cristianos hemos recibido este don: la apertura, el acceso al corazón de Jesús, a la amistad de Jesús. Hemos recibido en suerte el don de tu amistad. Nuestro destino es ser amigos tuyos. Es un don que el Señor conserva siempre»[2]. Y para ser amigos de Jesús necesitamos conocerlo. En el momento de la elección del nuevo apóstol, el único requisito que debía cumplir era el de conocer de cerca la vida de Cristo, «desde que Juan bautizaba, hasta el día de su ascensión» (Hch 1,22).


«No puedo dejar de confiaros algo –decía san Josemaría–, que constituye para mí motivo de pena y de estímulo para la acción: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no barruntan todavía la profundidad de la dicha que nos espera en los cielos, y que van por la tierra como ciegos persiguiendo una alegría de la que ignoran su verdadero nombre, o perdiéndose por caminos que les alejan de la auténtica felicidad»[3]. Toda felicidad aquí en la tierra es un chispazo divino que apunta hacia Cristo. Solo en él descansa nuestra búsqueda. Solo en nuestra amistad con Jesús, hecha de palabras y de momentos compartidos, encontramos la paz que no nos deja. Por eso deseamos conocerlo cada vez mejor, en los evangelios, en la Eucaristía, en la oración personal y en las personas que nos rodean.


A nosotros, que no hemos vivido aquellos años en los que Jesús pisó nuestra tierra, puede servirnos el ejemplo de san Pablo, que tampoco conoció a Cristo bajo ese aspecto. «San Pablo no pensaba en Jesús en calidad de historiador, como una persona del pasado. Ciertamente, conoce la gran tradición sobre la vida, las palabras, la muerte y la resurrección de Jesús, pero no trata todo ello como algo del pasado; lo propone como realidad del Jesús vivo. Para san Pablo, las palabras y las acciones de Jesús no pertenecen al tiempo histórico, al pasado. Jesús vive ahora y habla ahora con nosotros y vive para nosotros. Esta es la verdadera forma de conocer a Jesús»[4]. En nuestro empeño por conocer con la mayor profundidad posible a Cristo, podemos pedir la intercesión del apóstol Matías. Él podrá ayudarnos a que las acciones y palabras del Señor que él conoció, desde que fue bautizado por Juan hasta su resurrección, sean una realidad viva también para nosotros


EN LA ESCENA de la vocación de Matías hay otro aspecto que también llama la atención y que se prolongará a lo largo de la historia. Es el hecho de que «la primera vocación tuvo lugar cuando la Iglesia estaba unida y rezaba. Cuando la Iglesia permanece unida y reza, no necesita preocuparse mucho por la propaganda, ya que puede estar segura de la respuesta del Señor»[5]. Esto nos da paz. La Iglesia la ha instituido el Señor y es él quien la saca adelante; nada ni nadie podrá contra ella. Seguirá llamando a nuevos apóstoles incluso en medio de cualquier circunstancia, entre jóvenes y ancianos, entre hombres y mujeres. Permanecer unidos en la oración y en el cariño fraterno es, en definitiva, seguir pendientes de Dios y confiar plenamente en su misericordia. No faltarán personas dispuestas a seguir a Cristo y a permanecer con él para ser testigos de la paz y de la alegría que surgen de la Resurrección.


El alborozo por ese nuevo apóstol fue enorme: en toda la asamblea y en el corazón del mismo Matías. Sin embargo, José, llamado Bernabé, el otro discípulo que intervino en el sorteo, quedó a las puertas de esa predilección, así como al resto de aquellos ciento veinte que se habían reunido (cfr. Hch 1,23-26). José era un fiel discípulo y el hecho de no ser llamado a formar parte de los Doce no significa que valiese menos o que no fuese buen cristiano. Dios llama a quien quiere, cada uno tiene su camino de felicidad trazado por Dios, y lo propio del hombre es ponerse en sus manos. Tanto Matías como José son afortunados porque fundan su vida en la seguridad de que el Señor está siempre a su lado. Y responder que sí a las inspiraciones de Dios, aceptarlas con gratitud, es fuente de paz. Lo que cuenta es la santidad de cada uno en sus circunstancias y con su modo de ser, allí donde está.


Matías, como antes lo habían hecho los otros apóstoles, se puso inmediatamente manos a la obra. «¿Por qué inmediatamente? Porque se sintieron atraídos. No fueron rápidos y dispuestos porque habían recibido una orden, sino porque habían sido atraídos por el amor. Los buenos compromisos no son suficientes para seguir a Jesús, sino que es necesario escuchar su llamada todos los días. Solo él, que nos conoce y nos ama hasta el final, nos hace salir al mar de la vida»[6]. El mar inmenso de este mundo cuenta con que los cristianos, en compañía de la Santísima Virgen, Stella Maris, estrella del mar, surcaremos sus aguas para llevar a todos la alegría de Cristo.





13 de mayo de 2024

FESTIVIDAD DE LA VIRGEN DE FATIMA

 


Evangelio Lc 11, 27-28


En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la multitud, una mujer del pueblo, gritando, le dijo: “¡Dichosa la mujer que te llevó en su seno y cuyos pechos te amamantaron!” Pero Jesús le respondió: “Dichosos todavía más los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”.



PARA TU RATO DE ORACION 


EL SIGLO XX ha quedado grabado en la historia de la piedad mariana por las apariciones de Nuestra Señora en Fátima. Corría el año 1917 y el dolor de la guerra cubría buena parte del mundo. Mientras varios países se enfrentaban con obstinación, mientras se intentaba arreglar los problemas con la fuerza de la violencia, en Portugal la Virgen revelaba a unos niños el camino para la paz verdadera. La oración que la Iglesia nos propone para la Misa de hoy resume el mensaje de Fátima: «Oh Dios, que a la Madre de tu Hijo la hiciste también Madre nuestra, concédenos que, perseverando en la penitencia y la plegaria por la salvación del mundo, podamos promover cada día con mayor eficacia el reino de Cristo»[1]. Nuestra Señora transmitió a los tres pastorcillos la necesidad que tenemos los cristianos de tener una vida de oración y de penitencia para acoger la paz de su hijo. El mensaje de Fátima es como un eco de aquellas palabras de Jesús al inicio de su predicación: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).


Jacinta, Francisco y Lucia, desde que encontraron a la Virgen, comenzaron a rezar el rosario diariamente y a ofrecer sacrificios a Dios. La fidelidad de estos tres pequeños a la petición materna de María ha abierto un camino de esperanza para muchas personas en todo el mundo. Desde Fátima, la devoción al santo rosario ha ganado un nuevo impulso. Hoy son muchas las personas que acuden a esta oración añadiendo la plegaria que la madre de Cristo enseñó a los pastorcillos: «Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia». ¡Cuánto consuelo encontramos los cristianos en el rezo del santo rosario! A él acuden madres y padres de familia que piden insistentemente por la conversión de sus hijos, trabajadores que enfrentan un panorama económico incierto, jóvenes que quieren dedicar sus energías a vivir y compartir la alegría del Evangelio… Es una oración que cambia la historia de muchas personas y puede cambiar también la nuestra.


SIGUIENDO LAS palabras de la Virgen de Fátima, queremos aprender a perseverar en la oración y en la reparación por los pecados. El evangelio nos recuerda cómo Jesús insistía en «la necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1) y san Pablo, por su parte, pide a los cristianos que sean «alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación; constantes en la oración» (Rm 12,12). La paz surge en un corazón que tiene la audacia de creer en la fuerza de la oración y se apoya confiadamente en los brazos de Dios.


El Señor mira complacido nuestra oración. Sus manos sostienen la historia de la humanidad, en la que se encuentran también nuestra historia personal y la de quienes nos rodean. El libro del Apocalipsis usa la imagen del perfume del incienso para hablar de la oración de los cristianos: «Y ascendió el humo de los perfumes, con las oraciones de los santos, desde la mano del ángel hasta la presencia de Dios» (Ap 8,4). Atendiendo a nuestro clamor constante, el Señor actúa en la historia para llevarla a su plenitud. Por eso queremos aprender a ser perseverantes en la oración. María quiere enseñar a los hombres a confiar en su hijo, incluso cuando a veces pueda parecer que no nos escucha. En las bodas de Caná, da la impresión de que Jesús no estaba pensando en realizar el milagro, pero la Virgen insiste: nuestra Madre, no ve en las palabras de su hijo una llamada a la inacción, sino una invitación a ser audaz. Por eso se lanza a decir a los sirvientes: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Y consigue el milagro.


«María, Maestra de oración. –Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra. –Aprende»[2]. Este consejo de san Josemaría nos puede ayudar a alcanzar muchos dones de parte del Señor con nuestra oración.


LA ADVOCACIÓN de la Virgen de Fátima está unida a la devoción al Corazón Inmaculado de María. «“Mi Corazón Inmaculado triunfará”. ¿Qué quiere decir esto? Que el corazón abierto a Dios, purificado por la contemplación de Dios, es más fuerte que los fusiles y que cualquier tipo de arma. El fiat de María, la palabra de su corazón, ha cambiado la historia del mundo, porque ella ha introducido en el mundo al Salvador, porque gracias a este “sí” Dios pudo hacerse hombre en nuestro mundo y así permanece ahora y para siempre»[3].


Las apariciones de la Virgen en Fátima hablan del peligro que corre la humanidad si abandona la oración. Nuestra Señora, sin embargo, no quiere que caigamos en una visión pesimista de la historia. Su corazón triunfa: imitando la constancia de su diálogo con Dios podemos evitar el pecado, que es el peor de los males. Ahí encontramos «la fuerza que se opone al poder de destrucción: el esplendor de la Madre de Dios, y proveniente siempre de él, la llamada a la penitencia. De ese modo se subraya la importancia de la libertad del hombre: el futuro no está determinado de un modo inmutable, y la imagen que los niños vieron, no es una película anticipada del futuro, de la cual nada podría cambiarse. Toda la visión tiene lugar en realidad solo para llamar la atención sobre la libertad y para dirigirla en una dirección positiva»[4].


Nuestra oración, sencilla y confiada, nos compromete con la historia; no es la ingenuidad de quien no se da cuenta de los problemas, ni la indiferencia de quien solo piensa en tranquilizar su conciencia. Las letanías del rosario, por ejemplo, nos unen con las personas que sufren: los enfermos, los pecadores, los migrantes, etc. Al rezar por ellos nos sentimos, con la ayuda de Dios, responsables de llevarles consuelo. Podemos dirigirnos a la Virgen de Fátima como lo hacía el beato Álvaro del Portillo: «Queremos meternos en tu Corazón Inmaculado. Así viviremos la alegría y la paz de los hijos de Dios. Que todo lo que te dé pena, nos duela a nosotros. Y, bien metidos en tu corazón amabilísimo, tú nos meterás en el de tu hijo»[5].


12 de mayo de 2024

Domingo: Ascensión del Señor




Evangelio (Mc 16, 15-20)


Y les dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados. El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.


 PARA TU RATO DE ORACION 


CUARENTA DÍAS después de la Pascua, la Iglesia celebra la Ascensión de Jesús a los cielos. Como enseña el Prefacio de la Misa, «el Señor, rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy –ante el asombro de los ángeles– a lo más alto de los cielos como Mediador entre Dios y los hombres, como Juez del mundo y Señor del universo»[1]. San Marcos narra que, antes de subir al cielo, Jesús ratificó la misión apostólica de sus discípulos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). Es un encargo ambicioso: no se trata de evangelizar al pueblo de Israel, o al imperio romano, sino al mundo entero, a toda la creación. «Parece de verdad demasiado audaz el encargo que Jesús confía a un pequeño grupo de hombres sencillos y sin grandes capacidades intelectuales. Sin embargo, esta reducida compañía, irrelevante frente a las grandes potencias del mundo, es invitada a llevar el mensaje de amor y de misericordia de Jesús a cada rincón de la tierra. Pero este proyecto de Dios solo puede ser realizado con la fuerza que Dios mismo concede a los apóstoles»[2].


Después de lo que habían vivido en aquellos cuarenta días posteriores a la resurrección de Jesús, los discípulos respondieron a su mandato misionero con fe operativa: «Se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban» (Mc 16,20). La misión apostólica no es tarea exclusiva para aquellos primeros discípulos, sino que también nosotros recibimos el mismo encargo divino; por eso sentimos tan cercano aquel día en el que Jesús subió al cielo. «El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual. Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama»[3].


SAN LUCAS cuenta que, poco antes de subir a los cielos, Jesús «los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo» (Lc 24,50). En cierta manera, desde aquel día «sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege (…). En el marcharse, él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Esta es la razón permanente de la alegría cristiana»[4]. La liturgia de las horas medita hoy las palabras de san Agustín sobre este misterio: «No se alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros, cuando regresó hasta él (...). Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia»[5].


San Marcos, por su parte, concluye su evangelio diciendo que, «después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios» (Mc 16,19). La escena es fácil de imaginar si seguimos lo que de ellas escribe san Josemaría: «Es justo que la santa humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la gloria»[6].


Jesús asciende al cielo, pero no nos abandona. «Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la Ascensión; con su poder supera todo espacio, (…) está presente al lado de todos, y todos lo pueden evocar en todo lugar y a lo largo de la historia»[7]. Jesús permanece con nosotros: el Espíritu Santo habita en nuestra alma en gracia y el Señor nos acompaña también físicamente en la Eucaristía. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»[8].


«CUANDO MIRABAN fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo”» (Hch 1,10-11). La solemnidad de la Ascensión nos enciende en la esperanza de compartir la gloria de la que goza Jesús, a la que somos llamados como miembros de su cuerpo. «No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino»[9].


«Este “éxodo” hacia la patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó del todo por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió a él, después de haberse hecho semejante en todo a los hombres, humillado hasta la muerte de cruz, y después de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios. Precisamente por eso, el Padre se complació en él y lo “exaltó”, restituyéndole la plenitud de su gloria, pero ahora con nuestra humanidad. Dios en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es un espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos, “es para nosotros como un ancla del alma” (Hb 6,19), un ancla que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido»[10].


El Señor nos espera en el cielo y nos envía el Espíritu Santo, sus dones y sus frutos, para que lleguemos también nosotros a la meta. «Después de subir el Señor al cielo, los discípulos se reunieron en oración en el Cenáculo, con la Madre de Jesús, invocando juntos al Espíritu Santo, que los revestiría de fuerza para dar testimonio de Cristo resucitado. Toda comunidad cristiana, unida a la Virgen santísima, revive en estos días esa singular experiencia espiritual en preparación de la solemnidad de Pentecostés»[11].


11 de mayo de 2024

DON DE PIEDAD





 Evangelio (Jn 16,23-28)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


— En verdad, en verdad os digo: si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Os he dicho todo esto con comparaciones. Llega la hora en que ya no hablaré con comparaciones, sino que claramente os anunciaré las cosas acerca del Padre. 

Ese día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, ya que el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre.


PARA TU RATO DE ORACION 


EN UN CLIMA de mucha intimidad, Jesús dice a los apóstoles: «El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,26-28). Lleno de ternura por ellos, Jesús les repite, una y otra vez, que Dios Padre los ama con un amor semejante al suyo. Toda la conversación está empapada de emoción, mientras les descubre los tesoros escondidos en el corazón divino. Es tan profundo el afecto de Cristo –«los amó hasta el fin» (Jn 13,1), dice san Juan– que le duele dejarlos solos, sin el calor de su presencia.


«El Padre mismo os ama». La confianza en el amor de Dios Padre crece en el cristiano con el don de piedad, que el Espíritu Santo regala cuando inhabita en el alma. Es un don que perfecciona la virtud de la piedad, «virtud que se asienta, tiene su fuente y fundamento en la filiación divina, porque nace de ella, de la conciencia de quien vive y saborea su condición de hijo de Dios»[1]. «Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud y la alabanza. Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos caldea el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración»[2].


Paladeamos, entonces, nuestra identidad de hijos amados. La piedad siembra en el corazón la ternura filial, que nos hace necesitar la conversación con Dios. La piedad, dice san Josemaría, llega a «informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»[3] y se traduce en la confianza alegre de que el amor del Padre nunca nos faltará. Mediante este don, «el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos»[4].


«SI LE PEDÍS al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,23-24). Jesús nos alienta a tener tal confianza en Dios, que podamos pedir con la seguridad de que nos escucha. Ser muy pedigüeños es una manifestación de piedad. Aunque podría parecer a primera vista una manifestación de egoísmo, es justo al contrario, pues la oración de petición supone un total abandono en su voluntad poderosa. Al sentirnos hijos sin demasiados recursos propios, ¡qué lógico resulta mirar a Dios y recurrir a él para obtener gracia, ayuda y perdón!


«Pedir, suplicar, esto es muy humano (...). La oración de petición va a la par que la aceptación de nuestro límite y de nuestra creaturalidad. Se puede incluso llegar a no creer en Dios, pero es difícil no creer en la oración: esta sencillamente existe, se presenta a nosotros como un grito, y todos tenemos que lidiar con esta voz interior que quizá puede callar durante mucho tiempo, pero un día se despierta y grita. Sabemos que Dios responderá. No hay orante en el libro de los Salmos que levante su lamento y no sea escuchado. Dios responde siempre, de una manera u otra. La Biblia lo repite infinidad de veces: Dios escucha el grito de quien lo invoca. También nuestras peticiones tartamudeadas, las que quedan en el fondo del corazón, que tenemos vergüenza de expresar, el Padre las escucha y quiere donarnos el Espíritu Santo que anima toda oración y lo transforma todo»[5].


Así, el don de piedad da frescura y naturalidad a la oración, que además de ser una conversación sencilla, tendrá un tono confiado que nos hace «tratar a Dios con ternura de corazón»[6]. El Espíritu Santo suscita en nosotros una oración llena de tonalidades, como la misma vida. En ocasiones, nos quejaremos al Padre: «¿Por qué escondes tu rostro?» (Sal 44,25). Otras veces, le hablaremos de nuestros deseos de santidad: «Oh Dios, tú eres mi Dios, al alba te busco, mi alma tiene sed de ti» (Sal 63,2); o del anhelo de una unión con él más profunda: «Estando contigo, nada deseo en la tierra» (Sal 73,25). Y siempre reposará nuestra esperanza en su misericordia: «Tú eres mi Dios salvador, y en Ti espero todo el día» (Sal 25,5).


LA PIEDAD verdadera influye en nuestra relación con los demás. Las personas que nos rodean son hijos del mismo Padre, son nuestros hermanos. La ternura con Dios Padre desemboca en ternura también con ellos. En la vida diaria, en la que nos relacionamos con tanta gente, «la ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre»[7]. El Espíritu Santo ensancha nuestro corazón y lo hace capaz de amar a los demás de una manera libre y gratuita. De alguna manera, nuestro corazón recibe el regalo inmerecido de la mansedumbre del corazón de Cristo.


La piedad impulsa a tratar con amabilidad y solicitud a quien está a nuestro lado. Además, «extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón»[8]. La piedad nos hace apacibles, acogedores y pacientes. Estando en paz con Dios extendemos esa paz a todas nuestras relaciones. En las situaciones difíciles, cuando estamos bajo presión, con la ayuda de la piedad aprendemos a reaccionar sin violencia, como vemos que hace Cristo. La «mansedumbre es característica de Jesús, que dice de sí mismo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Mansos son aquellos que tienen dominio de sí, que dejan sitio al otro, que lo escuchan y lo respetan en su forma de vivir, en sus necesidades y en sus demandas. No pretenden someterlo ni menospreciarlo, no quieren sobresalir y dominarlo todo, ni imponer sus ideas e intereses en detrimento de los demás (...). Necesitamos mansedumbre para avanzar en el camino de la santidad. Escuchar, respetar, no agredir»[9].


«Pidamos al Señor que el don de su Espíritu venza nuestro temor, nuestras inseguridades, también nuestro espíritu inquieto, impaciente, y nos convierta en testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en verdad, y también en el servicio al prójimo con mansedumbre y con la sonrisa que siempre nos da el Espíritu Santo»[10]. Confiamos esta súplica a la intercesión de María, Vaso insigne de devoción, con las palabras de la Salve: «¡Oh, clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!».




10 de mayo de 2024

EL DON DE SABIDURÍA

 



Evangelio (Jn 16,20-23)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


— En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste porque ha llegado su hora, pero una vez que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda del sufrimiento por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo. 


Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada.



PARA TU RATO DE ORACION 



En la noche de Pascua la Iglesia canta el Pregón Pascual, expresión de la alegría por la victoria de Jesucristo: «¡Exulte el coro de los ángeles… Goce la tierra inundada de tanta claridad… resuene este templo con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». Después de los tristes y dolorosos días de la Pasión, los apóstoles recuperaron la alegría al contemplar el rostro del Resucitado. En la última cena Cristo les había advertido: «Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría (...) Os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 20-23). A pesar de fallar gravemente al amor de su Maestro, Jesús no les dejó encerrados en su desdicha. Salió de nuevo a los caminos, «disfrazado de forastero»1, en busca de sus discípulos.


Ciertamente, la alegría es una aspiración grabada en nuestro ser. «Nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar sabor a la existencia»2. Los discípulos del Señor sabemos que en él se encuentra la alegría que buscamos. Este es un elemento central de la experiencia cristiana. Después de Pentecostés, la alegría se convierte para la primera comunidad en un estilo de vida, porque el gozo es un fruto de su presencia. «Todos los días acudían al Templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46-47).


La alegría y el amor van de la mano. «El hombre no puede vivir sin amor», recordaba san Juan Pablo II al inicio de su Pontificado. «Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente»3. La alegría cristiana nace de saberse amados incondicionalmente por Dios. Él nos acoge, nos acepta y nos ama tal como somos. Ese amor personal sostiene una alegría que nada ni nadie nos puede quitar (cf. Jn 16,23). El Señor nos dice, desde el comienzo de nuestra vida: «Yo quiero que seas; es bueno, muy bueno que existas… Qué maravilloso que tú estés en el mundo»4.


«Por tanto, hermanos, estad alegres en el Señor, no en el mundo», aconsejaba san Agustin. «Es decir, alegraos en la verdad, no en la iniquidad; alegraos con la esperanza de la eternidad, no con las flores de la vanidad. Alegraos de tal forma que, sea cual sea la situación en la que os encontréis, tengáis presente que el Señor está cerca; nada os preocupe»5.


COMIENZA hoy la piadosa costumbre del Decenario al Espíritu Santo, que nos prepara para la Solemnidad de Pentecostés. En una invocación litúrgica le pedimos a Dios que, con la luz del Paráclito, nos conceda «conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos». Entre sabiduría y alegría hay también un vínculo estrecho. El primero y mayor de los dones del Espíritu Santo es el don de sabiduría, que nos da un conocimiento profundo del misterio de Dios, un saber nuevo y lleno de caridad, con el que «el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas»6. La sabiduría es «un cierto sabor de Dios»7, un gusto para lo espiritual, que nos otorga además una capacidad nueva de «juzgar las cosas humanas según la medida de Dios»8.


En efecto, leemos en la Sagrada Escritura: «Por eso, rogué prudencia, y se me concedió; invoqué un espíritu de sabiduría, y vino a mí. La antepuse a cetros y tronos y, comparada con ella, tuve en nada la riqueza. La piedra más preciosa no la iguala, porque, a la vista de ella, todo el oro es un poco de arena, y, ante ella, la plata vale lo que el barro» (Sb 7, 7-9). Los antiguos buscaban la piedra filosofal, que tenía poderes mágicos y todo lo convertía en oro. El don de sabiduría es mucho más que esa inexistente piedra que auguraba tanta felicidad, pues nos enseña a mirar la realidad desde dentro, contemplándola con los ojos de Dios. «El verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive»9. Los santos nos dan ejemplo de esta sabiduría gozosa. Siguiendo sus huellas aprendemos a impregnar con la luz de la sabiduría la vida entera: las vivencias, los sentimientos, los sueños y los proyectos.


El don de sabiduría «al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida. (...) No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano»10. La sabiduría nos introduce en el significado profundo de la realidad, de la misma historia. Superamos con ella la superficie de las cosas y de los sucesos, para bucear en el sentido último de todo lo que acontece.


SAN PABLO permaneció en Corinto predicando la palabra de Dios durante un largo tiempo, porque en una visión el Señor le dijo: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles, que yo estoy contigo y nadie se te acercará para hacerte daño» (Hch 18,9). La firmeza de la fe y del testimonio de Pablo -como del resto de los discípulos- se apoyó en la convicción de que el Señor, que conoce todos los corazones y todas las cosas, estaba junto a él, cuidándolo con amor.


«No calles». La sabiduría nos enseña «a sentir con el corazón de Dios, a hablar con las palabras de Dios». No es fruto del estudio, ni surge por una buena disposición intelectual. Es un don gratuito del dulce Huésped del alma, con el que descubrimos la bondad y grandeza del Señor, que llena de sabor nuestra vida para que nos convirtamos en «sal de la tierra» (Mt 5,13). El corazón del «sabio» tiene el sabor de Dios, en él todo nos habla de Dios, de tal modo que se convierte para los demás en un testigo hermoso y vital de su amor.


En el Primer Libro de los Reyes se narra que, en los inicios de su reinado, Salomón tuvo un sueño. Dios le animó a que le pidiera un regalo: «Pide qué quieres que te dé» (1 Re 3,1-15). A este requerimiento divino el rey le respondió: «Concede a tu siervo un corazón dócil para juzgar a tu pueblo y para saber discernir entre el bien y el mal». Fue muy grato a los ojos de Dios que Salomón le hubiera pedido sabiduría, como el mayor de todos los tesoros. Tomando ejemplo del rey sabio nos podemos dirigir a Cristo con estas palabras de San Ambrosio: «¡Enséñame las palabras ricas de sabiduría, pues tú eres la Sabiduría! Abre mi corazón, tú, que has abierto el libro. ¡Tú abres esa puerta que está en el cielo, pues tú eres la Puerta! Quien se introduzca a través tuyo, poseerá el Reino eterno; quien entre a través tuyo, no se engañará, pues no puede equivocarse quien ha entrado en la morada de la Verdad»11.


María es Causa de nuestra alegría y Asiento de la Sabiduría. A Ella le pedimos que nos dé la gracia de saber mirar todo con los ojos alegres de Dios.

9 de mayo de 2024

«No pido que los saques del mundo»



 Evangelio (Jn 16,16-20)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


— Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver.


Sus discípulos se decían unos a otros:


— ¿Qué es esto que dice: “Dentro de un poco”? No sabemos a qué se refiere.


Jesús conoció que se lo querían preguntar y les dijo:


— Intentáis averiguar entre vosotros lo que he dicho: “Dentro de un poco no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver”. En verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.


PARA TU RATO DE ORACION 


EN EL DISCURSO de la última cena, los apóstoles no alcanzaban a comprender en toda su profundidad las palabras del Maestro. En varios momentos les vemos comentar entre ellos sus perplejidades. «¿Qué es esto que nos dice: “Dentro de un poco no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver”, y que “voy al Padre”? Y decían: –¿Qué es esto que dice: “Dentro de un poco”? No sabemos a qué se refiere» (Jn 16,16-18).


Jesús, sin embargo, continúa su discurso: «Lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). Los discípulos no podían descifrar lo que estaba aconteciendo, y tampoco lo pudieron hacer durante los días de la muerte y resurrección de Jesús, ya que les faltaba la asistencia del Espíritu Santo: la tercera persona de la Santísima Trinidad sería enviada por el Padre y el Hijo después de la ascensión. Es el Paráclito quien tenía reservada para sí la tarea de «enseñar», «recordar» y «dar testimonio» de todo lo que Jesús había dicho y hecho (cf. Jn 14,26; 15,26), iluminando sus inteligencias, moviendo sus voluntades y encendiendo sus corazones.


Para entender las palabras de Dios, contenidas en la Revelación, necesitamos la asistencia del Espíritu Santo. Es un regalo suyo que podamos hacer una buena interpretación de los acontecimientos y situaciones que vivimos, una lectura en clave de hijo escogido para una misión. El don que nos envía el Paráclito con este fin es conocido como don de ciencia, ya que capacita nuestra mirada para que podamos descubrir la presencia y la majestad del creador en todo lo que nos sucede y en todo lo creado.


EL ESCRITOR sagrado concluye las distintas jornadas de la creación diciendo: «Y vio Dios que era bueno» (Gen 1,9:12:18:21:25). El creador mismo parece maravillarse ante lo que ha salido de sus manos, y nos invita a contemplar aquella belleza y a custodiarla. La creación es un regalo inestimable de Dios, es una carta que nos ha escrito, y con la luz del Paráclito aprendemos a leer en ella su infinito amor por nosotros. Al terminar de moldear al hombre, se añade un matiz: «Y vio Dios que era muy bueno» (Gen 1,31). La Escritura señala lo especial que es el hombre para Dios, su belleza destaca sobre el resto del mundo creado. Gracias al don de ciencia vemos todo cuanto nos rodea –en especial a los demás hombres y mujeres– como obra de Dios, aprendemos «a encontrar en la creación los signos, las huellas de Dios, a comprender que Dios habla en todo tiempo y me habla a mí»1.


De esta manera, descubrimos «el sentido teológico de lo creado»2. Así, con el don de ciencia, el Espíritu Santo nos mueve a una espontánea oración de alabanza, que se traduce en acciones de gracias y cantos, en bendiciones y salmos. La alabanza es una oración que reconoce la grandeza de Dios y la ensalza. «El Señor es grande y digno de toda alabanza» (Sal 48, 2), dice el salmista. «Gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo», rezamos varias veces al día. El Gloria y el Santo que recitamos en la Santa Misa son precisamente una expresión de este deseo de rendir homenaje al creador.


La oración de alabanza está presente especialmente en el libro de los Salmos, que recoge los cantos y aclamaciones que el pueblo de Israel realizaba en el culto a Dios. En la contemplación de la creación, el salmista, modelo para la oración del cristiano, ora y canta su amor al creador: «¡Dios y Señor nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2); «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19,2); «Alabad al Señor desde los cielos (...). Alabadle, sol y luna, alabadle, todas las estrellas luminosas» (Sal 148,1). Con los dones del Paráclito experimentamos el mundo de un modo más bello y luminoso: aprendemos a ver todo con buenos ojos, y querer cada cosa como Dios la quiere; descubrimos las huellas de Dios en cada ser y, así, nos sabemos acompañados por él.


AL MISMO TIEMPO que descubrimos la grandeza de la creación, el don de ciencia «nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el creador»3. Así, el Espíritu Santo nos socorre para que sepamos distinguir entre las cosas y Dios, descubriendo la infinita distancia que las separa. No caemos en la tentación de convertir las cosas creadas en ídolos que nos alejen de Dios. «Amamos el mundo porque Dios lo hizo bueno, porque salió perfecto de sus manos, y porque –si algunos hombres lo hacen a veces feo y malo, por el pecado– nosotros tenemos el deber de consagrarlo, de llevarlo, de devolverlo a Dios: de restaurar en Cristo todas las cosas de los cielos y las de la tierra (cfr. Ef 1,10)»4.


Está muy cerca la solemnidad de la Ascensión. El Señor nos ha redimido y sube a la derecha del Padre. Nos encarga a sus discípulos unirnos a él con una vida santa, que santifique cuanto toca. Por eso, antes de su marcha, Jesús manifestó a Dios Padre un deseo: «No pido que los saques del mundo» (Jn 17,15). Nos quiere en nuestro ambiente, en nuestro trabajo, en medio de la sociedad en la que vivimos. «En el mundo, sin ser mundanos», decía san Josemaría, para santificarlo, para transformarlo, para poner a los pies de Dios todas las cosas que tengamos entre manos, «colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas»5.


Con el don de ciencia tenemos a nuestro alcance la posibilidad de «animar con el Evangelio el trabajo de cada día (...), y así dar sentido al trabajo, también al que resulta difícil»6; el don de ciencia nos asiste en esta tarea de poner todo en armonía con Dios. Mirando a María, madre del creador, podemos aprender a amar mejor el mundo y a alabar las manos que han moldeado todo cuanto nos rodea.



8 de mayo de 2024

Orientar a los demás en el bien



 Evangelio (Jn 16,12-15)


En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros».


PARA TU RATO DE ORACION 


EL PROFETA Isaías había anunciado la llegada de un rey que gozaría de cualidades excepcionales para gobernar al pueblo. El Espíritu de Dios reposaría sobre él, dándole «espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor» (Is 11,2). Los dones del Espíritu Santo, a los que se hace referencia en este texto, «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas»1. Consideramos hoy el don de consejo, que nos ayuda a juzgar para tomar la mejor decisión en cada momento.


«No faltan nunca problemas que a veces parecen insolubles. Pero el Espíritu Santo socorre en las dificultades e ilumina... Puede decirse que posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos»2. Con el don de consejo, el Paráclito nos hace más sensibles a su voz, orienta «nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras intenciones según el corazón de Dios»3. En muchos momentos de nuestra vida, especialmente cuando se nos presenta una dificultad o una duda, tenemos experiencia del bien que nos hace tener cerca personas sabias que nos dan consejos, llenos de sentido común. Con el don de consejo es Dios mismo quien nos asiste. Lo explicaba Jesús a sus discípulos al terminar la última cena: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16,12-14).


El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, nos sugiere lo mejor, lo que conviene más al alma, lo que nos lleva a la verdadera felicidad. «La conciencia se convierte entonces en el “ojo sano” del que habla el Evangelio (cfr. Mt 6,22) y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor qué hay que hacer en una determinada circunstancia»4.


«ENSÉÑAME, Señor, a hacer tu voluntad porque tú eres mi Dios» (Sal 143,10) –podemos clamar, con el salmista–. «Señor, muéstrame tus caminos, enséñame tus senderos» (Sal 25,4). El Espíritu Santo sale al encuentro de esta oración humilde con el don de consejo, que es como una brújula que guía al alma desde dentro, es como una luz que ilumina nuestras decisiones para vivir con fidelidad creativa nuestra propia vocación. De esta manera, el Espíritu Santo nos encamina a descubrir los proyectos de Dios para nuestra vida.


El don de consejo perfecciona y enriquece la virtud de la prudencia. Con esta virtud discurrimos y elegimos los medios más razonables para alcanzar un fin inmediato, algo concreto que debemos hacer, sin perder de vista el fin último que es la felicidad junto a Dios. La prudencia no es apocamiento ni temeridad: es un juicio de la razón sobre lo que es conveniente y, a la vez, un mandato para realizarlo. El papel del don de consejo es perfeccionar de tal modo la virtud de la prudencia para que aquellas dos tareas –el juicio y la decisión– resulten más sencillas y encontrar gusto en ellas. Por eso señala san Josemaría que «la verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe en el alma promesas y realidades de salvación»5.


El hábitat en el que crece este precioso regalo es la oración; allí, de alguna manera, hacemos espacio para que el Espíritu venga y nos asista con su ayuda. Tantas veces le podremos decir a Dios: «Señor, ¿por qué no me ayudas más? ¿Qué es mejor hacer en esta ocasión? ¿Qué deseas tú que yo haga?». La Iglesia, a través de la voz del salmista, nos invita a rezar con estas palabras confiadas: «Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré» (Sal 16,7-8).


EL DON de consejo nos auxilia también para poder orientar a los demás en el camino hacia el bien. Cuando san Pablo llegó a Atenas, le invitaron a hablar en el areópago, donde se reunían para sus debates intelectuales. Intervino allí con una enorme elocuencia: «Atenienses, veo que sois en todo extremadamente religiosos. Porque, paseando y contemplando vuestros monumentos sagrados, encontré incluso un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues eso que veneráis sin conocerlo os lo anuncio yo» (Hch 17,22-23). Como fruto de aquel testimonio, «algunos se le juntaron y creyeron, entre ellos Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más con ellos» (Hch 17,34).


Pablo desarrolló un discurso que puede ser ejemplo para la evangelización en cualquier época: mostró la naturaleza razonable del cristianismo y lo mucho que puede para aportar al mejor pensamiento humano. Les habló primero del único Dios vivo y verdadero, en el que «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28); y, a continuación, anunció a Jesucristo, salvador de todos los hombres. Como sucedió en aquellos tiempos con san Pablo y con los primeros cristianos, también hoy Dios nos da el don de consejo para que seamos testigos que evangelizamos nuestra propia época «con don de lenguas, de modo que nos entiendan, de modo que reciban la luz de Dios»6.


El apostolado de amistad y confidencia es un ámbito privilegiado para obrar junto al Espíritu Santo, ya que «la amistad misma es apostolado; la amistad misma es un diálogo, en el que damos y recibimos luz»7. También María, madre del buen consejo, nos puede dar luces en nuestra tarea apostólica.


7 de mayo de 2024

El don del entendimiento


 Evangelio (Jn 16,5-11)


En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Pero ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’. Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado»


PARA TU RATO DE ORACION 


DURANTE la sexta semana de Pascua, la Iglesia continúa proclamando algunos pasajes del discurso de despedida de Jesús, recogidos en el evangelio de Juan. Hoy escuchamos al Señor que anuncia con claridad, durante la Última Cena, su inminente retorno al cielo: «Ahora me voy al que me envió (...). Me voy al Padre y no me veréis» (Jn 16,5;10). Podemos imaginar el desconcierto entre los apóstoles al recibir este anuncio. Probablemente se llenaron de tristeza al escuchar esas palabras. ¿Cómo era posible que se terminaran, de una vez por todas, esos maravillosos años de convivencia? A los apóstoles «les daba miedo el pensamiento de perder la presencia visible de Jesús –explica san Agustín–. Su afecto humano se entristecía al pensar que sus ojos no experimentarían más el consuelo de verlo»[1].


Entonces, se decían unos a otros: «¿Qué es esto que nos dice? No sabemos a qué se refiere» (Jn 16,17-18). En ese momento no podían entender a Jesús. Sencillamente, no poseían las claves para hacerlo. Sin embargo, aunque no comprendieron el sentido preciso de sus palabras, ninguno de ellos se atreve a hacer la «pregunta: ¿Adónde vas?» (Jn 16,5). Probablemente estaban atónitos por el curso que había tomado la cena. Tres años antes, junto al Jordán, en el inicio de la aventura con Cristo, Juan y Andrés ya habían hecho una pregunta que ahora podría ser oportuna: «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1,38-39). En la Última Cena, sin embargo, ante el cariz misterioso de la conversación, se quedan callados.


«Tras la resurrección, aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo. (...) Sólo Jesús posee la energía divina y el derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14,2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Solo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del Padre” precisamente para esto»[2]. Jesús se va para enviarnos –a sus apóstoles y a nosotros– el consuelo de su Espíritu y para abrirnos la casa de su Padre.


ESTÁ CLARO que Jesús no tenía intención de dejar solos a sus discípulos; el Espíritu Santo continúa la misión del Hijo, llenando de fortaleza sus vidas y regalándoles dones que les ayudarán a entender las cosas de Dios. El Señor vincula la venida del Espíritu Santo con su partida hacia el Padre, «subrayando así que [el Paráclito] tendrá el “precio” de su marcha»[3]. Lo que suponía una gran tristeza para los apóstoles allí reunidos era, en realidad, el plan de salvación que Dios había trazado; el hueco que dejaba el Señor no quedaría vacío, lo iba a llenar el Espíritu Santo. Por eso les dice: «Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si yo me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). Todo les resultará más claro en Pentecostés, cuando sean inundados con sus dones.


El don del entendimiento nos permite precisamente penetrar en los misterios revelados que los apóstoles no podían comprender en aquel momento. También se llama don de intelecto, cuya etimología, intus-legere, leer dentro, sugiere que se trata de una gracia que facilita conocer lo más intrínseco de la realidad. El don de entendimiento nos otorga una intuición para las cosas de Dios, un conocimiento profundo de las verdades de fe e incluso de ciertas verdades naturales en orden al fin sobrenatural. Allí donde no alcanza el ojo ni la razón humana, el entendimiento nos hace ver más allá, como sucede con esos dispositivos de visión nocturna que en medio de la noche aportan una sorprendente claridad. Aun cuando nunca podremos comprender perfectamente el misterio de Dios, ni abarcarlo en su totalidad, con este don del Espíritu Santo nos podemos acercar poco a poco.


Con el don de entendimiento tenemos «capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su designio de salvación»[4]. Aunque en muchos momentos tenemos la tentación de juzgar los acontecimientos solo con ojos humanos, y no alcanzamos a unir nuestra mirada a la de Dios, este don divino nos permite «comprender las cosas como las comprende Dios, con la inteligencia de Dios»[5]. San Josemaría lo comparaba a la capacidad de mirar no solo en dos dimensiones, de una manera plana y pegada a la tierra: «Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen»[6].


EN LA PRIMERA lectura de hoy, los Hechos de los apóstoles narran con detalle el encarcelamiento de Pablo y Silas en Filipos (cfr. Hch 16,22-34). «Después de haberles dado numerosos azotes, los arrojaron en la cárcel (...). A eso de la medianoche, Pablo y Silas se pusieron a orar y a entonar alabanzas a Dios». De pronto se produjo un terremoto, «se abrieron todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos». Al ver la situación, el carcelero se intentó suicidar, pero Pablo «le gritó con fuerte voz: ¡No te hagas ningún daño, que estamos todos aquí!». Temblando de miedo este hombre les preguntó: «Señores, ¿qué debo hacer para salvarme? Ellos le contestaron: Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa. Le predicaron entonces la palabra del Señor a él y a todos los de su casa». La conversión de esta familia de Filipos es muy rápida. Han entendido en pocas horas lo suficiente como para desear bautizarse inmediatamente. Entonces, subieron a su casa, «les preparó la mesa y se regocijó con toda su familia por haber creído en Dios».


El don de entendimiento perfecciona nuestra fe, nos abre la mente para comprender la Palabra de Dios, lo que Jesús ha dicho y realizado. Crece una certeza que no está fundada solamente en razones, sino también en la experiencia interior que Dios nos comunica. Además, esa certeza va siendo cada vez más sincera cuando dejamos que impregne nuestro corazón y nuestros afectos. Así, tanto las cosas de Dios como las cosas del mundo, todo lo que acontece, se comprende y se acoge desde Dios de una manera más profunda y esperanzada.


San Josemaría aconsejaba en 1971 a un sacerdote que estaba por predicar un retiro espiritual: «Mételes en el corazón el amor al Espíritu Santo, que es meter el amor al Padre y al Hijo. Porque el Hijo ha sido engendrado por el Padre desde toda la eternidad; y del amor del Padre y del Hijo, también eternamente, procede el Espíritu Santo. No lo entendemos bien, pero a mí no me cuesta creer»[7]. Estas palabras resumen lo que siente el alma que recibe este don del Paráclito. Por un lado, sabe que no es capaz de comprender el misterio; pero, al mismo tiempo, tiene la certeza de su auxilio y de su luz.


Podemos pedir a María que nos conceda vivir nuestra vida cotidiana inmersos en el misterio de Dios, siguiendo aquella recomendación gráfica del fundador del Opus Dei: con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo.

6 de mayo de 2024

Jesucristo plenitud de la verdad

 



Evangelio (Jn 15,26-27; 16,1-4)


En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho».



PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS, en su discurso de despedida, promete la venida de «otro Paráclito» (Jn 14,16) que estará siempre con nosotros. Paráclito es una palabra típica del evangelio de san Juan y, en su origen griego, se refiere a una persona que viene a consolar, defender o ayudar. Jesús anuncia la llegada de otro paráclito para cuando él hubiera partido porque el primero es él mismo: la Sagrada Escritura nos dice que Cristo, en el cielo, es «nuestro abogado cerca del Padre» (1 Jn 2,1). El Espíritu Santo, por su parte, permanece para siempre con nosotros en la tierra, nos acompaña y consuela, nos protege y defiende. Es camino hacia Cristo ya que nos recuerda sus palabras (cfr. Jn 15,26); suavemente y con discrección orienta nuestro corazón hacia Jesucristo. «Quien se embriaga del Espíritu está arraigado en Cristo»[1], decía san Ambrosio.


«Enseñar y recordar: esta es la tarea del Espíritu Santo. Nos enseña a entrar en el misterio, a entenderlo un poco más. Nos enseña la doctrina de Jesús y nos enseña cómo desarrollar nuestra fe (...). La fe no es estática; la doctrina no es estática: crece. Crece como crecen los árboles, siempre los mismos, pero más grandes, con fruta, pero siempre igual, en la misma dirección (...). Y otra cosa que dice Jesús que hace el Espíritu Santo es recordar: “Os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 15,26). El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de eso, acuérdate de lo otro”. Nos mantiene despiertos en las cosas del Señor y también nos hace recordar nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa en cuándo encontraste al Señor, piensa en cuándo lo dejaste”.


(...). El Espíritu Santo nos guía en esta memoria; nos guía para discernir lo que tengo que hacer ahora, cuál es el camino correcto y cuál es el equivocado, también en las pequeñas decisiones. Si le pedimos luz al Espíritu Santo, él nos ayudará a tomar las decisiones correctas, las pequeñas de cada día y las más grandes. Es quien nos acompaña, nos apoya»[2].


EL SEGUIMIENTO de Jesús nos conduce a querer vivir en la verdad, fascinados por buscarla con empeño, acogiéndola y amándola. Querer abrazar la verdad es amar verdaderamente a Cristo. En esta empresa, «el Espíritu Santo enseña al cristiano la verdad como principio de vida y le muestra la aplicación concreta de las palabras de Jesús en su vida»[3]. Al menos en tres ocasiones, Jesús se refirió al Paráclito como «el Espíritu de la verdad» (Jn 14,17; 15,26; 16,13). Aun siendo otro distinto de Jesús, el Espíritu Santo lleva a su perfección la presencia de Jesús en nosotros.


Sabemos que «Jesucristo es la verdad hecha persona, que atrae hacia sí al mundo. La luz irradiada por Jesús es resplandor de verdad. Cualquier otra verdad es un fragmento de la verdad que es él y a él remite. Jesús es la estrella polar de la libertad humana: (...) con él, la libertad se reencuentra, se reconoce creada para el bien y se expresa mediante acciones y comportamientos de caridad(...). Jesucristo, que es la plenitud de la verdad, atrae hacia sí el corazón de todo hombre, lo dilata y lo colma de alegría. En efecto, solo la verdad es capaz de invadir la mente y hacerla gozar en plenitud»[4].


Ese amor a la verdad que impulsa nuestra inteligencia es obra del Espíritu Santo. Nos llena también de humildad ante lo creado y ante la capacidad de nuestro propio conocimiento, que siempre será poco en comparación con el misterioso obrar de Dios. «Procura que “la humildad de entendimiento” sea, para ti, un axioma»[5], aconsejaba san Josemaría. «El deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre, y toda la creación es una inmensa invitación a buscar las respuestas que abren la razón humana a la gran respuesta que desde siempre busca y espera»[6].


El ESPÍRITU SANTO obra en el alma mediante sus dones, y los «distribuye a cada uno según quiere» (1 Cor 12,11). Uno de sus regalos es el don de fortaleza, que nos impulsa hacia grandes metas y nos sostiene en la debilidad. San Josemaría recogía la experiencia cristiana cuando recordaba que «toda nuestra fortaleza es prestada»[7]. Este don es necesario para perseguir y abrazar la verdad de manera continua a lo largo de nuestra vida. Ciertamente nos puede resultar fatigoso, sobre todo porque nuestras capacidades no están siempre a la altura de nuestros deseos; también porque la verdad es, en ocasiones, difícil de aceptar y no siempre coincide con lo que nos parecería la mejor opción. En no pocas ocasiones tendremos que abrirnos humildemente a otras posibilidades de respuesta, a otros modos de hacer, aunque hayamos pensado durante largo tiempo estar en lo correcto.


Por eso, el don de fortaleza debe constituir la nota de fondo de nuestro ser cristianos, ya que nos mantiene leales en la búsqueda. El amor a la verdad compromete nuestra vida y la fortaleza nos da la firmeza necesaria. Así podremos «afrontar los problemas con valentía, sin miedo al sacrificio ni a las cargas más pesadas, asumiendo en conciencia la propia y personal responsabilidad»[8].


Dice Jesús: «También vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (Jn 15,27). El cristiano está llamado a ser un testigo fiable de la búsqueda humilde y sincera de la verdad. Cristo advirtió a sus discípulos de las persecuciones que recibirían por su testimonio. Aquellos hombres, después de recibir el don de fortaleza en Pentecostés, se convierten en testigos valientes. Fueron verdaderamente fuertes ante las contradicciones, ante lo inesperado que se hizo presente en sus vidas, en situaciones que tal vez echaron por tierra sus planes y proyectos. La amable compañía de María nos ampara: ella escucha nuestra invocación para que el Espíritu de la verdad ilumine «las inteligencias y fortalezca las voluntades, de manera que nos acostumbremos siempre a buscar, a decir y a oír la verdad»[9].