"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de julio de 2022

NECIO


 Evangelio (Lc 12,13-21)


Uno de entre la multitud le dijo:


—Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo.


Pero él le respondió:


—Hombre, ¿quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros?


Y añadió:


—Estad alerta y guardaos de toda avaricia; porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de lo que posee.


Y les propuso una parábola diciendo:


—Las tierras de cierto hombre rico dieron mucho fruto, y pensaba para sus adentros: «¿Qué puedo hacer, ya que no tengo dónde guardar mi cosecha?» Y se dijo: «Esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y allí guardaré todo mi trigo y mis bienes. Entonces le diré a mi alma: “Alma, ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien”». Pero Dios le dijo: «Insensato, esta misma noche te van a reclamar el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?» Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios.


Comentario


Cuenta el evangelio que, en una ocasión, mientras Jesús predicaba, alguien de la multitud le pidió que instara a su hermano a compartir la herencia con él. Pero en vez de atender esta petición, como hizo Jesús en muchas otras ocasiones, advierte a los presentes sobre el peligro de la avaricia y el afán de seguridad basado en las riquezas.


En apariencia, parece justo que una persona reclame parte de una herencia a su hermano. Pero ignoramos los particulares del conflicto familiar que sale a la luz. En cambio, de la respuesta prudente de Jesús, que conoce lo que hay en cada corazón (cfr. Jn 2,25) se deduce que la petición que se le hace no es recta. Primero porque se le pide hacer de juez en una causa material que ya tiene sus propios jueces previstos por la ley. Explica san Ambrosio que Jesús muestra con su negativa que no quiere ser “árbitro de las posesiones de los hombres sino de sus méritos”[1]. Pero además, Jesús sabe que esa petición tiene su origen en la avaricia, motivo por el cual exhorta a todos los presentes a guardarse de ella, porque ni el afán de bienes ni su posesión garantizan el bien excelso de la vida. En cambio, como explica el papa Francisco, “la codicia es un escalón, abre la puerta; después viene la vanidad —creerse importante, creerse potente— y, al final, el orgullo. Y de ahí vienen todos los vicios, todos: son escalones, pero el primero es la codicia, el deseo de amontar riquezas. Precisamente esta es la lucha de cada día: cómo administrar bien las riquezas de la tierra para que se orienten al cielo y se conviertan en riquezas del cielo”. A esto se encamina precisamente la virtud cristiana de la pobreza, que “no consiste en no tener, −escribió san Josemaría− sino en estar desprendidos: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas”[2].


Haciendo una lectura rápida de la parábola con la que Jesús ejemplifica su enseñanza podría sacarse la conclusión de que el personaje protagonista no está actuando mal: si la cosecha ha sido fructífera, ¿por qué no almacenar bien y disfrutar? Esta cuestión la resuelven muchos Padres de la Iglesia de forma semejante a como lo hizo san Agustín: “lo superfluo de los ricos es lo necesario de los pobres. Y se poseen cosas ajenas cuando se poseen cosas superfluas”[3]. El afán de seguridad humana nos lleva a almacenar y acumular cosas y bienes por si acaso, pero en realidad muchas veces no los usamos. Son bienes que podrían emplear otros; es decir, quienes pasan necesidades reales y no solo posibles o imaginarias. Quedan en los graneros de los ricos los bienes de que no gozan los pobres. En cambio, cuando los que son bendecidos con riquezas reconocen en ellas una forma de servir a los demás, aprenden a vivir la pobreza y el desprendimiento.


Por otro lado, Jesús llama “necio” al personaje de la parábola porque puso su ilusión en atesorar, el mismo día que iba a dejar este mundo. Para evitar la falsa seguridad en las cosas materiales como si fueran a garantizar una larga vida, Jesús introduce en la parábola el tema de la muerte. Es lógico desear cierto bienestar y prosperidad para la propia familia; pero hemos de evitar la necedad de poner en los bienes materiales el fundamento de nuestra esperanza y felicidad. La realidad de personas famosas y pudientes de la historia que sin embargo han llevado vidas trágicas, debería alertarnos. Como explicaba Benedicto XVI, “en este XVIII domingo del tiempo ordinario, la palabra de Dios nos estimula a reflexionar sobre cómo debe ser nuestra relación con los bienes materiales. La riqueza, aun siendo en sí un bien, no se debe considerar un bien absoluto. Sobre todo, no garantiza la salvación; más aún, podría incluso ponerla seriamente en peligro. En la página evangélica de hoy, Jesús pone en guardia a sus discípulos precisamente contra este riesgo. Es sabiduría y virtud no apegar el corazón a los bienes de este mundo, porque todo pasa, todo puede terminar bruscamente. Para los cristianos, el verdadero tesoro que debemos buscar sin cesar se halla en las "cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios"”[4].


En una hermosa homilía sobre la pobreza, titulada «Despren­dimiento», el fundador del Opus Dei nos invita a reflexionar con estas consideraciones: «Ese desprendimiento que el Maestro pre­dicó, el que espera de todos ]os cristianos, comporta necesariamente también manifestaciones externas. Jesucristo coepit facere et docere (Atc. I, 1 ): antes que con la palabra, anunció su doctrina con las obras. Lo habéis visto nacer en un establo, en la carencia más abso­luta, y dormir recostado sobre las pajas de un pesebre sus primeros sueños en la tierra» (Amigos de Dios, núm. 115).


Hace unos veinte años que conozco el Opus Dei, y a lo largo de todo este tiempo siempre me ha impresionado su énfasis en el apostolado de la doctrina. La labor del Opus Dei es, en verdad, una continua catequesis. En esta tarea de difundir la sana doctrina, Monseñor Escrivá de Balaguer siguió siempre el ejemplo dado por el Señor de «hacer y enseñar». Los miembros del Opus Dei, cier­tamente, pueden imitar muy bien a su fundador, quien -antes de enseñar con la palabra- proclamó con obras la doctrina. Especial­mente, durante los años que siguieron a la fundación del Opus Dei en 1928, Monseñor Escrivá de Balaguer sufrió algunas de las formas más extremas de indigencia material. Hubo temporadas en que sólo podía hacer una comida al día; y, algunas veces se vio obligado a dormir en el suelo de la cocina porque faltaba espacio en los apre­tados hogares en que vivían los primeros miembros de la Obra.


Frecuentemente he mencionado una divertida frase de Santa Teresa de Jesús: «El dinero es el estiércol del diablo, pero hace un muy buen abono». De una manera verdaderamente providencial, el espíritu del Opus Dei ha influido en todas las tareas humanas nobles mediante eso que su fundador llamaba «materialismo cris­tiano». Siento admiración por las personas de todas clases que viven el espíritu del Opus Dei, sin temor alguno a emplear instrumentos materiales - que requieren, a su vez, recursos económicos- para ejercer un generoso apostolado de formación de numerosos hom­bres y mujeres a través de casas de retiros espirituales, centros uni­versitarios, institutos técnicos o de formación profesional, clubs juveniles y otros centros en los que se proporciona formación doc­trinal y espiritual. El «materialismo cristiano», tal como lo explicaba Monseñor Escrivá de Balaguer, es el modo más eficaz de aprove­char para la gloria de Dios ese buen «abono».


La pobreza es una virtud cristiana porque Cristo nuestro Sal­vador, que es la misma riqueza, quiso nacer pobre y vivir como los pobres su vida terrena. Hemos de darnos cuenta de que la pobre­za cristiana es una virtud que debe practicar todo aquel que quiera ser fiel seguidor de Cristo.


A menudo, he podido oír de los miembros del Opus Dei de mi archidiócesis que Monseñor Escrivá de Balaguer les enseñó siempre que la santidad es para todos, y que se alcanza mediante un sincero esfuerzo por vivir todas las virtudes cristianas -en grado heroico, si fuera preciso-. En nuestra actual situación económica, se nos presentan muchas oportunidades de practicar con heroísmo la virtud cristiana de la pobreza.


El Vaticano II nos ha recordado que la santidad no es sólo para aquellos que hacen profesión pública de su dedicación a Dios como religiosos o sacerdotes, sino para todos los cristianos, también para los cristianos corrientes que desean alcanzar la plenitud de la san­tidad. Por tanto, los cristianos corrientes que desean alcanzar la plenitud de la vida cristiana deben, inevitablemente, practicar esta virtud de la pobreza.


Claro que la manera en que se practique variará según los dife­rentes tipos de llamada o vocación en la Iglesia. Y Monseñor Escri­vá de Balaguer, en su bestseller de espiritualidad titulado Camino, nos ofrece un criterio cristiano, práctico:


«Procura vivir de tal manera que sepas, voluntariamente, pri­varte de la comodidad y bienestar que venas mal en los hábitos de otro hombre de Dios.


Mira que eres el grano de trigo del que habla el Evangelio. Si no te entierras y mueres, no habrá fruto» (Camino, 938).


Para la mayoría de los hombres y mujeres cristianos, ciudadanos corrientes de este mundo, la práctica de la virtud de la pobreza se desarrolla en la esfera familiar. Es en medio de su familia donde tienen que vivir la pobreza cristiana. Lo cual implica, entre otras cosas, el tratar de ajustarse al presupuesto familiar, economizando lo más posible. Requiere, por parte de todos los miembros de la familia, un serio esfuerzo para no caer en lo que los sociólogos de hoy llaman «consumismo», o en cualquier otra forma de mate­rialismo.


La pobreza, para una familia cristiana, significa no ir en busca de los bienes materiales como si fueran la fuente primordial de feli­cidad en esta vi da. La pobreza cristiana para el hombre y la mujer corrientes consiste no tanto en renunciar a las cosas de este mundo, sino simplemente en no poner el corazón en ellas: Ubi en¡m est the­saurus tuus, ibi est cor tuum (Lc XII, 34), dijo el Señor a los primeros cristianos: «Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón».


Es preciso que entendamos correctamente esta virtud. A veces, tendemos a considerar la pobreza como un mal en sí mismo, un mal absoluto. Por el contrario, la pobreza es una virtud. Quizá sea más fácil de entender si la llamamos por su otro nombre: despren­dimiento. La pobreza es un cierto despego de los bienes materiales, un desasimiento que estamos dispuestos a vivir por amor a Dios. La virtud de la pobreza consiste en saber con exactitud cómo usar los bienes de esta tierra -dones de Dios- en cuanto medios para alcanzar cosas más altas, y no como fines en sí mismos.


En relación con esto, me gustaría referirme a otro servicio que el Opus Dei presta a la Iglesia y a toda la sociedad. El Opus Dei enseña de modo práctico lo que significa el verdadero espíritu de pobreza, sin disuadir a los pobres de poner en práctica todos los esfuerzos posibles para mejorar las condiciones de vida. El Opus Dei muestra por medio de sus centros y en los hogares de sus miem­bros que la pobreza no significa suciedad, mal gusto o un estilo de vida caótico. La pobreza exige un empeño heroico por mantener las cosas siempre como una tacita de plata, y en buenas condiciones de uso. Significa cuidar todo lo que uno utiliza. Significa que las cosas duren mucho, mucho tiempo. Como se puede imaginar, todo esto requiere el cultivo de otras virtudes complementarias como el orden, la pulcritud y la laboriosidad. Puedo, en verdad, asegu­raros que todos los centros del Opus Dei que he visitado son ejemplos vivos del auténtico espíritu de pobreza. Están inmaculadamen­te limpios, puestos con muy buen gusto y son, a todas luces, fruto del esfuerzo de las personas que allí viven por vencer esas debi­lidades humanas que son la chabacanería y la dejadez. Consideran­do la urgente necesidad de enseñar a todas las personas, incluido el pueblo de Filipinas, la virtud del cuidado de los más pequeños detalles en el trabajo ordinario, este aspecto de la espiritualidad del Opus Dei es una respuesta eficaz a la exigencia -que cada uno de nosotros tiene planteada– de alcanzar la perfección en las ocupa­ciones ordinarias de cada día.


Artículo publicado en "ABC" por el cardenal de Filipinas Jaime Sin



30 de julio de 2022

Valor humano y cristiano de la amistad

 



Evangelio (Mt 14, 1-12)


En aquel entonces oyó el tetrarca Herodes la fama de Jesús, y les dijo a sus cortesanos: —Éste es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso actúan en él esos poderes.


Herodes, en efecto, había apresado a Juan, lo había encadenado y lo había metido en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, porque Juan le decía: «No te es lícito tenerla». Y aunque quería matarlo, tenía miedo del pueblo porque lo consideraban un profeta.


El día del cumpleaños de Herodes salió a bailar la hija de Herodías y le gustó tanto a Herodes, que juró darle cualquier cosa que pidiese. Ella, instigada por su madre, dijo: —Dame aquí, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista.


El rey se entristeció, pero por el juramento y por los comensales ordenó dársela. Y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron su cabeza en una bandeja y se la dieron a la muchacha, que la entregó a su madre. Acudieron luego sus discípulos, tomaron el cuerpo muerto, lo enterraron y fueron a dar la noticia a Jesús.


Comentario:


Jesucristo recibe la noticia de la muerte de Juan el Bautista de labios de sus discípulos. Saben de lo mucho que se querían y no dudan en ir a contárselo, quizá para encontrar también un poco de consuelo.


¡Con cuánto dolor escucharía Jesucristo el relato de la muerte de su pariente y amigo! ¡Con qué ternura consolaría los corazones atribulados de aquellos discípulos, amigos de Juan! ¡Cómo les animaría en esos momentos hablándoles de la grandeza de aquel hombre! Un hombre que no dudó en perder la cabeza por Jesús.


La defensa de la verdad, la que nos hace libres, la que no es negociable, la enemiga de los falsos compromisos que buscan salvar el pellejo, nos lleva a perder la cabeza.


Las palabras de Juan iluminaban a los hombres y mujeres de su tiempo, incluso al propio Herodes. Se dirigían al fondo de sus corazones y allí sembraban la semilla de la verdad, del bien, de la justicia, del amor. Eran palabras capaces de sacar a la luz ese fragmento de humanidad que, aunque sepultado por una montaña de mentiras, habita en el corazón de todo hombre.


Herodes se había ido deslizando por un camino sin retorno, condenándose a una vida esteril, infeliz, encerrado en sí mismo, en su egoísmo. Juan le habla al corazón, quiere sacarlo de la cárcel en la que está enjaulado.


Con su propia vida le quiere mostrar cómo el amor verdadero, profundo y fecundo, es aquél que está dispuesto a donarse por entero, perder la vida por las personas amadas, perder la cabeza por ellas.


Es la “inquietud de amor” que busca “siempre, sin descanso, el bien del otro, de la persona amada, con esa intensidad que lleva incluso a las lágrimas”; que “impulsa a salir al encuentro del otro, sin esperar que sea el otro quien manifiesta su necesidad”[1].


Con nuestro amor inquieto, lleno de detalles concretos, amando desde el Corazón de Jesucristo, estamos recordando a los demás cómo es el amor de Dios por ellos, cuál es su verdad más profunda: son hijos amados de Dios Padre. No tenemos que tener miedo a perder la cabeza en esos detalles de amor.


Valor humano y cristiano de la amistad


4. La amistad es una realidad humana de gran riqueza: una forma de amor recíproco entre dos personas, que se edifica sobre el mutuo conocimiento y la comunicación [7]. Es un tipo de amor que se da “en dos direcciones y que desea todo bien para la otra persona, amor que produce unión y felicidad” [8]. Por eso la Sagrada Escritura afirma que un amigo fiel no tiene precio, es de incalculable valor (Eclo 6,15).


La caridad eleva sobrenaturalmente la capacidad humana de amar y, por tanto, también la amistad: “La amistad es uno de los sentimientos humanos más nobles y elevados que la gracia divina purifica y transfigura” [9]. Este sentimiento puede nacer en ocasiones de modo espontáneo pero, en todo caso, necesita crecer mediante el trato y la consiguiente dedicación de tiempo. “La amistad no es una relación fugaz o pasajera, sino estable, firme, fiel, que madura con el paso del tiempo. Es una relación de afecto que nos hace sentir unidos, y al mismo tiempo es un amor generoso, que nos lleva a buscar el bien del amigo” [10].


5. Dios muchas veces se sirve de una amistad auténtica para llevar a cabo su obra salvadora. El Antiguo Testamento recoge la amistad entre David, todavía joven, y Jonatán, príncipe heredero de Israel. Este no dudó en compartir con su amigo todo lo que tenía (cfr. 1 Sam 18,4) y, en momentos difíciles, recordó a su padre, Saúl, todas las cosas buenas del joven David (cfr. 1 Sam 19,4). Jonatán también llegó a arriesgar su herencia al trono por defender a su amigo, pues le tenía tanto afecto como a sí mismo (1 Sam 20,17). Esa sincera amistad impulsaba a los dos a mantener su fidelidad a Dios (cfr. 1 Sam 20,8.42).


Particularmente elocuente es el ejemplo de los primeros cristianos. Nuestro Padre hacía notar cómo “se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo” [11]. El amor mutuo es, desde el comienzo de la Iglesia, el signo distintivo de los discípulos de Jesucristo (cfr. Jn 13,35).


Otro ejemplo de los primeros siglos del cristianismo lo encontramos en san Basilio y san Gregorio Nacianceno. La amistad que trabaron en su juventud los mantuvo unidos a lo largo de toda su vida, y aún hoy comparten la fiesta en el calendario litúrgico general. San Gregorio cuenta que “una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras” [12]. Su amistad no solo no los distraía de Dios, sino que los llevaba más a Él: “Tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud” [13].


6. “En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor” [14]. Incluso se puede decir, con palabras de san Agustín dirigidas al Señor, que entre cristianos “no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú unes entre sí por medio de la caridad” [15]. Por otra parte, como la caridad puede ser más o menos intensa y, además, el tiempo a disposición es limitado, la amistad es también una realidad que puede ser más o menos profunda. Así, es habitual hablar de ser muy amigos o de una gran amistad, aunque eso no excluye la existencia de verdaderas amistades no tan grandes o íntimas.


Al inicio del nuevo milenio, san Juan Pablo II señalaba que todas las iniciativas apostólicas que surgieran en el futuro serían “medios sin alma” si no pusieran su centro en querer sinceramente a todas las personas, en “compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle[s] una verdadera y profunda amistad” [16]. Nuestras casas, destinadas a servir para una gran catequesis, deben ser lugares en los que muchas personas encuentren un amor sincero y aprendan a ser amigas de verdad.


Amistad de Jesucristo


2. Jesucristo, hombre perfecto, vivió plenamente el valor humano de la amistad. En el Evangelio vemos cómo, desde muy joven, tenía un trato amistoso con las personas que lo rodeaban: ya a los doce años, volviendo de Jerusalén, María y José dieron por supuesto que Jesús caminaba junto a algún grupo de amigos o familiares (cfr. Lc 2,44). Después, durante su vida pública, son numerosos los momentos en los que contemplamos a Nuestro Señor en casas de amigos y conocidos, ya sea de visita o compartiendo la mesa: en casa de Pedro (cfr. Lc 4,38), en casa de Leví (cfr. Lc 5,29), de Simón (cfr. Lc 7,36), de Jairo (cfr. Lc 8,41), de Zaqueo (cfr. Lc 19,5), etc. También lo vemos asistir a una boda en Caná (cfr. Jn 2,1) y a los lugares de culto junto a los demás (cfr. Jn 8,2). En otras ocasiones, dedica tiempo exclusivamente a sus discípulos (cfr. Mc 3,7).


Cualquier circunstancia sirve a Jesús para entablar una relación de amistad: tantas veces lo vemos detenerse con cada uno. Pocos minutos de conversación bastaron para que la mujer samaritana se sintiera conocida y comprendida. Y precisamente por eso preguntó: ¿No será este el Cristo? (Jn 4,29). Los discípulos de Emaús, después de caminar y sentarse a la mesa con Jesús, reconocieron la presencia de aquel Amigo que hacía arder sus corazones con su palabra (cfr. Lc 24,32).


Con frecuencia, el Señor dedica más tiempo a sus amigos. Es el caso de los hermanos de Betania. Allí, en largas jornadas de intimidad, “Jesús sabe de delicadezas, de decir la palabra que anima, de corresponder a la amistad con la amistad: ¡qué conversaciones las de la casa de Betania, con Lázaro, con Marta, con María!”[2] En aquel hogar aprendemos también que la amistad de Cristo genera una profunda confianza (cfr. Jn 11,21) y está llena de empatía; en particular, de capacidad de acompañar en el sufrimiento (cfr. Jn 11,35).


Pero cuando el Señor muestra con mayor hondura el deseo de ofrecernos su amistad es durante la última Cena. En la intimidad del Cenáculo, Jesús dice a los apóstoles: A vosotros os he llamado amigos (Jn 15,15). Y en ellos nos lo ha dicho a todos. Dios nos quiere no solo como criaturas, sino como hijos a los que, en Cristo, ofrece verdadera amistad. Y a esta amistad correspondemos uniendo nuestra voluntad a la suya; haciendo lo que el Señor quiere (cfr. Jn 15,14).


“Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es algo extraño que los mandamientos imponen desde fuera, sino que es nuestra propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de lo más íntimo de cada uno. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73,23-28)” [3].


3. Sabernos en verdadera amistad con Jesucristo nos llena de seguridad, porque Él es fiel. “La amistad con Jesús es inquebrantable. Él nunca se va, aunque a veces parece que hace silencio. Cuando lo necesitamos se deja encontrar por nosotros (cfr. Jr 29,14) y está a nuestro lado por donde vayamos (cfr. Jos 1,9). Porque Él jamás rompe una alianza. A nosotros nos pide que no lo abandonemos: Permanezcan unidos a mí (Jn 15,4). Pero si nos alejamos, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2 Tm 2,13)” [4].


Corresponder a esta amistad de Jesús es amarle, con un amor que es el alma de la vida cristiana, y que tiende a manifestarse en todo lo que hacemos. “Necesitamos una rica vida interior, signo cierto de amistad con Dios y condición imprescindible para cualquier labor de almas”[5]. Todo apostolado, todo trabajo por las almas surge de esta amistad con Dios, que es la fuente del verdadero amor cristiano a los demás. “Viviendo en amistad con Dios –la primera que hemos de cultivar y acrecentar–, sabréis lograr muchos y verdaderos amigos (cfr. Eclo 6,17). La labor que ha hecho y hace continuamente el Señor con nosotros, para mantenernos en esa amistad suya, es la misma labor que quiere hacer con otras muchas almas, sirviéndose de nosotros como instrumento” [6].


La amistad cristiana no excluye a nadie, ha de estar intencionalmente abierta a toda persona, con corazón grande. Los fariseos criticaron a Jesucristo, como si ser amigo de publicanos y pecadores (Mt 11,19) fuera algo malo. Nosotros, procurando –dentro de nuestra poquedad– imitar al Señor, tampoco “excluimos a nadie, no apartamos a ningún alma de nuestro amor en Jesucristo. Por eso habréis de cultivar una amistad firme, leal, sincera –es decir, cristiana– con todos vuestros compañeros de profesión: más aún, con todos los hombres, cualesquiera que sean sus circunstancias personales” [17].


Cristo estaba completamente metido en el tejido social de su lugar y de su tiempo, dándonos también ejemplo en eso. Como escribió san Josemaría: “No limita el Señor su diálogo a un grupo pequeño, restringido: habla con todos. Con las santas mujeres, con muchedumbres enteras; con representantes de las clases altas de Israel como Nicodemo, y con publicanos como Zaqueo; con personas tenidas por piadosas, y con pecadores como la samaritana; con enfermos y con sanos; con los pobres, a quienes amaba de todo corazón; con doctores de la ley y con paganos, cuya fe alaba por encima de la de Israel; con ancianos y con niños. A nadie niega Jesús su palabra, y es una palabra que sana, que consuela, que ilumina. ¡Cuántas veces he meditado y he hecho meditar ese modo del apostolado de Cristo, humano y divino al mismo tiempo, basado en la amistad y en la confidencia

29 de julio de 2022

Somos una obra maravillosa de Dios.

 



Evangelio (Mt 13, 54-58)


Y al llegar a su ciudad se puso a enseñarles en su sinagoga, de manera que se quedaban admirados y decían: —¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?


Y se escandalizaban de él. Pero Jesús les dijo: —No hay profeta que sea menospreciado, si no es en su tierra y en su casa.


Y no hizo allí muchos milagros por su incredulidad.


Comentario:


Jesús vuelve a su ciudad, a Nazaret. El lugar de su infancia y juventud. Donde aprendió de José el oficio de artesano.


Es también el lugar de la fe, la casa de María y de José. El lugar del mundo donde la palabra se hizo carne, gracias a una mujer que se sumergió en el plan de Dios y a un hombre que se atrevió a soñar los sueños de Dios.


Y es también el lugar de la incredulidad. Jesús vuelve a su ciudad y se encuentra con unos hombres y mujeres que no abren la puerta a su obra redentora, porque se quedan clavados en un mirada estrecha, pequeña, limitada. Incapaces de ver en Jesús al Hijo de Dios.


El pueblo reconoce asombrado los prodigios de Jesús. “¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes?”, se pregunta con admiración. Pero, a la vez, encuadran a Jesús en su estrecho y pobre esquema, en su visión horizontal de la vida: es el hijo de José y de María, uno de los nuestros, uno más.


No quieren ver en Jesús al Hijo de Dios, al profeta que habla en nombre de Dios.


En cierto modo, también nos puede pasar lo mismo al mirar nuestra vida. Para llegar a ser nosotros mismos debemos descubrir en nuestra dimensión horizontal, en nuestra vida diaria, nuestra verdadera identidad: somos hijos de Dios, llamados a hablar en nombre de Dios.


Nuestras relaciones familiares, nuestro trabajo, nuestras cualidades y talentos, nuestras amistades, nuestra historia, no bastan para explicar quienes somos. Necesitamos entrar en una dimensión vertical. Vivir en este mundo como lo que realmente somos: hijos de Dios.


En nuestra familia, en nuestros trabajos y quehaceres cotidianos, en nuestras amistades, allí donde vivimos, somos hijos de Dios, hablamos en nombre de Dios, llenamos todo del nombre de Dios, hacemos presente la mirada y la voz de Jesucristo.


Somos más de lo que se ve a simple vista. Somos una obra maravillosa de Dios. En nuestra vida, reluce todo el amor con el que Dios nos ha creado y toda la capacidad nuestra para decirle cada día que sí.


Si el mundo antes transparentaba a Dios, hoy se ha vuelto, para muchos, opaco. Por qué la fe en la creación es aún decisiva en la era de la ciencia.


«Cuando veo los cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas, que Tú pusiste, ¿qué es el hombre, para que de él te acuerdes, y el hijo de Adán, para que te cuides de él?» (Sal 8,4-5). La contemplación del mundo inspira asombro en los hombres de todas las épocas. También hoy, aunque podamos conocer bien las causas físicas de los colores de una puesta de sol, de un eclipse o de la aurora boreal, nos fascina presenciar estos fenómenos. Además, a medida que la ciencia avanza, se hace más patente la complejidad y la inmensidad que nos rodea, tanto por debajo de nuestra escala –desde la vida microscópica hasta las entrañas mismas de la materia– como por encima de ella, en las distancias y magnitudes de las galaxias, que sobrepasan la imaginación de cualquiera.


A MEDIDA QUE LA CIENCIA AVANZA, SE HACE MÁS PATENTE LA COMPLEJIDAD Y LA INMENSIDAD QUE NOS RODEA, TANTO POR DEBAJO COMO POR ENCIMA DE NUESTRA ESCALA

El estupor también nos puede captar de modo profundo al detenernos a considerar la realidad de nuestro yo: cuando uno se da cuenta de que existe, sin ser capaz de comprender del todo el origen de su vida, y de la conciencia que tiene de sí mismo. ¿De dónde vengo? –Aunque la velocidad con que se vive hoy en muchas partes del planeta lleva a eludir este tipo de preguntas, en realidad no son algo reservado a espíritus particularmente introspectivos: responden a una necesidad de dar con las coordenadas fundamentales, un sentido de la orientación que a veces puede adormecerse, pero que de un modo u otro, tarde o temprano, vuelve a aflorar en la vida de todos.


La búsqueda de un Rostro más allá del universo


La percepción del abismo de la propia conciencia o de la inmensidad del mundo puede limitarse a veces a experimentar un profundo vértigo. Sin embargo, la religiosidad de los hombres ha sondeado en todas las épocas más allá de estos fenómenos; ha buscado, de formas muy variadas, un Rostro que adorar. Por eso, ante el espectáculo de la naturaleza, dice el salmista: «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19,2); y también, ante el misterio del yo, de la vida: «Te doy gracias porque me has hecho como un prodigio» (Sal 139,14). Durante siglos este paso desde el mundo visible hasta Dios se hacía con gran naturalidad. Pero el creyente se ve hoy a veces ante interrogantes que pueden causarle perplejidad: ¿no es esta búsqueda de un Rostro más allá del universo conocido una proyección del hombre, propia de un estadio superado de la humanidad? Los avances de la ciencia, aun cuando esta no disponga de respuesta para todas las preguntas y problemas, ¿no hacen de la noción de creación una suerte de velo de nuestra ignorancia? ¿No es, por lo demás, una cuestión de tiempo que la ciencia llegue a salir al encuentro de todas esas preguntas?


Sería un error descartar demasiado rápido estas cuestiones como impertinencias, o como síntomas de un escepticismo infundado. Sencillamente, ponen en evidencia cómo «la fe tiene que ser revivida y reencontrada en cada generación»[1]: también en el momento presente, en el que la ciencia y la tecnología han mostrado con creces todo lo que el hombre puede conocer y hacer por sí mismo, hasta el punto de que la idea de un orden anterior a nuestra iniciativa se ha vuelto a veces lejana y difícil de imaginar. Estas cuestiones, pues, requieren una consideración sosegada, que permita afianzar la propia fe, comprendiendo su sentido y su relación con la ciencia y la razón, para poder iluminar también a otros. Naturalmente, en un par de artículos solo es posible trazar algunas vías, sin agotar una cuestión que por sí misma incide en multitud de aspectos de la fe cristiana.


La revelación de la creación


En nuestro recorrido podemos partir sencillamente de la afirmación fundamental de la Biblia sobre el origen de todo lo que existe y, en particular, de cada persona a lo largo de la historia. Se trata de una afirmación muy concreta y fácil de enunciar: somos creación de Dios, fruto de su libertad, de su sabiduría y de su amor. «Todo cuanto quiere el Señor, lo hace en los cielos y en la tierra, en los mares y en los abismos» (Sal 135,6). «¡Qué numerosas son tus obras, Señor! Todas las hiciste con sabiduría. Llena está la tierra de tus criaturas» (Sal 104,24).


EL GÉNESIS NO AHORRA DETALLES SOBRE LOS MODOS EN QUE EL MAL Y EL DOLOR SE ABREN CAMINO DESDE MUY PRONTO, Y SIN EMBARGO AFIRMA REPETIDAMENTE QUE EL MUNDO ES ESENCIALMENTE BUENO

Sin embargo, a veces las afirmaciones más simples encubren las realidades más complejas. Si en la actualidad la razón humana percibe a veces borrosamente esta visión del mundo, tampoco llegó de un modo sencillo hasta ella. Históricamente, la noción de creación –en el sentido en que la Iglesia la recoge en el Credo– surgió solo en el curso de la revelación al pueblo de Israel. El apoyo de la Palabra divina permitió poner al descubierto los límites de las distintas concepciones míticas sobre los orígenes del cosmos y del hombre, para llegar más allá de las especulaciones de los brillantes filósofos griegos, y reconocer al Dios de Israel como el único Dios, que creó todo de la nada.


Un rasgo distintivo del relato bíblico es, pues, el hecho de que Dios cree sin partir de nada preexistente, con la sola fuerza de su palabra: «Dijo Dios: –haya luz. –Y hubo luz (…). –Hagamos al hombre a nuestra imagen (…) –Y creó Dios al hombre a su imagen» (Gn 1,3.26-27). También es propio de este relato el que en el origen no haya ningún rastro de mal: «Y vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno» (Gn 1,31). El propio Génesis no ahorra detalles sobre los modos en que el mal y el dolor se abren camino desde muy pronto en la historia. Con todo, y en abierto contraste con esta experiencia universal, la Biblia afirma repetidamente que el mundo es esencialmente bueno, que la creación no es una forma degradada de ser, sino un inmenso don de Dios. «El universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación. La creación es del orden del amor (…): «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste, porque, si algo odiaras, no lo habrías creado» (Sb 11,24). Entonces, cada criatura es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar en el mundo. Hasta la vida efímera del ser más insignificante es objeto de su amor y, en esos pocos segundos de existencia, él lo rodea con su cariño»[2].


NUESTROS ANTEPASADOS NO TENÍAN MICROSCOPIO, ACELERADORES DE PARTÍCULAS O REVISTAS ESPECIALIZADAS, PERO QUIZÁ SABÍAN Y VEÍAN COSAS ESENCIALES QUE NOSOTROS PODEMOS HABER PERDIDO DE VISTA POR EL CAMINO

El inicio del evangelio de San Juan arroja también una luz decisiva sobre este relato. «En el principio existía el Verbo» (Jn 1,1), escribe el cuarto evangelista, retomando las primeras palabras del Génesis (Cfr. Gn 1,1). En el inicio del mundo está el logos de Dios, que hace de él una realidad profundamente racional, radicalmente llena de sentido. «Contigo está la sabiduría, que conoce tus obras, que estaba presente cuando hiciste el universo, y sabe lo que es agradable a tus ojos y conforme con tus mandamientos» (Sb 9,9). A propósito del término griego con que se designa al Verbo de Dios, explicaba Benedicto XVI: «Logossignifica tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta, encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad»[3]. Todo diálogo presupone un interlocutor racional, con logos. Así, el diálogo con el mundo que empezaron a entablar los filósofos griegos era posible precisamente porque la realidad creada está transida de racionalidad, de una lógica muy simple y muy compleja a la vez. Este diálogo venía a encontrarse, pues, con la afirmación decidida de que el mundo «no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar»[4], sino de una inteligencia amorosa –un Ser personal– que trasciende el orden mismo del universo, porque lo precede.


No es infrecuente que los relatos de la creación en el Génesis se perciban hoy como textos bellos y poéticos, llenos de sabiduría, pero quizá a fin de cuentas poco a la altura de la sofisticación y la seriedad metodológica que entretanto han adquirido la ciencia y la crítica literaria e histórica. Sin embargo, sería un error tratar con desdén a nuestros antepasados porque no tuvieran microscopio, aceleradores de partículas o revistas especializadas: olvidaríamos demasiado fácilmente que quizá sabían y veían cosas esenciales; cosas que nosotros podemos haber perdido de vista por el camino. Para comprender lo que una persona o un texto quieren decirnos es necesario atender a su modo de hablar, sobre todo si es distinto del nuestro. En este sentido, conviene tener en cuenta que, en los relatos de la creación, «la imagen del mundo queda delineada bajo la pluma del autor inspirado con las características de las cosmogonías del tiempo»; y que es en ese cuadro donde Dios inserta la novedad específica de su revelación a Israel y a los hombres de todos los tiempos: «la verdad acerca de la creación de todo por obra del único Dios»[5].


INCLUSO EN MEDIO DE LA IMPERFECCIÓN, DEL MAL, DEL DOLOR, EL CRISTIANO VE EN CADA SER UN REGALO QUE SURGE DEL AMOR Y QUE LLAMA AL AMOR: A DISFRUTAR, A RESPETAR, A CUIDAR, A TRANSMITIR

Con todo, se objeta con frecuencia que, si la noción de creación tuvo un papel en el pasado, hoy resulta ingenuo intentar proponerla de nuevo. La física moderna y los hallazgos acerca de la evolución de las especies habrían hecho obsoleta la idea de un creador que interviene para generar y dar forma al mundo: la racionalidad del universo sería, en el mejor de los casos, una propiedad interior a la materia, y hablar de otros agentes supondría desafiar la seriedad del discurso científico. Sin embargo, se hace así fácilmente, sin saberlo, una lectura literalista de la Biblia, que la Biblia misma descarta. Si, por ejemplo, se comparan los dos relatos sobre los orígenes, situados uno detrás de otro en los dos primeros capítulos del Génesis, se observan diferencias muy claras que no es posible atribuir a un descuido redaccional. Los autores sagrados eran conscientes de que no tenían que proporcionar una descripción detallada y literal acerca de cómo se produjo el origen del mundo y del hombre: procuraban expresar, a través del lenguaje y los conceptos de que disponían, algunas verdades fundamentales[6].


Cuando se acierta a comprender el lenguaje peculiar de estos relatos –un lenguaje primitivo, pero lleno de sabiduría y de profundidad–, se puede identificar su verdadero núcleo. Nos hablan de «una intervención personal»[7] que trasciende la realidad del universo: antes del mundo existe la libertad personal y la sabiduría infinita de un Dios creador. A través de un lenguaje simbólico, aparentemente ingenuo, se abre camino una profunda pretensión de verdad, que podríamos resumir así: todo esto lo hizo Dios, porque quiso[8]. La Biblia no pretende pronunciarse sobre los estadios de la evolución del universo y del origen de la vida, sino afirmar la «libertad de la omnipotencia»[9] de Dios, la racionalidad del mundo que crea, y su amor por este mundo. Se despliega así una imagen de la realidad, y de cada uno de los seres que la conforman, como «un don que surge de la mano abierta del Padre de todos»[10]. La realidad, a la luz de la fe en la creación, queda marcada en su entraña misma bajo el signo de la acogida. Incluso en medio de la imperfección, del mal, del dolor, el cristiano ve en cada ser un regalo que surge del Amor y que llama al amor: a disfrutar, a respetar, a cuidar, a transmitir.

28 de julio de 2022

Cristo juzgará a los vivos y a los muertos

 



Evangelio (Mt 13,47-53)


Asimismo el Reino de los Cielos es como una red barredera que se echa en el mar y recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera. Así será al fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto?


– Sí -le respondieron.


Él les dijo:


– Por eso, todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas.


Cuando terminó Jesús estas parábolas se marchó de allí.


Comentario


Jesús habla de una pesca con una red barredera que recoge todo lo que encuentra. Se trata de un tipo de red alargada y ancha que se extiende entre dos barcas y que al arrastrarla recoge peces, restos de algas, o cualquier objeto que haya, flotando en el agua.


“El Señor entre barcas y redes halló a sus primeros discípulos, y muchas veces comparaba la labor de almas con las faenas pesqueras –recordaba San Josemaría–. ¿Te acuerdas de aquella pesca milagrosa, cuando se rompían las redes? (…) A esa pesca apostólica, abierta a todas las almas, podríamos aplicar aquel texto de San Mateo, que habla de “una red barredera, que echada en el mar, allega todo género de peces”, de cualquier tamaño y calidad, porque en sus mallas cabe todo lo que nada en las aguas del mar”[1]. En efecto, Dios quiere que gocen de la felicidad eterna en su Reino todas las personas, de todas las culturas, razas y condiciones, no excluye a nadie de su llamada a la amistad con Él. Aunque no todos acogerán necesariamente su llamada.


El mar es el mundo donde conviven toda clase de personas, con las más variadas disposiciones y en muy diversas circunstancias. A todos alcanza la voluntad salvífica de Dios, que cada uno puede libremente acoger o rechazar. Lo mismo que los pescadores en la orilla separan lo que es bueno de lo malo entre todo lo que ha arrastrado la red, así sucederá al final de los tiempos: el Señor juzgará y discernirá lo bueno y lo malo. Unos se salvarán y otros se condenarán, según las obras de cada uno.


“Cristo juzgará a los vivos y a los muertos con el poder que ha obtenido como Redentor del mundo, venido para salvar a los hombres –enseña el Catecismo–. Los secretos de los corazones serán desvelados, así como la conducta de cada uno con Dios y el prójimo. Todo hombre será colmado de vida o condenado para la eternidad, según sus obras”[2].


Jesús habla de modo claro y amable de cuestiones muy serias. Está en juego acoger y recibir la felicidad eterna que ha venido a ofrecer a todos, pero también es posible rechazarla e ir al infierno, el horno del fuego donde hay llanto y rechinar de dientes.


¿Qué hay después de la muerte? ¿Dios juzga a cada persona por su vida?


El Catecismo de la Iglesia católica enseña que «la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo».


«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de la purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre». En este sentido, San Juan de la Cruz habla del juicio particular de cada persona señalando que «a la tarde, te examinarán en el amor». Catecismo de la Iglesia Católica, 1021-1022.



Meditar con San Josemaría


Todo se arregla, menos la muerte... Y la muerte lo arregla todo. Surco, 878.


Cara a la muerte, ¡sereno! Así te quiero. No con el estoicismo frío del pagano; sino con el fervor del hijo de Dios, que sabe que la vida se muda, no se quita. ¿Morir?... ¡Vivir! Surco, 876.


¡No me hagas de la muerte una tragedia!, porque no lo es. Sólo a los hijos desamorados no les entusiasma el encuentro con sus padres. Surco, 885.


El verdadero cristiano está siempre dispuesto a comparecer ante Dios. Porque, en cada instante —si lucha para vivir como hombre de Cristo—, se encuentra preparado para cumplir su deber. Surco, 875.


“Me hizo gracia que hable usted de la 'cuenta' que le pedirá Nuestro Señor. No, para ustedes no será Juez —en el sentido austero de la palabra— sino simplemente Jesús”. —Esta frase, escrita por un Obispo santo, que ha consolado más de un corazón atribulado, bien puede consolar el tuyo. Camino, 168.


 ¿Quiénes van al cielo? ¿Cómo es el cielo?


El cielo es “el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha”. Y San Pablo escribe: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento de hombre las cosas que Dios ha preparado para los que le aman”. (1Cor 2, 9).


Después del juicio particular, los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados van al cielo. Viven en Dios, lo ven tal cual es. Están para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, gozan de su felicidad, de su Bien, de la Verdad y de la Belleza de Dios.


Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama el cielo. Es Cristo quien, por su muerte y Resurrección, nos ha “abierto el cielo”. Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los que llegan al cielo viven “en Él”, aún más, encuentran allí su verdadera identidad. Catecismo de la Iglesia católica, 1023-1026



Meditar con San Josemaría


Mienten los hombres cuando dicen “para siempre” en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el "para siempre" de la eternidad. —Y así has de vivir tú, con una fe que te haga sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en esa eternidad, ¡que sí es para siempre! Forja, 999.


Piensa qué grato es a Dios Nuestro Señor el incienso que en su honor se quema; piensa también en lo poco que valen las cosas de la tierra, que apenas empiezan ya se acaban... En cambio, un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia...! Y sin empalago: te saciará sin saciar. Forja, 995.


Si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados —amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo—, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas. Recordad la sincera y famosa exclamación de San Agustín, que había experimentado tantas amarguras mientras desconocía a Dios, y buscaba fuera de El la felicidad: ¡nos creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti! Amigos de Dios, 208


En la vida espiritual, muchas veces hay que saber perder, cara a la tierra, para ganar en el Cielo. —Así se gana siempre. Forja, 998.



. ¿Qué es el purgatorio? ¿Es para siempre?


Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados.


Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: “Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos. Catecismo de la Iglesia católica, 1030-1032


Meditar con San Josemaría


El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con El. Surco, 889


No quieras hacer nada por ganar mérito, ni por miedo a las penas del purgatorio: todo, hasta lo más pequeño, desde ahora y para siempre, empéñate en hacerlo por dar gusto a Jesús. Forja, 1041.


“Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas”. —Luego, ¿el hombre pecador tiene su hora? —Sí..., ¡y Dios su eternidad! Camino, 734.


¿Existe el infierno?


Significa permanecer separados de Él –de nuestro Creador y nuestro fin– para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno.


Morir en pecado mortal, sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios es elegir este fin para siempre.


La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno”. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.


Jesús habla con frecuencia de la gehenna y del fuego que nunca se apaga, reservado a los que, hasta el fin de su vida, rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo.


Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 13-14


Meditar con San Josemaría

No me olvidéis que resulta más cómodo —pero es un descamino— evitar a toda costa el sufrimiento, con la excusa de no disgustar al prójimo: frecuentemente, en esa inhibición se esconde una vergonzosa huida del propio dolor, ya que de ordinario no es agradable hacer una advertencia seria. Hijos míos, acordaos de que el infierno está lleno de bocas cerradas. Amigos de Dios, 161.

Un discípulo de Cristo nunca razonará así: “yo procuro ser bueno, y los demás, si quieren..., que se vayan al infierno”. Este comportamiento no es humano, ni es conforme con el amor de Dios, ni con la caridad que debemos al prójimo. Forja, 952

Sólo el infierno es castigo del pecado. La muerte y el juicio no son más que consecuencias, que no temen quienes viven en gracia de Dios. Surco, 890.

5. ¿Cuándo será el juicio final? ¿En qué consistirá?

La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles [...] Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda [...] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna”. (Mt 25, 31. 32).

El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).

El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2 Ts 1, 10). Catecismo de la Iglesia católica, 1038-1041


Meditar con San Josemaría

Cuando pienses en la muerte, a pesar de tus pecados, no tengas miedo... Porque El ya sabe que le amas..., y de qué pasta estás hecho. Si tú le buscas, te acogerá como el padre al hijo pródigo: ¡pero has de buscarle! Surco, 880.

“Conozco a algunas y a algunos que no tienen fuerzas ni para pedir socorro”, me dices disgustado y apenado. —No pases de largo; tu voluntad de salvarte y de salvarles puede ser el punto de partida de su conversión. Además, si recapacitas, advertirás que también a ti te tendieron la mano. Surco, 778.

El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer —que nada vale—, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad. Camino, 708.

Por salvar al hombre, Señor, mueres en la Cruz; y, sin embargo, por un solo pecado mortal, condenas al hombre a una eternidad infeliz de tormentos...: ¡cuánto te ofende el pecado, y cuánto lo debo odiar! Forja, 1002.








27 de julio de 2022

HAS DESCUBIERTO TU GRAN TESORO?

 


Evangelio (Mt 13,44-46)


El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.


Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.




 COMENTARIO

 


Jesús va hablando del Reino de los Cielos mediante parábolas y comparaciones claras y sencillas, muy gráficas, que pueden ser recordadas con facilidad, y que permiten volver sobre ellas una y otra vez para sacar consecuencias y concretar propósitos.


Dios tiene un plan para cada persona, para cada uno de nosotros, para hacernos felices en su Reino y trabajando por su Reino, que se concreta en la propia vocación personal. A lo largo de la vida nos va desvelando sus planes hasta que llega el momento en que nos encontramos de frente con ese regalo preparado desde toda la eternidad. Somos libres y podemos acogerlo o rechazarlo.


De una parte, percibimos la hermosura del horizonte que se abre ante nosotros. De otra, las renuncias que implica dejar todas las cosas para dedicarnos con todas las fuerzas a aquello que el Señor nos pone por delante. Jesús, presentándonos la reacción lógica de quien encuentra un tesoro escondido o una perla preciosa, nos ayuda a decidir.


La llamada de Dios es algo preciosísimo. “Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina -dice san Josemaría-, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación”[1].


Por eso, san Josemaría nos hace notar que “es pues nuestra llamada, cuando la hemos sabido recibir con amor, cuando la hemos sabido estimar como cosa divina, una piedra preciosa de valor infinito. Esta llamada es un tesoro escondido que no encuentran todos. Lo encuentran aquellos a quienes Dios verdaderamente elige: se pedirá cuenta de mucho a quien mucho se le entregó”[2].


Hoy, las palabras de Jesús nos hacen caer en la cuenta de lo valioso que es lo que Dios nos ofrece cuando nos llama, y nos invitan a considerar que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo.


"El Señor sigue llamando hoy para que le sigan. No podemos esperar a ser perfectos para responder con nuestro generoso «aquí estoy», ni asustarnos de nuestros límites y de nuestros pecados, sino escuchar su voz con corazón abierto, discernir nuestra misión personal en la Iglesia y en el mundo, y vivirla en el hoy que Dios nos da". 


1. ¿Qué es la vocación?


Dios, que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano, porque el hombre fue creado a semejanza de Dios, que es amor.


Desde su nacimiento, cada persona está destinada a la bienaventuranza eterna, el Cielo. Dios crea a cada uno con un propósito, una misión. Esa misión es lo que se conoce como vocación. Catecismo de la Iglesia Católica, 1604, 1703


Meditar con san Josemaría


Me gusta hablar de camino, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del Cielo, a nuestra Patria. Pero mirad que un camino, aunque puede presentar trechos de especiales dificultades, aunque nos haga vadear alguna vez un río o cruzar un pequeño bosque casi impenetrable, habitualmente es algo corriente, sin sorpresas. El peligro es la rutina: imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está Dios, porque ¡es tan sencillo, tan ordinario! Amigos de Dios, 313


Me gusta ese lema: “cada caminante siga su camino”, el que Dios le ha marcado, con fidelidad, con amor, aunque cueste. Surco, 231


Tu felicidad en la tierra se identifica con tu fidelidad a la fe, a la pureza y al camino que el Señor te ha marcado. Surco, 84


El amor de Dios es celoso; no se satisface si se acude a su cita con condiciones: espera con impaciencia que nos demos del todo, que no guardemos en el corazón recovecos oscuros, a los que no logra llegar el gozo y la alegría de la gracia y de los dones sobrenaturales. Amigos de Dios, 28


2. ¿Todos tenemos vocación?


Sí, todos hemos sido creados por Dios con un propósito y un fin.


Dios ha querido para cada uno un proyecto único e irrepetible, pensado desde toda la eternidad: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré» (Jeremías 1, 5)


El Catecismo de la Iglesia Católica habla de la vocación a la bienaventuranza, en definitiva, a la santidad, a la unión con Dios que nos hace participar de Su felicidad y nos ama con totalidad y sin condiciones.


La vocación común de todos los discípulos de Cristo es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo.


Dentro de esta vocación común, Dios invita a cada uno a recorrer la vida junto a Él por un camino concreto. A algunos llama al sacerdocio ministerial, a otros a la vida religiosa, y a otros, los laicos, los llama a encontrarle en la vida ordinaria, ya sea viviendo el celibato o la vocación matrimonial. Catecismo de la Iglesia Católica, 1716-1729, 1533


“Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales”. Gaudete et Exultate, 14


Meditar con san Josemaría


Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna. Forja, 13


¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? —Pues la tienes: así, vocación.


Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías. Camino, 27


La llamada del Señor —la vocación— se presenta siempre así: “si alguno quiere venir detrás de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.


Sí: la vocación exige renuncia, sacrificio. Pero ¡qué gustoso resulta el sacrificio —«gaudium cum pace», alegría y paz—, si la renuncia es completa! Surco, 8


¡Qué hermosa es nuestra vocación de cristianos —¡de hijos de Dios!—, que nos trae en la tierra la alegría y la paz que el mundo no puede dar! Forja, 269


Vivir la caridad significa respetar la mentalidad de los otros; llenarse de gozo por su camino hacia Dios..., sin empeñarse en que piensen como tú, en que se unan a ti.


—Se me ocurrió hacerte esta consideración: esos caminos, distintos, son paralelos; siguiendo el suyo propio, cada uno llegará a Dios...; no te pierdas en comparaciones, ni en deseos de conocer quién va más alto: eso no importa, lo que interesa es que todos alcancemos el fin. Surco, 757


Un día —no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia—, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana —que es la razón más sobrenatural—, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El. Es Cristo que pasa, 1


Es muy importante que el sentido vocacional del matrimonio no falte nunca tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y verdaderamente llamados a incorporarse en los designios divinos para la salvación de todos los hombres. Es Cristo que pasa, 30


La santidad —cuando es verdadera— se desborda del vaso, para llenar otros corazones, otras almas, de esa sobreabundancia.


Los hijos de Dios nos santificamos, santificando. —¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana? Piénsalo a diario. Forja, 856

26 de julio de 2022

San Joaquin y Santa Ana

 Evangelio (Mt 13, 36-43)


Entonces, después de despedir a las multitudes, entró en la casa. Y se acercaron sus discípulos y le dijeron:


—Explícanos la parábola de la cizaña del campo.


Él les respondió:


—El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles. Del mismo modo que se reúne la cizaña y se quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que causan escándalo y obran la maldad, y los arrojarán en el horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. Quien tenga oídos, que oiga.


Comentario


Para entender bien el evangelio de hoy, con la explicación del Señor de la parábola de la cizaña, sin duda es necesario leer antes el texto completo, es decir los versículos 24 al 30 del mismo capítulo de San Mateo, que hemos leído el sábado pasado. Esa lectura nos aclara el origen de la cizaña: el que la sembró fue un enemigo del propietario del campo.


Eso explica también la sorpresa de los siervos que, un buen día, descubrieron el campo de trigo cubierto con esta planta nociva. Hay que decir que, en las primeras semanas, las dos plantas —el trigo y la cizaña— se parecen mucho, hasta el punto de que es muy difícil distinguirlas. Por eso el Señor les aconseja que esperen hasta la siega, para no arrancar involuntariamente el buen trigo.


El Señor dice que el campo es el mundo y el enemigo el diablo. Sin caer en el pesimismo, podemos afirmar que lo comprobamos prácticamente a diario en la mayor parte de los países. Pero esa explicación no excluye otra un poco más personal, en la que el campo es nuestra alma. Dios siembra en ella su gracia, como lo veíamos ayer, y el diablo la cizaña, los malos deseos.


¿Qué hacer? En el terreno personal, es sin duda alguna indispensable reaccionar lo antes posible, sin esperar el fin de los tiempos. Lo que exige una de las prácticas de piedad que se ha vivido siempre en la Iglesia: el examen de conciencia. ¿Su objeto?: a la vez los temas personales y nuestra responsabilidad en la marcha de los asuntos del mundo en el que vivimos.


¿Propósito? Quizás estar más vigilantes, porque una de las causas de la abundancia de cizaña es la pereza de los hombres. San Josemaría nos lo dice en una de sus homilías: “¡triste pereza, ese sueño!” (“Es Cristo que pasa”, n° 123).


Hoy fiesta de los Abuelos TEXTO Papa Francisco


El versículo del salmo 92 «en la vejez seguirán dando frutos» (v. 15) es una buena noticia, un verdadero “evangelio”, que podemos anunciar al mundo con ocasión de la segunda Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores. 


Esto va a contracorriente respecto a lo que el mundo piensa de esta edad de la vida; y también con respecto a la actitud resignada de algunos de nosotros, ancianos, que siguen adelante con poca esperanza y sin aguardar ya nada del futuro.


La ancianidad a muchos les da miedo. La consideran una especie de enfermedad con la que es mejor no entrar en contacto. Los ancianos no nos conciernen —piensan— y es mejor que estén lo más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener que hacernos cargo de sus preocupaciones. 


Es la “cultura del descarte”, esa mentalidad que, mientras nos hace sentir diferentes de los más débiles y ajenos a sus fragilidades, autoriza a imaginar caminos separados entre “nosotros” y “ellos”. 


LA ANCIANIDAD, EN EFECTO, NO ES UNA ESTACIÓN FÁCIL DE COMPRENDER, TAMPOCO PARA NOSOTROS QUE YA LA ESTAMOS VIVIENDO


Pero, en realidad, una larga vida —así enseña la Escritura— es una bendición, y los ancianos no son parias de los que hay que tomar distancia, sino signos vivientes de la bondad de Dios que concede vida en abundancia. ¡Bendita la casa que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus abuelos!


La ancianidad, en efecto, no es una estación fácil de comprender, tampoco para nosotros que ya la estamos viviendo. A pesar de que llega después de un largo camino, ninguno nos ha preparado para afrontarla, y casi parece que nos tomara por sorpresa. Las sociedades más desarrolladas invierten mucho en esta edad de la vida, pero no ayudan a interpretarla; ofrecen planes de asistencia, pero no proyectos de existencia [1]. 


Por eso es difícil mirar al futuro y vislumbrar un horizonte hacia el cual dirigirse. Por una parte, estamos tentados de exorcizar la vejez escondiendo las arrugas y fingiendo que somos siempre jóvenes, por otra, parece que no nos quedaría más que vivir sin ilusión, resignados a no tener ya “frutos para dar”.


El final de la actividad laboral y los hijos ya autónomos hacen disminuir los motivos por los que hemos gastado muchas de nuestras energías. La consciencia de que las fuerzas declinan o la aparición de una enfermedad pueden poner en crisis nuestras certezas. El mundo —con sus tiempos acelerados, ante los cuales nos cuesta mantener el paso— parece que no nos deja alternativa y nos lleva a interiorizar la idea del descarte. Esto es lo que lleva al orante del salmo a exclamar: «No me rechaces en mi ancianidad; no me abandones cuando me falten las fuerzas» (71,9).


Pero el mismo salmo —que descubre la presencia del Señor en las diferentes estaciones de la existencia— nos invita a seguir esperando. Al llegar la vejez y las canas, Él seguirá dándonos vida y no dejará que seamos derrotados por el mal. Confiando en Él, encontraremos la fuerza para alabarlo cada vez más (cf. vv. 14-20) y descubriremos que envejecer no implica solamente el deterioro natural del cuerpo o el ineludible pasar del tiempo, sino el don de una larga vida. ¡Envejecer no es una condena, es una bendición!


DEBEMOS APRENDER A LLEVAR UNA ANCIANIDAD ACTIVA TAMBIÉN DESDE EL PUNTO DE VISTA ESPIRITUAL


Por ello, debemos vigilar sobre nosotros mismos y aprender a llevar una ancianidad activa también desde el punto de vista espiritual, cultivando nuestra vida interior por medio de la lectura asidua de la Palabra de Dios, la oración cotidiana, la práctica de los sacramentos y la participación en la liturgia. 


Y, junto a la relación con Dios, las relaciones con los demás, sobre todo con la familia, los hijos, los nietos, a los que podemos ofrecer nuestro afecto lleno de atenciones; pero también con las personas pobres y afligidas, a las que podemos acercarnos con la ayuda concreta y con la oración. 


Todo esto nos ayudará a no sentirnos meros espectadores en el teatro del mundo, a no limitarnos a “balconear”, a mirar desde la ventana. Afinando, en cambio, nuestros sentidos para reconocer la presencia del Señor [2], seremos como “verdes olivos en la casa de Dios” (cf. Sal 52,10), y podremos ser una bendición para quienes viven a nuestro lado.


La ancianidad no es un tiempo inútil en el que nos hacemos a un lado, abandonando los remos en la barca, sino que es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro. «La sensibilidad especial de nosotros ancianos, de la edad anciana por las atenciones, los pensamientos y los afectos que nos hacen más humanos, debería volver a ser una vocación para muchos. Y será una elección de amor de los ancianos hacia las nuevas generaciones» [3]. Es nuestro aporte a la revolución de la ternura [4], una revolución espiritual y pacífica a la que los invito a ustedes, queridos abuelos y personas mayores, a ser protagonistas.


PODEMOS SER MAESTROS DE UNA FORMA DE VIVIR PACÍFICA Y ATENTA CON LOS MÁS DÉBILES 


El mundo vive un tiempo de dura prueba, marcado primero por la tempestad inesperada y furiosa de la pandemia, luego, por una guerra que afecta la paz y el desarrollo a escala mundial. No es casual que la guerra haya vuelto en Europa en el momento en que la generación que la vivió en el siglo pasado está desapareciendo. Y estas grandes crisis pueden volvernos insensibles al hecho de que hay otras “epidemias” y otras formas extendidas de violencia que amenazan a la familia humana y a nuestra casa común.


Frente a todo esto, necesitamos un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano. Y nosotros, abuelos y mayores, tenemos una gran responsabilidad: enseñar a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo a ver a los demás con la misma mirada comprensiva y tierna que dirigimos a nuestros nietos. 


Hemos afinado nuestra humanidad haciéndonos cargo de los demás, y hoy podemos ser maestros de una forma de vivir pacífica y atenta con los más débiles. Nuestra actitud tal vez pueda ser confundida con debilidad o sumisión, pero serán los mansos, no los agresivos ni los prevaricadores, los que heredarán la tierra (cf. Mt 5,5).


HOY PODEMOS SER MAESTROS DE UNA FORMA DE VIVIR PACÍFICA Y ATENTA CON LOS MÁS DÉBILES


Uno de los frutos que estamos llamados a dar es el de proteger el mundo. «Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos» [5]; pero hoy es el tiempo de tener sobre nuestras rodillas —con la ayuda concreta o al menos con la oración—, junto con los nuestros, a todos aquellos nietos atemorizados que aún no hemos conocido y que quizá huyen de la guerra o sufren por su causa. Llevemos en nuestro corazón —como hacía san José, padre tierno y solícito— a los pequeños de Ucrania, de Afganistán, de Sudán del Sur.


Muchos de nosotros hemos madurado una sabia y humilde conciencia, que el mundo tanto necesita. No nos salvamos solos, la felicidad es un pan que se come juntos. Testimoniémoslo a aquellos que se engañan pensando encontrar realización personal y éxito en el enfrentamiento. Todos, también los más débiles, pueden hacerlo. Incluso dejar que nos cuiden —a menudo personas que provienen de otros países— es un modo para decir que vivir juntos no sólo es posible, sino necesario.


Queridas abuelas y queridos abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este mundo nuestro estamos llamados a ser artífices de la revolución de la ternura. 


Hagámoslo, aprendiendo a utilizar cada vez más y mejor el instrumento más valioso que tenemos, y que es el más apropiado para nuestra edad: el de la oración. «Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración: cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios» [6]. 


ESTAMOS LLAMADOS A SER ARTÍFICES DE LA REVOLUCIÓN DE LA TERNURA 


Nuestra invocación confiada puede hacer mucho, puede acompañar el grito de dolor del que sufre y puede contribuir a cambiar los corazones. Podemos ser «el “coro” permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza sostienen a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida» [7].


Es por eso que la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores es una ocasión para decir una vez más, con alegría, que la Iglesia quiere festejar con aquellos a los que el Señor —como dice la Biblia— les ha concedido “una edad avanzada”. ¡Celebrémosla juntos! 


Los invito a anunciar esta Jornada en sus parroquias y comunidades, a ir a visitar a los ancianos que están más solos, en sus casas o en las residencias donde viven. Tratemos que nadie viva este día en soledad. Tener alguien a quien esperar puede cambiar el sentido de los días de quien ya no aguarda nada bueno del futuro; y de un primer encuentro puede nacer una nueva amistad. La visita a los ancianos que están solos es una obra de misericordia de nuestro tiempo.


LA VISITA A LOS ANCIANOS QUE ESTÁN SOLOS ES UNA OBRA DE MISERICORDIA DE NUESTRO TIEMPO


Pidamos a la Virgen, Madre de la Ternura, que nos haga a todos artífices de la revolución de la ternura, para liberar juntos al mundo de la sombra de la soledad y del demonio de la guerra.


Que mi Bendición, con la seguridad de mi cercanía afectuosa, llegue a todos ustedes y a sus seres queridos. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí.






25 de julio de 2022

SANTIAGO APOSTOL

 


Evangelio (Mt 20, 20-28)


Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición.


Él le preguntó: ¿Qué quieres?


Ella le dijo: Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.


Jesús respondió: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?


Podemos —le dijeron.


Él añadió: Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto por mi Padre.


Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos.


Pero Jesús les llamó y les dijo: Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.


Comentario para tu ORACION


El evangelio de hoy termina con una breve frase, con la que Jesús resume el sentido de su vida, su forma de ser y vivir: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos”.


A su vez, nos indica el sentido de la vida de cada cristiano. Hemos nacido para servir, para dar vida, para dar la vida. Si no vivimos al servicio de los demás, si los demás no están felices por nuestra presencia y nuestro actuar, entonces nuestra vida no tiene peso, consistencia.


Esta frase es el final de un diálogo entre Jesús y Juan y Santiago, iniciado por la madre de los dos hermanos. De camino a Jericó, pocos días antes de la entrada en Jerusalén, esta madre consigue estar a solas con Jesucristo. Se postra ante Él y le pide que sus hijos se sienten en su reino, uno a su derecha y el otro a su izquierda.


Jesús no responde con una negación, ni tampoco le recrimina que haya pedido de esa manera. Quizá porque aquella mujer, y sus hijos, desean la gloria. Lo hacen de una manera demasiado humana, pero es una buena petición. Esto es lo grandioso de Jesucristo: se mete en nuestros deseos, ilusiones, proyectos, peticiones, para purificarlos, llenarlos de su gloria, de su eternidad.


Jesús, dirigiéndose a Juan y Santiago, les responde: “No sabéis lo que pedís”; “No sois conscientes de lo que me estáis pidiendo realmente, de lo que esconde vuestro deseo”. Y inicia un diálogo para hacerles ver la profundidad de lo que desean: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?” “¿Queréis de verdad mi gloria? ¿Asumir lo que estoy a punto de asumir? ¿Sumergiros donde yo me voy a sumergir?”


Ellos responderán con cierta presunción: “Podemos”. Y ante esa respuesta, Jesucristo afirma sorprendentemente: “Beberéis mi cáliz”.


Jesús ha sabido meter a estos dos hermanos en un camino de oración. Lo importante de nuestra oración no es tanto qué quiero yo, sino qué quiere Jesús de mí. A Jesús le importa nuestra vida y nos pregunta: ¿qué queréis de mí? Para, así, desde nuestros deseos llevarnos a su querer, a sus deseos más profundos.


La oración es así un encuentro con Jesucristo que nos cambia el paso, nos lleva más allá de nosotros mismos. Él nos mete en su corazón, en sus deseos, en sus ilusiones. Cada día nos pregunta: “¿Quieres saber qué llevo en mi corazón, cuáles son mis deseos?”


Y nos habla de sus deseos de servir, de darse a los demás con alegría, con libertad. Porque la libertad no consiste en otra cosa que en vivir la propia vida como un regalo. Solo quien posee algo lo puede regalar, solo somos libres cuando nos regalamos a los demás, cuando les damos nuestra vida. Así es la personalidad de Jesucristo, libre. Y nos da su personalidad para que seamos libres.


Aquellos hermanos responderán que sí. Aunque luego, cuando llegue la hora de Jesucristo, la hora de beber el cáliz, la hora de Getsemaní y de la Cruz, se vendrán abajo. Todavía les queda aprender que no lo pueden hacer con sus solas fuerzas, desde ellos mismos. Que necesitan la fuerza del Resucitado. Una fuerza que nunca les faltará.


Jesús también nos habla a nosotros, nos mira ilusionado ante nuestros deseos de estar con Él, de entregarle nuestra vida, y nos confirma que Él está siempre con nosotros para poder beber su cáliz, para poder entregarnos realmente, para poder dar vida a nuestro alrededor.

24 de julio de 2022

PADRE NUESTRO QUE ESTAS EN LOS CIELOS


 


Evangelio (Lc 11,1-13)


Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:


— Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.


Él les respondió:


— Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino; sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos pongas en tentación.


Y les dijo:


— ¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a medianoche y le diga: «Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle», le responderá desde dentro: «No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos»? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.


Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.


¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?


Comentario


A san Josemaría le conmovía la escena que nos narra este pasaje del Evangelio: “Jesús convive con sus discípulos, los conoce, contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el Rabbí, el Maestro que habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a la vez asequible, cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se encontraban cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando Jesús vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit et Ioannes discipulos suos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”[1]. ¿Cómo se notaría la intensidad de la oración de Jesús que los discípulos se sienten atraídos, pero no quieren molestar?


Jesús responde con naturalidad, enseñándoles con sencillez a unirse a su oración: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino” (v. 2). Lo primero, es dirigirse a Dios como “Padre” porque somos hijos de Dios. La consideración de nuestra filiación divina establece el tono apropiado a la oración, que no es otra cosa que un diálogo confiado de un hijo con un padre que lo ama con ternura.


Jesús, el Hijo que habla con su Padre, comparte con sus discípulos y con nosotros, los sentimientos que lleva en lo más profundo de su corazón y que son el tema de su oración y de la nuestra. Primero, “santificado sea tu Nombre”. Dios no necesita que se lo recordemos, pero a nosotros nos viene muy bien reconocerlo, para no olvidarnos de donde está la fuente y el origen de toda santidad. Después añade “venga tu Reino”, esto es, el deseo de que Dios reine en todas las almas para que sean felices y se salven. También en este caso, Él es el primer interesado en que esto sea una realidad, pero cuenta con nuestra insistencia y con que pongamos los medios para ayudarle a reinar en todos los corazones y en el mundo.


Sugiere, a continuación, realizar tres peticiones para implorar lo que más necesitamos para el presente, relativo al pasado y en orden al futuro.


Primero: “Sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano” (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada jornada, la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de la miseria (cfr. Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se pide aquí no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin la cual no podemos vivir como verdaderos cristianos. La Iglesia nos lo ofrece diariamente en la Santa Misa, ¡ojalá aprendiéramos a valorarlo y a encontrar ahí la fortaleza para todo nuestro día!


En la segunda petición de esta serie, “perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe” (v. 4), imploramos que descargue nuestra conciencia de todo lo que la oprime. El Señor sabe que somos débiles. Por eso nos invita a ser sencillos para reconocer nuestros errores, limitaciones y pecados, a pedir perdón, y a desagraviar por ellos con mucho amor.


Por último, Jesús nos sugiere pedir a Dios que no nos ponga en tentación (cfr. v. 4). ¿Qué queremos decir exactamente al realizar esa petición? Es como un desahogo filial de un hijo que abre su corazón al Padre. Benedicto XVI comenta que en esa petición decimos a Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si –como en el caso de Job– das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí (…) Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: ‘Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella’ (1Co 10, 13)”[2].


1. Jesús nos enseña a dirigirnos a Dios como Padre


Con el Padre Nuestro, Jesucristo nos enseña a dirigirnos a Dios como Padre: «Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado: “La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre” (Tertuliano, De oratione , 3)» (Catecismo, 2779).


Al enseñar el Padre Nuestro, Jesús descubre también a sus discípulos que ellos han sido hecho partícipes de su condición de Hijo: «Mediante la Revelación de esta oración, los discípulos descubren una especial participación de ellos en la filiación divina, de la cual San Juan dirá en el Prólogo de su Evangelio: “A cuantos lo han acogido (es decir, a cuantos han acogido al Verbo hecho carne), Jesús ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Por eso, con razón rezan según su enseñanza: Padre Nuestro » [1].


Jesucristo siempre distingue entre «Padre mío» y «Padre vuestro» (cfr. Jn 20, 17). De hecho, cuando Él reza nunca dice «Padre nuestro». Esto muestra que su relación con Dios es totalmente singular: es una relación suya y de nadie más. Con la oración del Padre Nuestro, Jesús quiere hacer conscientes a sus discípulos de su condición de hijos de Dios, indicando al mismo tiempo la diferencia que hay entre su filiación natural y nuestra filiación divina adoptiva, recibida como don gratuito de Dios.


La oración del cristiano es la oración de un hijo de Dios que se dirige a su Padre Dios con confianza filial, la cual «se expresa en las liturgias de Oriente y de Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana: “parrhesia” , simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado (cfr. Ef 3, 12; Hb 3, 6; 4, 16; 10, 19; 1 Jn 2, 28; 3, 21; 5, 14)» (Catecismo, 2778). El vocablo “parrhesia” indica originalmente el privilegio de la libertad de palabra del ciudadano griego en las asambleas populares, y fue adoptado por los Padres de la Iglesia para expresar el comportamiento filial del cristiano ante su Padre Dios.


2. Filiación divina y fraternidad cristiana


Al llamar a Dios Padre Nuestro, reconocemos que la filiación divina nos une a Cristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29), por medio de una verdadera fraternidad sobrenatural. La Iglesia es esta nueva comunión de Dios y de los hombres (cfr. Catecismo, 2790).


Por ello, la santidad cristiana, aun siendo personal e individual, nunca es individualista o egocéntrica: «Si recitamos en verdad el “Padre Nuestro”, salimos del individualismo, porque de él nos libera el Amor que recibimos. El adjetivo “nuestro” al comienzo de la Oración del Señor, así como el “nosotros” de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en verdad (cfr. Mt 5, 23-24; 6, 14-16), debemos superar nuestras divisiones y los conflictos entre nosotros» (Catecismo, 2792).


La fraternidad que establece la filiación divina se extiende también a todos los hombres, porque en cierto modo todos son hijos de Dios —criaturas suyas— y están llamados a la santidad: «No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios» [2] . Por ello, el cristiano ha de sentirse solidario en la tarea de conducir toda la humanidad hacia Dios.


La filiación divina nos impulsa al apostolado, que es una manifestación necesaria de filiación y de fraternidad: «Piensa en los demás —antes que nada, en los que están a tu lado— como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso. Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota» [3].


3. El sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual


Cuando se vive con intensidad la filiación divina, ésta llega a ser «una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» [4]. Es una realidad para ser vivida siempre, no sólo en circunstancias particulares de la vida: «No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad» [5].


San Josemaría enseña que el sentido o conciencia vivida de la filiación divina «es el fundamento del espíritu del Opus Dei. Todos los hombres son hijos de Dios. Pero un hijo puede reaccionar, frente a su padre, de muchas maneras. Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!» [6].


La alegría cristiana hunde sus raíces en el sentido de la filiación divina: «La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona» [7]. En la predicación de San Josemaría se refleja muy frecuentemente que su alegría brotaba de la consideración de esta realidad: «Por motivos que no son del caso —pero que bien conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario—, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía (...). A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad» [8].


Una de las cuestiones más delicadas que el hombre se plantea cuando medita sobre la filiación divina es el problema del mal. Muchos no aciertan a congeniar la experiencia del mal en el mundo con la certeza de fe de la infinita bondad divina. Sin embargo, los santos enseñan que todo lo que acontece en la vida humana ha de ser considerado como un bien, porque han comprendido profundamente la relación entre la filiación divina y la Santa Cruz. Es lo que expresan, por ejemplo, unas palabras de Santo Tomás Moro a su hija mayor, cuando estaba encarcelado de la Torre de Londres: «Hija mía queridísima, nunca se perturbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo. Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy seguro de que sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor» [9]. Y lo mismo enseña San Josemaría en relación con situaciones menos dramáticas, pero en las que un alma cristiana puede pasarlo mal y desconcertarse: «¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?… ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios…, y Él es bueno…, y Él te ama -¡a ti solo!- más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?» [10].


Para San Josemaría, la filiación divina no es una realidad dulzona, ajena al sufrimiento y al dolor. Por el contrario, afirma que esta realidad está intrinsecamente ligada a la Cruz, presente de modo inevitable en todos los que quieran seguir de cerca a Cristo: «Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como Él, podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi , Abba, Pater,...fiat! » [11].


Otra consecuencia importante del sentido de la filiación divina es el abandono filial en las manos de Dios, que no se debe tanto a la lucha ascética personal —aunque ésta se presupone— cuanto a un dejarse llevar por Dios, y por ello se habla de abandono. Se trata de un abandono activo, libre y consciente por parte del hijo. Esta actitud ha dado origen a un modo concreto de vivir la filiación divina —que no es el único, ni es camino obligatorio para todos—, llamado «infancia espiritual»: consiste en reconocerse no sólo hijo, sino hijo pequeño, niño muy necesitado delante de Dios. Así lo expresa San Francisco de Sales: « Si no os hacéis sencillos como niños, no entraréis en el reino de mi Padre (Mt 10, 16). En tanto que el niño es pequeñito, se conserva en gran sencillez; conoce sólo a su madre; tiene un solo amor, su madre; una única aspiración, el regazo de su madre; no desea otra cosa que recostarse en tan amable descanso. El alma perfectamente sencilla sólo tiene un amor, Dios; y en este único amor, una sola aspiración, reposar en el pecho del Padre celestial, y aquí establecer su descanso, como hijo amoroso, dejando completamente todo cuidado a Él, no mirando otra cosa sino a permanecer en esta santa confianza» [12]. Por su parte, San Josemaría también aconsejaba recorrer la senda de la infancia espiritual: «Siendo niños no tendréis penas: los niños olvidan en seguida los disgustos para volver a sus juegos ordinarios. —Por eso, con el abandono, no habréis de preocuparos, ya que descansaréis en el Padre» [13].


4. Las siete peticiones del Padre Nuestro


En la oración del Señor, a la invocación inicial: «Padre Nuestro, que estás en el Cielo», siguen siete peticiones. «Las tres primeras peticiones tienen por objeto la Gloria del Padre: la santificación del nombre, la venida del reino y el cumplimiento de la voluntad divina. Las otras cuatro presentan al Padre nuestros deseos: estas peticiones conciernen a nuestra vida para alimentarla o para curarla del pecado y se refieren a nuestro combate por la victoria del Bien sobre el Mal» ( Catecismo , 2857).


El Padre Nuestro es el modelo de toda oración, como enseña Santo Tomás de Aquino: «La oración dominical es la más perfecta de las Oraciones... En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad» [14].


Primera petición: Santificado sea tu nombre


La santidad de Dios no puede ser acrecentada por ninguna criatura. Por ello, «el término “santificar” debe entenderse aquí (…), no en su sentido causativo (sólo Dios santifica, hace santo), sino sobre todo en un sentido estimativo: reconocer como santo, tratar de una manera santa (…). Desde la primera petición a nuestro Padre, estamos sumergidos en el misterio íntimo de su Divinidad y en el drama de la salvación de nuestra humanidad. Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en “el benévolo designio que él se propuso de antemano” para que nosotros seamos “santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (cfr. Ef 1, 9.4)» ( Catecismo , 2807). Así pues, la exigencia de la primera petición es que la santidad divina resplandezca y se acreciente en nuestras vidas: «¿Quién podría santificar a Dios puesto que Él santifica? Inspirándonos nosotros en estas palabras “Sed santos porque yo soy santo” (Lv 20, 26), pedimos que, santificados por el bautismo, perseveremos en lo que hemos comenzado a ser. Y lo pedimos todos los días porque faltamos diariamente y debemos purificar nuestros pecados por una santificación incesante... Recurrimos, por tanto, a la oración para que esta santidad permanezca en nosotros» [15].


Segunda petición: Venga a nosotros tu reino


La segunda petición expresa la esperanza de que llegue un tiempo nuevo en que Dios sea reconocido por todos como Rey que colmará de beneficios a sus súbditos: «Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20) (…). En la oración del Señor se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cfr. Tt 2, 13)» ( Catecismo , 2817-2818). Por otra parte, el Reino de Dios ha sido ya incoado en este mundo con la primera venida de Cristo y el envío del Espíritu Santo: «“El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre “la carne” y el Espíritu (cfr. Ga 5, 16-25): “Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: ‘¡Venga a nosotros tu Reino!’. Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: ‘Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal’ (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: ‘¡Venga tu Reino!’ ” (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicæ , 5, 13)» ( Catecismo , 2819). En definitiva, en la segunda petición manifestamos el deseo de que Dios reine actualmente en nosotros por la gracia, de que su Reino en la tierra se extienda cada día más, y de que al fin de los tiempos Él reine plenamente sobre todos en el Cielo.


Tercera petición: Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo


La voluntad de Dios es que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 3-4). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los Cielos, no mediante palabras, sino «haciendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21). Por ello, aquí «pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (cfr. Jn 8, 29)» ( Catecismo , 2825). Como afirma un Padre de la Iglesia, cuando rogamos en el Padre Nuestro hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo , no lo pedimos «en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere» [16]. Por otro lado, la expresión en la tierra como en el Cielo manifiesta que en esta petición anhelamos que, como se ha cumplido la voluntad de Dios en los ángeles y en los bienaventurados del Cielo, así se cumpla en los que aún permanecemos en la tierra.


Cuarta petición: Danos hoy nuestro pan de cada día


Esta petición expresa el abandono filial de los hijos de Dios, pues «el Padre que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella, todos los bienes convenientes, materiales y espirituales» ( Catecismo , 2830). El sentido cristiano de esta cuarta petición «se refiere al Pan de la Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía (cfr. Jn 6, 26-58)» ( Catecismo , 2835). La expresión de cada día , «tomada en un sentido temporal, es una repetición de “hoy” (cfr. Ex 16, 19-21) para confirmarnos en una confianza “sin reserva”. Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cfr. 1Tm 6, 8)» ( Catecismo , 2837).


Quinta petición: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden


En esta nueva petición comenzamos reconociendo nuestra condición de pecadores: «Nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32), y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cfr. Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia» ( Catecismo , 2839). Pero esta petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia: perdonar nosotros a los que nos ofenden. Y la razón es la siguiente: «Este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano y a la hermana a quienes vemos (cfr. 1Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre» ( Catecismo , 2840).


Sexta petición: No nos dejes caer en la tentación


Esta petición está relacionada con la anterior, porque el pecado es consecuencia del libre consentimiento a la tentación. Por eso, ahora «pedimos a nuestro Padre que no nos “deje caer” en ella (…). Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate “entre la carne y el Espíritu”. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza» ( Catecismo , 2846). Dios nos da siempre su gracia para vencer en las tentaciones: «Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito» (1Co 10, 13), pero para vencer siempre a las tentaciones es necesario rezar: «Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cfr. Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (cfr. Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. (…). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela” (Ap 16, 15)» ( Catecismo , 2849).


Séptima petición: Y líbranos del mal


La última petición está contenida en la oración sacerdotal de Jesús a su Padre: «No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno» (1Jn 17, 15). En efecto, en esta petición, «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El “diablo” [“dia-bolos”] es aquel que “se atraviesa” en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo» ( Catecismo , 2851). Además, «al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador» ( Catecismo , 2854), especialmente del pecado, el único verdadero mal [17], y de su pena, que es la eterna condenación. Los otros males y tribulaciones pueden convertirse en bienes, si los aceptamos y los unimos a los padecimientos de Cristo en la Cruz.