"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de octubre de 2024

EN LAS MANOS DE DIOS

 



Evangelio (Lc 13, 31-35)


En aquel momento se acercaron algunos fariseos diciéndole:


—Sal y aléjate de aquí, porque Herodes te quiere matar.


Y les dijo:


—Id a decir a ese zorro: «Mira: expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día acabo. Pero es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén».


»¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste. Mirad que vuestra casa se os va a quedar desierta. Os aseguro que no me veréis hasta que llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor.


PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS se dirige hacia Jerusalén y, a lo largo del camino, va recorriendo ciudades y aldeas para predicar. Se encuentra en el territorio bajo la jurisdicción de Herodes Antipas, y algunos fariseos le advierten de que corre peligro: según le dicen, el tetrarca desearía matarlo. No sabemos si estos fariseos eran bienintencionados o si usaban una estratagema para alejar a Jesús de aquellas tierras. En cualquier caso, la respuesta del Señor está llena de firmeza: «Es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33).


Sin dejarse intimidar por la amenaza de Herodes –al que llama «zorro» para poner de relieve que era un personaje astuto y engañoso–, Jesús manifiesta que seguirá enseñando la verdad y librando a las personas del mal físico y moral, para así cumplir la misión que Dios Padre le ha encomendado. Las incomprensiones, dificultades y peligros que encuentra no le echan atrás. Y tampoco actúa según cálculos humanos, por ejemplo midiendo las posibilidades de éxito de su mensaje. Lo que le mueve es la confianza en su Padre y la total identificación con sus designios de amor a la humanidad.


En nuestra vida también podemos encontrarnos a veces en situaciones difíciles o problemáticas, en las que se nos hace más arduo actuar como Dios quiere: de acuerdo a la verdad, la justicia o la caridad. Esos momentos son una llamada a identificarnos de un modo más profundo y auténtico con la voluntad divina; a crecer en nuestra confianza en el Señor, considerando que el plan que vivimos con Dios es más grande que los obstáculos y peligros que hallaremos. Podemos seguir adelante con fe, sabiendo que el cumplimiento de nuestra misión no depende solo de factores humanos, sino que sobre todo está en las manos de Dios. «Sin el Señor no podrás dar un paso seguro –escribe san Josemaría–. Esta certeza de que necesitas su ayuda, te llevará a unirte más a él, con recia confianza, perseverante, ungida de alegría y de paz, aunque el camino se haga áspero y pendiente»[1].


«¡JERUSALÉN, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste» (Lc 13,34). El lamento de Jesús por Jerusalén muestra de modo expresivo su profundo amor y el deseo de proteger a su pueblo. La referencia a los profetas nos recuerda que, en toda la historia de la salvación, Dios ha buscado una vez y otra a su pueblo, sin cansarse de perdonarlo cuando Israel se había alejado. Con el mismo cariño paterno y materno desea el Señor que nos acerquemos a él, que vivamos continuamente bajo su protección, que nos dejemos encontrar de nuevo cuando lo hayamos abandonado.


En sus palabras, percibimos el dolor de Jesús ante la negativa de Jerusalén a aceptar su amor y protección. El Señor no quiere imponerse. Prefiere respetar delicadamente la libertad humana, y acepta el rechazo, aunque le duelan las consecuencias que trae vivir de espaldas a Dios: «Mirad que vuestra casa se os va a quedar desierta» (Lc 13,35), les advierte. Vacío, oscuridad y frío es lo que produce la ausencia de Dios en el corazón humano, aunque los hombres a veces seamos capaces de ir pasando la vida centrando nuestra atención en intereses y distracciones que rehúyen lo fundamental.


El Señor se acerca a la Ciudad Santa como rey de paz, como el mediador que busca reconciliar a su pueblo con el Padre. No acude a juzgar, sino a salvar. «No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad –señala san Josemaría–: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría. Si reconocemos esta maravillosa relación del Señor con sus hijos, se cambiarán necesariamente nuestros corazones, y nos haremos cargo de que ante nuestros ojos se abre un panorama absolutamente nuevo, lleno de relieve, de hondura y de luz»[2].


LOS CRISTIANOS tenemos un vínculo especial con Jerusalén, la Ciudad Santa. Nos sentimos espiritualmente peregrinos en la tierra donde se realizó nuestra reconciliación con Dios y que antes «fue el lugar histórico de la revelación bíblica de Dios, el punto donde más que en cualquier otro lugar se establece el diálogo entre Dios y los hombres, como si fuese el punto de encuentro entre el cielo y la tierra»[3]. Jerusalén fue testigo de muchos milagros y discursos de Jesús. Allí fue donde nació la primera comunidad cristiana, a pesar de que las circunstancias externas no fueran siempre favorables. «Jerusalén se levanta, a los ojos de la fe, entre la trascendencia infinita de Dios y la realidad del ser creado, como símbolo de encuentro, de unión y de paz para toda la familia humana. La Ciudad Santa encierra, pues, una profunda invitación a la paz, dirigida a toda la humanidad, y en particular a los adoradores del Dios único y grande, Padre misericordioso de los pueblos. Pero, por desgracia, hay que reconocer que Jerusalén está siendo motivo de persistente rivalidad, de violencia y de reivindicaciones exclusivistas»[4].


Contemplar a Jesús que se duele de la dureza del corazón humano mientras se dirige a Jerusalén nos invita a identificarnos con sus sentimientos de compasión, con su sed de paz y justicia para todos los hombres. Como nos piden desde hace décadas los sucesivos Papas, podemos rezar hoy en particular por la reconciliación en Tierra Santa. «Por ustedes y con ustedes rezo –escribía el Papa a los católicos que habitan allí–: “Señor, que eres nuestra paz (cfr. Ef 2,14-22), tú que has proclamado bienaventurados a los que trabajan por la paz (cfr. Mt 5,9), libera el corazón del hombre del odio, de la violencia y de la venganza. Nosotros te contemplamos y te seguimos a ti, que perdonas, que eres manso y humilde de corazón (cfr. Mt 11,29). Haz que nadie nos robe del corazón la esperanza de ponernos en pie y de resucitar contigo, haz que no nos cansemos de afirmar la dignidad de todo hombre, sin distinción de religión, etnia o nacionalidad, empezando por los más frágiles, por las mujeres, los ancianos, los pequeños y los pobres”. Hermanos y hermanas, quisiera decirles que no están solos y no los dejaremos solos, sino que permaneceremos solidarios con ustedes a través de la oración y la caridad activa»[5]. 

Podemos terminar nuestra oración pidiendo a la Virgen María que conceda el don de la paz a la Tierra Santa y al mundo entero: «Santa María es –así la invoca la Iglesia– la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: “Regina pacis, ora pro nobis!”»[6].





Siempre abierto a los demás



 Evangelio (Lc 13, 22-30)


Y recorría ciudades y aldeas enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén.


Y uno le dijo:


—Señor, ¿son pocos los que se salvan?


Él les contestó:


—Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Una vez que el dueño de la casa haya entrado y haya cerrado la puerta, os quedaréis fuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”. Y os responderá: “No sé de dónde sois”. Entonces empezaréis a decir: “Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas”. Y os dirá: “No sé de dónde sois; apartaos de mí todos los servidores de la iniquidad. Allí habrá llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera. Y vendrán de oriente y de occidente y del norte y del sur y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. Pues hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.



PARA TU RATO DE ORACION 



UN DÍA, mientras «recorría Jesús ciudades y aldeas enseñando, camino de Jerusalén, uno le dijo: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”» (Lc 13,22-23). La pregunta, así formulada, deja entrever un poso de desesperanza. Contiene una sospecha de fondo que, en cierto sentido, todos compartimos: ¿la salvación es solo para unos privilegiados? ¿Estaré yo entre ellos? ¿Lo que realizo es suficiente para entrar en el Reino de Dios? Cristo parece captar ese matiz. Pero su respuesta, lejos de tranquilizarnos, confirma nuestra preocupación: «Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán» (Lc 13,24). El Señor afirma que la salvación implica esfuerzo y, al mismo tiempo, expresa que no basta el solo empeño personal: muchos lo intentarán, pero no podrán. El Señor, que «quiere que todos los hombres se salven» (1Tm 2,4), nos advierte de que solo con las obras buenas no merecemos el cielo, don concedido a quienes corresponden a la gracia.


¿En qué consiste, por tanto, el camino de la salvación? Jesús no lo dice explícitamente en este pasaje, pero sí que señala algunas pistas sobre lo que no es suficiente. «Una vez que el dueño de la casa haya entrado y haya cerrado la puerta, os quedaréis fuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”. Y os responderá: “No sé de dónde sois”. Entonces empezaréis a decir: “Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas”. Y os dirá: “No sé de dónde sois”» (Lc 13,25-27).


Con esta imagen, Jesús muestra que no basta conocerle de manera superficial, poseer una vaga noción de su persona y de su enseñanza, para llegar al cielo. De algún modo nos invita a tener un trato personal con él, a llevar una vida de oración, a salir del anonimato de la muchedumbre para ser discípulos suyos. «En este esfuerzo por identificarse con Cristo –afirmaba san Josemaría–, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos»[1].


«HABRÁ llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera» (Lc 13,28). Jesús continúa su discurso. Pero en estas palabras, que pueden sonarnos duras y negativas, advertimos una gran nota de esperanza, porque el Señor habla de personas que han entrado por la puerta angosta y se han salvado. Y no se trata de figuras totalmente extrañas. Gracias a las Escrituras conocemos sus historias, y podemos comprobar que no eran impecables. Tenían debilidades y defectos, como los tenemos también nosotros. Por tanto, Jesús nos hace ver que la fragilidad no es un obstáculo que nos cierra las puertas del cielo.


«Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas –escribe san Pablo–, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,9-10). El testimonio de las personas que nos han precedido nos indica cómo es el camino hacia la santidad: no consiste en llevar una existencia sin tacha, sino en dejar que la misericordia divina ilumine nuestra lucha por identificarnos cada vez más con Jesús. Al fin y al cabo, es él quien comprende «nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día»[2].


Ciertamente, para acoger esa misericordia es preciso admitir nuestras faltas. «Para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5,20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado»[3]. El reconocimiento sencillo de nuestra fragilidad conmueve a Jesús, y hace que se acerque a nosotros cuando más lo necesitemos.


AL FINAL del pasaje, Jesús no ha satisfecho nuestra curiosidad: no ha dicho si serán muchos o pocos los que se salven. Sin embargo, ha dejado más bien claro que la salvación requiere un esfuerzo, pero que ese esfuerzo está al alcance de todos. Los criterios para llegar al cielo son los mismos para todos. Por eso «vendrán de oriente y de occidente y del norte y del sur y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios» (Lc 13,29).


La puerta del cielo, la santidad, aunque angosta, está abierta para todos, sin distinciones. «Jesús no excluye a nadie. Tal vez alguno de vosotros podrá decirme: “Pero, Padre, seguramente yo estoy excluido, porque soy un gran pecador: he hecho cosas malas, he hecho muchas de estas cosas en la vida”. ¡No, no estás excluido! Precisamente por esto eres el preferido, porque Jesús prefiere al pecador, siempre, para perdonarle, para amarle. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo: él te espera»[4].


Dios cuenta con cada uno de nosotros para difundir a todos los hombres esa llamada universal a la santidad. «Quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas. Cada uno ha de crear –y de ensanchar– un círculo de amigos, sobre el que influya con su prestigio profesional, con su conducta, con su amistad, procurando que Cristo influya por medio de ese prestigio profesional, de esa conducta, de esa amistad»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que nos dé un corazón como el de su hijo, siempre abierto a las personas que lo necesitan.

29 de octubre de 2024

DIOS ACTUA EN LO PEQUEÑO



 Evangelio (Lc 13 18-21)


Y decía:


—¿A qué se parece el reino de Dios y con que lo compararé? Es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto y creció y llegó a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas.


—Y dijo también:


—¿Con qué compararé el Reino de Dios? Es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo.



PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS vino a revelarnos la vida íntima de Dios y su proyecto de salvación. Pero, ¿cómo explicar con palabras la grandeza del amor que quiere darnos? Por eso el Señor, durante su ministerio público, sintió la necesidad de encontrar imágenes que iluminaran su enseñanza: «¿A qué se parece el Reino de Dios y con qué lo compararé?» (Lc 13,18), se preguntaba.


Eligiendo imágenes de la vida cotidiana, Jesús quiere introducirnos en ese misterio por un camino que nos es familiar. En esos ejemplos vislumbramos algo de la acción de Dios en nuestras almas y en la historia. El Reino de Dios «es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto, y creció y llegó a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas». También «es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo» (Lc 13,19.21).


El grano de mostaza y la levadura nos hablan de pequeñez y discreción. Dios actúa de un modo a menudo desapercibido, pero siempre eficaz. Para reconocer esta omnipotencia suya, humilde y oculta, es necesario fijarse en lo que no llama la atención. A veces puede no resultar sencillo, pues nuestros días están llenos de actividades que requieren buena parte de nuestra concentración y podemos no percibir la acción del Señor. En esas circunstancias, sin embargo, «Dios está obrando, como una pequeña semilla buena que silenciosa y lentamente germina. Y, poco a poco, se convierte en un árbol frondoso que da vida y repara a todos. También la semilla de nuestras buenas obras puede parecer poca cosa; mas todo lo que es bueno pertenece a Dios y, por tanto, humilde y lentamente, da fruto. El bien –recordémoslo– crece siempre de modo humilde, de modo escondido, a menudo invisible»[1].


AL HABLAR del grano de mostaza, Jesús está describiendo también a sus discípulos cómo será su Iglesia en el mundo: «Quiso el Señor con esto dar una prueba de su grandeza. Pues así exactamente sucederá con la predicación del reino de Dios. Y, en verdad, los más débiles, los más pequeños entre los hombres, eran los discípulos del Señor; pero como había en ellos una fuerza grande, se desplegó y se difundió por todo el mundo»[2]. La evangelización y la extensión del reino de Cristo es una obra que parte de lo pequeño. Esto es lo que ocurre también con cada cristiano. Podemos pensar en cada uno de nosotros como un grano de mostaza arrojado en el terreno de nuestro entorno laboral y familiar. A fuerza de pequeños actos de amor, podemos convertirnos en refugio de muchos pájaros del cielo que vendrán a anidar en nuestras ramas.


Esta realidad nos puede llenar de esperanza y optimismo cuando creemos que es difícil extender el reino de Dios por todo el mundo. Quizá «nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría»[3]. Sin embargo, sabemos que basta un poco de levadura para fermentar toda la masa. Tenemos la seguridad «de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación»[4]. La historia de la Iglesia comenzó con unas pocas personas sin muchos talentos pero con la gracia de haber visto a Jesús resucitado y de haber recibido el Espíritu Santo. Otros sí tenían más condiciones o medios a su alcance, como muestran las cartas de san Pablo al hablar de las primeras comunidades cristianas. En cualquier caso, la fuerza de la fe hecha vida llevó a unos y otros a llegar hasta los confines del mundo conocido y hasta los distintos estratos de la sociedad. Y es de ese modo como también nosotros podemos llegar a todas las personas que nos rodean.


LA LEVADURA actúa como una fuerza oculta y misteriosa. San Josemaría describía así la escena del pan casero: «En tantos sitios –quizá lo habéis presenciado– la preparación de la hornada es una verdadera ceremonia, que obtiene un producto estupendo, sabroso, que entra por los ojos. Escogen harina buena; si pueden, de la mejor clase. Trabajan la masa en la artesa, para mezclarla con el fermento, en una larga y paciente labor. Después, un tiempo de reposo, imprescindible para que la levadura complete su misión, hinchando la pasta. Mientras tanto, arde el fuego del horno, animado por la leña que se consume. Y esa masa, metida al calor de la lumbre, proporciona ese pan tierno, esponjoso, de gran calidad. Un resultado imposible de alcanzar sin la intervención de la levadura –poca cantidad–, que se ha diluido, desapareciendo entre los demás elementos en una labor eficiente, que pasa inadvertida»[5].


En el silencio de nuestra oración, y también en medio de nuestra jornada, podemos dejar que la palabra de Dios entre como una pizca de levadura. Así, poco a poco, puede actuar en nuestro corazón y en nuestras acciones, transformando nuestra vida en pan bueno y apetitoso. Quizá nos haya ocurrido que, al leer la Sagrada Escritura, resuene en nuestra alma un versículo, una imagen o una frase. En esos casos, podemos custodiar esa palabra, mezclándola con nuestra vida cotidiana para que la fermente y la divinice. «La Biblia nos advierte que la voz de Dios resuena en la calma, en la atención, en el silencio. (...) No es simplemente un texto que hay que leer, la Palabra de Dios es una presencia viva, es una obra del Espíritu Santo que conforta, instruye, da luz, fuerza, descanso y gusto por vivir. Leer la Biblia, leer un fragmento, uno o dos fragmentos de la Biblia, son como pequeños telegramas de Dios que te llegan enseguida al corazón»[6]. En la parábola de la levadura también aparece una mujer. Podemos pensar que, en el fondo, esta mujer es María, que trabaja siempre para esconder la levadura de Cristo en el corazón de sus hijos, para hacer crecer y madurar nuestras vidas.

28 de octubre de 2024

Santos Simón y Judas Apóstoles

 



Evangelio (Lc 6, 12-19)



“En aquellos días salió al monte a orar y pasó toda la noche en oración a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y de entre ellos eligió a doce, a los que denominó apóstoles: a Simón, a quien también llamó Pedro, y a su hermano Andrés, a Santiago y a Juan, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago de Alfeo, a Simón, llamado Zelotes, a Judas de Santiago y a Judas Iscariote, que fue el traidor”.



PARA TU RATO DE ORACION 



CELEBRAMOS hoy la fiesta de los apóstoles Simón y Judas Tadeo, que comparten fecha en el calendario porque en el Nuevo Testamento siempre se les nombra juntos cuando se cita el elenco de los Doce. Además, según algunas tradiciones antiguas, los dos habrían predicado y recibido el martirio en Mesopotamia, una región del Oriente Próximo situada entre los ríos Tigris y Éufrates, que coincide con algunas áreas del actual Irak y Siria.


El Evangelio de San Lucas nos dice de Simón que era llamado «Zelotes» (Lc 6,15), palabra que en arameo significaba literalmente ‘celoso’, ‘apasionado’. También se usaba para designar a quienes pertenecían o simpatizaban con un movimiento, por entonces en boga en Israel, que se oponía a la dominación romana alentando al impago de los impuestos y promoviendo distintos tipos de revueltas. Es muy posible que Simón compartiera las ideas de este grupo. Su sobrenombre indica que se distinguía «por un celo ardiente por la identidad judía y, consiguientemente, por Dios, por su pueblo y por la Ley divina. Si es así, Simón está en las antípodas de Mateo que, por el contrario, como publicano procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales y religiosos, sin exclusiones. A él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas»[1].


Los apóstoles, con sus diferencias, sabían convivir juntos porque tenían en Jesús el motivo de su cohesión: en él todos se encontraban unidos. «Esto constituye claramente una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a poner de relieve las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que en Jesucristo se nos da la fuerza para superar nuestros conflictos»[2]. Por eso el prelado del Opus Dei invita a vivir una fraternidad cristiana que evite las «discriminaciones en las relaciones con unos y otros, que podrían surgir al constatar las diferencias. En realidad, tantas veces esa diversidad es una riqueza de caracteres, sensibilidades, aficiones, etc». La figura de san Simón nos muestra que es posible querer a los demás por encima de la simpatía o antipatía natural, amándonos «unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].


SAN JUDAS Tadeo, cuyo apelativo significa ‘magnánimo’, hizo una pregunta a Jesús durante la Última Cena: «¿Qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?» (Jn 14,22). Es una cuestión que también podríamos plantearnos hoy: ¿Por qué el Señor no se manifestó resucitado de un modo más espectacular? ¿Por qué no se mostró victorioso ante sus adversarios? ¿Por qué solamente eligió a un número reducido de discípulos para que fueran testimonios de su resurrección?


La respuesta de Jesús, aunque a primera vista pueda parecer desconcertante, nos introduce en el misterio de la relación de Dios con los hombres, así como en el significado más profundo de su muerte y resurrección: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). En cambio, añade el Señor, «el que no me ama no guarda mis palabras» (Jn 14,24). «Esto quiere decir que al Resucitado hay que verlo y percibirlo también con el corazón, de manera que Dios pueda poner su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por eso su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Solo así vemos al Resucitado»[4].


A veces quizá nos gustaría que Jesús interviniera de una manera más visible o inmediata en nuestra vida, así como en los grandes acontecimientos que marcan la historia del mundo. De hecho, podría hacerlo, como tuvo oportunidad en su paso por la tierra. Sin embargo, no es este el modo de proceder de Dios. Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, se presenta a la vez luminoso y discreto, interpelando nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de abrirnos y de reconocerle en aquello que compone nuestra jornada, tanto en la belleza que pasa inadvertida, como en el dolor que parece estallar, así como en el ir y venir que supone cuidar las relaciones personales. En todo, Jesús nos ofrece su mano amiga para extender su reino de caridad con magnanimidad. Entendemos así que él «ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos –predicaba san Josemaría–; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir. Su reino es la paz, la alegría, la justicia. Cristo, rey nuestro, no espera de nosotros vanos razonamientos, sino hechos, porque no todo aquel que dice ¡Señor!, ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ese entrará»[5].


SAN JUDAS Tadeo es tradicionalmente considerado el autor de una de las epístolas del Nuevo Testamento. Se trata de una de las cartas denominadas católicas, porque iba dirigida a todos los cristianos y no solo a los de una ciudad en particular. Judas la envía «a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo» (Jds 1,1). Después de este saludo, alerta a los cristianos acerca de algunas desviaciones morales y doctrinales que se estaban introduciendo en el seno de la Iglesia y que producían divisiones. Muchos de estos problemas hacían referencia a una falsa interpretación de la libertad cristiana, que convertía «en libertinaje la gracia de nuestro Dios» (Jds 1,4).


En el lenguaje común, a veces se puede reducir la libertad a hacer, sin más, lo que a uno le apetece y además el número de veces que nos pueda venir en gana. Sin embargo, «la libertad egoísta del hacer lo que quiero no es libertad, porque vuelve sobre sí misma, no es fecunda. Es el amor de Cristo que nos ha liberado y también es el amor que nos libera de la peor esclavitud, la del nuestro yo; por eso la libertad crece con el amor. Pero atención: no con el amor intimístico, con el amor de telenovela, no con la pasión que busca simplemente lo que nos apetece y nos gusta, sino con el amor que vemos en Cristo, la caridad: este es el amor verdaderamente libre y liberador»[6]. Por eso san Judas Tadeo finaliza su carta animando a los cristianos a mantenerse en el amor de Dios (cfr. Jds 1,20), es decir, a obrar en todo momento como Jesús: sirviendo a los demás y entregándose magnánimamente, pues comprendió del Maestro que es posible entregar la vida y abrazar «la muerte con la plena libertad del Amor»[7].


«La libertad adquiere su auténtico sentido –comentaba san Josemaría– cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[8]. Así es como vivieron tanto Simón como Judas Tadeo. Ellos nos muestran que una vida centrada en Cristo y en el servicio a nuestros hermanos lleva a una felicidad profunda, que nos libera de la esclavitud del pecado. La Virgen María nos podrá ayudar a vivir con la libertad de los Hijos de Dios.

27 de octubre de 2024

PURIFICAR LA MIRADA

 



Evangelio (Mc 10,46-52)


Llegan a Jericó. Y cuando salía él de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al lado del camino pidiendo limosna. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a decir a gritos: - ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!


Y muchos le reprendían para que se callara. Pero él gritaba mucho más: - ¡Hijo de David, ten piedad de mí!


Se paró Jesús y dijo: - Llamadle. Llamaron al ciego diciéndole: - ¡Ánimo!, levántate, te llama.


Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó: - ¿Qué quieres que te haga? - Rabboni, que vea - le respondió el ciego.


Entonces Jesús le dijo: - Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Y le seguía por el camino.




PARA TU RATO DE ORACION 


BARTIMEO es ciego y suele pasar los días «sentado al lado del camino pidiendo limosna» (Mc 10,46). Podemos suponer que su vida es más bien monótona. Su ceguera le ha hecho desarrollar el oído. Aunque no ve, probablemente puede reconocer cómo es la actitud de las personas que pasan junto a él. Quizá está acostumbrado a la indiferencia de los viandantes, y por eso se mostraría más agradecido cuando alguien se detiene para darle unas monedas y hablar con él.


Un día sucedió algo que se salió de la normalidad. El ir y venir de la gente era mayor que de costumbre. Cuando Bartimeo supo que el motivo de ese ajetreo era la llegada del Señor, se emocionó. Seguramente había oído hablar de los milagros que había realizado, y estaba convencido de que era el Mesías esperado. Por eso comenzó a llamarle a gritos: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!». Y aunque muchos de los allí presentes «le reprendían para que se callara», él seguía exclamando con más fuerza: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!». Su intervención surtió efecto: Cristo se paró, lo mandó llamar y le preguntó qué quería (cfr. (Mc 10,47-50).


Era fácil intuir lo que pedía Bartimeo. Sin embargo, el Señor «da tiempo a la escucha. Este es el primer paso para facilitar el camino de la fe: escuchar. (...) Por el contrario, muchos de los que estaban con Jesús imprecaban a Bartimeo para que se callara. Para estos discípulos, el necesitado era una molestia en el camino, un imprevisto en el programa predeterminado. Preferían sus tiempos a los del Maestro, sus palabras en lugar de escuchar a los demás: seguían a Jesús, pero lo que tenían en mente eran sus propios planes»[1]. En este rato de oración, podemos pedir al Señor que nos ayude a pararnos ante los bartimeos de nuestra vida; esas personas, conocidas o no, que reclaman de nosotros un poco de atención, cariño y ayuda.


«ANDA, tu fe te ha salvado» (Mc 10,52). Con estas palabras, Bartimeo recobró al instante su vista. Los relatos evangélicos nos muestran muchos milagros de Jesús que, como el de este pasaje, están relacionados con los sentidos: sordos que recuperan la escucha, mudos que pueden hablar, paralíticos que vuelven a moverse... Estos prodigios eran un signo de la llegada del Mesías, y su significado iba más allá de la curación física: Jesús está anunciando una nueva realidad que no estaría marcada por el pecado. Pero para poder percibirla es necesario que todos renueven sus sentidos, no solo los enfermos. Muchos de los contemporáneos del Señor escuchaban sus discursos y veían sus milagros, pero se negaban a acoger su mensaje de salvación por la ceguera de sus corazones.


También hoy Jesús está dispuesto a curar nuestros sentidos para que reconozcamos esa nueva realidad. En efecto, nuestro día a día encierra una belleza que no siempre está visible a los propios ojos. El trabajo, el cuidado de la propia familia, las prácticas de piedad, el servicio a los demás, el descanso… Todo eso puede adquirir una «vibración de eternidad»[2]cuando se realiza por amor y con sentido sobrenatural. Procurar ver con los ojos de Cristo nos libera de una relación violenta con la realidad y con las personas, ya que buscamos entrar en sintonía con su amor omnipotente: percibimos cada instante como una oportunidad para dar gloria a Dios. Cuando en una ocasión preguntaron a san Josemaría cómo reaccionar cristianamente ante los problemas diarios, el fundador del Opus Dei señaló que la vida de oración ayuda a mirar las cosas de manera distinta a como lo haríamos sin aquella unión íntima con el Señor: «Tenemos un criterio de otro estilo; vemos las cosas con los ojos de un alma que está pensando en la eternidad y en el amor de Dios, también eterno»[3].


COMO Bartimeo, también nosotros podemos pedir a Jesús que cure nuestra vista. Puede ocurrir que quizá tengamos una mirada que juzga, lo que lleva a fijarse únicamente en los defectos de los demás y a etiquetarles; en ocasiones se puede tratar de una mirada posesiva, que lleva a cosificar al otro o a la otra, aceptando solo los aspectos que parecen positivos para el propio provecho. En ambos casos, la vista se queda en la superficie de las personas. Sin embargo, Jesús «mira siempre a cada uno con misericordia, es más, con predilección»[4].


La forma en que miramos a los demás depende, en parte, de nuestro mundo interior. En efecto, todos tenemos dentro de nosotros un conjunto de deseos, afectos e ilusiones que marcan nuestra relación con el mundo y con las personas. Cuando estas potencias se van purificando progresivamente por la gracia y se encuentran alineadas con la propia identidad, entonces desarrollamos una capacidad para conectar y disfrutar más con todo lo hermoso, lo noble, lo genuinamente divertido; aprendemos a gozar de las pequeñas cosas de la vida y de las relaciones con quienes nos rodean. Y saboreamos, por encima de todo, la grandeza de un amor que no entiende de barreras y que dilata nuestro corazón hasta límites insospechados.


«Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, esta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos solo cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan cuándo se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y solo el bien y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no solo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que purifique nuestro corazón, para que sepamos mirar a los demás con los ojos de su Hijo.


26 de octubre de 2024

Nuestras debilidades


 Evangelio (Lc 13,1-9)

Estaban presentes en aquel momento unos que le contaban lo de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios. Y en respuesta les dijo:

— ¿Pensáis que estos galileos eran más pecadores que todos los galileos, porque padecieron tales cosas? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que vivían en Jerusalén? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente.

Les decía esta parábola:

— Un hombre tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar en ella fruto y no lo encontró. Entonces le dijo al viñador: «Mira, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera sin encontrarlo; córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero él le respondió: «Señor, déjala también este año hasta que cave a su alrededor y eche estiércol, por si produce fruto; si no, ya la cortarás».


PARA TU RATO DE ORACION 



EN UNA OCASIÓN, Jesús contó la parábola de un hombre que tenía una viña. Resulta que fue varias veces «a buscar en ella fruto» (Lc 13,6), pero jamás lo encontró. Después de tres años así, llegó a la conclusión de que no valía la pena seguir ocupándose de ella. Por eso le pidió al viñador que la cortara. ¿Qué sentido tenía que ocupara el terreno de la finca si no producía nada? Sin embargo, el viñador le respondió: «Señor, déjala también este año hasta que cave a su alrededor y eche estiércol, por si produce fruto; si no, ya la cortarás» (Lc 13,8-9). Como la viña, a veces puede parecer que algunas personas no dan fruto. Procuramos ayudarlas a que maduren, estimulándolas a abandonar ciertos hábitos o defectos, adquirir las virtudes o seguir unas buenas prácticas. Pero a pesar de nuestro empeño, tal vez comprobamos que el otro no reacciona al ritmo que nos gustaría. Entonces nuestra primera reacción quizá se asemeja a la del hombre de la parábola: no tiene sentido seguir intentándolo.


En esos momentos, podemos recordar que uno de los primeros rasgos que san Pablo enumera de la caridad es la paciencia (cfr. 1Co 13,4). Cuando no vemos esos frutos que esperábamos podemos amar de una manera auténtica. De hecho, se asemeja al amor que Dios nos tiene y que otras personas –en especial nuestros padres y educadores– han tenido con nosotros. Saber que el Señor y los demás nos dirigen una mirada paciente nos impulsa «a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»[1]. No se madura de un día para otro. Se trata de un proceso que dura años y que necesita, para desarrollarse, del amor paciente del viñador. «La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. –No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede. (...) La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias. Fomenta tus santas impaciencias…, pero no me pierdas la paciencia»[2].


LA VIRTUD de la paciencia también se refiere a la manera en que nos miramos a nosotros mismos. Puede haber épocas en las que nos impacientemos porque nuestra lucha resulte estéril. Aunque intentamos crecer en una virtud o procuramos arrancar un vicio, puede suceder que percibamos que nuestros esfuerzos no producen ningún fruto visible. De nuevo puede ser de ayuda considerar que el Señor nos mira como el viñador de la parábola. «Dios, ante nuestra infidelidad, se muestra “lento a la cólera” (cfr. Ex 34,6; cfr. Nm 14,18): en lugar de desatar su cólera ante el mal y el pecado del hombre, se revela más grande, dispuesto cada vez a recomenzar con infinita paciencia»[3].


Las propias debilidades, cuando se reconocen con humildad y se lucha sinceramente por arrancarlas, pueden ser como el abono que hace crecer a las plantas. Efectivamente, no resultan muy agradables, y nos pueden dar la impresión de que no hay ningún fruto en la viña de nuestra vida. Pero si continuamos trabajando el terreno pacientemente, confiando en que la gracia de Dios acompaña nuestro esfuerzo, tarde o temprano crecerán brotes verdes. Ciertamente, esto no significa que llegará un momento en que desaparecerán todas nuestras fragilidades. Pero junto al abono presente en la viña, abundarán también los árboles llenos de frutos.


«En las batallas del alma –comentaba san Josemaría–, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso»[4].


EL RITMO de vida que a veces se lleva en el día a día no siempre es propicio para la virtud de la paciencia. Lo que años atrás implicaba grandes cantidades de tiempo –comunicaciones, desplazamientos, trabajos…– se puede conseguir ahora de forma casi inmediata. Por eso, quizá puede suceder que apliquemos la misma lógica ante algo que nos contraría: buscamos algo que acabe rápidamente con ese sufrimiento. «Necesitamos la paciencia como la “vitamina esencial” para salir adelante, pero instintivamente nos impacientamos y respondemos al mal con el mal: es difícil mantener la calma, controlar nuestros instintos, refrenar las malas respuestas, aplacar las peleas y los conflictos en la familia, en el trabajo, en la comunidad cristiana»[5]. La impaciencia a veces nos lleva a hacer lo que realmente no deseamos, como por ejemplo tratar de forma incorrecta a alguien o caer en un vicio, pensando que esa es la mejor manera de acabar con un problema. Después, sin embargo, recuperamos la perspectiva y nos damos cuenta de que las circunstancias nos empujaron con fuerza a obrar de esa manera.


La paciencia es un rasgo de la personalidad madura y libre: permite superar las frustraciones y mirar el futuro con esperanza. Pero es, sobre todo, un fruto del Espíritu Santo (cfr. Ga 5,22) que él nos concede si se lo pedimos. Y es, además, la respuesta que dio Jesús ante los sufrimientos de la Pasión. «Con docilidad y mansedumbre acepta ser abofeteado y condenado injustamente; ante Pilato no recrimina; soporta los insultos, los salivazos y la flagelación a manos de los soldados; carga con el peso de la cruz; perdona a quienes lo clavan al madero; y en la cruz no responde a las provocaciones, sino que ofrece misericordia»[6]. El Señor acogió el dolor con una paciencia «que es fruto de un amor más grande»[7]. La Virgen María tampoco huyó de la cruz. Podemos pedirle que nos ayude a acoger con paciencia las luchas de cada día, sabiendo que esta virtud «es mejor que la fuerza de un héroe» (Pr 16,32).




25 de octubre de 2024

SER LIBRES

 



Evangelio (Lc 12,54-59)


En aquel tiempo, decía Jesús a la gente:


— Cuando veis que sale una nube por el poniente, enseguida decís: «Va a llover», y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: «Viene bochorno», y también sucede. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto del cielo y de la tierra: entonces, ¿cómo es que no sabéis interpretar este tiempo? ¿Por qué no sabéis descubrir por vosotros mismos lo que es justo?


»Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel. Te aseguro que no saldrás DE NADA allí hasta que pagues el último céntimo.



PARA TU RATO DE ORACION 


HOY EN DÍA disponemos de muchos instrumentos para predecir las condiciones meteorológicas. Los contemporáneos de Jesús no contaban con esa tecnología, pero a partir de determinados signos podían intuir lo que iba a ocurrir. De hecho, esta sabiduría quedaba reflejada en refranes o canciones que pronosticaban el clima si se daban ciertas circunstancias. Jesús se refiere a ese conocimiento popular cuando se dirigió a las multitudes invitándoles a creer en él: «Cuando veis que sale una nube por el poniente, enseguida decís: “Va a llover”, y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: “Viene bochorno”, y también sucede. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto del cielo y de la tierra: entonces, ¿cómo es que no sabéis interpretar este tiempo?» (Lc 5,54-56).


Cristo se lamenta porque los signos que ha mostrado –los milagros, su vida y su doctrina– deberían ser suficientes para confesarle como Mesías. El Señor estaba pasando muy cerca de cada uno, pero muchos no se daban cuenta. También hoy Dios pasa por nuestra vida en la belleza y en la fatiga de lo cotidiano, en momentos de alegría y en otros en los que experimentamos el dolor. Y es precisamente en esas circunstancias donde podemos descubrir que Dios está cerca de nosotros y le importan nuestras preocupaciones. Tanto entonces como ahora, mantener el corazón sensible y abierto a la providencia –que madura en la oración personal– sigue siendo la puerta para descubrir la acción de Dios en favor nuestro. «Con esta búsqueda del Señor –comentaba san Josemaría–, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver –con su ejemplo– que ese es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones!»[1].


«¿POR QUÉ no sabéis descubrir por vosotros mismos lo que es justo?», pregunta el Señor a quienes le escuchaban. El juicio que realizamos sobre las cosas más importantes de nuestra vida no solo atañe a la inteligencia, como si fuera exclusivamente algo teórico, sino que requiere la adhesión de nuestra voluntad. En efecto, el Espíritu Santo nos ilumina para poder comprender lo que sucede dentro de nosotros y en el mundo que nos rodea. Él nos ayuda a distinguir con mayor claridad cuáles son las verdaderas motivaciones que mueven nuestra conducta.


Discernir la verdad de nuestra vida no siempre es fácil. Sin embargo, solo a partir de este proceso podemos gozar de una profunda libertad interior: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32). No serán las circunstancias externas las que nos impulsen a actuar de un modo, ni tampoco unos motivos más o menos nobles. El motor de nuestro obrar será principalmente el amor, el convencimiento de que esa decisión es lo mejor para nosotros mismos y para nuestro entorno.


El discernimiento «requiere que me conozca a mí mismo, que sepa lo que es bueno para mí aquí y ahora. Sobre todo, requiere una relación filial con Dios. Dios es Padre y no nos deja solos, siempre está dispuesto a aconsejarnos, a animarnos, a acogernos. Pero nunca impone su voluntad. ¿Por qué? Porque quiere ser amado y no temido. Y Dios quiere también que seamos hijos y no esclavos: hijos libres. Y el amor solo puede vivirse en libertad»[2]. El Señor no quiere que nos limitemos a hacer cosas buenas externas, sino que desea que las hagamos también con el corazón. Porque «la verdadera libertad de espíritu –señala el prelado del Opus Dei– es esta capacidad y actitud habitual de obrar por amor, especialmente en el empeño de seguir lo que, en cada circunstancia, Dios le pide a cada uno»[3].


«CUANDO VAYAS con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil, y el aguacil te meta en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo» (Lc 12,58-59). Con esta imagen, el Señor nos enseña que, aunque un hombre viva en el error, todavía está a tiempo para rectificar. Cuanto antes lo haga, mejor, pues se encuentra de camino hacia el juicio que llegará cuando acabe su existencia terrena: «Que se apresure, pues –comenta un padre de la Iglesia–, a tomar parte ahora en la primera resurrección el que no quiera ser condenado con el castigo eterno de la segunda muerte. Los que en la vida presente, transformados por el temor de Dios, pasan de mala a buena conducta, pasan de la muerte a la vida, y más tarde serán transformados de su humilde condición a una condición gloriosa»[4].


Todos tenemos cosas que rectificar. De algunas somos muy conscientes, y pedimos ayuda al Señor para aceptarlas con serenidad y luchar con paciencia y confianza filial, sin desalentarnos. Otras, en cambio, pueden pasar más desapercibidas. El espíritu de examen nos ayuda a «conseguir esa limpieza de corazón, que nos llevará a ver a Dios en todo»[5]. De este modo, podemos percibir en nuestro día a día entre el bien y el mal, «entre lo que procede de Dios y lo que proviene de nuestras propias pasiones o del diablo»[6].


El examen de conciencia diario es «leer en el libro de nuestro corazón qué ha sucedido durante la jornada»[7]. Por lo general, bastan unos pocos minutos al final del día, aunque habrá ocasiones en las que dediquemos más tiempo: antes de confesarnos, en un retiro espiritual, cuando ha ocurrido algo especialmente importante... «En cualquier caso, siempre es conveniente invocar al Espíritu Santo, para que nos conceda su luz, y terminar con un acto de dolor y algún propósito concreto para la jornada siguiente. De este modo, enderezaremos el rumbo de nuestra conducta, y borraremos con actos de contrición las manchas que podamos haber estampado en el libro de nuestra vida»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude en nuestra lucha diaria por hacer que su Hijo sea el centro de nuestra vida.


24 de octubre de 2024

Fuego he venido a traer a la tierra

 



Evangelio (Lc 12,49-53)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división.

Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.



PARA TU RATO DE ORACION 



MIENTRAS va de camino a Jerusalén, el Señor revela a sus discípulos algunos de los anhelos más profundos que lleva en su corazón: «Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12,49-50). El fuego, en este contexto, es el del amor divino, que desea comunicar a todas las almas para purificarlas y para encenderlas; con su bautismo se refiere Jesús a la cruz, donde iba a hacer patente ese ardiente amor por nosotros.


Estas palabras del Señor se grabaron intensamente en el alma de san Josemaría desde su juventud, incluso antes de que Dios le hiciera ver el Opus Dei: «Antes de saber lo que el Señor quería de mí –pero sabiendo que quería algo–, muchas veces expansionaba el corazón y decía a gritos aquel igne veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? (Lc 12,49). Y contestaba, también cantando: Ecce ego quia vocasti me! (1 Sam 3,5ss). Mi hermano, entonces muy pequeño (...), se aprendió aquellas palabras sin saber lo que significaban, y de cuando en cuando venía a cantarlas, ¡muy mal cantadas!, a mi lado. Tenía que echarle: ¡vete, vete! Pero me daba mucha alegría oírselas, porque para mí eran un acicate: que lo sean también para vosotros; que no estéis nunca apagados; que os sepáis portadores de fuego divino, de luz divina, de calor de cielo, de amor de Dios, en todos los ambientes de la tierra»[1].


Jesús vino al mundo a traer la buena noticia de la salvación. Con esas palabras, «nos está diciendo que el Evangelio es como un fuego, porque es un mensaje que, cuando irrumpe en la historia, quema los viejos equilibrios de la vida, nos desafía a salir del individualismo, nos desafía a superar el egoísmo, nos desafía a pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la vida nueva del Resucitado»[2]. La palabra de Jesús no deja indiferente, sino que enciende en cada uno la inquietud de ponerse en camino para escuchar la llamada del Señor y las necesidades de los demás. Por eso es como el fuego, porque «mientras nos calienta con el amor de Dios, quiere quemar nuestros egoísmos, iluminar los lados oscuros de la vida (...), consumir los falsos ídolos que nos hacen esclavos»[3].


LAS IMÁGENES del fuego y del bautismo hacen también referencia al día de Pentecostés. El fuego que ardía en el corazón de Cristo es el mismo fuego del Espíritu Santo: es él quien nos hace llegar la gracia divina. El fuego es imagen de la caridad, el amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Secundando dócilmente esta acción divina podemos aspirar a la santidad, enraizada en las circunstancias reales y concretas en que vivimos; una santidad, por tanto, «que asume, eleva y lleva a la perfección la personalidad de cada uno, sin destruirla»[4].


«Estamos acostumbrados a pensar que el amor proceda esencialmente de nuestro cumplimiento, de nuestro talento, de nuestra religiosidad. En cambio, el Espíritu nos recuerda que, sin el amor en el centro, todo lo demás es vano. Y que este amor no nace tanto de nuestras capacidades, este amor es un don suyo. Él nos enseña a amar y tenemos que pedir este don»[5]. Si nos dejamos guiar por el Paráclito, él podrá purificar nuestro corazón, de manera que podamos experimentar el gozo de la libertad, pues «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2Co 3,17). «El Espíritu Santo da la posibilidad de ser, no meros observantes de la ley, sino libres, fervientes y fieles realizadores del designio de Dios»[6].


En este sentido, san Pablo escribió a los Romanos: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 14-15). El Señor quiere que nuestra relación con él no sea la de un siervo con su amo, sino la de un hijo con su padre. Por eso, todas las acciones de nuestro día a día pueden ser un gesto de amor, también aquellas que requieren mayor sacrificio. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Se puede hacer con alegría –y no de mala gana– lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por tanto, libremente»[7]. El Espíritu Santo nos podrá ayudar a que nuestras obras sean manifestación del amor que mueve nuestra vida.


EL FUEGO del amor de Dios fue encendido en nuestra alma por el bautismo, cuando el Espíritu Santo empezó a inhabitar en nosotros. Pero un fuego puede mantenerse intenso, o bien menguar hasta reducirse a una brasa bajo la ceniza, o incluso apagarse del todo. Los cristianos estamos llamados a mantener encendida la llama de la fe y del amor en nuestro corazón, y un buen modo de hacerlo es transmitirla a otros: dar luz y calor cada día, a quienes nos rodean, con nuestro testimonio, nuestra comprensión y nuestra amistad.


«La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Esas personas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[8].


Podemos pensar en aquellas personas que, a lo largo de nuestra vida, nos han ofrecido esa luz del Señor. Con su auténtico cariño por nosotros y su profunda alegría quizá encendieron en nuestra alma el deseo de cultivar una mayor intimidad con Dios. Además de tener hacia ellas un sentimiento de gratitud, nos pueden impulsar a reflejar también esa luz a aquellos que nos rodean. Como hijos de Dios, somos «portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. –El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»[9]. Podemos pedir a la Virgen María que tengamos el mismo afán de su Hijo por extender el fuego de su amor por toda la tierra.

23 de octubre de 2024

AMOR A LA CONFESION

 



Evangelio (Lc 12, 39-48)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre».


Y le preguntó Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?»


El Señor respondió: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo dijera en sus adentros: “Mi amo tarda en venir”, y comenzase a golpear a los criados y criadas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los que no son fieles. El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, recibirá muchos azotes; en cambio, el que sin saberlo hizo algo digno de castigo, recibirá pocos azotes. A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán».


PARA TU RATO DE ORACION 


EN SU CARTA a los Romanos, san Pablo quiso prevenir a los cristianos sobre la realidad del pecado y les animó a ponerse por entero al servicio del Señor: «Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del pecado, como instrumentos para la injusticia; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos para la justicia» (Rm 6,12-13).


San Pablo, como muchos santos, es bien consciente de lo mucho que el pecado nos promete y de lo poquísimo que cumple; de lo mucho que quita y de lo poco que ofrece; de la ilusión que suscita y de la amargura que deja. El pecado da al hombre una soberanía solo aparente y nos hace desconfiar de la soberanía de Dios, hasta el punto de que su presencia se difumina en el horizonte de la propia existencia. «Dos amores han dado origen a dos ciudades –escribe san Agustín–: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor»[1]. En ocasiones la tentación subraya los aparentes beneficios inmediatos del pecado, que pueden resultar apetecibles. Sin embargo, la tentación siempre nos esconde lo que el pecado nos va a quitar, el bien que nos perdemos, la ciudad que abandonamos, las relaciones que dañamos.


En la medida en que tomamos posición a lo largo de nuestra vida, en el ámbito social y profesional, nos vamos convirtiendo en aquello que elegimos, nos vamos identificando con el objeto de nuestras determinaciones y desarrollamos una inclinación hacia los bienes, reales o aparentes, que perseguimos. Si escogemos el pecado, poco a poco nos inclinamos hacia esa ciudad de los hombres. Si optamos por el bien, aunque a veces pueda costar, nuestro corazón irá adquiriendo una connaturalidad hacia lo bueno, un gusto por la ciudad de Dios. De este modo, adquirimos una mirada «que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo»[2].


DURANTE su predicación, Jesús recuerda a la gente que elegir bien, formar un corazón inclinado a sus mandamientos, es algo posible y necesario. Y para ilustrar lo que quiere compartir con sus oyentes, acude a una parábola. Les habla de un administrador a quien su amo dejó a cargo de la hacienda. Ese servidor, sabiendo que su amo estaba lejos y que tardaría en llegar, se comportó de un modo egoísta y cruel. Cuando el señor llegó, lo sorprendió en ese estado y le sancionó severamente. Quizá ese siervo pensó que podía permitirse el lujo de vivir a costa de su señor. Tal vez se convenció de que él tenía el control, de que sabía calcular la llegada del amo y sería capaz de tapar sus malas obras y presentarse como alguien respetable. Pero la parábola deja entrever que esa es una falsa seguridad.


Orientar nuestro corazón hacia el bien no es algo que se consigue de un día para otro. El Señor, como al criado, nos concede un espacio de tiempo para que, con su gracia y con nuestra libertad, queramos dirigir nuestros afanes e ilusiones hacia él, porque eso es lo que nos hará de verdad felices. Y esto se traduce en consecuencias concretas en nuestro día a día que, si se viven con autenticidad, nos hacen descubrir la felicidad que proviene de vivir junto a Dios. «Si, por ejemplo, un joven desea convertirse en médico, tendrá que emprender un recorrido de estudios y de trabajo que ocupará algunos años de su vida, como consecuencia tendrá que poner límites, decir algún “no”, en primer lugar, a otros estudios, pero también a posibles entretenimientos o distracciones, especialmente en los momentos de estudio más intenso. Pero el deseo de dar una dirección a su vida y de alcanzar esa meta –llegar a ser médico era el ejemplo– le consiente superar estas dificultades. El deseo te hace fuerte, valiente, te hace ir adelante siempre»[3]. Por eso, san Josemaría solía emplear la imagen del combate para hablar de la santidad: un camino donde hallaremos pruebas pero también la paz. «Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos»[4].


UN MEDIO que Dios nos ha dado para orientar nuestro corazón hacia él es el de la Confesión. Cuando acudimos a este sacramento es Jesús quien nos alienta y quien nos anima. «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 123,7-8). Y en ese nombre nos perdona los pecados el sacerdote. Para quienes se han confesado después de mucho tiempo, se trata de un instante que no deja indiferente. Pero quienes acuden con frecuencia, quizá pueden pensar que sus confesiones son un poco rutinarias. En este sentido, san Josemaría recordaba que «el Señor instituyó el sacramento de la Penitencia no solo para perdonar los pecados, sino para darnos fortaleza y para que tuviéramos ocasión de recibir una orientación y una ayuda espiritual»[5]. Es decir, que aunque a nosotros nos parezca una confesión rutinaria, Dios nos está dando su gracia para afrontar esas luchas que componen nuestro día y para liberarnos del pecado: «Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida»[6].


En cada Confesión nos encontramos con el padre de la parábola que está esperándonos y que desea ardientemente que regresemos a casa. «Con demasiada frecuencia pensamos que la Confesión consiste en presentarnos a Dios cabizbajos. Pero, para empezar, no somos nosotros los que volvemos al Señor; es él quien viene a visitarnos, a colmarnos con su gracia, a llenarnos de su alegría. Confesarse es dar al Padre la alegría de volver a levantarnos. En el centro de lo que experimentaremos no están nuestros pecados, están, pero no están en el centro; sino su perdón: este es el centro»[7]. Por eso san Josemaría animaba a sus hijos a amar este sacramento: «A mí, me da tanta alegría acudir a este medio de la gracia, porque sé que el Señor me perdona y me llena de fortaleza. Y estoy persuadido de que, con la práctica piadosa de la Confesión sacramental, se aprende a tener más dolor y, por tanto, más amor»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a experimentar la alegría de recibir al Señor en nuestra casa cada vez que nos acercamos al sacramento de la Confesión.


22 de octubre de 2024

SAN JUAN PABLO II

  


 Evangelio (Lc 12, 35-38)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos».


PARA TU RATO DE ORACION 


Extracto de la homilía del Cardenal Joseph Ratzinger en los funerales del Papa Juan Pablo II el 8 de abril de 2005

¡Sígueme! En octubre de 1978 el Cardenal Wojtyla escuchó nuevamente la voz del Señor. Se renueva el diálogo con Pedro en el Evangelio de esta celebración: “Simón de Juan, ¿Me amas? ¡Apacienta mis ovejas!”. A la pregunta del Señor: “¿Karol me amas?”, el Arzobispo de Cracovia respondió desde lo profundo de su corazón: “Señor, tú lo sabes todo: Tú sabes que te amo”. El amor de Cristo fue la fuerza dominante de nuestro amado Santo Padre. Quien lo ha visto rezar, quien lo ha escuchado predicar, lo sabe. Y así, gracias a este profundo enraizamiento en Cristo ha podido llevar un peso que va más allá de las fuerzas puramente humanas: Ser pastor del rebaño de Cristo, de su Iglesia universal.

Él ha interpretado para nosotros el misterio pascual como un misterio de la divina misericordia. Escribe en su último libro: El límite impuesto al mal “es en definitiva la divina misericordia” (Memoria e Identidad”, pág. 70). Y reflexionando sobre el atentado dice: “Cristo, sufriendo por todos nosotros, le ha dado un nuevo sentido al sufrimiento; lo ha introducido en una nueva dimensión, en un nuevo orden: aquel del amor… es el sufrimiento que quema y consume el mal con la flama del amor y trae también del pecado un multiforme brote de bien” (pág. 199). Animado por esta visión, el Papa ha sufrido y amado en comunión con Cristo y por eso el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido así elocuente y fecundo (Leer texto completo).

En la Divina Misericordia el Santo Padre ha encontrado el reflejo puro de la misericordia de Dios en María, Su Madre. Él, que había perdido a tierna edad a la suya, tanto más ha amado a la Madre divina. Ha escuchado las palabras del Señor crucificado como dichas a él personalmente: “¡Aquí tienes a tu madre!”. Y ha hecho como el discípulo predilecto: la ha acogido en lo íntimo de su ser (Jn 19, 27): Totus tuus. Y de la Madre ha aprendido a conformarse con Cristo.

Para todos nosotros permanece como inolvidable el último domingo de Pascua de su vida. El Santo Padre, marcado por el sufrimiento, se ha acercado aún una vez a su ventana del Palacio Apostólico y una última vez ha dado la bendición “Urbi et orbi”. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Nosotros encomendamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de Su Hijo, Jesucristo nuestro Señor. Amén.



 Siete consejos de San Juan Pablo II



1. El nacimiento de la nueva Europa del espíritu. Una Europa fiel a sus raíces cristianas, no encerrada en sí misma sino abierta al diálogo y a la colaboración con los demás pueblos de la tierra.


2. Deseo para cada uno la paz que sólo Dios, por medio de Jesucristo, nos puede dar; la paz que es obra de la justicia, de la verdad, del amor, de la solidaridad; la paz que los pueblos sólo gozan cuando siguen los dictados de la ley de Dios; la paz que hace sentirse a los hombres y a los pueblos hermanos unos con otros.


3. Los jóvenes están llamados a ser los protagonistas de los nuevos tiempos. Tengo plena confianza en ellos y estoy seguro de que tienen la voluntad de no defraudar ni a Dios, ni a la Iglesia, ni a la sociedad de la que provienen.


4. Cuando falta el espíritu contemplativo no se defiende la vida y se degenera todo lo humano. Sin interioridad el hombre moderno pone en peligro su misma integridad.


5. Queridos jóvenes, ¡Id con confianza al encuentro de Jesús! Y, como los nuevos santos, ¡No tengáis miedo de hablar de Él! pues Cristo es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre el hombre y su destino. Es preciso que vosotros jóvenes os convirtáis en apóstoles de vuestros coetáneos.


6. Surgirán otros frutos de santidad si las comunidades eclesiales mantienen su fidelidad al Evangelio que, según una venerable tradición, fue predicado desde los primeros tiempos del cristianismo y se ha conservado a través de los siglos.


7. Recordad siempre que el distintivo de los cristianos es dar testimonio audaz y valiente de Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.






21 de octubre de 2024

DESPRENDIMIENTO



EVANGELIO Lc 12, 13-21


En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?”


Y dirigiéndose a la multitud, dijo: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.


Después les propuso esta parábola: “Un hombre rico tuvo una gran cosecha y se puso a pensar: ‘¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’ Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”.



 PARA TU RATO DE ORACION 



EL MODO de ser de Jesús, cálido y cercano, hace que quienes le rodean puedan entrar rápidamente en confianza con él. Es fácil acercarse al Maestro y plantearle, sin muchos rodeos, cualquier dificultad. Muchos llegan al Señor con grandes interrogantes; otros, en cambio, le plantean problemas más cotidianos con el fin de obtener orientación o consuelo. En todo caso, el Hijo de Dios atiende cada súplica con el deseo de dar luz a esa persona necesitada.


San Lucas nos habla de una petición que alguien dirigió al Señor de modo directo y confiado: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo» (Lc 12,13). Desde un punto de vista humano puede ser comprensible el ruego de este hombre. No conocemos los pormenores de la disputa, ni quién de los implicados llevaba más razón; el caso es que esa persona se halla en una situación complicada, que le agobia, y busca en Dios una solución. Y Jesús responde: «¿Quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros?» (Lc 12,14).


Con su respuesta, el Señor no busca desentenderse de nuestras preocupaciones. Más bien nos señala dónde está el origen de la resolución de los problemas y de cómo establecer en nuestros hogares –contando con nuestra libertad– el reino de Dios. Jesús viene a liberarnos de nuestros pecados y a darnos su gracia; y, al mismo tiempo, parece dejar en nuestras manos la orientación de muchos aspectos de nuestra vida, como vemos en otras ocasiones –«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Lc 20,25)–. De este modo, nos muestra que «la oración no es un calmante para aliviar las ansiedades de la vida; o, de todos modos, una oración de este tipo no es seguramente cristiana. Más bien la oración responsabiliza a cada uno de nosotros».


JESÚS aprovecha el ruego que le dirige esta persona para invitar a quienes le escuchan a vivir desprendidos de los bienes materiales: «Estad alerta y guardaos de toda avaricia; porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de lo que posee» (Lc 12,15). Y a continuación el Señor narra una parábola protagonizada por un terrateniente acaudalado, poseedor de tierras que le proporcionaron grandes cosechas. Este propietario toma la decisión de poner al resguardo todo el grano cosechado en nuevos graneros, para vivir luego cómodamente. Sin embargo, Dios le hace ver a ese hombre que esa misma noche dejará este mundo, y le hace considerar la insensatez de haberse preocupado demasiado por los bienes de aquí abajo, desatendiendo en cambio los bienes que valen la pena. El destino de aquella persona habría sido bien distinto si hubiera recordado que todos esos medios eran en verdad ocasión de amar a Dios. «Honra al Señor con tu hacienda y con las primicias de todas tus ganancias. Así se llenarán tus graneros de abundancia y tus lagares rebosarán de mosto» (Pr 3, 9-10).


El Señor no censura la posesión de riquezas, ni la prudente preocupación por las situaciones terrenas. Pero Jesús desea que nuestro corazón no quede aprisionado en esos bienes, pues solo pueden darnos una alegría relativa y superficial. Así lo hacía notar san Josemaría: «Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo –he sido testigo de verdaderas tragedias– pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento». En cambio, el desprendimiento nos permite alzar la mirada y tomar distancia de lo que nos parece indispensable. De este modo, podemos ver, por encima de todo, los dones que el Señor nos tiene preparados: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; sentid las cosas de arriba, no las de la tierra» (Col 3,1-2).


EL DESPRENDIMIENTO crea en nosotros la capacidad de descubrir los bienes que valen la pena. Esto fue lo que supo apreciar Abraham, y que san Pablo hizo notar en su Carta a los Romanos: «Ante la promesa de Dios no titubeó con incredulidad, sino que fue fortalecido por la fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que él es poderoso para cumplir lo que había prometido» (Rm 4, 20-21). No hay nada más inmaterial y menos inmediato que una promesa. Pero esto fue lo que Dios le dio a Abraham. No le proporcionó en el mismo momento una tierra o una descendencia, ni tampoco una gran fuente de riquezas, sino una promesa. El patrimonio de Abraham es casi netamente inmaterial y, al mismo tiempo, no cabe pensar en ninguna riqueza mayor: además de que el Señor cuidó a Abraham a lo largo de su vida y se hizo muy cercano a su familia, a la vuelta de los siglos esa tierra y esa descendencia serán una realidad que superará con creces cualquier posibilidad de la imaginación.


El desprendimiento nos brinda la posibilidad de percibir esos bienes inmateriales con los que Dios quiere hacernos verdaderamente ricos, como hizo con Abraham y como ha hecho con tantos santos. Son dones que no hace falta esperar al cielo para disfrutarlos, sino que con frecuencia podemos ya degustarlos tanto en el hoy de nuestra vida como a la vuelta de los meses o años: la cercanía que nos ofrece Dios en los sacramentos, el amor que nos brinda nuestra familia y nuestros amigos, la alegría que experimentamos cuando servimos a los demás, la satisfacción que sentimos por un trabajo bien hecho que hemos santificado… En todo podemos descubrir la discreta manera de bendecirnos que suele tener la providencia de Dios. «Querría grabar a fuego en vuestras mentes –comentaba san Josemaría– que tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!, y él proveerá. Creedme que solo así nos conduciremos como señores de la Creación». La Virgen María, que puso su felicidad en la promesa de que sería Madre de Dios, nos podrá ayudar a descubrir las verdaderas riquezas que el Señor nos tiene preparadas.