"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

4 de diciembre de 2024

El festín divino se hace realidad

 



Evangelio (Mt 15,29-37)


En aquel tiempo, Jesús se marchó de aquel lugar, vino junto al mar de Galilea, subió al monte y se sentó allí.


Acudió a él mucha gente que traía consigo cojos, ciegos, lisiados, mudos y otros muchos enfermos, y los pusieron a sus pies, y él los curó.


De tal modo que se maravillaba la multitud viendo hablar a los mudos y restablecerse a los lisiados, andar a los cojos y ver a los ciegos. Y glorificaban al Dios de Israel.


Jesús llamó a sus discípulos y dijo:


— Me da mucha pena la muchedumbre, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no vaya a ser que desfallezcan en el camino.


Pero le decían los discípulos: — ¿De dónde vamos a sacar en un desierto panes suficientes para alimentar a tan gran muchedumbre?


Jesús les dijo:


— ¿Cuántos panes tenéis?


— Siete y unos pocos pececillos — respondieron ellos.


Entonces ordenó a la multitud que se acomodase en el suelo. Tomó los siete panes y los peces y, después de dar gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la multitud.


Y comieron todos y quedaron satisfechos. Con los trozos sobrantes recogieron siete espuertas llenas.



PARA TU RATO DE ORACION 



«VEN, SEÑOR, y no tardes»[1]. La oración de la Iglesia se llena estos días del deseo de la venida de Cristo, el Mesías esperado, Redentor nuestro. He aquí que el Señor vendrá para salvar a su pueblo; bienaventurados los que estén preparados para salir a su encuentro (cfr. Za 14,5). Durante largos siglos, la esperanza de los hombres aguardó la llegada del Redentor. Al ver ahora tan próximo el misterio de su nacimiento, queremos llenarnos de esos deseos por salir al encuentro del Señor con aquella misma esperanza.


Con la encarnación de su Hijo unigénito, Dios nos ha mostrado su infinito amor: «¿Cuál es la causa de la venida del Señor, sino mostrar su amor hacia nosotros?»[2]. Y se trata de un amor de Padre, porque lo hizo «a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4,4-5).


El Señor llega a la tierra para colmarnos de gracias: «No te pido pago alguno por lo que te doy –nos dice–, antes yo mismo quiero ser tu deudor, por el solo título de que quieras beneficiarte de todo lo mío. ¿Con qué puede compararse este honor? Yo soy padre, yo hermano, yo esposo, yo casa, yo manjar, yo vestido, yo raíz, yo fundamento; todo cuanto quieras soy yo; no te veas necesitado de cosa alguna. Hasta te serviré, “porque vine a servir y no a ser servido” (Mt 20,28). Yo soy amigo, y miembro y cabeza, y hermano y hermana y madre; todo lo soy, y sólo quiero contigo intimidad. Yo, pobre por ti, mendigo por ti, crucificado por ti, sepultado por ti; en el cielo, por ti ante Dios Padre; y en la tierra soy legado suyo ante ti. Todo lo eres para Mí: hermano y coheredero, amigo y miembro. ¿Qué más quieres?»[3].


Toda la vida de Jesús es una genuina expresión de este amor sin límites, de su entrega por nosotros. Los que se acercaron a Jesús pudieron comprobarlo sobradamente. El evangelio de hoy nos habla de una muchedumbre que acude a Jesucristo para presentarle sus necesidades: «Cuando Jesús se marchó de aquel lugar, vino junto al mar de Galilea, subió al monte y se sentó allí. Acudió a él mucha gente que traía consigo cojos, ciegos, lisiados, mudos y otros muchos enfermos, y los pusieron a sus pies, y él los curó» (Mt 15,29-30). Ninguna de nuestras necesidades deja indiferente a Jesús. Todo lo nuestro es un continuo llamado a su corazón; nuestras alegrías y nuestras inquietudes le impulsan a venir a nuestro encuentro.


¡TAN a gusto se encontraba la muchedumbre junto a Jesús que apenas se dieron cuenta de que llevaban con Él tres largos días! Y el Señor se conmueve. «Me da mucha pena la muchedumbre –dice a sus discípulos–, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no vaya a ser que desfallezcan en el camino» (Mt 15,32). El cariño de Jesús no se fija solo en los grandes problemas sino también en las necesidades de la vida ordinaria; no predica solamente una bella doctrina sino que la vive cuerpo a cuerpo.


La preocupación de Jesús es creativa, le lleva a imaginar los problemas que cada uno puede tener cuando se encuentre camino a casa; no se conforma con haberles atendido durante aquellos momentos en los que se acercaban hasta Él, aunque hayan sido tres días enteros. Y esta inquietud por la felicidad del otro le impulsa a actuar. Con su infinito poder multiplica milagrosamente unos pocos panes y algunos peces, lo único que tenía en ese momento al alcance de la mano, y pide a sus discípulos que los repartan entre la multitud (cfr. Mt 15,35-37). El Señor da de comer a la muchedumbre hambrienta para que no desfallezca en el camino.


Hoy, como entonces, Jesús se conmueve de frente a nuestras necesidades y nos ayuda a resolverlas. No quiere que desfallezcamos, tampoco por falta de alimento espiritual. Si en aquel tiempo el Señor se sentó en el monte a aguardar a quienes quisieran acercarse y les ofreció pan para alimentar sus cuerpos, hoy en cambio nos espera en el Pan eucarístico. Podemos acudir nosotros también a Jesús para presentarle nuestras necesidades, nuestras alegrías y nuestros ideales. Nos sentiremos tiernamente amados y se nos pasarán los días junto a Él.


«Y COMIERON todos y quedaron satisfechos. Con los trozos sobrantes recogieron siete espuertas llenas» (Mt 15,37), concluye el relato, aclarando que se trataba de más de cuatro mil personas. Contemplar la magnitud de la generosidad del Señor nos puede ayudar a disponernos lo mejor posible para acoger las gracias que quiere otorgarnos en este tiempo de Adviento; mirar cómo reparte sus dones a manos llenas, hasta hacer que rebosen los recipientes, nos llena de esperanza. Ven, Señor –le decimos–, que nuestro corazón te espera. Ven, que nuestro vacío quiere llenarse, hasta los bordes, de ti.


En la primera lectura de la Misa leemos la promesa del banquete mesiánico que Dios dispone para los hombres. «El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos, en este monte, un banquete de sabrosos manjares, un banquete de vinos añejos, manjares suculentos, y vinos exquisitos. Y eliminará en este monte el velo que cubre el rostro de todos los pueblos, y el manto que recubre todas las naciones. Eliminará para siempre la muerte. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y apartará el oprobio de su pueblo en toda la tierra, porque ha hablado el Señor. Aquel día se dirá: “Aquí está nuestro Dios. En Él esperábamos para que nos salvara; es el Señor, en quien esperábamos: exultemos y gocémonos de su salvación”» (Is 25,6-9).


Este festín divino se hace realidad, cada día, en la sagrada comunión. Por eso, si nos parece lógico poner el mayor empeño posible en prepararnos para recibir al Niño que nacerá en Belén, lo mismo sucede con nuestra espera para cada encuentro diario de la Eucaristía. San Josemaría tenía presente esta realidad, que le llevaba a dedicar la mitad de su jornada a pensar en la Misa que celebraría el día siguiente: «¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida? –Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle»[4].


La comunión espiritual puede ser una magnífica expresión de la impaciencia con que nos acercamos cada día a recibir al Señor. Y en ella nos unimos a las disposiciones interiores de María: «Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre»[5]. «Pídelo conmigo a Nuestra Señora –insiste san Josemaría–, imaginando cómo pasaría ella esos meses en espera del Hijo que había de nacer. Y Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!»[6].

3 de diciembre de 2024

Conocer a Dios es secillo




 Evangelio (Lc 10,21-24)


En aquella hora Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo:


— Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.


Y volviéndose hacia los discípulos les dijo aparte:


— Bienaventurados los ojos que ven lo que estáis viendo. Pues os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron; y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron.



PARA TU RATO DE ORACION 



GUIADOS por las enseñanzas y el ejemplo de san Josemaría, hemos aprendido a amar apasionadamente el mundo. Disfrutamos de todas las realidades nobles y buenas de la creación porque sabemos que son un don de Dios. Al mismo tiempo, no somos indiferentes ante el mal en el mundo, que disminuye su belleza y lo aleja de su plan amoroso.


Aunque las causas de estas situaciones son múltiples, entre ellas podemos identificar una que tiene especial relevancia: el desconocimiento que tienen muchas personas de la bondad de nuestro Creador. «Bien pudiera decirse que el mayor enemigo de Dios –porque se ama a Dios después de conocerlo– es la ignorancia: origen de tantos males y obstáculo grande para la salvación de las almas»[1]. Por el contrario, cuando conocemos su amor por nosotros, cuando descubrimos que Dios sueña con que seamos felices, es lógico quererle sobre todas las cosas, acercarnos a quien es el origen de todo bien. «Nadie hará mal ni causará daño en todo mi monte santo, porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor» (Is 11,9).


Dios se sirvió de algunos hombres y mujeres de diversas épocas para darse a conocer y así dar la oportunidad al hombre de ser más libre. «Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Ga 4,4), para llevar esta tarea hasta el fin. Es tan grande el deseo que tiene Dios de que le conozcamos que vino Él mismo, en persona, para indicarnos los proyectos de su amor.


Llenos de reconocimiento y gratitud, podemos unirnos a la oración de alabanza que, como recoge el evangelio de la Misa de hoy, Jesús elevó un día al Padre: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Lc 10,21).


«MIRAD, el Señor llega con poder e iluminará los ojos de sus siervos»[2]. Aquella promesa de sabiduría para los hombres se cumplió con la venida al mundo de Jesús, sobre quien reposó «el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor» (Is 1,2). Él sigue dispuesto a dialogar personalmente con cada uno de nosotros para instruirnos, para guiarnos, para alentarnos. Con frecuencia, Dios nos habla a través de personas y situaciones, convirtiendo toda la realidad de nuestra vida en un lugar de encuentro con Él. Si procuramos tener una vida contemplativa, en todos los acontecimientos del día a día podremos descubrir la voz de Dios que nos busca.


En ese diálogo, el Señor espera que nos dirijamos a Él con confianza para iluminar lo que no comprendemos. Por esto, con sencillez, nos ponemos en su presencia y le planteamos nuestras dudas de corazón a corazón, recordando que Dios se revela a los pequeños. En cambio, para los sabios según la carne, las palabras del Señor pueden sonar como frases inconexas. Por eso necesitamos poner de nuestra parte para permanecer abiertos a escuchar su palabra, aunque solo la entendamos parcialmente. «¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz»[3].


Si nos acercamos al Señor con un atrevimiento de niños, entonces nos revelará su sabiduría y nos dará a conocer sus designios. También nos colmará de paz, de alegría, y nos concederá la fortaleza para sobrellevar las dificultades que la vida nos presenta.


EN JESUCRISTO se contiene la plenitud de la revelación. «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Lc 10,22). «Jesús no nos dice algo sobre Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela de este modo el rostro de Dios»[4]. Dios se hizo carne en Cristo para que pudiéramos verlo, entrar en relación directa con Él y para darnos a conocer los planes de su sabiduría. A la hora de buscar respuestas a los interrogantes de nuestra vida, haremos muy bien en acudir a Jesús. En nuestro diálogo con Cristo no existen inquietudes superfluas ni dudas inoportunas. Toda la sabiduría está contenida en el misterio del Verbo hecho hombre: Jesús es la Palabra de Dios.


Es fácil imaginarse a los apóstoles preguntando a Jesús el significado más profundo de alguna parábola que no habían comprendido, o acercándose a pedirle una explicación sobre un suceso determinado que conocían todos. Nosotros tenemos esa misma facilidad para entablar una conversación con el Señor. El trato personal y diario con Él nos lleva a conocerle cada vez mejor, a adquirir una connaturalidad con su manera de reaccionar frente a las diversas circunstancias de la vida. Por eso nos sirve pedirle al Espíritu Santo que nuestro diálogo con Jesús sea luz para nosotros y para los demás.


A lo largo de la vida aprendemos muchas cosas. Algunas de ellas son constitutivas de nuestro modo de pensar, de ser y de actuar. Es probable que varias de esas enseñanzas fundamentales las hayamos recibido de los labios o del ejemplo de nuestras madres. La vida de María constituye para nosotros una enseñanza maravillosa de diálogo con el Señor. ¡Ojalá aprendamos de la Virgen aquella confianza para mirar y escuchar a Jesús!

2 de diciembre de 2024

AMIGO DE JESUS



Evangelio (Mt 8,5-11)


En aquel tiempo, al entrar en Cafarnaún se le acercó un centurión que le rogó:


— Señor, mi criado yace paralítico en casa con dolores muy fuertes.


Jesús le dijo:


— Yo iré y le curaré.


Pero el centurión le respondió:


— Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Pero basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Pues también yo soy un hombre que se encuentra bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes. Le digo a uno: «Vete», y va; y a otro: «Ven», y viene; y a mi siervo: «Haz esto», y lo hace.


Al oírlo Jesús se admiró y les dijo a los que le seguían:


— En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y os digo que muchos de oriente y occidente vendrán y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos.



 PARA TU RATO DE ORACION 



COMIENZA el ciclo litúrgico y recorreremos nuevamente los misterios de la vida de Cristo, sus gozos, sus dolores y su gloria. Empezaremos estos días con la expectación de su Nacimiento, pasaremos después por su Vida, Muerte, Resurrección y Ascensión, hasta que llegaremos finalmente a Pentecostés, momento en que nos envía su Espíritu Santo para así acompañarnos «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).


Sabemos que esta repetición anual de los misterios es mucho más que un recuerdo piadoso: «No es una representación fría e inerte de cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni la simple conmemoración de una edad pretérita: es más bien Cristo mismo que vive en su Iglesia»[1]. Cada tiempo litúrgico de la Iglesia nos inserta personalmente en un momento o aspecto concreto de la vida del mismo Jesús que pisó las calles de Galilea. Porque «Iesus Christus heri et hodie, Ipse et in saecula» (Hb 13,8): Jesucristo continúa vivo en la tierra y nosotros podemos conocerlo y amarlo; incluso más: podemos vivir en Él.


En estos días de Adviento, en concreto, vivimos realmente la expectación del Mesías. «Ya está a punto de llegar su hora, sus días no tardarán»[2], repite la Iglesia. Una vez más, Jesús viene a nuestro mundo, se hace presente en nuestras vidas. Viene con el deseo de caminar junto a nosotros por los senderos de la Historia. Él quiere que le hagamos partícipe de nuestras alegrías, que le confiemos nuestras penas; desea poder consolarnos y darnos la fuerza necesaria para llevar adelante la misión de cada día. Podemos agradecerle este aspecto de su vida que viviremos estos días: que Dios se haya hecho hombre para que nosotros podamos ser hijos de Dios y para contar con su compañía.


ALGUNAS PERSONAS que estuvieron con Jesús cuando Él pasó haciendo el bien por nuestro mundo nos pueden enseñar cómo tratar al Maestro. «Al entrar [Jesús] en Cafarnaún se le acercó un centurión que le rogó: –Señor, mi criado yace paralítico en casa con dolores muy fuertes» (Mt 8,5-6). La liturgia de hoy nos ofrece este episodio de la vida del Señor para nuestra consideración. Aquel buen hombre, un gentil, sufre por la enfermedad de un criado a quien estima de verdad. Ante la amarga impotencia de no ser capaz de ayudarlo, reacciona en manera sabia y humilde, llena de fe: va en busca de Jesús y con sinceridad le expone su tristeza. No es necesario que pida nada, le basta con contarle su situación, con abrir su alma.


Nosotros también tenemos nuestras dificultades y tristezas; tenemos también amigos que queremos que sean curados y queremos nosotros mismos sentir cerca la mano del Señor. Por eso reaccionamos confiadamente, como lo hizo este centurión, y acudimos a Jesús. Es bueno recordar cuánto le necesitamos y cómo desea ardientemente ayudarnos. Es muy consolador saber que, en cualquier momento, podemos dirigirnos a Él con total sencillez: Jesús, tengo unas cuantas cosas que no sé cómo resolver y que me quitan la paz. Tengo fe, pero reconozco que a veces me falta confiar más en ti; todavía tengo que aprender a poner más plenamente mi vida en tus manos.


Hoy queremos imitar al centurión del evangelio y abrir al Señor nuestro corazón. Permaneciendo en silencio, en diálogo con Jesús, le presentamos nuestra vida y nuestras necesidades. Y nos quedamos tranquilos, sabiendo que ahora él también se ocupa de ellas.


«SEÑOR, no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano». ¡Cómo nos conmueve siempre volver a contemplar la fe del centurión! Una fe que dejó admirado a Jesús mismo, quien la alabó: «En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande» (Mt 8,6). Una fe grande y, a la vez, humilde y sencilla, expresada en unas palabras que la liturgia pone cada día en nuestros labios antes de recibir la sagrada Comunión.


Nosotros podemos acercarnos diariamente a Jesús en la Eucaristía, y nos gustaría hacerlo con la misma confianza en el poder del Señor y con la misma humildad que observamos en este personaje del evangelio. «No comprendo –decía san Josemaría– cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los siglos, las sucesivas generaciones de fieles hayan ido concretando esa piedad eucarística. Unas veces, con prácticas multitudinarias, profesando públicamente su fe; otras, con gestos silenciosos y callados, en la sacra paz del templo o en la intimidad del corazón»[3].


En la Eucaristía y en la intimidad del corazón podemos alimentar nuestra amistad con Jesús. Él está siempre a nuestro lado para ayudarnos con su gracia, alegrarnos con su presencia y darnos a conocer su amor por nosotros. Aunque a veces no podamos acercarnos físicamente a Jesús Sacramentado, siempre podemos encontrarnos con Dios al recogernos en el silencio de nuestro corazón, como lo hizo tantas veces nuestra Madre, santa María (cfr. Lc 2,19). En el umbral de este año litúrgico que comienza, podemos pedirle a Ella su compañía para adentrarnos en cada momento de la vida de su Hijo.

1 de diciembre de 2024

COMIENZA EL ADVIENTO

 



Evangelio (Lc 21, 25-28. 34-36)


«Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas: y los hombres perderán el aliento a causa del terror y de la ansiedad que sobrevendrán al mundo. Porque las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre una nube con gran poder y gloria.


Cuando comiencen a suceder estas cosas, erguíos y levantad la cabeza porque se aproxima vuestra redención.


Vigilaos a vosotros mismos, para que vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida, y aquel día no sobrevenga de improviso sobre vosotros, porque caerá como un lazo sobre todos aquellos que habitan en la faz de toda la tierra. Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre».


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


COMENZAMOS hoy el tiempo de Adviento, unos días de espera porque sabemos que la venida de Jesús está cerca. La liturgia de este domingo nos invita a considerar nuestra vida de cara a esta llegada del Señor: «Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir acompañados de buenas obras al encuentro de Cristo que viene, para que, colocados a su derecha, merezcan poseer el reino de los cielos»1. Toda nuestra existencia es un tiempo de espera hasta ese gran día en que Jesús vendrá para llevarnos junto a sí. Por eso, como preparación a ese encuentro, la sabiduría de la Iglesia nos hace suplicar a Dios un mayor deseo de hacer el bien.


En el evangelio de hoy, escuchamos de labios de Jesús: «Erguíos y levantad la cabeza porque se aproxima vuestra redención» (Lc 21,28). Dios nos dejó en herencia este mundo nuestro, quiere que nos dediquemos a cuidar a los suyos, nos anima a sembrar el bien en nuestra vida y a nuestro alrededor. Algún día –no sabemos cuándo– volverá el Señor. ¡Qué alegría llevaremos al corazón de Cristo cuando ese día salgamos a su encuentro! Hasta que llegue ese momento deseamos estar vigilantes, porque no sabemos ni el día ni la hora.


Delante de Jesús podemos considerar la confianza que tiene Dios con nosotros al hacernos partícipes de su misión. Este Adviento puede ser una buena ocasión para considerar aquellas tareas que el Señor nos encomendó y ver cómo las estamos llevando adelante. Quizá, junto al agradecimiento por tantas alegrías, reconoceremos que hemos dejado de lado ciertos aspectos. Hoy podemos decidirnos a recomenzar en esos puntos, siguiendo el consejo que con frecuencia daba san Josemaría: «¿Recomenzar? Sí, recomenzar. Yo –me imagino que tú también– recomienzo cada día, cada hora, cada vez que hago un acto de contrición recomienzo»2.


«VIGILAD ORANDO en todo tiempo» (Lc 21,36). Nos puede parecer que la exhortación del Señor en el Evangelio de hoy tiene un tono demasiado urgente. Pero, ¿no es esta la verdad? La vida es breve, el tiempo pasa muy rápido y puede suceder que, por el ritmo frenético con el que muchas veces vivimos, queden en un segundo plano algunos aspectos centrales de nuestra existencia. El Señor desea estar con nosotros, desea que no le olvidemos, y por eso nos llama una y otra vez. La invitación a velar es expresión de ese querer de Dios; es un modo de despertarnos si estuviéramos algo adormecidos espiritualmente o distraídos en un sinfín de cosas inmediatas que parecen más importantes. Jesús nos invita a saborear nuevamente lo esencial.


«Vigilad». El Señor nos llama amorosamente a renovar nuestros deseos de santidad, a convertir nuevamente hacia Dios lo que sea necesario. Y san Pablo, en la segunda lectura de la Misa, nos recuerda que esa obra de nuestra santidad no depende solo de nuestros esfuerzos, de nuestro empeño, sino que es una obra de Dios: «Que el Señor os colme y os haga rebosar en la caridad de unos con otros» (1 Ts 3,12).


La ayuda divina nos ha sido concedida. Hemos sido enriquecidos con ella. Jesús nos llama a la comunión y, sorprendentemente, él mismo se nos ofrece como don para alcanzar esa nueva vida. Mientras nos preparamos exteriormente e interiormente para el nacimiento del Niño Jesús, podemos considerar estas verdades. El Señor desea colmarnos de su gracia: de su amor, misericordia, ternura, humildad, fortaleza, ciencia… Este tiempo de Adviento, tiempo de espera, es una oportunidad para abrirnos a esa gracia, para acogerla de todo corazón. De este modo, saldrá a la luz nuestra mejor versión, el mejor yo de cada uno de nosotros.


NUESTRA VIDA es un maravilloso don de Dios. Durante el Adviento, tiempo de una gracia especial, la Iglesia nos recuerda una y otra vez esta verdad: Dios vale más que otras cosas que asfixian o reducen el amor, cosas que al final duelen y disgustan. «En una sociedad que con frecuencia piensa demasiado en el bienestar, la fe nos ayuda a alzar la mirada y descubrir la verdadera dimensión de la propia existencia. Si somos portadores del Evangelio, nuestro paso por esta tierra será fecundo»3. Alzar la mirada; redescubrir la auténtica dimensión de nuestra vida; dejar poso y ser fecundos en nuestro paso por esta tierra. Ese puede ser un buen programa para el Adviento. Deseando que se haga realidad en cada uno de nosotros, podemos pedir al Señor con las palabras del Salmo: «Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus sendas» (Sal 25,4).


La conversión es ante todo una gracia: es luz para ver y fuerza para querer. Deseamos mirar el rostro de Dios para que nos salve. Sabemos que nuestros límites no nos determinan y que, en cambio, nuestro apoyo es la infinita fuerza de Dios. Señor, ponemos en ti nuestra confianza. Necesitamos decírselo, pues Dios es muy respetuoso de nuestra libertad y espera a que le dejemos participar en nuestra vida. Si se lo pedimos, si después escuchamos sus palabras e intentamos ponerlas en práctica, si dejamos en sus manos las tareas más difíciles y nos empeñamos en realizar aquellas que están a nuestro alcance, tenemos la certeza de que él nos dará su luz y su fuerza.


Conociendo quién es nuestro Señor y su consejo para que estemos en vela, queremos mantener esa disposición de amor, también cuando en ocasiones el cansancio está presente en nuestras jornadas. Contamos con la presencia de María: ella supo vivir en vigilante espera los meses de gestación del Señor y sabrá mantenernos despiertos y alegres, recomenzando cada vez que sea necesario, hasta la llegada de nuestro Jesús.