"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de diciembre de 2024

1 ENERO 2025 / Santa María, Madre de Dios



 Evangelio (Lc 2,16-21)

Y fueron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño.

Y todos los que lo oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho. María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón.

Y los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho.

Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarlo, le pusieron por nombre Jesús, como le había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


EL EVANGELIO de la fiesta de hoy relata cómo los pastores acuden presurosos a encontrar al Niño y reconocen en él lo que les habían anunciado los ángeles. El texto está lleno de expresiones de admiración, asombro y sorpresa: maravillarse, glorificar, alabar, ponderar... La Navidad provoca en nosotros estos mismos sentimientos. Queremos aprovechar todo lo que sucede en el portal para disfrutar del amor de Dios que se quiere derramar en nuestros corazones. Hoy lo hacemos de la mano de la Madre de Dios, que es también nuestra madre.


«Virgen, Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos»[1]. La salvación del mundo ha comenzado. El Rey del universo ha elegido a María para hacerla su madre. Este misterio no cabe fácilmente en nuestras cabezas, ni en nuestros pobres esquemas: Dios ha querido contar con el sí de una mujer, de una adolescente. La Virgen no se pregunta por qué había sido elegida precisamente ella, le basta saber que Dios está detrás, que es su voluntad. Y san Josemaría convierte este hecho en oración suya: «Señora, Madre nuestra: el Señor ha querido que fueras tú, con tus manos, quien cuidara a Dios: ¡enséñame –enséñanos a todos– a tratar a tu Hijo!»[2].


María contagia a su alrededor, en los belenes de ayer y de hoy, esta actitud de admiración. Todo lo que ve le lleva a dar gracias. No se detiene nunca para fijarse en ella, en los problemas, en las dificultades. Disfruta de la visita de los pastores, del cariño de su esposo, de la noche estrellada que ha contemplado este misterio. Y a su alrededor todos viven esta atmósfera de alegría. María es la mejor muestra de lo que hace Dios en los hombres y en las mujeres que se dejan querer.


«OH, DIOS, que por la maternidad virginal de santa María entregaste a los hombres los bienes de la salvación eterna, concédenos experimentar la intercesión de aquella por quien hemos merecido recibir al autor de la vida»[3]. Así reza la Oración Colecta de la Misa de hoy. Y podemos preguntarnos: ¿qué significa para mí que María sea Madre de Dios? ¿Cómo lo experimento personalmente? Papa Francisco decía que «la Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María»[4]. Nuestra relación con Dios toma ejemplo de la vida de oración que tuvo María. Y ella está muy dispuesta a ayudarnos, pues «la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra»[5].


Nos podemos preguntar, llenos de estupor, cómo es posible que se nos ofrezca una santidad como la de quien fue Madre de Dios: «¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente si apenas podemos encontrarlo con nuestra capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo nuestro corazón y nuestra alma si este corazón consigue sólo vislumbrarlo de lejos y siente tantas cosas contradictorias en el mundo que nos oscurecen su rostro? Él ya no está lejos. No es desconocido. No es inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros y así ha disipado toda ambigüedad. Dios se ha hecho don por nosotros. Se ha dado a sí mismo. Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha dado a sí mismo»[6]. Si acogemos ese don, si dejamos que el Señor nos regale su vida, seremos también nosotros don para los demás. Nos convertiremos, entonces, en regalo para Dios y para quienes nos rodean.


LOS ÁNGELES cantan a voces esta maravilla. Se asombran ellos mismos de que una mujer haya dado a luz al Hijo de Dios. No salen de su sorpresa y cantan el primer villancico de la historia: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace» (Lc 2,14). Entonan este canto de júbilo y se deleitan mirando a María, al Niño y a Dios Padre embelesado. Nuestras almas se serenan en el portal y descubrimos allí lo que llena de complacencia a Dios, lo que le enamora, lo que le entusiasma. Hemos venido corriendo, pero vamos recuperando el aliento. El suave canto de los ángeles es como una canción de cuna para dormir a Jesús y para acogernos a nosotros.


Nuestra experiencia nos ha demostrado muchas veces que no somos capaces de cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios. Sin embargo, con la ayuda de la Virgen sí que podemos guardar su Palabra y ponderarla en nuestro corazón. Eso está a nuestro alcance. Así podemos estar seguros de que se cumplirá todo lo que nos ha dicho el Señor, su Palabra se puede encarnar en nuestras vidas, su sangre correrá por nuestras venas. Así lo aseguraba san Bernardo: «Toda la Trinidad gloriosa, y la misma persona del Hijo recibe de ella la sustancia de la carne humana, a fin de que no haya quien se esconda de su calor»[7].


Nosotros queremos calentarnos en esta noche fría dentro del portal. Nos gustaría que la oscuridad y la humedad no entraran en nuestra alma. Deseamos recibir a Jesús con la misma pureza, humildad y devoción con que lo hizo nuestra Madre; acoger su Palabra con la misma gracia y con igual alegría para derramarla, como ella, por el mundo entero.


Ocasión para hacer balance

 



Evangelio (Jn 1,1-18)


En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.


Él estaba en el principio junto a Dios.


Todo se hizo por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.


En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.


Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.


Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos creyeran.


No era él la luz, sino el que debía dar testimonio de la luz.


El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo.


En el mundo estaba, y el mundo se hizo por él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron.


Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.


Juan da testimonio de él y clama: «Éste era de quien yo dije: “El que viene después de mí ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo”».


Pues de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo.


A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer.


PARA TU RATO DE ORACION 


EL PRÓLOGO del evangelio de san Juan que leemos en la Misa es como un resumen de la Navidad. Nos dice que mientras unas personas reciben al Hijo de Dios y se convierten en hijos adoptivos, otras le ignoran y se quedan en las tinieblas. Hoy, último día del año, queremos poner toda nuestra vida ante ese Niño que nos ha nacido, nuestro Salvador. Es un buen momento para recapitular, para hacer balance y, sobre todo, para agradecer a Dios que ha querido estar al lado nuestro en todo momento.


Cada año que pasa, nos aproxima un poco más al cielo. Podemos pedir al Espíritu Santo que nos ilumine para hacer un examen de conjunto de este tiempo que se fue y que nos acerca a Dios. Hemos podido crecer, como Jesús, «en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Un año más en el que el Señor, en este último día, quiere decirnos a cada uno aquellas palabras del Evangelio: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25,21).


Eso nos gustaría hoy: pasar nuestros días en Belén, con Jesús, María y José, para ver nuestra vida desde Dios; entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad, y así llenar nuestro corazón de un agradecimiento sin fin. Deseamos poder decir, con palabras del evangelio de la Misa, que «el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (...). De su plenitud todos hemos recibido, gracia por gracia» (Jn 1,14.16).


«EL VERBO se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Queremos acercarnos al portal como lo hicieron los pastores, con el corazón rendido ante la maravilla que tenían de frente a sus ojos: «Acerquémonos a Dios que se hace cercano, detengámonos a mirar el belén, imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta y el rechazo. Entremos en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas, nuestros pecados. Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados por Dios. Con María y José quedémonos ante el pesebre, ante Jesús que nace como pan para mi vida. Contemplando su amor humilde e infinito, digámosle sencillamente gracias: gracias, porque has hecho todo esto por mí»[1].


Como los pastores, queremos llevar hoy a Belén todo lo que somos: todo lo que hemos hecho y dejado de hacer en este año que acaba. Seguramente habrá muchas cosas buenas y también otras que no lo son. Quizá nos hemos acercado un poco más a Dios, aunque de una manera poco medible. En todo caso, estamos seguros de que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Por eso nos llenamos de agradecimiento. Dios nos ha cuidado; ha estado con nosotros y nos ha acompañado. Te Deum laudamus. Te alabamos, Señor, desde el fondo de nuestra alma, te damos gracias porque eres bueno. Y todos los días te bendecimos. Y alabamos tu nombre por los siglos de los siglos[2].


«GRACIAS, perdón y ayúdame más». Quizá esta jaculatoria, que repetía el beato Álvaro del Portillo, puede servirnos hoy para encauzar nuestro diálogo íntimo con Jesús. San Agustín recomendaba una actitud constante de gratitud como la mejor forma de vivir: «¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras, “Gracias a Dios”? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad»[3].


«Hoy es el día adecuado para acercarse al sagrario, al belén, al pesebre, para agradecer. Acojamos el don que es Jesús, para luego transformarnos en don como Jesús. Convertirse en don es dar sentido a la vida y es la mejor manera de cambiar el mundo: cambiamos nosotros, cambia la Iglesia, cambia la historia cuando comenzamos a no querer cambiar a los otros, sino a nosotros mismos, haciendo de nuestra vida un don»[4].Tantos regalos de Dios, tantos dones, tantos motivos para hacer de nuestra vida un don… y, por contraste, vemos también en nuestra vida la falta de correspondencia. Podemos acompañar nuestra gratitud con una petición de perdón a Dios por las veces en que no hemos sido generosos o por tantas ocasiones en las que hemos estado, simplemente, distraídos. Sabemos bien que si nos llenamos de buenos deseos no nos faltará nunca su gracia, porque «a cuantos lo recibieron les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1,12).


Un buen objetivo para este año que comienza puede ser el de dejarnos ayudar más por Dios. No queremos hacer las cosas solos. Quizá el año que termina ha sido testigo de muchos intentos nuestros de contar únicamente con nuestras fuerzas y hemos comprobado que esa fórmula no funciona. «¡Gracias, perdón, ayúdame! En estas palabras se expresa la tensión de una existencia centrada en Dios. De alguien que ha sido tocado por el Amor más grande y vive totalmente de ese amor»[5]. Con la ayuda de la Virgen, nuestra madre, nos ilusiona durante este año que comienza apoyarnos más y más en la gracia de su Hijo.


30 de diciembre de 2024

SOLO LOS SENCILLOS ENTIENDEN A JESUS

 



EVANGELIO Lc 2, 36-40


En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. (Cuando José y María entraban en el templo para la presentación del niño,) se acercó Ana, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación ooooooooooooo888 Israel.


Una vez que José y María cumplieron todooooo8oooooo8ookoo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.



PARA TU RATO DE ORACION 


«CUANDO un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, Señor, se lanzó desde el cielo, desde el trono real» (Sb 18,14-15). Así arranca la antífona de entrada de la Misa de hoy. En esta Octava de Navidad queremos vivir de este hecho prodigioso: Dios nos ha enviado su Palabra, se ha hecho carne, es uno de nosotros. Nos gustaría agradecer a la Trinidad todo lo que ha sucedido. Nos unimos a la voz de los ángeles que cantan sin cesar la gloria de Dios, su felicidad, es decir, nuestra salvación. El cielo está de fiesta y la tierra se contagia de este gozo.


Hoy, en la lectura del evangelio, aparece Ana, viuda desde hace muchos años. San Lucas la describe como una profetisa. Es significativo que Dios haya elegido a una humilde viuda para comunicar su nacimiento, en lugar de algún personaje conocido o prestigioso del pueblo. Todos los testigos del nacimiento de Jesús son personas corrientes a quienes no era sencillo que la sociedad creyera.


Quizá algunos pensaron que Ana estaba un poco confundida a causa del sufrimiento y la soledad de tantos años de viudez, o por el rigor de sus ayunos y oraciones. No sabemos si le hicieron caso. Pero el Señor quiso servirse de ella para anunciar el nacimiento del Mesías: «Llegando en aquel mismo momento, alababa a Dios y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). En ocasiones, Dios elige a testigos que son aparentemente poco creíbles. Algo similar sucede con los pastores o volverá a pasar años después con María Magdalena, a quien los discípulos no creyeron. «Solo los que tienen el corazón como los pequeños —la gente sencilla— son capaces de recibir esta revelación: el corazón humilde, manso, el que siente la necesidad de rezar, de abrirse a Dios, porque se siente pobre»[1].


DESPUÉS de relatar el encuentro con Ana, el evangelio de hoy continúa narrando que la Sagrada Familia, tras haber cumplido todo lo que prescribía la ley, toma el camino de vuelta a Nazaret. Y termina con un versículo breve pero lleno de contenido, porque resume en pocas palabras gran parte de la vida oculta de Jesús: «El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2,40). Dios asume los tiempos del crecimiento normal de un niño; no tiene prisa, quiere hacer la redención de ese modo tan natural y discreto.


San Josemaría dirigiéndose a la Virgen de Guadalupe en México pedía que en nuestros corazones crecieran «rosas pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas del perfume del sacrificio y del amor. He dicho de intento rosas pequeñas, porque es lo que me va mejor, ya que en mi vida sólo he sabido ocuparme de cosas normales, corrientes, y, con frecuencia, ni siquiera las he sabido acabar; pero tengo la certeza de que en esa conducta habitual, en la de cada día, es donde tu Hijo y Tú me esperáis»[2].


Durante treinta años, vuelve a hacerse silencio en la vida de Jesús, como antes de que naciera en Belén. Pero ese silencio es muy elocuente porque allí se está cumpliendo nuestra redención. Luego muchos dirán: «¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?» (Mt 13,55). La naturalidad de la vida ordinaria fue también el camino que recorrió Jesús durante su adolescencia, su juventud y su madurez. Y de ahí tomamos ejemplo para la santificación de nuestro trabajo y nuestras relaciones; de lo de cada día y lo más cercano.


HEMOS ESPERADO nueve meses para que naciera Dios y ahora vamos a esperar treinta años hasta que comience su vida pública. Sin embargo, sabemos que la redención se está haciendo desde el mismo momento de la Anunciación. El sí de nuestra Madre a los designios divinos de salvación de los hombres ha puesto en marcha el plan trazado desde la eternidad por Dios. Es imparable, pero no sigue nuestro compás. Va despacio pero no da ningún paso atrás. «El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[3]. Con frecuencia, la rutina nos vence y no somos capaces de encontrar a Dios en lo corriente, en lo repetido un día y otro.


«Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo»[4]. Nuestra salvación ya ha comenzado y la fidelidad de Dios dura por siempre.


Ana esperó durante muchos años la manifestación del Mesías, haciendo en su alma un espacio para que el Señor pudiera hablar. Quizá a veces reprochamos a Dios su silencio y en realidad somos nosotros quienes nos envolvemos en ruido que no nos deja oírlo. En medio de la noche y del silencio, Dios ha enviado su Palabra y es definitiva. No se arrepentirá de su alianza. María fue la que custodió ese silencio, esa normalidad, durante los nueve meses y después: podemos pedirle a ella ayuda y compañía en nuestro silencio, porque tampoco queremos perdernos la manifestación de su Hijo.

29 de diciembre de 2024

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

 



Evangelio (Lc 2, 41-52)


Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.


Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo.


Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.


Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados».


Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.


Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.


PARA TU RATO DE ORACION



«SU PADRE y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él» (Lc 2,33). Y así estamos también nosotros: asombrados de que Dios se haya hecho hijo, de que haya necesitado una familia. Allí aprendemos a dejarnos querer, a dejarnos ayudar, a dejarnos perdonar. Mucho antes de que podamos ser conscientes hemos recibido cariño y cuidado. Nunca seremos capaces de compensarlo y eso sucede generación tras generación. No es un peso que abruma, sino una realidad que nos llena de agradecimiento y nos impulsa a corresponder. ¡Gracias, Señor, por la familia que nos has dado a cada uno!


«Honra a tu padre con todo tu corazón y no te olvides de los dolores de tu madre. Recuerda que ellos te engendraron» (Si 7,29-30), dice la Sagrada Escritura. Tenemos un deber de gratitud con quienes nos han cuidado cuando ni siquiera podíamos agradecerlo. Es justo que nuestros padres sean partícipes de nuestra dicha. Ellos han sido, muchas veces, quienes han puesto en nuestra vida la semilla de la fe y de la piedad.


San Josemaría nos pone delante de la misión insustituible de cada familia: «Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. El mensaje de la Navidad resuena con toda fuerza: “Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). “Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones”, escribe el apóstol (Col 3,15). La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos»[1].


LO IMPORTANTE en nuestra vida es sabernos queridos y aprender a querer. Y esto sucede, en primer lugar, dentro de la propia familia. Al mismo tiempo, es verdad que no todo es ideal. Todos estamos lejos de ser perfectos. Por eso podemos pedir ahora a Jesús, María y José que intercedan por todas las familias que atraviesan dificultades.


Se podría decir que este primer círculo social es la cuna de todo don. Ahí nos sentimos afirmados por ser quien somos, nos sentimos bendecidos y descubrimos que también nuestra vida es un don para los demás. Está inscrito en nuestro corazón que todos somos hijos. Algunos además son padres, otras son madres, puede que tengamos hermanas o hermanos... pero todos somos hija o hijo. La vida nos ha sido regalada y hay alguien que nos espera. Incluso en las situaciones más difíciles, la condición de hijo tiene tanta fuerza que habitualmente sigue siendo un camino privilegiado para encontrar a Dios Padre.


«La Navidad se considera la fiesta de la familia. El hecho de reunirse e intercambiarse regalos subraya el fuerte deseo de comunión recíproca y pone de relieve los valores más altos de la institución familiar. La familia se redescubre como comunión de amor entre personas, fundada en la verdad, en la caridad, en la fidelidad indisoluble de los esposos y en la acogida de la vida. A la luz de la Navidad, la familia comprende su vocación a ser una comunidad de proyectos, de solidaridad, de perdón y de fe donde la persona no pierde su identidad, sino que, aportando sus dones específicos, contribuye al crecimiento de todos. Así sucedió en la Sagrada Familia, que la fe presenta como inicio y modelo de las familias iluminadas por Cristo»[2].


EN BELÉN Dios se ha convertido en uno de nosotros. Quiere vivir nuestra historia, nuestro camino y nuestra libertad. «La familia es un signo cristológico, porque manifiesta la cercanía de Dios que comparte la vida del ser humano uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y en la Resurrección»[3]. Es tal la fuerza de la familia que podemos llenarnos de esperanza. La capacidad de transformación y sanación que tiene el amor en la familia es capaz de superar todas las dificultades, por muy abrumadoras que parezcan. Nuestras familias son el lugar elegido por Dios para darnos todos sus dones: el primero de todos, la vida, y con él, la fe, la vocación, un nombre, la educación, el temperamento, la lengua, un lugar al que pertenecer... Este gran reto llevó a san Juan Pablo II a incluir una invocación a la Reina de la Familia en las letanías del Rosario. Desde entonces, millones de voces y corazones le han pedido a la Virgen que proteja a las familias del mundo entero, que todas ellas sean esa cuna en donde se renueva continuamente la humanidad.


Carne y sangre nuestra son nuestros padres y hermanos, y por ellos ha de empezar nuestra preocupación apostólica. Así comenzó el apostolado de los primeros discípulos de Cristo. Andrés, «encontró primero a su hermano Simón y le dijo: — hemos encontrado al Mesías — que significa: “Cristo”. Y lo llevó a Jesús» (Jn 1,41-42). Y Juan, que con Andrés fue el primero en acercarse al Señor, comunicó el hallazgo a su hermano Santiago y le preparó para cuando Jesucristo le encontrara en medio de las redes y le llamara a su servicio. Es lógico que san Josemaría haya llamado el dulcísimo precepto al mandamiento de Moisés sobre honrar a la propia familia.


Con María y con José queremos llenarnos de admiración. En Belén, Dios ha descendido a cada familia, sobre todo a las más heridas, para sanarnos, acompañarnos y descubrir con nosotros el papel decisivo que tiene para cada hijo y para Jesús.




28 de diciembre de 2024

SANTOS INOCENTES



 Evangelio (Mt 2, 13-18)


Cuando se marcharon, un ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo:


— Levántate toma al niño y a su madre huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.


Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del profeta:


De Egipto llamé a mi hijo.


Entonces, Herodes, al ver que los magos le habían engañado, se irritó mucho y mandó matar a todos los niños que habían en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los magos.


Se cumplió entonces lo dicho por medio del profeta Jeremías:


Una voz se oyó en Ramá,

llanto y lamento grande:

Es Raquel,

que llora por sus hijos

y no admite consuelo,

porque ya no existen.



PARA TU RATO DE ORACION 


«LEVÁNTATE, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). Con estas pocas palabras el ángel despierta a José para que salve la vida del Niño Jesús. Quizá nos ha llamado la atención que esta vez el relato no comenzase por un consolador no temas; esta vez sí que hay motivos para temer porque lo que está a punto de suceder es dramático. Un rey, por envidia y miedo, busca a Cristo para matarle. Jesús encuentra enemigos siendo todavía un niño frágil.


José, sin embargo, no se deja dominar por miedo y despierta delicadamente a María. Ayer mismo han disfrutado de la visita de los Magos. El olor a incienso y el brillo del oro que les han regalado siguen llenando el lugar donde descansan. Y, sin embargo, ya es necesario escapar, salir sin llamar la atención.


Podemos aprender del contraste de esta escena evangélica, al no perder de vista las sufrientes circunstancias en las que Dios quiso hacerse Niño. «Contemplar el pesebre es también contemplar este llanto, es también aprender a escuchar lo que acontece a su alrededor y tener un corazón sensible y abierto al dolor del prójimo (...). Contemplar el pesebre aislándolo de la vida que lo circunda sería hacer de la Navidad una linda fábula que nos generaría buenos sentimientos pero nos privaría de la fuerza creadora de la Buena Noticia que el Verbo Encarnado nos quiere regalar. Y la tentación existe»[1].


EN EL CORAZÓN de María se empieza a hacer presente la profecía de Simeón: «A tu misma alma la traspasará una espada» (Lc 2,35). La madre de Cristo se está acostumbrando a salir enseguida, sin precipitación pero sin demoras innecesarias. Esta vez tampoco hay tiempo para despedirse. ¿Por qué Jesús es una amenaza para Herodes? María y José tal vez no lo entienden pero no juzgan los planes divinos. No se rebelan. Rezan antes de salir para que Dios les proteja y les bendiga en este nuevo viaje. Las dificultades no les nublan la vista, aunque temen por el Niño.


A José, quizá, una vez más, le asalta la misma incertidumbre que en ocasiones anteriores: ante el embarazo de María, cuando partieron hacia Belén a pocos días de dar a luz, la falta de lugar en la posada y ahora la necesidad de huir en medio de la noche. San Josemaría se impresionaba ante su reacción: «¿Habéis visto qué hombre de fe? (...) ¡Cómo obedece! “Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto”, le ordena el mensajero divino. Y lo hace.¡Cree en la obra del Espíritu Santo!»[2]. El padre terrenal de Jesús ha asumido su misión y sabe que un minuto de retraso puede ser perjudicial. Contempla a María absolutamente abandonada en Dios y en él, así que deciden partir en medio de la oscuridad.


«San José fue el primer invitado a custodiar la alegría de la Salvación. Frente a los crímenes atroces que estaban sucediendo, san José –testimonio del hombre obediente y fiel– fue capaz de escuchar la voz de Dios y la misión que el Padre le encomendaba. Y porque supo escuchar la voz de Dios y se dejó guiar por su voluntad, se volvió más sensible a lo que le rodeaba y supo leer los acontecimientos con realismo (...). Al igual que san José, necesitamos coraje para asumir esta realidad, para levantarnos y tomarla entre las manos»[3].


POR ORDEN de Herodes, un pelotón de soldados sale de Jerusalén para «matar a todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos» (Mt 2,16). La entera ciudad de David se llena del quejido de unas criaturas inocentes y del dolor de sus madres. «Se cumplió entonces lo dicho por medio del profeta Jeremías: una voz se oyó en Ramá, llanto y lamento grande: es Raquel que llora por sus hijos, y no admite consuelo, porque ya no existen» (Mt 2,17-18).


¿Cómo puede despertar tanta violencia una criatura indefensa? Esos niños han dado la vida por Jesús[4]. Mueren sin saber siquiera que mueren. Sus madres ven truncadas aquellas vidas inocentes y no saben por qué. Aparentemente no hay explicación para este suceso; representa el sufrimiento a primera vista inútil e injusto de unos niños que sellan con sus vidas la verdad que aún no conocen. María quizá imagina a estas madres rotas por el dolor, sin lágrimas suficientes para llorar tanto sufrimiento. No lo entiende, pero sabe que tiene un sentido y posiblemente empieza a atisbar que los planes de Dios no saldrán adelante sin mucho sacrificio.


El lenguaje se queda mudo ante semejante sufrimiento. María lo acoge en su corazón y guardó ese recuerdo toda la vida. Aquellos Inocentes dieron testimonio de Cristo, «non loquendo sed moriendo»[5], no hablando, sino muriendo, como «primicias para Dios y para el Cordero» (Ap 14,4). Quizá, con el pasar de los años, María encontró a alguna de aquellas mujeres de Belén. No sería fácil consolarla, pero seguramente tendría palabras para serenar y curar esos corazones: las vidas de aquellos Santos Inocentes se unirían a la de su Hijo.


26 de diciembre de 2024

SAN JUAN APÓSTOL




 Evangelio (Jn 20, 1a. 2-8)

El día siguiente al sábado, María Magdalena echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo:

- Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.
Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro.

Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró. Llegó tras él Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto a los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en un sitio. Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó.


PARA TU RATO DE ORACION 


PEDRO Y JUAN, tras haber escuchado el testimonio de María Magdalena, corren hacia el sepulcro vacío del Señor. En este pasaje del evangelio de hoy, el cuarto evangelista se presenta a sí mismo como el discípulo «al que Jesús amaba» (Jn 20,2). ¿Por qué Juan, cuya fiesta celebramos, fue el discípulo amado, el predilecto de Cristo? Quizá fue porque era el más joven, o quizá porque era el que más necesitaba ese cariño especial… Puede ser que por su carácter fogoso o, simplemente, porque Jesús así lo quiso. Lo que sí sabemos es que san Juan estaba convencido de ser depositario del cariño inconfundible con que el Señor le trataba.


Sin embargo, todos podemos decir que somos amados de una forma especial, única y exclusiva por Dios. Es parte del misterio de su amor por nosotros. La fe nos lo asegura, pero nuestro corazón a veces se resiste un poco a creerlo. De hecho, «la Navidad nos recuerda que Dios sigue amando a cada hombre. A mí, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”»[1]. En efecto, al igual como lo hizo con san Juan, «el Señor desea que cada uno de nosotros sea un discípulo que viva una amistad personal con él. Para realizar esto no basta seguirlo y escucharlo exteriormente; también hay que vivir con él y como él. Esto solo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad, impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos»[2].


JUAN ERA IMPETUOSO, y Jesús lo sabía perfectamente cuando lo eligió. Por ejemplo, cuando no les reciben en Samaría, el discípulo amado le pregunta: «¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,54). En otra ocasión, seguro de sí mismo, le contó a Jesús que habían prohibido expulsar demonios a uno que no iba con ellos (cfr. Mc 9,38). Jesús siempre escucha con paciencia. Cuántas horas debieron de haber compartido para encauzar aquel fuego devorador y hacer crecer en su alma la semilla de la caridad auténtica. «A veces sucede que oponemos a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia, y trabaja también el terreno de nuestros corazones, la impaciencia de quienes juzgan todo de modo inmediato: ahora o nunca, ahora, ahora, ahora. Y así perdemos aquella virtud, la “pequeña” pero la más hermosa: la esperanza»[3].


Juan aprendió bien las lecciones del Maestro porque se sabía querido. Los evangelios nos permiten rastrear el cambio que se fue operando en Juan. En la carrera al sepulcro que leemos hoy, por ejemplo, le vemos menos fogoso, tiene la deferencia de esperar a Pedro para entrar: «Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó» (Jn 20,8). Al final de su vida, repetirá incansablemente a los primeros cristianos lo que constituye la esencia del mensaje evangélico: «Queridísimos: amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios» (1 Jn 4,7). San Jerónimo narra cómo los discípulos de san Juan le preguntaban, al final de su vida, por qué repetía tanto esto; y cuenta cómo respondía el evangelista: «Porque este es el precepto del Señor y su solo cumplimiento es más que suficiente»[4].


«QUEREOS mucho unos a otros –repetía san Josemaría–. Y al decir esto, os digo lo que está en la entraña del cristianismo: Deus caritas est (1 Jn 4,8), Dios es cariño. ¿Os acordáis de aquel Juan (…)?». Entonces, el fundador del Opus Dei recordaba lo que decía el apóstol cuando estaba ya «viejo, viejo, viejo, aunque él se debía sentir joven, joven»[5]: que el mensaje cristiano se resume «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Por eso, a los ojos de un cristiano, todas las personas son destinatarias del cariño infinito de Dios.


«Dios nos ha precedido con el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada (...). Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. No obstante, espera que amemos con Él. Él nos ama para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman junto con Él y así haya paz en la tierra»[6]. Después de haber deseado que una lluvia de fuego devorase la ciudad de Samaría, Juan relata la escena de Jesús y la samaritana. Es el único evangelista que lo hace. Posiblemente, el relato de ese acontecimiento fue fruto de alguna de las tantas conversaciones con el Maestro, que quería explicarle por qué debía amar a todos, tal como Dios Padre los ama.


Juan es, finalmente, el discípulo que recibe de Jesús el dulce encargo de cuidar a la Virgen María. ¿Quién cuidó de quién? Seguramente ambos cumplieron su misión llenos de gozo y agradecimiento. María, que contempló a todas las personas a través de su hijo, amó a Juan cumpliendo la última voluntad de Jesús. Podemos acudir a ella y a san Juan para que Dios ponga en nuestro corazón ese amor que se hace fecundo en los demás.


25 de diciembre de 2024

SAN ESTEBAN EL PRIMER MARTIR

 



Evangelio (Mt 10,17-22)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en sus sinagogas, y seréis llevados ante los gobernadores y reyes por causa mía, para que deis testimonio ante ellos y los gentiles. Pero cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué debéis decir; porque en aquel momento se os comunicará lo que vais a decir. Pues no sois vosotros los que vais a hablar, sino que será el Espíritu de vuestro Padre quien hable en vosotros. Entonces el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y se levantarán los hijos contra los padres para hacerles morir. Y todos os odiarán a causa de mi nombre; pero quien persevere hasta el fin, ése se salvará.


PARA TU RATO DE ORACION 


«ESTEBAN, lleno de gracia y poder, hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo» (Hch 6,8). El número de los que creían en la doctrina de Jesucristo era cada vez mayor. Sin embargo, muchos –ya sea porque no conocían a Cristo o porque le conocían mal– no consideraron a Jesús como el salvador. «Se pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba. Entonces indujeron a unos que asegurasen: “Le hemos oído proferir palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios”» (Hch 6,9-11).


San Esteban fue el primer mártir del cristianismo. Murió lleno del Espíritu Santo, rezando por los que le apedreaban. «Ayer, Cristo fue envuelto en pañales por nosotros; hoy, cubre Él a Esteban con vestidura de inmortalidad. Ayer, la estrechez de un pesebre sostuvo a Cristo niño; hoy, la inmensidad del cielo ha recibido a Esteban triunfante. El Señor descendió para elevar a muchos; se humilló nuestro Rey, para exaltar a sus soldados»[1].También nosotros hemos recibido la apasionante misión de difundir el anuncio de Jesucristo con nuestras palabras y sobre todo con nuestra vida, mostrando la alegría del evangelio. Quizá san Pablo, presente en aquel suceso, quedaría removido por el testimonio de Esteban y, una vez ya cristiano, tomaría de allí fuerza para su propia misión.


«El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás (…). Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través (...) de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»[2].


«PRESENTARON testigos falsos que decían: “Este hombre no deja de proferir palabras contra el Lugar santo y contra la Ley”» (Hch 6,13). A pesar de que, hoy como en tiempos de san Esteban, alguna vez la doctrina cristiana pueda ser desfigurada, siempre podemos mostrar su eterna novedad a través de nuestra propia vida: «La propuesta cristiana nunca envejece (...). Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”»[3].


San Esteban afrontó la muerte en defensa de Cristo, lleno de misericordia y pidiendo por la salvación de los que le apedreaban. Dice una de las lecturas del oficio divino de hoy: «Nuestro Rey, siendo altísimo, bajó hasta nosotros en la humildad, pero no vino vacío a la tierra. Trajo a sus soldados un gran regalo, con el que no sólo los enriqueció copiosamente, sino que los confortó para una lucha invencible. Portó consigo el don de la caridad (...). La misma caridad que trajo a Cristo desde el Cielo a la tierra, elevó a Esteban de la tierra al Cielo. La misma caridad que se mostró primero en el Rey, relució después en el soldado»[4].


También nosotros queremos iluminar el mundo con la alegría del Evangelio, que da un sentido nuevo a los anhelos y preocupaciones de nuestro tiempo. Podemos aprovechar nuestro diálogo con el Señor para pedirle más sabiduría y audacia en nuestra misión. «En esto consiste el gran apostolado de la Obra: mostrar a esa multitud, que nos espera, cuál es la senda que lleva derecha hacia Dios. Por eso, hijos míos, os habéis de saber llamados a esa tarea divina de proclamar las misericordias del Señor: misericordias Domini in aeternum cantabo (Sal 87,2), cantaré eternamente las misericordias del Señor»[5].


ESTEBAN, «lleno de Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios, y dijo: “Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios”» (Hch 7,55-56). Hasta el último instante, el testimonio del primer mártir muestra la misericordia de Dios que busca nuestra conversión. Fue tal su identificación con el Maestro, que san Esteban murió rezando con palabras similares a las de Cristo: «Oraba diciendo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Luego, cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y con estas palabras murió» (Hch 7,59-60). Nuestra misión apostólica también se fundamenta en la oración y en la penitencia: «Sin la oración, sin la presencia continua de Dios; sin la expiación, llevada a las pequeñas contradicciones de la vida cotidiana; sin todo eso, no hay, no puede haber acción personal de verdadero apostolado»[6].


San Esteban murió en oración, perdonando a sus enemigos. Siguió perfectamente el ejemplo de su Señor que, en el último momento, había hecho lo mismo con quienes le crucificaron. Por ese motivo es un modelo para nuestra misión apostólica, que puede resumirse en la aventura de «ahogar el mal en abundancia de bien»[7]. Si el ambiente en el que nos movemos tiende a crisparse en algún momento, los hijos de Dios recordaremos que nuestra misión es la de ser «sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»[8]: «No se trata de campañas negativas, ni de ser anti-nada –decía san Josemaría–. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen»[9].


«Esteban tenía por arma la caridad y con ella vencía en todas partes. Por amor de Dios no se cruzó de brazos ante los enfurecidos judíos; por amor del prójimo intercedía por los que le lapidaban; por amor argüía a los que estaban en el error, para que se corrigiesen; por amor rezaba por los lapidadores, para que no fuesen castigados. Apoyado en la fuerza de la caridad, venció la violenta crueldad de Saulo, y mereció tener por compañero en el Cielo al que tuvo como perseguidor en la tierra»[10]. Acudamos a santa María, reina de los apóstoles: ella nos dará la caridad y la fortaleza del primero de los mártires.



DIOS SE HACE HOMBRE

 



Evangelio (Lc 1,67-79)


En aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, quedó lleno del Espíritu Santo y profetizó diciendo:


— Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, y ha suscitado para nosotros el poder salvador en la casa de David su siervo, como lo había anunciado desde antiguo por boca de sus santos profetas; para salvarnos de nuestros enemigos y de la mano de cuantos nos odian: ejerciendo su misericordia con nuestros padres, y acordándose de su santa alianza, y del juramento que hizo a Abrahán, nuestro padre, para concedernos que, libres de la mano de los enemigos, le sirvamos sin temor, con santidad y justicia en su presencia todos los días de nuestra vida. Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo: porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, enseñando a su pueblo la salvación para el perdón de sus pecados; por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, el Sol naciente nos visitará desde lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


«UN NIÑO nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»[1]. Se han cumplido los anhelos que hemos tenido durante el Adviento: Dios se ha hecho hombre. El mundo ya no está a oscuras. Jesús ha venido, y «los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios»[2]. Un Niño sonríe ante nuestra silenciosa adoración. Nuestra mirada se cruza con la del recién nacido. Todo es luz y limpio mirar que se mete en nuestra alma y disipa las tinieblas del pecado.


San Josemaría recomendaba «mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo, sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres»[3]. Los cielos y la tierra han sido creados por el Niño que yace en el pesebre. Él fundó la redondez del orbe y su plenitud. ¡Qué locura de amor la de Jesús! El que vive en los cielos está recostado sobre pajas; el que llena y sostiene todo con su presencia ha tomado carne como la nuestra. Podemos tomar en brazos a aquel que nos creó: este es el gran misterio que la Navidad pone delante de nuestra mirada.


Hay rumores de fiesta. Venid y veréis, nos han dicho; venid y veréis el prodigio. Pastores y reyes, ricos y pobres, poderosos y débiles se aprietan en torno a la cuna. También nosotros queremos acercarnos, postrarnos ante esta criatura indefensa, mirar a María y a José, que están cansados pero felices como quizá no ha habido nadie en la tierra. No nos cabe en la cabeza un misterio tan grande: Dios se ha revestido de nuestra carne.


CÓMO NOS gustaría agradecer que Dios se haya hecho cercano, tocable, vulnerable. Nos atrevemos a besar al Rey del universo, de quien no podían hacerse imágenes en la antigua alianza y, sin embargo, ahora se ha convertido en uno de los nuestros. Adeste, fideles… Venite, adoremus... Nuestro cantar de estos días es también invitación, llamada. A nosotros nos llamaron, hemos visto, y ahora nuestro corazón se goza: ahí está Dios Niño. «Reconoce, cristiano, tu dignidad –dice San León Magno–; has sido hecho partícipe de la naturaleza divina: no quieras degradarte con tu antigua vileza. Acuérdate de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Acuérdate de que, arrancado a la potestad de las tinieblas, has sido trasladado a la luz y al reino de Dios»[4]. El Dios todopoderoso se nos presenta como un niño recién nacido en la cueva de Belén; «ni siquiera nace en la casa de sus padres, sino en el camino, para mostrar en realidad que nacía como de prestado en esa humanidad suya que tomó»[5].


«Cuando llegan las Navidades –decía san Josemaría–, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama, que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido, que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría. No alcanzaremos jamás el verdadero buen humor, si no imitamos de verdad a Jesús; si no somos, como él, humildes. Insistiré de nuevo: ¿habéis visto dónde se esconde la grandeza de Dios? En un pesebre, en unos pañales, en una gruta. La eficacia redentora de nuestras vidas sólo puede actuarse con la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y sintiendo la responsabilidad de ayudar a los demás»[6].


A ESE DIOS escondido lo adoraremos estos días cada vez que nos acerquemos a besar y acariciar al Niño. Hecho pobre por nosotros, yace entre pajas; le daremos calor, le abrazaremos con cariño. ¡Quién no se acerca a Dios! ¡Quién no se aproxima al Niño, ahora que tiende sus brazos hacia nosotros, ahora que necesita de nuestro cuidado! En estos días, no tendremos ojos más que para ese nacimiento. Como los pastores, dejado el rebaño, nos acercamos humildes a la cuna.


Son días para vivir en familia, especialmente aptos para la contemplación. Podemos orar delante del pesebre y adorar a Dios en silencio. ¡Se purifican tantas cosas durante unos días en que los actos de amor son tan intensos! «Conservad en vuestra Navidad –decía san Pablo VI– el carácter de fiesta hogareña. Cristo al venir al mundo santificó la vida humana, en su primera edad, la infancia; santificó la familia, y en especial la maternidad; santificó el hogar humano, el nido de los afectos naturales más entrañables y universales (...). Procurad celebrar vuestra Navidad, a ser posible, con vuestros seres queridos, dad el regalo de vuestro afecto, de vuestra fidelidad a esa familia de la que habéis recibido la existencia»[7].


De frente al pesebre, junto a María y José, comprobamos que «Dios no te ama porque piensas correctamente y te comportas bien; Él te ama y basta. Su amor es incondicional, no depende de ti. Puede que tengas ideas equivocadas, que hayas hecho de las tuyas; sin embargo, el Señor no deja de amarte. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así. Aun en nuestros pecados continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel, es paciente. Este es el regalo que encontramos en Navidad: descubrimos con asombro que el Señor es toda la gratuidad posible, toda la ternura posible. Su gloria no nos deslumbra, su presencia no nos asusta. Nació pobre de todo, para conquistarnos con la riqueza de su amor»[8]. La Virgen Santísima y san José son nuestra primera familia con la que queremos vivir esta nueva Navidad.



23 de diciembre de 2024

TERMINA LA ESPERA

 


Evangelio (Lc 1,67-79)


En aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, quedó lleno del Espíritu Santo y profetizó diciendo:


— Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, y ha suscitado para nosotros el poder salvador en la casa de David su siervo, como lo había anunciado desde antiguo por boca de sus santos profetas; para salvarnos de nuestros enemigos y de la mano de cuantos nos odian: ejerciendo su misericordia con nuestros padres, y acordándose de su santa alianza, y del juramento que hizo a Abrahán, nuestro padre, para concedernos que, libres de la mano de los enemigos, le sirvamos sin temor, con santidad y justicia en su presencia todos los días de nuestra vida. Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo: porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, enseñando a su pueblo la salvación para el perdón de sus pecados; por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, el Sol naciente nos visitará desde lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.



PARA TU RATO DE ORACION


«BENDITO sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1,67). Estas son las palabras de Zacarías después de nueve meses sin poder hablar. Su canto podría resumirse en un: ¡qué bueno es Dios! Con este evangelio quiere la Iglesia que termine el tiempo de espera que hemos vivido. Este santo varón no ha percibido esos meses como un castigo. Todo lo contrario: está agradecido por lo que se le ha regalado, por la oportunidad maravillosa que ha tenido de disponerse adecuadamente para lo que su hijo Juan va a anunciar. Es un tiempo similar al Adviento que Dios nos ha ofrecido, una vez más, a nosotros. Puede que hayamos aprovechado mejor o peor estos días de preparación. En cualquier caso, nos hará mucho bien dar gracias a Dios porque Él ha trabajado en nuestra alma aunque nos parezca que se trata de un establo humilde. Dios ha preparado un lugar muy especial en nuestro portal para su Hijo.


A lo mejor nos pasa como quizá le sucedió a uno delos pastores en Nochebuena: «Una hermosa leyenda cuenta que, cuando Jesús nació, los pastores corrían hacia la gruta llevando muchos regalos. Cada uno llevaba lo que tenía: unos, el fruto de su trabajo, otros, algo de valor. Pero mientras todos los pastores se esforzaban, con generosidad, en llevar lo mejor, había uno que no tenía nada. Era muy pobre, no tenía nada que ofrecer. Y mientras los demás competían en presentar sus regalos, él se mantenía apartado, con vergüenza. En un determinado momento, san José y la Virgen se vieron en dificultad para recibir todos los regalos, muchos, sobre todo María, que debía tener en brazos al Niño. Entonces, viendo a aquel pastor con las manos vacías, le pidió que se acercara. Y puso a Jesús en sus manos. El pastor, tomándolo, se dio cuenta de que había recibido lo que no se merecía, que tenía entre sus brazos el regalo más grande de la historia. Se miró las manos, y esas manos que le parecían siempre vacías se habían convertido en la cuna de Dios. Se sintió amado y, superando la vergüenza, comenzó a mostrar a Jesús a los otros, porque no podía sólo quedarse para él el regalo de los regalos»[1].


«SI TUS MANOS te parecen vacías, si ves tu corazón pobre en amor, esta noche es para ti. Se ha manifestado la gracia de Dios para resplandecer en tu vida. Acógela y brillará en ti la luz de la Navidad»[2]. Más allá de la percepción personal que tengamos sobre los frutos de nuestra lucha y de nuestro apostolado, sabemos que en realidad nuestras manos no están vacías. San Josemaría nos sugería presentarnos en Belén con algo muy preciado: «En aquella fría soledad, con su Madre y San José, lo que Jesús quiere, lo que le dará calor, es nuestro corazón»[3].


Quizá estaríamos más tranquilos si hubiésemos llegado a este momento con las manos llenas de buenas obras, de santidad, de cariño a todos los que tenemos alrededor. Pero con frecuencia la realidad no alcanza nuestros deseos; puede ser que en nuestra vida, llena de compromisos y gestiones pendientes, el tiempo haya pasado demasiado rápido, sin que nos hayamos percatado demasiado. No importa: de igual manera podemos hoy acercarnos al portal y seremos muy bien recibidos. Descubriremos que nos estaban esperando, que la Virgen y san José se alegran infinitamente al tenernos allí en este momento preciso de nuestra historia.


Ya está aquí la salvación. Nos separan de ella unas pocas horas, pero el gozo empieza a inundarnos. San Bernardo nos confirma en nuestros deseos más ambiciosos: «Ahora, por tanto, nuestra paz no es prometida, sino enviada; no es diferida, sino concedida; no es profetizada, sino realizada: el Padre ha enviado a la tierra algo así como un saco lleno de misericordia; un saco, diría, que se romperá en la pasión, para que se derrame el precio de nuestro rescate que contiene; un saco que, si bien es pequeño, está ya totalmente lleno. En efecto, un niño se nos ha dado, pero en este niño habita toda la plenitud de la divinidad»[4].


LAS PALABRAS de Zacarías son la última profecía antes de que se cumpla definitivamente nuestra salvación. Dios se ha conmovido ante las tinieblas en que vivimos y viene a salvarnos, no a juzgar si somos dignos de recibirle. Queremos, de la mano de este israelita justo y piadoso, alcanzar las profundidades de la intimidad divina: «Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, el Sol naciente nos visitará desde lo alto» (Lc 1,78). No cabe forma más encendida de hablar.


Podríamos perdernos este privilegio por un despiste, muy fácil en estas horas finales: «Vivimos en filosofías, en negocios y ocupaciones que nos llenan totalmente y desde las cuales el camino hasta el pesebre es muy largo. Dios debe impulsarnos continuamente y de muchos modos, y darnos una mano para que podamos salir del enredo de nuestros pensamientos y de nuestros compromisos, y así encontrar el camino hacia Él»[5]. Vamos a recorrer este último tramo de la mano de santa María, quizá junto a ella en el borrico que la lleva a Belén.


En esta noche –utilizando palabras de san Juan Pablo II– Dios «entra en la historia. Se somete a la ley del fluir humano. Cierra el pasado; con Él termina el tiempo de espera, esto es, la Antigua Alianza. Abre el futuro: la Nueva Alianza de la gracia y de la reconciliación con Dios. Es el nuevo “Comienzo” del Tiempo Nuevo»[6]. Acompañamos a la Virgen mientras prepara el portal: la paja, el pesebre, los pañales... Y pone ahí todo el cariño para que el Niño no eche en falta nada. Nos encanta prestar esos servicios y ver que, en cierto sentido, ambos han querido necesitarnos.



22 de diciembre de 2024

Barruntar el amor de Jesús–


EVANGELIO  Lc 1, 57-66


Por aquellos días, le llegó a Isabel la hora de dar a luz y tuvo un hijo. Cuando sus vecinos y parientes se enteraron de que el Señor le había manifestado tan grande misericordia, se regocijaron con ella.


A los ocho días fueron a circuncidar al niño y le querían poner Zacarías, como su padre; pero la madre se opuso, diciéndoles: "No. Su nombre será Juan". Ellos le decían: "Pero si ninguno de tus parientes se llama así".


Entonces le preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamara el niño. Él pidió una tablilla y escribió: "Juan es su nombre". Todos se quedaron extrañados. En ese momento a Zacarías se le soltó la lengua, recobró el habla y empezó a bendecir a Dios.


Un sentimiento de temor se apoderó de los vecinos, y en toda la región montañosa de Judea se comentaba este suceso. Cuantos se enteraban de ello se preguntaban impresionados: "¿Qué va a ser de este niño?" Esto lo decían, porque realmente la mano de Dios estaba con él.


PARA TU RATO DE ORACION 


«¿QUÉ VA A SER, entonces, este niño?» (Lc 1,66). Los amigos de Zacarías e Isabel en su pequeña aldea están sobrecogidos. Están sucediendo cosas maravillosas alrededor del nacimiento de Juan. La expectación crece a cada instante. Su padre acaba de recuperar el habla y todas sus palabras son de alabanza y bendición a Dios. Zacarías no puede esconder su alegría y su agradecimiento. Quienes le rodean, intuyen la obra divina en todos estos sucesos, así que no quieren perderse nada; graban todas las palabras en lo más profundo de su alma.


En aquel pueblo «oyeron la gran misericordia que el Señor le había mostrado» a Isabel (cfr. Lc 1,58). En esta Navidad que ya tenemos a las puertas, nosotros también queremos oír nuevamente las misericordias de Dios, lo bueno que es, cuánto nos quiere y cómo desea salvarnos y librarnos del pecado. Podemos pedir a los parientes de María que nos ayuden a afinar el oído, a disponernos lo mejor posible para acoger el don maravilloso de la redención. En el ambiente navideño de estos días, no queremos dejar de escuchar la suave voz de Jesús. «Guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso»[1].


En el evangelio de hoy vemos que acaba de nacer el precursor. Él no es el Mesías y lo sabe. Algunos se lo preguntarán expresamente. Y sabemos que siempre responde lo mismo: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). A veces no nos resulta fácil dejar obrar al Señor. No es sencillo aprender a quitarnos de en medio. Seguramente nos hemos implicado en la misión apostólica y quizá hemos rezado mucho por alguna persona en concreto. Sin embargo, el verdadero apóstol sabe estar en segundo plano, sabe que no es imprescindible, no quiere ser el protagonista principal; lleva el mensaje de Cristo a las almas y no el suyo propio. Le podemos pedir a san Juan Bautista que nos ayude a ser, como él mismo lo fue, buenos precursores de la llegada de Jesús a la vida de tantas personas que nos rodean.


DISFRUTAR de algo significa apreciar los frutos que produce. El apóstol siempre ve frutos, porque sabe que nada de lo que hace en unión con Jesucristo cae en saco roto. Siempre disfruta de la misión, aunque no se vea el resultado. El modo en que Dios ha realizado la redención es misterioso. Su nacimiento, que celebraremos en breve, ha sucedido sin que lo supiera casi nadie. Y Juan es un buen precursor porque hace lo mismo que Jesús: es discreto, sencillo, no se da importancia. Como dice san Agustín: «Vio dónde estaba la salvación, comprendió que él era sólo una antorcha y temió ser apagado por el viento de la soberbia»[2].


Ocultarse y desaparecer llena de paz el alma del apóstol porque quien vive así se sabe instrumento. Es consciente de que no carga con todo el peso. En los buenos momentos reconoce que Dios es quien lo ha hecho. En los malos, no se inquieta porque sabe que Dios lo arreglará. Y eso no le quita ilusión ni espontaneidad. Sí le quita, por el contrario, tensión, angustia y rigidez. Podemos decirle al Señor, cada vez que pensemos que algo se nos escapa de las manos, que confiamos en Él; que no queremos nada para nosotros, sino que estamos dispuestos a ser el canal por el que haga llegar su felicidad a otros.


Muchos santos se han visto inclinados a vivir esta humildad. Desean imitar a Jesús y buscar solo, como Él, la gloria de Dios. San Josemaría relaciona ambas actitudes. Podría parecer que desaparecer es retirarse, abandonar la misión, pero no es así. Lo vemos claro en la vida de Juan el Bautista y en todos los santos: siendo humildes, no se han desentendido de las almas que estaban cerca. Por eso san Josemaría podía decir: «He sentido en mi alma, desde que me determiné a escuchar la voz de Dios –al barruntar el amor de Jesús–, un afán de ocultarme y desaparecer; un vivir aquel illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3,30); conviene que crezca la gloria del Señor, y que a mí no se me vea»[3]. Otras veces lo decía de forma más resumida: «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca»[4].


JUAN también fue por delante de Cristo cuando llegó el momento de dar la vida. Tuvo que suponer una gran alegría para él ver cómo sus discípulos encontraban al Mesías, y cómo se quedaron con él. Al ser apresado y ajusticiado, tal vez pensó que todo aquello merecía la pena para cumplir la voluntad de Dios, pero ignoraba que el mismo Mesías seguiría sus huellas en poco tiempo. El Bautista es el mayor de los nacidos de mujer (cfr. Mt 11,11) y, sin embargo, ha vivido tratando de pasar oculto. Si el nombre Juan significa favorecido por Dios, podemos decir que al que se oculta, Dios le hace feliz, le da paz, le hace disfrutar. La carga se hace suave y el peso ligero.


El plan de Dios se realiza de esta forma, en silencio y sin que muchos se den cuenta. Nos interesa que Cristo reine y Él ya ha decidido el modo en que va a hacerlo: desde la cruz, desde el dolor que implica cargar con los pecados de todos los hombres. Se ha cumplido la profecía sobre la humildad divina llevada al límite: «El inclinarse de Dios ha asumido un realismo inaudito y antes inimaginable. El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en el establo. En efecto, ¿de qué otro modo podría aparecer más grande y más pura su predilección por el hombre, su preocupación por él? Porque nada puede ser más sublime, más grande, que el amor que se inclina de este modo, que desciende, que se hace dependiente»[5].


A la Virgen María, la humilde mujer de Nazaret que ha querido que Jesús sea siempre el protagonista, le pedimos que nos ayude a ser instrumentos eficaces y discretos en las manos del mejor artesano de la historia.




21 de diciembre de 2024

MAGNIFICAT


Evangelio (Lc 1, 39-45)

Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:

—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.


 PARA TU RATO DE ORACIÓN


MARÍA ha caminado deprisa hasta el lugar donde viven Isabel y Zacarías. Al llegar constata lo revelado por el Arcángel. Todo lo que le ha dicho el ángel lo creía firmemente, pero ver a su prima esperando un hijo la llena aún más de gozo. Se confirma nuevamente lo que ya siente en sus entrañas: la presencia del Mesías. Su alegría se desborda y se la contagia al mismo Juan. Podemos pensar que el Bautista, ya desde el vientre de su madre, espera ansioso el momento de proclamar la buena noticia: Juan no pierde un instante y se lo anuncia a su madre, que por ahora es la única que le escucha.

Para María fue posiblemente un gozo inmenso poder compartir con alguien lo que llenaba su corazón. Al saludar a Isabel se dio cuenta rápidamente de que ella ya sabía todo. Hasta ahora había mantenido la noticia en lo más íntimo de su corazón. La Madre de Jesús rompe a cantar y, en su alabanza, entrelaza la historia de Israel y las palabras que ha leído tantas veces en la Sagrada Escritura. Es tan grande el amor divino por ella que no sabe cómo expresarlo; tiene que tomar palabras prestadas del mismo Dios, como nosotros lo hacemos casi siempre en la liturgia de la Iglesia. Isabel le ha dicho cosas preciosas, pero ella enseguida las dirige al autor de tanta maravilla. Así será toda su vida: llevar a los hombres a Dios.

«Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46). A María le impresiona cómo hace Dios las cosas y la razón por la cual se sirve de ella: «Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48). María se siente mirada de una forma especial por Dios y esa convicción le lleva a dar gracias.


SEGURAMENTE María nunca había soñado con hallar tanta gracia delante de su Creador. Se da cuenta de que es la inmensa bondad de Dios la que se derrama sin más motivo que la misma libertad divina. No podemos salir de nuestro asombro. Nos resulta difícil imaginarnos y creer en un Dios así de complaciente con nosotros, pobres criaturas.

A la vez, por la experiencia del pecado, también puede suceder que a veces nos sintamos un poco ajenos a este agradecimiento, porque no podemos olvidar que «la capacidad perceptiva para con Dios parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos “sin oído musical” para Él»[1]. No nos ha de inquietar esa falta de oído. Santo Tomás de Aquino nos tranquiliza: «Tan espléndida es la gracia de Dios y su amor a nosotros, que hizo Él más por nosotros de lo que podemos comprender»[2]; es decir, aunque nuestra capacidad para sintonizar con Él pueda estar menguada, la gracia de Dios va mucho más allá y nos socorre.

Dios se vuelca con cada una de sus hijas e hijos con toda su intensidad. «No esperó a que fuéramos buenos para amarnos, sino que se dio a nosotros gratuitamente (...). Y la santidad no es sino custodiar esta gratuidad»[3]. Ser santo es dejarse querer por Dios así, porque le da la gana, sin ningún otro motivo. San Josemaría utilizaba palabras que quizá nos resultan sorprendentes: «Con la Fe y el Amor, somos capaces de chiflar a Dios, que se vuelve otra vez loco –ya fue loco en la Cruz, y es loco cada día en la Hostia–, mimándonos como un Padre a su hijo primogénito»[4]. Nosotros también somos objeto de esa mirada gratuita de Dios. María se da cuenta de que su alegría será proclamada por todas las generaciones y de ese agradecimiento brota su entrega.


DE UN CORAZÓN agradecido brotan con facilidad deseos de correspondencia y de generosidad. Podremos alcanzar la verdadera felicidad y el compromiso total para devolver amor por amor solo cuando dejemos que nuestro corazón reaccione con agradecimiento. Nuestras fuerzas no pueden devolver a Dios algo proporcional a lo que Él nos ha dado. Esta incapacidad, de alguna manera, nos libera. Nuestra misma entrega es obra de quien «ha hecho en mí cosas grandes» (Lc 1,49) porque es todopoderoso, también para sacar de nosotros lo que inicialmente nos supera. «Su misericordia se derrama de generación en generación» (Lc 1,50), desde Abraham hasta hoy, hasta mi vida, concreta, ordinaria y escondida a tantas personas.

A Dios le gusta manifestar el poder de su brazo y así confundir a los que piensan que pueden por sí solos y que su voluntad es suficiente para ser felices. Dios ha mandado poner en lo más alto de su reino a los humildes, a los pequeños que se dejan hacer grandes. Hará temblar cualquier trono construido por manos humanas. A quien se siente necesitado, Dios lo quiere colmar de bienes, entre los cuales el primero de ellos es su amor incondicional e infinito: está decidido a desbordar nuestra imaginación y a superar nuestros deseos más optimistas.

Lamentablemente, a los que se sienten ricos sin serlo, Dios no los podrá llenar de su tesoro. Esto será un gran pesar para Él, ya que desea llenar de su amor a todos sus hijos. Pero así es la historia de su misericordia, de su tierno cariño por cada uno. Es la historia de la libertad de un Dios que ofrece todo su gozo de generación en generación, que continuamente busca caminos para que el hombre se deje querer. María, con su «fiat», lo ha conseguido como nadie, y estará encantada de enseñarnos y de acompañarnos en el camino.


20 de diciembre de 2024

BENDITA tú entre las mujeres



Evangelio (Lc 1, 39-45)


Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:


—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada la que ha creído, porque se cumplirán las cosas que se le han dicho de parte del Señor.


PARA TU RATO DE ORACIÓN


 «MARÍA se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39); intuye que su prima la necesita y corre hacia ella, sin detenerse. Qué suerte la de Isabel al tener una pariente así: tan dispuesta, tan sensible, tan dócil a las necesidades de los demás. «¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,43). Quizá también nosotros podemos dirigir una oración así al Señor: ¿por qué tengo tanta suerte de conocerte, Señor, de poder estar conversando ahora contigo, de tenerte en mi alma? Le pedimos a santa Isabel, que recibió la primera visita del Mesías encarnado, que nos ayude a agradecer a Dios sus delicadezas con cada uno de nosotros. Y eso, al mismo tiempo, nos lleva a querer, como santa María, salir deprisa para compartir este regalo con muchas almas.


Isabel se emocionó cuando llegó su prima. Algo se movió en lo profundo de su alma. Se llenó del Espíritu Santo. Ya desde los primeros compases de la nueva alianza, Dios inunda con su gracia a las almas que se dejan acariciar por ella. Sabemos, entonces, que María era la llena de gracia y que Isabel se llenó del Espíritu Santo. Es impresionante esta capacidad del corazón humano de contener a Dios. A san Josemaría le sobrecogía la grandeza e infinitud de un Creador que quiere estar tan cerca de nosotros: «¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco»[1].


ANTE LA GRANDEZA de la misión que habían recibido, estas dos primas no se echan para atrás, asustadas. No se dejan llevar por el miedo al fracaso ni por la angustia. Confían plenamente en Dios. Están agradecidas. No se ven rodeadas más que por dones y se vuelcan en acción de gracias, sin pensar demasiado en las dificultades que ya han tenido o que inevitablemente llegarán.


Así aparecen estas dos madres: serenas, alegres, agradecidas. Se saben queridas por Dios y eso las impulsa muy por encima de lo humanamente razonable. María e Isabel están entusiasmadas. Sus hijos, cada uno de un modo distinto, van a marcar un antes y un después en la historia de la humanidad. Ellas no se preocupan demasiado de cómo se va a llevar a cabo todo eso, están convencidas de que Dios lo hará muy bien. «Bienaventurada eres porque has creído, dice Isabel a nuestra Madre. —La unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo»[2].


Para Isabel, el silencio de Zacarías, su esposo, también fue una fuente de gracia. Probablemente la hizo rezar más, preguntar directamente a Dios por el sentido de sus planes. Juntos, entre Isabel y Zacarías se prepararon silenciosamente para la venida de Juan; así era más fácil evitar que lo superficial tapara el gran misterio de la redención que se estaba abriendo ante sus miradas. Habían sido elegidos para ser parientes del Mesías y eso bastaba para llenar sus horas de un diálogo continuo con Dios.


«BENDITA tú entre las mujeres» (Lc 1,42). Esta es posiblemente una de las frases más repetidas de la historia. La pronunciamos en cada avemaría, junto a todos los cristianos del mundo y de todos los tiempos. Y los años han confirmado que Isabel no se equivocaba. Quien se fía de Dios es más feliz. Las únicas promesas que son seguras, que no son frágiles, son las del Señor. Como en la vocación de María, también en la historia de Isabel podemos ver que la alegría tiene una importante presencia: Juan salta de gozo en el vientre de su madre por la presencia de Jesús.


A nosotros nos gustaría también saltar de gozo continuamente. Quisiéramos sentir hasta físicamente la presencia de Cristo, su cercanía. Ciertamente, santa Isabel había rezado durante muchos años antes de estos sucesos. Quizá ya había asumido que no tendría hijos. Es entonces cuando Dios interviene en su vida convirtiéndola en madre del más grande entre los nacidos de mujer (cfr. Mt 11,9). Así es Dios y lo mismo hace en nuestra vida. Donde parece que nos falta es donde nos bendice. Donde no llegamos nosotros, él desborda su gracia. Donde nos rendimos a su Providencia, comprobamos que sus planes son los mejores, más emocionantes y ambiciosos. «Dios llega gratis. Su amor no es negociable: no hemos hecho nada para merecerlo y nunca podremos recompensarlo»[3].


Quién iba a imaginarse seis meses antes que su prima iba a ser la madre del Mesías y que ella sería la del precursor. Cuántas veces nuestra fe es puesta a prueba por unas circunstancias adversas o por nuestros deseos de querer considerar todas las variables y las posibilidades del futuro. Podemos pedir a Isabel y a santa María que nos ayuden a dar gracias con su misma alegría. «¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,43).