"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

28 de febrero de 2025

INFANCIA ESPIRITUAL

 



Evangelio (Mc 10,13-16)

Le presentaban unos niños para que los tomara en sus brazos; pero los discípulos les reñían. Al verlo Jesús se enfadó y les dijo:

—Dejad que los niños vengan conmigo, y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.

Y abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos


PARA TU RATO DE ORACION


EN TIEMPOS de Jesús, era normal que los jefes de la sinagoga bendijeran a los niños; lo mismo sucedía entre padres e hijos, o entre maestros y discípulos. Por eso, a las personas que escuchaban al Señor les pareció natural acercar sus hijos al Maestro para que los tomara en brazos y los bendijera. Sin embargo, a los discípulos les pareció inoportuno ese buen deseo. Quizás pensaron que se trataba de una interrupción que se debía evitar, así que decidieron reñir a quienes intentaban aproximarse a Cristo. El Evangelio nos dice que, «al verlo, Jesús se enfadó. Y les dijo: “Dejad que los niños vengan conmigo y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él”» (Mc 10,13-15).

Hay que tener en cuenta la consideración que se tenía con los niños en la antigüedad: lo cierto es que apenas contaban, a nadie se le habría ocurrido que se pudiera aprender de un pequeño. En cambio, «¡qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el “Evangelio del niño”. En efecto, ¿qué quiere decir: “Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos”? ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros»1.

«No quieras ser mayor. —Niño, niño siempre», aconsejaba san Josemaría. «Tu triste experiencia cotidiana está llena de tropiezos y caídas. ¿Qué sería de ti si no fueras cada vez más niño? No quieras ser mayor. —Niño, y que, cuando tropieces, te levante la mano tu Padre-Dios»2.


«ESTAMOS EN UN SIGLO de inventos –escribía santa Teresa de Lisieux, a finales del siglo XIX–. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los libros sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras salidas de la boca de Sabiduría eterna: “El que sea pequeño, que venga a mí” (Pr 9,4)»3.

Hacerse pequeños: Dios hizo descubrir a santa Teresa del niño Jesús esta vía para acceder a la santidad. «Yo siempre he deseado ser santa –escribía en otra ocasión–. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña, cuya cumbre se pierde en el cielo, y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad»4.

También san Josemaría tuvo en su propia vida experiencias análogas, aunque con matices y acentos distintos. En Camino dedica todo un capítulo a numerosas consideraciones bajo el título «Infancia espiritual». El fundador del Opus Dei siempre se vio ante Dios como un niño, como un instrumento inadecuado que, sin embargo, se sentía seguro en los brazos de su Padre del cielo: «Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres»5. Y aconsejaba también: «¡Qué seáis muy niños! Y cuanto más, mejor (…). Fomentad el hambre, la aspiración de ser como niños. Convenceos de que es la forma mejor de vencer la soberbia. Persuadíos de que es el único remedio para que nuestra manera de obrar sea buena, sea grande, sea divina»6.


«CAMINO DE INFANCIA. –Abandono. –Niñez espiritual. –Todo esto no es una bobería, sino una fuerte y sólida vida cristiana»7. Hacerse como niños ante Dios nada tiene que ver con el sentimentalismo o la puerilidad, sino que «exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto»8. La vida de infancia «supone una viva fe en la existencia de Dios, un rendimiento práctico a su poder y a su misericordia, un acudir confiado a la Providencia de Aquel que nos da su gracia para evitar todo mal y conseguir todo bien»9.

La persona que emprende este camino deberá adecuar su corazón para acoger los dones de Dios y adquirir las virtudes del niño, que solo se alcanzan a cambio de «renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños»10.

«Y todo eso lo aprendemos tratando a María. La devoción a la Virgen no es algo blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor (…). Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos»11.




El matrimonio una realidad natural



 Evangelio (Mc 10, 1-12)

Saliendo de allí llegó a la región de Judea, al otro lado del Jordán, y de nuevo se congregó ante él la multitud. Y, como era también su costumbre, se puso a enseñarles.

Se acercaron entonces unos fariseos que le preguntaban, para tentarle, si le es lícito al marido repudiar a su mujer.

Él les respondió: —¿Qué os mandó Moisés?

Moisés permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla —dijeron ellos.

Pero Jesús les dijo: —Por la dureza de vuestro corazón os escribió este precepto. Pero en el principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

Una vez en la casa, sus discípulos volvieron a preguntarle sobre esto.

Y les dijo: —Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.



PARA TU RATO DE ORACION 


MIENTRAS MARCHA hacia Jerusalén, Jesús se detiene en algún lugar de Judea. Las multitudes se congregan para escucharle. También unos fariseos se acercan, pero su actitud contrasta con la sencillez de los demás. Aquellos le hacen una pregunta comprometida, «para tentarle» (Mc 10,2): quieren saber si para el marido es lícito repudiar a su mujer. Las escuelas rabínicas discutían sobre cuáles eran los motivos suficientes para el repudio, con posiciones que iban desde admitirlo por razones muy banales hasta reservarlo solo para casos graves. La casuística era intrincada y el propósito oculto de los fariseos era enredar a Jesús. Por eso, quizás se sorprendieron al escuchar su respuesta, que achaca las concesiones de la ley de Moisés a la dureza del corazón humano. Cristo reafirma el designio originario de Dios, quien «al principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso –dice Jesús– dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mc 10,6-9).

El Señor recuerda una verdad que el pecado había oscurecido: que el matrimonio es una realidad natural, creada por Dios desde el principio y, por tanto, buena y santa. Tiene como característica propia la total entrega mutua entre varón y mujer para, así, crear el espacio idóneo para el amor. «Quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser solo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no solo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad»1.


EL CATECISMO de la Iglesia señala que los sacramentos son «como “fuerzas que brotan” del Cuerpo de Cristo (...), son “las obras maestras de Dios” en la nueva y eterna Alianza»2. También explica que los sacramentos son «signos eficaces de la gracia»3. Esto puede ayudarnos a comprender el valor inmenso del sacramento del matrimonio: el compromiso de los esposos es tomado por Dios para manifestar allí, a través de ese vínculo, su amor divino. «Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes»4. «Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio»5, continúa diciendo el Catecismo.

«Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia. Esto tiene consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, en virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia»6.

Por eso, san Josemaría enseñaba que el matrimonio es «signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra. Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión»7. Cada rincón de la vida familiar pasa a ser parte de esa transformación obrada por Dios: desde la relación entre los esposos hasta los esfuerzos económicos por sacar adelante a los hijos; pasando por la educación, las tareas domésticas, la apertura a otras familias, el descanso, etc.


AL MISMO TIEMPO que conocemos la grandeza del sacramento del matrimonio, no se nos ocultan las dificultades que aparecen en la vida matrimonial. Somos conscientes de que los problemas, en algunas ocasiones, pueden llevar a la ruptura de aquella comunión. Quizás sucede que «hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más»8.

Ciertamente, no faltarán las crisis en la historia de un matrimonio y, en realidad, de toda comunidad humana. Es importante saber que, en aquellos momentos, Dios no está ausente ni se ha olvidado de nosotros. Al contrario, son precisamente ocasiones de descubrir con mayor madurez su cercanía, son oportunidades de hacer más fuerte nuestra fe y nuestro amor hacia las demás personas. «En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites de la relación (...). A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones difíciles»9. Sin embargo, no existen recetas aplicables a todos los matrimonios: Dios llama a la santidad a cada persona, a cada matrimonio, y los caminos que nos llevan hacia él son siempre diversos.

Podemos pedir a santa María, reina de la familia, que nos abramos a recibir de Dios una caridad cada vez más grande, madurada en las inevitables dificultades; que nos ayude, siguiendo los consejos de san Josemaría, a «compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende»10.

27 de febrero de 2025

COHERENCIA

 


Evangelio (Mc 9,41-50)

Jesús dijo a sus discípulos, cualquiera que os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa. “Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar. Y si tu mano te escandaliza, córtatela. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde ‘su gusano no muere y el fuego no se apaga’. Porque todos serán salados con fuego. La sal es buena; pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened en vosotros sal y tened paz unos con otros.”



PARA TU RATO DE ORACION 



«CUALQUIERA QUE os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa» (Mc 9,41). Un vaso de agua no parece una gran cosa, aunque puede ser importante tras haber estado caminando bajo el ardiente sol de Judea. Pero a Jesús no le interesa tanto el valor material del gesto como su significado: dar un vaso de agua a uno de sus discípulos es una señal de apertura, de acogida. Mientras recorría los caminos de Palestina para anunciar el Reino de Dios, Jesús agradecería las muestras de hospitalidad y cariño que recibía de sus amigos, tanto en Betania –en la casa de Marta, María y Lázaro– como en otros lugares. Quizá nos gustaría haber sido uno de esos personajes del Evangelio: amigos de Jesús, personas que tuvieron la suerte de recibirlo en sus hogares, de ofrecerle algo con sencillez pero con genuino afecto. Muchos de ellos le abrieron las puertas de sus casas, pero, sobre todo, las puertas de sus corazones.


Jesús sigue llamando a nuestra puerta. Se nos hace cercano en los sacramentos, en la Sagrada Escritura, en las personas necesitadas que nos rodean… De seguro tampoco falta en nuestra vida el buen ejemplo de personas que, como los discípulos, o como la gente que acogía a los discípulos, nos encaminan hacia Cristo. Posiblemente las encontramos en nuestra familia, entre nuestros amigos, en un profesor del colegio, en una catequista… Existen en nuestra vida personas que han sido muy significativas precisamente porque eran mujeres y hombres de Dios. Eso es lo que todo discípulo de Jesús está llamado a ser: alguien que es de Cristo y que, por eso, puede ser recibido en su nombre. «Todos nosotros, los bautizados, somos discípulos misioneros y estamos llamados a ser en el mundo un Evangelio viviente».


TRAS HABER subrayado el grandísimo valor que tiene llevar su nombre y su presencia a los demás, el Señor también advierte de la enorme gravedad de lo contrario: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar» (Mc 9,42). Si un cristiano se profesa como tal, pero luego no piensa, no siente y no actúa como alguien que está en camino hacia Dios, cae en la incoherencia y dificulta que los demás se acerquen a Cristo; deforma su amabilísimo rostro y crea como un muro, en lugar de tender puentes que lleven a la salvación. El Concilio Vaticano II afirma con claridad que muchas veces los cristianos «han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión».


Es grande la fuerza negativa de la incoherencia. Todos hemos encontrado personas que se han alejado de la Iglesia porque han percibido una doble vida en algunos cristianos, porque se han sentido tratadas duramente o con excesiva rigidez, porque han sido víctimas de injusticias en el ámbito personal, laboral o social. Es verdad que, por el pecado, todos somos débiles y tendemos, en cierta medida, a comportarnos de modo contradictorio. Por eso, «para vivir con coherencia cristiana es necesaria la oración, porque la coherencia cristiana es un don de Dios. (...). Señor, que yo sea coherente –podemos suplicar–. Señor, que no escandalice nunca. Que sea una persona que piense como cristiano, que sienta como cristiano, que actúe como cristiano». Porque, así como la incoherencia hace mucho mal, la coherencia cristiana hace un gran bien. El testimonio cristiano remueve silenciosamente los corazones. Siembra una inquietud santa en los demás, a partir de la cual el Espíritu Santo comienza a hacer su trabajo.


«SI TU MANO te escandaliza, córtatela –dice Jesús–. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga» (Mc 9, 43.45.47-48). Después de haber alertado sobre la gravedad de la incoherencia de vida, que aleja de la salvación a los demás, el Señor usa ejemplos gráficos para persuadirnos a mirar con ojos de eternidad nuestra vida presente. Porque el requisito previo para poner en práctica aquellas palabras, lo que Jesús asume al pronunciarlas, es nuestro gran deseo de ser felices con Dios: ese anhelo de «entrar en la vida» o de «entrar en el Reino».


El Señor quiere que apartemos el pecado de nosotros, lo que incluye evitar cualquier ocasión próxima de ofender a Dios, porque sabe que eso no llenará nuestro corazón. Si experimentamos que «nada hay mejor en el mundo que estar en gracia de Dios»4, querremos poner los medios necesarios para alejar de nosotros todo lo que nos pueda apartar del Señor, con humildad y fortaleza. San Josemaría nos animaba a no desanimarnos nunca al descubrir la inclinación al mal dentro de nosotros. «No te avergüences –decía–, porque el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha dado todos los medios idóneos para superar esa inclinación: los Sacramentos, la vida de piedad, el trabajo santificado. Empléalos con perseverancia, dispuesto a comenzar y recomenzar».


María nos ayuda en el camino hacia la verdadera felicidad. «En la Salve Regina la llamamos “vida nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida, pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza nuestra”».





25 de febrero de 2025

LA PACIENCIA DE JESÚS CON NOSOTROS



 Evangelio (Mc 9,38-40)

Juan le dijo:

—Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros.

Jesús contestó:

—No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está.


Para tu oración personal 


A LOS DISCÍPULOS todavía se les hace difícil entender a Jesús, especialmente cuando habla de la pasión y muerte que le espera. Continúan llenos de visión humana. Sin duda, aman a Cristo, pero todavía no de modo incondicional, sino que proyectan en él sus expectativas terrenas. Pero es innegable que son siempre sinceros, su actitud es la de quien desea aprender. Exponen al Señor, con sencillez y claridad, todo lo que piensan, todo lo que se preguntan en su interior; le cuentan lo que conversan entre ellos y le relatan sus andanzas apostólicas. En una ocasión, «Juan le dijo: –Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros. Jesús contestó: –No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está» (Mc 9,38-39).

Podemos imaginar la paciencia del Señor al realizar esta corrección. Quizá incluso se divertía un poco con esos primeros pasos de quienes había escogido para que fueran apóstoles. Los discípulos actuaban con buena intención, pero todavía les faltaba comprender mejor las cosas, mirar desde el punto de vista de Dios. Aún veían la realidad de modo muy simple, como en blanco y negro. Jesús, en cambio, les hace notar que esta tiene un riquísimo colorido, y que aquel hombre que hacía el bien en su nombre no era tan ajeno a Cristo como parecía. «¡Qué gran cosa es entender un alma!»1, exclamaba santa Teresa de Jesús. Cualquier persona deseosa de hacer el bien merece nuestro delicado respeto, interés, empatía y cariño. «En virtud de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios, que es comunión y comunicación-de-sí, llevamos siempre en el corazón la nostalgia de vivir en comunión, de pertenecer a una comunidad. “Nada es tan específico de nuestra naturaleza –afirma san Basilio– como el entrar en relación unos con otros, el tener necesidad unos de otros”»2.


SAN AGUSTÍN escribía que, así como en la Iglesia Católica «se puede encontrar aquello que no es católico, así fuera de la [Iglesia] católica puede haber algo de católico»3. Toda manifestación de bien en el mundo es motivo de alegría para quien ama al origen de todo bien. En el pasaje evangélico que contemplamos, «la actitud de los discípulos de Jesús es muy humana, muy común, y la podemos encontrar en las comunidades cristianas de todos los tiempos, probablemente también en nosotros mismos. De buena fe, de hecho, con celo, se quisiera proteger la autenticidad de una cierta experiencia (...). Entonces, no se logra apreciar el bien que los otros hacen»4.

San Josemaría, hablando con una persona que vivía en una zona con pocos católicos, decía: «En tu tierra hay muchos que no son cristianos, pero que pertenecen de algún modo a la Iglesia, por su rectitud y por su bondad. Estoy seguro de que si supieran lo que es la fe católica, querrían ser católicos (...). Nosotros pertenecemos al cuerpo de la Iglesia: somos una parte de ese cuerpo maravilloso. Y ellos, si cumplen la ley natural, tienen como un bautismo de deseo»5.

El espíritu de comunión nos lleva a poner los ojos en todo lo que nos une a los demás, en lugar de hacerlo en lo que nos separa. Jesús invita a sus discípulos «a no pensar según las categorías de “amigo/enemigo”, “nosotros/ellos”, “quien está dentro/quien está fuera”, “mío/tuyo”, sino a ir más allá, a abrir el corazón para poder reconocer su presencia y la acción de Dios también en ambientes insólitos e imprevisibles y en personas que forman parte de nuestro círculo. Se trata de estar atentos más a la autenticidad del bien, de lo bonito y de lo verdadero que es realizado, que no al nombre y a la procedencia de quien lo cumple»6.


EN EL ORDEN NATURAL, Dios ha creado una multitud inmensa de ángeles; muchas galaxias y planetas; especies incontables de animales, vegetales y minerales. No es de extrañar que, en el orden sobrenatural, el Espíritu Santo haya querido suscitar a lo largo de los siglos innumerables carismas que enriquecen de modo maravilloso su Iglesia. Está claro que el Señor ama la pluralidad, probablemente porque esos incontables carismas, como en cierto modo las criaturas materiales, reflejan con diversidad de luces su perfección infinita.

A imagen de Dios, cada uno de los cristianos deberíamos amar con entusiasmo el pluralismo y la multiplicidad. Como en una gran familia, nos alegran y enorgullecen los frutos de santidad de tantas instituciones, muy diversas entre sí, que han dejado un surco ancho y profundo en la historia de la Iglesia, y también han configurado de muchas maneras la sociedad en que vivimos. Es sin duda un don de Dios para el mundo todo el trabajo que han desarrollado y siguen llevando a cabo esas realidades eclesiales, y también el de otras más recientes. Por eso, san Josemaría aconsejaba: «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. –Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia»7.

Podemos pedir a María que nos ayude a estar siempre abiertos al amplio horizonte de la acción del Espíritu Santo, de manera que seamos «capaces de apreciarnos y estimarnos recíprocamente, alabando al Señor por la “fantasía” infinita con la que obra en la Iglesia y en el mundo»8



Hacer amable la convivencia

 


Evangelio (Mc 9, 30-37)

Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía:

—El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días.

Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle. Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó:

—¿De qué hablabais por el camino?

Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo:

—Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos.

Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:

—El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.



PARA TU RATO DE ORACION 


EN EL IMAGINARIO popular de los israelitas en tiempos de Jesús, el Mesías esperado sería un líder llamado a conducir al pueblo hacia la liberación del dominio extranjero para, después, instaurar un nuevo orden político. Por eso, es fácil imaginar el desconcierto de los apóstoles cuando el Señor les anuncia su Pasión: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán» (Mc 9,31). El Mesías no va a ser un triunfador, humanamente hablando. A pesar de que Jesús añade también la luminosa profecía de su resurrección –«y después de muerto resucitará a los tres días» (Mc 9,31)–, los discípulos todavía no están preparados para acoger este evento y asimilar su significado profundo. El evangelista comenta que «ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle» (Mc 9,32).

Muchas veces nos puede ocurrir que tengamos una idea preconcebida de la realidad. Y esa concepción, aunque sepamos que es imperfecta o apresurada, no siempre resulta fácil cambiarla. En el fondo de esta actitud se puede esconder un cierto miedo a que la verdad contradiga nuestros deseos o nuestros planes, y ponga el foco en aspectos de nuestra vida que reclaman una conversión. El examen de conciencia es un buen momento para «releer con calma lo que sucede en nuestra jornada, aprendiendo a notar en las valoraciones y en las decisiones aquello a lo que damos más importancia, qué buscamos y por qué, y qué hemos encontrado al final. Sobre todo aprendiendo a reconocer qué sacia mi corazón»[1].

«Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma»[2]: así rezaba san Josemaría, sobre todo en los últimos años de su vida. Podemos pedir al Señor la valentía de querer siempre convertirnos, y que en esos momentos de examen purifique nuestro corazón para encontrar al auténtico Mesías en nuestra vida ordinaria.


LA IDEA de un Mesías terrenal estaba tan arraigada en los apóstoles que ignoraron las palabras del Señor y se pusieron a comentar un asunto que realmente les preocupaba: dónde estaría situado cada uno en el futuro reino y a quién otorgaría Jesús mayor autoridad. Se entretuvieron en estas conversaciones mientras recorrían los caminos de Galilea. Una vez llegados a Cafarnaún, el Señor les preguntó acerca de lo que habían estado hablando durante el itinerario. Ellos se quedaron en silencio, tal vez avergonzados por haber razonado de espaldas a él con una lógica diversa a aquella de las enseñanzas del Maestro.

Jesús decidió entonces, con paciencia, compartir y enseñar su modo de pensar: «Llamando a los doce, les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos”. Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”» (Mc 9,35-37).

El Señor pone en el centro a un niño para que podamos comprender que, para entrar en el Reino, es necesario ser menos calculadores y más ligeros de corazón, hacerse pequeños y sencillos; que debemos abandonar las ambiciones y afanes en las manos de Dios. La verdadera autoridad no está en dominar a los otros, sino en servir a todos. Cristo no nos enseña a resignarnos a una especie de mediocridad o negar los propios talentos; lo que nos recuerda es la necesidad de orientar nuestros pensamientos, deseos y esfuerzos hacia lo más importante: el amor a él y a los demás, que se manifiesta en el servicio. Con san Josemaría, podemos repetir: «Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor»[3].


CRISTO se presenta como servidor de todos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). También nosotros podemos convertir nuestra vida en una continuación de ese servicio de Cristo a los demás: mientras realizamos nuestro trabajo, en la vida familiar y en nuestras relaciones de amistad.

La caridad, que es lo que mueve el servicio auténtico, puede concretarse en los esfuerzos de cada día por hacer la vida un poco más agradable a quienes nos rodean. «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia –escribe el prelado del Opus Dei– es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices»[4]. El mismo Jesucristo manifestó así su deseo de servir a todos los hombres: escuchando a las personas que se acercaban a él, explicando pacientemente sus enseñanzas a las gentes, lavando los pies de los apóstoles, compadeciéndose de las necesidades de los que le seguían…

«He repetido muchas veces –decía san Josemaría– que quiero ser ut iumentum, como un borriquillo delante de Dios–. Y esa ha de ser tu posición y la mía, aunque nos cueste. Pidamos humildad a la Santísima Virgen, que se llamó a sí misma ancilla Domini. Servicio. ¿Con qué devoción decís serviam! cada día? ¿Es solo una palabra o es un grito que sale del fondo del alma?»[5]. En el trabajo y en el resto de ocupaciones podemos ejercitar esas virtudes que nos llevan a alegrar el día a los demás, haciéndoles partícipes del amor de Dios que nos mueve.

24 de febrero de 2025

EL SEÑOR SABE MAS

 



Evangelio  Marcos (9,14-29):

EN aquel tiempo, Jesús y los tres discípulos bajaron del monte y volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos escribas discutiendo con ellos.
Al ver a Jesús, la gente se sorprendió y corrió a saludarlo. El les preguntó:
«¡De qué discutís?».
Uno de la gente le contestó:
«Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no lo deja hablar; y cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo echen y no han sido capaces».
Él, tomando la palabra, les dice:
«Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo».
Se lo llevaron.
El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos.
Jesús preguntó al padre:
«Cuánto tiempo hace que le pasa esto?».
Contestó él:
«Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos».
Jesús replicó:
«Si puedo? Todo es posible al que tiene fe».
Entonces el padre del muchacho se puso a gritar:
«Creo, pero ayuda mi falta de fe».
Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo:
«Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él».
Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió.
El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto.
Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie.
Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas:
«Por qué no pudimos echarlo nosotros?».
El les respondió:
«Esta especie solo puede salir con oración».

PARA TU RATO DE ORACION 

«MAESTRO, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo; (...). Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido» (Mc 9,17-18). La angustia ha llevado a este buen padre hasta los pies de Jesús. Había acudido ya a sus discípulos, pero ellos, incapaces de afrontar esta situación, no habían podido ayudarle. «El Señor quiere que pidamos mucho: ¡nos presenta tantos ejemplos de tozudez en el santo Evangelio! Gente que le arranca los milagros a fuerza de pedir; a veces poniéndose delante de Él, con sus miserias que claman»1.


Ante la impotencia de los discípulos, la fe del padre parece que tambalea; sin embargo, abre su corazón a Cristo y le confía sus deseos con sencillez: «Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos» (Mc 9,22). Es entonces cuando Jesús exclama: «¡Si puedes…! ¡Todo es posible para el que cree!». Jesús quiere realizar los milagros que la gente ansía; aún más, quiere superar sus expectativas, pero necesita que aquellas almas abran las puertas con fe. En todo tipo de dificultades, «podemos hacer mucho: ¡rezar, rezar y rezar! Y después, en la medida de lo posible, hacer lo que está en nuestras manos. Y, por encima de esto, hemos de contar con la Providencia divina, que es otro modo de hacer y de dejar hacer»2.


La oración no es una fórmula para obtener lo que deseamos; es, más bien, una manera de prepararnos para recibir los dones que Dios quiere enviarnos. Además, los planes divinos también cuentan con nuestra oración de intercesión para que puedan ser llevados a cabo, de la misma manera como cuentan con nuestras acciones. Aquel padre del Evangelio pide ayuda con humildad a Jesús, pero reconociendo que el Señor sabe más.


LA ORACIÓN es el camino para comprender que es Dios el verdadero protagonista de la misión. «Puede resultar extraño –escribió san Agustín– que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos. Nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos; sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña»3.


«Os hablo a cada uno –predicaba san Josemaría en 1966– para recordaros que hay que rezar, ¡rezar mucho!: rezar durante todo el día y durante toda la noche. Si duermes ordinariamente de un tirón, ofrece ese sueño; y, si alguna vez te despiertas, levanta enseguida el corazón a Dios»4. El sueño, la mayoría de veces, no tiene ningún mérito. Sin embargo, sabernos mirados y queridos por Dios en cada cosa que hacemos, también mientras dormimos, convierte toda nuestra vida en una ofrenda, llenándola de fruto. ¡Qué no hará, entonces, con nuestros deseos de servirle!


Por eso nos resulta tan beneficiosa repetir la súplica de este buen padre a Jesús: «¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!» (Mc 9,24). Si nuestra petición anhelara lograr de Dios una confirmación de nuestros deseos o aspiraciones, estaríamos limitando su generosidad, siempre mayor de lo que imaginamos. «Ponedme a prueba en esto –dice el Señor de los ejércitos–: ¿No os abriré entonces las compuertas del cielo y derramaré bendiciones sin tasa?» (Ml 3,10).


«SEÑOR, TÚ ME has puesto aquí, Tú me has confiado esto o lo otro. Resuelve Tú todo lo que sea necesario resolver, porque es tuyo y porque yo solo no tengo fuerzas. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños, que los hijos, están seguros de sus padres: no tienen preocupaciones, ni siquiera saben que tienen problemas, porque sus padres se lo dan todo resuelto. Hijos míos, con esta firme confianza hemos de vivir y hemos de rezar siempre, porque es la única arma con que contamos y la única razón de nuestra esperanza»5.


Para quienes se acerquen al calor del Opus Dei, san Josemaría quería que aprendieran a tener una oración de hijos, quería que la relación con Dios sea aquella de quien sabe que todo lo recibe de lo alto. La generosidad brota más fácilmente cuando tiene enfrente a un corazón agradecido. Al contrario, si pedimos como quien exige un derecho, fundado en nuestros supuestos méritos o incluso en nuestras oraciones, siempre lo haremos con un ánimo apocado. Dios quiere que pidamos como hijos que descansan en aquella divina filiación.


«María está en oración, cuando el arcángel Gabriel viene a traerle el anuncio a Nazaret. Su “he aquí”, pequeño e inmenso, que en ese momento hace saltar de alegría a toda la creación, ha estado precedido en la historia de la salvación de muchos otros “he aquí” (...). No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, de corazón abierto a Dios»6. «María, Maestra de oración. –Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. 





23 de febrero de 2025

ALGO INUSUAL

 



Evangelio (Lc 6, 27-38)


Pero a vosotros que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen y rogad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra, y al que te quite el manto no le niegues tampoco la túnica. Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames. Como queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos.


Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes les aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto. Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso.


No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá.



PARA TU RATO DE ORACION



«ECHARÁN EN VUESTRO REGAZO una buena medida, apretada, colmada, rebosante» (Lc 6,38). Jesús utiliza esas palabras para describir la cantidad de dones con los que Dios, como buen Padre, quiere llenarnos. Y para poder recibir tantos bienes, necesitamos ensanchar el corazón y hacerlo idóneo para aquella riqueza. El Señor señala todo un programa de crecimiento para nuestra capacidad de recibir: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello (...); sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará» (Lc 6,35-38). La promesa de Jesús –aquella «rebosante medida» que quiere entregarnos– nos trae a la mente unas palabras de la plegaria eucarística durante la Misa: «Que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición»1.


Quizás nos puede parecer un poco difícil transitar esta senda que nos indica Jesús para ensanchar el corazón: amar a quien no nos quiere, perdonar, no juzgar, dar sin esperar retribución… Sin embargo, las palabras de Cristo son claras. Dios quiere, de alguna manera, «caber» en nuestro interior, hasta que podamos repetir junto a san Josemaría: «Dios mío, ¡qué alegría! ¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco»2. Somos hijos de Dios y no queremos renunciar a esta inigualable dignidad ni poner barricadas a su deseo de amarnos sin medida. Dice san Ambrosio: «También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo, ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza»3. Aquellas palabras de Cristo, que probablemente nos costará esfuerzo ponerlas en práctica, son capaces de preparar nuestro corazón para que Dios pueda reinar en él.


UNA DE LAS cosas que Jesús recomienda para que nuestro corazón sea capaz de recibir todo el cariño de nuestro Padre Dios es no juzgar a los demás: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados» (Lc 6,37). Es mucho más fácil hablar mal de las personas cuando no nos miramos a nosotros mismos ni a los otros con los ojos de Dios. «El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad»4.


«¿Por qué, al juzgar a los demás, pones en tu crítica el amargor de tus propios fracasos?»5, se pregunta san Josemaría. «El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros (...). Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona»6.


La falta de paz interior hace de lente de aumento para buscar los defectos de los demás. La tristeza interior que nace de no aceptar con serenidad nuestras limitaciones se desahoga, muchas veces, en el juicio crítico. Dos actitudes nos pueden servir para seguir la indicación de Jesús de juzgar menos y, entonces, dar más espacio a Dios en nuestro corazón. Por un lado, agradecer todo lo que nos rodea como un don de Dios. Y, por otro lado, procurar descubrir y alegrarnos con los dones que Dios da a los demás. Entonces, ahogaremos el mal de nuestros juicios con abundancia de agradecimiento y de alegría7.


NO ES DIFÍCIL pensar que la invitación de Jesús a amar a los enemigos es algo excepcional, heroico o inusual. No es difícil caer en la tentación de pensar que se trata de una invitación para otros, no para uno mismo. El daño que alguien nos ha hecho, ya sea grande o pequeño, si no conseguimos pasarlo por el corazón de Cristo, puede convertirse en una auténtica prisión para desplegar los dones de Dios. Nos cuesta perdonar. Sin embargo, las palabras de Jesús son inequívocas: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello» (Lc 6,35). Para amar como lo hace Dios necesitamos ser liberados de los límites estrechos de nuestra dimensión y entrar en la lógica divina.


«¿Cuál es el sentido de esas palabras? ¿Por qué Jesús pide amar a los propios enemigos, o sea, un amor que excede la capacidad humana? (...). La misericordia de Dios, que se ha hecho carne en Jesús, es la única que puede “desequilibrar” el mundo del mal hacia el bien, a partir del pequeño y decisivo “mundo” que es el corazón del hombre (...). Para los cristianos, la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad (...). Este es el heroísmo de los “pequeños”, que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida»8.


Santa María encarnó todas las actitudes que nos recomienda Cristo para agrandar nuestra alma. No podemos imaginarnos a ella juzgando a los demás, haciendo acepción de personas, o endureciendo su corazón al perdón. Por eso pudo llevar a Dios en su seno. A nuestra Madre podemos pedirle que nos haga cada vez más similares a ella.

22 de febrero de 2025

CATEDRA DE SAN PEDRO

 


Evangelio (Mc 8, 34 – 9, 1)


Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo:

—Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.


Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? Pues ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles.


Y les decía:


—En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean el Reino de Dios que ha llegado con poder.



PARA TU RATO DE ORACION 



«Y VOSOTROS, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15) Jesús dirige estas palabras a sus discípulos y, en ellos, a cada uno de nosotros. Desea conocer la imagen que nos hemos hecho de su persona, nuestros pensamientos y sentimientos sobre él, porque serán importantes para nuestra vida. «La vida cristiana no nos lleva a identificarnos con una idea, sino con una persona: con Jesucristo. Para que la fe ilumine nuestros pasos, además de preguntarnos: ¿quién es Jesucristo para mí?, pensemos: ¿quién soy yo para Jesucristo? Descubriremos así los dones que el Señor nos ha dado, que están directamente relacionados con la propia misión»1.


Esta misma pregunta escuchó san Pedro de labios de Cristo. Los apóstoles, compartiendo la misión del Maestro, comprendieron hasta qué punto contaba con ellos. «Que deduzcan de aquí los hombres –dice san Bernardo– lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos. No te preguntes, tú, que eres hombre, por lo que has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente»2. Al soñar con lo que Dios siente y piensa de nosotros, no existe el riesgo de exagerar. En realidad siempre nos vamos a quedar cortos. Probablemente vendrán a nuestra mente las palabras de san Pablo: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre» (1 Cor 2,9).


PEDRO SIEMPRE sale en rescate de los discípulos. Esta vez, manifiesta la divinidad de Jesús con una claridad que, tras escucharlo, el Señor alaba: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Celebramos la fiesta de la Cátedra de san Pedro; puede ser un buen momento para agradecer a Dios el cuidado por su Iglesia y el hecho de haber establecido un fundamento visible de su unidad, una roca en la que apoyarnos: «Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).


«El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles»3. Jesús le comunica a Pedro quién es él para Dios. Y, en los momentos en que hace esa declaración, el Señor conoce perfectamente a su apóstol: sabe cómo es, cómo reacciona, cómo piensa, cuánto le quiere. Lo ha elegido desde antes de la fundación del mundo. «¿De dónde les vino a aquellos doce hombres, ignorantes, que vivían junto a lagos, ríos y desiertos, el acometer una obra de tan grandes proporciones y el enfrentarse con todo el mundo ellos, que seguramente no habían ido nunca a la ciudad ni se habían presentado en público? –se pregunta san Juan Crisóstomo–. Y más, si tenemos en cuenta que eran miedosos y apocados, como sabemos por la descripción que de ellos nos hace el evangelista, que no quiso disimular sus defectos»4. La misma ayuda de Dios que hizo roca a Pedro, sigue actuando sobre sus sucesores y sobre la Iglesia entera.


EL ROMANO Pontífice cuenta con nuestras oraciones por su persona e intenciones. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,6), fueron aquel día las palabras de san Pedro. Nuestra fe se apoya en Jesús, que nos dirige hacia el Padre. Es asombroso que Dios nos haya convocado a compartir con él en la misión de la Iglesia. Cuenta con nosotros, nadie está de más.


Escribiendo a un cardenal, san Josemaría confesaba el convencimiento de que su oración podía ayudar al Papa y a la Iglesia: «Rezar es lo único que puedo hacer. Mi pobre servicio a la Iglesia se reduce a esto. Y cada vez que considero mi limitación me siento lleno de fuerza, porque sé y siento que es Dios quien hace todo»5. Un “arma poderosa” que el fundador del Opus Dei también utilizaba de manera habitual para ayudar a la Iglesia es el santo rosario. «Desde hace años, por la calle –decía–, todos los días, he rezado y rezo una parte del Rosario por la Augusta Persona y por las intenciones del Romano Pontífice»6.


Además de rezar por su persona e intenciones, san Josemaría secundaba las enseñanzas del Romano Pontífice a lo largo de toda su vida, y siempre buscaba el modo de manifestarle su afecto. Del mismo modo, todos los cristianos procuramos estar muy unidos a Pedro, también si alguna vez no comprendemos algún aspecto, ya sea en sus palabras o en sus obras. Si esto último llegase a suceder, los hijos de la Iglesia debemos un «asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad»7 a sus enseñanzas y, en consecuencia, no hablamos negativamente sobre él, ya que esto puede herir la unidad del Cuerpo de Cristo.


Podemos acudir a María, madre de la Iglesia, para que proteja, cuide, y haga muy feliz al Papa: «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, todos, con Pedro, a Jesús por María!»8.

21 de febrero de 2025

NUESTRA LIBERTAD

 



Evangelio (Mc 8, 34 – 9, 1)


Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo:

—Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.


Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? Pues ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles.


Y les decía:


—En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean el Reino de Dios que ha llegado con poder.




PARA TU RATO DE ORACION 



TRAS LA CONFESIÓN de fe de Pedro, y tras predecir su pasión y su muerte, Jesús quiere arrojar luz al sentido del dolor en nuestra vida. Es verdad que el Hijo de Dios todavía no había afrontado la cruz, pero podía ya hablar de ella. Congrega a sus discípulos. Mucha otra gente se arremolina para escucharle. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,34-35).


No existe vida cristiana que no pase por la cruz. En realidad, no existe vida sobre la tierra que pueda ahorrarse fatigas y sufrimientos; todos experimentamos de cerca, en nuestra propia vida, la presencia del mal así como la propia fragilidad y debilidad, como consecuencia del pecado. Pero sabemos que, al principio, las cosas no eran así. Y esa armonía es la que Cristo ha querido, de alguna manera, restablecer, pero siempre respetando nuestra libertad de abrirle o no nuestra alma.


«La Cruz de Jesús es la palabra con la que Dios ha respondido al mal en el mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal y se queda en silencio. En realidad, Dios ha hablado y respondido; y su respuesta es la Cruz de Cristo. Una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y es también Juicio. Dios nos juzga amándonos: si recibo su amor, me salvo; si lo rechazo, me condeno. No me condena él, sino que me condeno por mí mismo. Dios no condena, sino que ama y salva. La palabra de la Cruz es la respuesta de los cristianos al mal que sigue actuando en nosotros y alrededor nuestro. Los cristianos tienen que responder al mal con el bien, tomando sobre sí mismos la Cruz, como Jesús»1.


CUANDO SAN JOSEMARÍA contempla la escena del Via Crucis en que condenan a muerte a Jesús, considera la capacidad que tenemos los hombres de aceptar o no sus designios, nuestra posibilidad de «dar curso» de maneras muy diversas al amor que Dios nos tiene: «Quedan lejanos aquellos días en que la palabra del Hombre-Dios ponía luz y esperanza en los corazones, aquellas largas procesiones de enfermos que eran curados, los clamores triunfales de Jerusalén cuando llegó el Señor montado en un manso pollino. ¡Si los hombres hubieran querido dar otro curso al amor de Dios!»2.


«Es un misterio de la divina Sabiduría que, al crear al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1,26), haya querido correr el riesgo sublime de la libertad humana»3. «Ese riesgo, desde los albores de la historia, llevó efectivamente al rechazo del amor de Dios». Pero, también así, la libertad «se mantiene como un bien esencial de cada persona humana, que es necesario proteger. Dios es el primero en respetarla y amarla»4.


Considerando el curso de la historia humana, puede sorprender que en el mismo origen la persona haya tomado libremente un camino alejado de la confianza en el amor de Dios. Incluso alguna vez quizá podríamos pensar que sería mejor no tener «tanta libertad» viendo cómo nos dañamos a nosotros mismos. De hecho, cuando vemos que una persona cercana no se dirige hacia un camino bueno, tantas veces quisiéramos llevarla en otra dirección. Es bueno volver la mirada hacia Dios y descubrir por qué nos ha hecho tan libres: la magnitud del riesgo que asume, muestra a su vez la magnitud del don que se da; solo desde la fuerza de nuestra libertad puede surgir un amor verdadero que nos lleve hacia la felicidad.


«SABEMOS QUE, en realidad, nada falta a la inmensa eficacia del sacrificio de Cristo. Pero Dios mismo, en su Providencia que no acabamos de entender del todo, quiere que participemos en la aplicación de su eficacia. Esto es posible porque nos ha hecho partícipes de la filiación de Jesús al Padre, por la fuerza del Espíritu Santo: “Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser también con él glorificados” (Rom 8, 17)»5.


Del costado abierto de Cristo en la cruz surgen los sacramentos de la Iglesia: allí está el tesoro más grande de gracia. También podemos unirnos personalmente a la cruz de Jesús ofreciendo cada cosa que hacemos junto con el sacrificio de Cristo, convirtiendo toda nuestra vida en una Misa. De la misma manera, «cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a quien es perseguido o está indefenso, compartiendo su sufrimiento, ayudamos a llevar la misma cruz de Jesús. Así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del mundo»6.


Todos los santos han dejado crecer esta cercanía a la cruz en su vida. «Quiere la Cruz –decía san Josemaría–. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino»7.