"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

8 de marzo de 2025

Aqui está el projimo


 Evangelio (Lc 5,27-32)


En aquel tiempo, Después de esto, salió y vio a un publicano, llamado Leví, sentado al telonio, y le dijo:


— Sígueme.


Y, dejadas todas las cosas, se levantó y le siguió. Y Leví preparó en su casa un gran banquete para él. Había un gran número de publicanos y de otros que le acompañaban a la mesa. Y los fariseos y sus escribas empezaron a murmurar y a decir a los discípulos de Jesús:


— ¿Por qué coméis y bebéis con publicanos y pecadores?


Y respondiendo Jesús les dijo:


— No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a la penitencia.


PARA TU RATO DE ORACION 


LAS JORNADAS posteriores al miércoles de ceniza han traído a nuestra consideración el valor principal de la oración y, junto con esta, el ayuno y la limosna como prácticas que manifiestan nuestro deseo de conversión a Dios. El profeta Isaías exclama que solo una disposición interior recta, origen de todo sacrificio, genera un verdadero cambio, visible a través de las obras de misericordia en favor de los demás: «Si apartas de en medio de ti el yugo, el señalar con el dedo, y la maledicencia, y ofreces tu propio sustento al hambriento, y sacias el alma afligida, entonces tu luz despuntará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía» (Is 58,9-10).


Por eso podemos pedir a Dios una pureza interior que nos permita ofrecer a los demás la ayuda que requieren y no la que nosotros deseamos prestar: «Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad» (Sal 85). En una ocasión, se lamentaba san Josemaría: «Produce lástima comprobar cómo algunos entienden la limosna: unas perras gordas o algo de ropa vieja. Parece que no han leído el Evangelio»1. La verdadera limosna surge de la donación interior, de un acto de amor hacia otro. Todos precisan de nuestra limosna: en nuestra familia, las personas con quienes trabajamos, quienes reciben un servicio a través de nuestra ocupación, etc.


«¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor. Por tanto, lo que da valor a la limosna es el amor, que inspira formas distintas de don»2.


AL LEER EN el Evangelio la historia de la vocación de san Mateo, recordamos algo que llamó mucho la atención de los fariseos y de los escribas. El trabajo que desempeñaba el futuro apóstol suponía priorizar el pequeño poder personal que le confería Roma, por encima de las tradiciones de su pueblo; podía suponer cierto apego hacia los bienes materiales, por encima de la Ley de Dios. Pero Mateo vio algo diferente en Jesús, algo que le llevó a dejarlo todo por seguir sus pasos. Por eso abandonó el estilo de vida por el que había optado, la seguridad y el bienestar que le daba su posición, su plan personal de progreso, etc. Y esa decisión le puso tan contento que «ofreció en su honor un banquete» (Lc 5,29).


No parece que Jesús haya buscado a los apóstoles entre los maestros de la Ley, ni siquiera entre los fieles más observantes; al contrario, se acerca a la mesa de quien es considerado por la sociedad judía del momento como un pecador. Aquí se manifiesta una vez más el misterio de la misericordia de Dios. «Los evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia»3.


Como Mateo, nosotros también estamos llamados a «vivir de misericordia para ser instrumentos de misericordia (...). Cuando nosotros nos sentimos necesitados de perdón y de consolación, aprendemos a ser misericordiosos con los demás»4. Muchos de los que rodeaban a Mateo cumplían rigurosamente la ley, pero no se sentían necesitados de Dios, lo que endurecía su corazón para entregarse en una verdadera limosna. El futuro apóstol, al contrario, dejó todos sus bienes para seguir a Jesús, entregando toda su vida como limosna para quienes le rodeaban.


EL TEXTO EN el que san Mateo describe su propia vocación, pone en boca de Jesús unas palabras referidas a los fariseos: «Id y aprended lo que significa: “Misericordia quiero y no sacrificios”» (Mt 9,13, cfr. Os 6,6). Aunque para muchos puede haber pasado desapercibida aquella referencia al profeta Oseas, la rectitud del obrar de Cristo era imposible de no ver: pasó haciendo el bien, atendiendo las necesidades de los demás, curando a los enfermos, etc. La atención de Jesús a quienes le rodeaban es una «síntesis de todo el mensaje cristiano: la verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. Esto es lo que da valor al culto y a la práctica de los preceptos»5.


Una manera de ofrecer limosna durante esta Cuaresma puede ser revisar el amor con que realizamos nuestras obras. Los preceptos del pueblo de Israel tenían la finalidad de encontrar el amor de Dios en tantos detalles de la jornada, pero esa buena intención muchas veces acabó convirtiéndose en el cumplimiento de actos que no alcanzaban su verdadero sentido. Esta Cuaresma puede ser una ocasión de acrecentar el deseo de que Cristo ocupe el centro de nuestra vida. San Josemaría apuntaba en este sentido: «Hemos de decidirnos a seguirlo de verdad: que el Señor pueda servirse de nosotros para que, metidos en todas las encrucijadas del mundo –estando nosotros metidos en Dios–, seamos sal, levadura, luz. Tú, en Dios, para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para fermentar. Pero no me olvides que no creamos nosotros esa luz: únicamente la reflejamos»6. Si presentamos a María nuestras intenciones más profundas, aquellas que quieren convertir nuestro corazón a Dios, ella intercederá ante Dios para que las podamos llevar a cabo.

7 de marzo de 2025

El verdadero ayuno



 Evangelio (Mt 9, 14-15)


Entonces se le acercaron los discípulos de Juan para decirle:


- ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia y, en cambio, tus discípulos no ayunan?


Jesús les respondió:


- ¿Acaso pueden estar de duelo los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Ya vendrá el día en que les será arrebatado el esposo; entonces, ya ayunarán.


PARA TU RATO DE ORACION 


«ESCUCHA, SEÑOR, y ten piedad de mí» (Sal 30,11). Con estas palabras de la Antífona de entrada comienza la Misa de hoy. El clamor del salmista por ser escuchado refleja la naturaleza del hombre que acude a Dios para pedir su asistencia. «Señor, Dios mío –continúa diciendo–, clamé a ti y tú me sanaste. Tú, Señor, me levantaste del Abismo y me hiciste revivir (...). Si por la noche se derraman lágrimas, por la mañana renace la alegría» (Sal 30,3-4.6). El salmista describe una experiencia común: Dios que viene en nuestra ayuda cuando le invocamos con humildad. Este tiempo de Cuaresma puede ser una ocasión propicia para traer a nuestra memoria las veces que hemos percibido aquella asistencia de nuestro Señor. Si «hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16), recordar aquellos momentos en los que ha acudido a nuestra ayuda será fuerza para el presente y para el futuro.


Una de las tareas del Espíritu Santo, que Jesús nos revela, es precisamente la de ayudarnos a recordar las misericordias de Dios, sostener la fragilidad de nuestra memoria: «Os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). «El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de eso, acuérdate de lo otro”. Nos mantiene despiertos en las cosas del Señor y también nos hace recordar nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa en cuándo encontraste al Señor, piensa en cuándo lo dejaste” (...). Es una buena manera de orar; mirando al Señor, decirle: “Soy el mismo. He andado mucho, he cometido muchos errores, pero soy el mismo y tú me amas”. La memoria del camino de la vida; el Espíritu Santo nos guía en esta memoria»1. Hace dos días, al imponernos la ceniza, el sacerdote quizás nos recordó nuestro origen y nuestro fin, que venimos del polvo y que a él volveremos. Recordar el paso de Dios por nuestra vida puede ser un buen impulso de conversión para esta Cuaresma que comienza.


EN LA TRADICIÓN JUDÍA se vivía la costumbre del ayuno como una forma de penitencia. El profeta Isaías, sin embargo, hace notar que de poco sirve un ayuno vivido simplemente como una manifestación externa, pero sin piedad, sin auténtico deseo de llevar nuestra mirada hacia Dios. Dice el profeta que el ayuno querido por el Señor, fruto de una conversión interior, es más bien este: «Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58,6-7). El verdadero ayuno es el que nos lleva a amar más a Dios y a los demás, saliendo de nosotros mismos; es oración de los sentidos que fructifica a nuestro alrededor. «El ayuno no da fruto si no es regado por la misericordia, se seca sin este riego –dice san Pedro Crisólogo–; lo que es la lluvia para la tierra, esto es la misericordia para el ayuno»2.


«El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón, lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento»3. Las costumbres de abstinencia que la Iglesia recomienda, deben ser manifestaciones de una actitud interior; esto último es, en realidad, lo más importante. San Josemaría enseñaba que toda privación debe ser «manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios»4. Experimentar el hambre con el ayuno nos recuerda que solo Dios es el verdadero alimento y que de él provienen todos los bienes: «Danos hoy nuestro pan de cada día», pedimos en el Padrenuestro. El ayuno externo debe ser manifestación de nuestro deseo interno por saciarnos de Dios, por convertirnos nuevamente a él.


LOS DISCÍPULOS de Juan Bautista preguntan a Jesús por qué ellos ayunan a menudo, como también lo hacen los fariseos, mientras sus discípulos no lo hacen. Es una pregunta oportuna, de algo que seguramente llamaría la atención de los judíos. «¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? –responde Jesús–. Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán» (Mt 9,15). El Señor aprovecha la ocasión para indicarnos el sentido del ayuno y de la penitencia: unirnos más a Dios. Por eso, si Dios mismo está con ellos, esa práctica pierde relevancia, a sus discípulos les conviene saciarse de su presencia. Por eso añade: cuando no esté con ellos, entonces ayunarán, entonces necesitarán esa práctica para aprender a centrar la atención en Dios.


Tantas veces experimentamos nuestra lejanía de Dios, y es normal, pues estamos en camino hacia la morada de nuestro Padre. Cristo ha venido a la tierra precisamente para llamar a los pecadores. Por eso la Iglesia nos recuerda la conveniencia del ayuno, de aquella oración del cuerpo que nos ayuda a mirar hacia lo alto, que es lo único importante. La consideración de nuestra situación de debilidad nos hará decir con el salmo que san Josemaría recitaba cada noche: «Lávame por completo de mi culpa, y purifícame de mi pecado. Pues yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo ante mí» (Sal 50,4-5). A santa María podemos pedirle muchas veces al día que ruegue por nosotros, pecadores, especialmente en este tiempo propicio de conversión que nos ha preparado la Iglesia.

6 de marzo de 2025

TOMAR LA CRUZ DE CADA DIA

 



Evangelio (Lc 9, 22-25)


Y añadió que el Hijo del Hombre debía padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.


Y les decía a todos:


- Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará.


Porque ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero si se destruye a sí mismo o se pierde?


PARA TU RATO DE ORACION 


LA IGLESIA, para el primer día de Cuaresma después del Miércoles de ceniza, nos propone meditar el primer salmo de la Sagrada Escritura. Allí se nos muestran dos imágenes que representan dos posibles caminos para nuestra vida. Al escucharlo, parece como si estuviéramos de frente a una bifurcación: por un lado, está el camino de quien se deja justificar por Dios, que es como un árbol «que da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas» (Sal 1,3); por otro, está el de quienes no escuchan al Señor, que «son como polvo que dispersa el viento» (Sal 1,4). En cierta manera, son dos situaciones vitales que dependen de cuánto abramos nuestra alma a Dios: o permanecemos arraigados en la realidad, dando los frutos de santidad que el Señor nos quiera enviar, o estamos a la deriva, llevados por el viento de pequeños gozos efímeros, que soplan hacia un lado y después hacia otro.


¿Cuál de los dos caminos elegimos? «Hemos entrado en el tiempo de Cuaresma: tiempo de penitencia, de purificación, de conversión. No es tarea fácil. El cristianismo no es un camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años»1. Dios nos regala unas semanas para pensar con detenimiento en nuestro camino y pedir el don de nuestra conversión.


Estamos llamados a la vida; es lo que Moisés recuerda al pueblo elegido cuando está de frente a la tierra prometida: «Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que yo te ordeno hoy, amando al Señor, tu Dios, marchando por sus caminos y guardando sus mandamientos, leyes y normas, entonces vivirás» (Dt 30,15-16). Nuestra conversión no es una ciega negación a nosotros mismos; al contrario, es una respuesta al deseo de plenitud que está grabado en el fondo de nuestros corazones. «El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre»2.


¿QUÉ PODEMOS HACER para alcanzar en esta Cuaresma la alta meta de nuestra conversión? Lo que la Iglesia nos sugiere, en la oración colecta de la Misa, es primero pedir este don al Señor: «Te pedimos, Señor, que inspires, sostengas y acompañes nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti, como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin»3. Se trata de una oración que, por deseo de san Josemaría, la recitan todos los días los fieles del Opus Dei. Reconocemos que para emprender este camino de transformación necesitamos que sea Dios mismo el que nos inspire, sostenga y acompañe. Nuestra conversión será, sobre todo, un regalo del Señor que acogemos con humildad y agradecimiento.


En el Antiguo Testamento, fue Dios el que tomó la iniciativa para llamar a su pueblo de Egipto y hacerlo caminar hacia la tierra prometida. Él los fue sosteniendo durante esa peregrinación, renovando sus fuerzas cuando su ánimo vacilaba. Lo mismo hace el Señor ahora con nosotros. «Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito» (Fil 2,13). ¡Cuánta esperanza nos dan estas palabras de san Pablo! Pero pedir este don al Señor no significa quedarnos de brazos cruzados. Podemos manifestar nuestra apertura a su gracia de muchas maneras; por ejemplo con acciones concretas de penitencia o, sobre todo, con oración. «Sin la oración diaria vivida con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo que, al final, deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana que se reza antes de cualquier actividad y dice así: “Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar tenga en ti su inicio y su fin”. Cada paso de nuestra vida, cada acción, también de la Iglesia, se debe hacer ante Dios, a la luz de su Palabra»4.


«SI ALGUNO quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc 9,23). Jesús dirige estas palabras a la multitud de sus discípulos, entre los que nos encontramos también nosotros. Para gozar de la alegría de la resurrección del Señor, hemos de descubrir y abrazar nuestra cruz de cada día. Las prácticas penitenciales del tiempo de Cuaresma tienen este sentido: morir a cuanto de pecado hay en nosotros mismos, para poder seguir más de cerca a Jesús.


El Señor comparó su pasión al cambio que el grano de trigo sufre cuando es plantado en la tierra: parece que la semilla se pierde, pero en realidad está convirtiéndose en una espiga llena de fruto (cfr. Jn 12,24). La cruz no nos habla de sufrimiento sin sentido, sino de transformación: nos anuncia la llegada de una nueva vida. Cuando el Señor nos invita a abrazar la cruz de cada día, implícitamente nos está prometiendo que cada día puede ser la oportunidad de una pequeña transformación, de una nueva conversión.


San Josemaría nos animaba a mirar con optimismo aquellas luchas diarias. «¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios»5. Hay tantas oportunidades de transformación como pequeñas cimas que nos encontramos cada día. En este camino que comenzamos, podemos encontrar ayuda en nuestra Madre, recordando tantas conversiones que han sido fruto de la devoción mariana.




5 de marzo de 2025

MIERCOLES DE CENIZA / Comienza el tiempo de CUARESMA

 



Evangelio (Mt 6,1-6.16-18)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.


Por lo tanto, cuando des limosna no lo vayas pregonando, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, con el fin de que los alaben los hombres. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha, para que tu limosna quede en lo oculto; de este modo, tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.


Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que son amigos de orar puestos de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.


Cuando ayunéis no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.


PARA TU RATO DE ORACION 


«TE COMPADECES de todos, Señor, y no aborreces nada de lo que hiciste; pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan, y los perdonas, porque tú eres nuestro Dios»1. Estas palabras del libro de la Sabiduría, que resuenan al inicio de la Misa, son el pórtico de entrada al tiempo de Cuaresma.


Durante la celebración litúrgica, nos acercaremos al sacerdote y nos inclinaremos para recibir la imposición de la ceniza. Recordaremos la invitación de Jesús: «Convertíos y creed en el Evangelio»; o la advertencia inspirada en el libro del Génesis: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». Se trata de un gesto fuerte, que nos hace pensar en lo frágil que es nuestra vida. Sin embargo, detrás de este rito podemos descubrir la ternura de Dios que nos busca. San Josemaría comentaba: «La liturgia de la Cuaresma cobra a veces acentos trágicos, consecuencia de la meditación de lo que significa para el hombre apartarse de Dios. Pero esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina»2.


Hay momentos de nuestra existencia en los que notamos nuestra fragilidad: dificultades en la familia o en el trabajo, problemas de salud, sucesos inesperados; sobre todo, cuando experimentamos el pecado dentro de nosotros mismos. Todo esto nos puede hacer pensar que somos «polvo y ceniza». Sin embargo, la fe cristiana nos da la convicción de que es mayor la misericordia de Dios. En medio de nuestras limitaciones, siempre podremos cantar con el Salmo: «La tierra está llena de su misericordia» (Sal 33,5). La paciencia de Dios es tan grande que, precisamente cuando nos apartamos de él, pone en nosotros la nostalgia de su amor. La Cuaresma es un buen momento para dejar que esa nostalgia se transforme en conversión, en una vuelta a la casa del Padre para experimentar nuevamente su ternura.


A PESAR DE QUE vivimos rodeados de la misericordia del Señor, a veces podemos olvidar esta realidad. Sin embargo, Jesús en el Evangelio nos recuerda que Dios nos mira continuamente. Cuando nos explica cómo dar limosna, cómo rezar, cómo ayunar, el Señor insiste en que no vale la pena hacerlo para que nos vean los demás; entonces, dejamos de lado al Señor y se tuercen nuestras buenas acciones. Dios, en cambio, ve «en lo secreto» (Mt 6,4), escucha la intimidad de nuestro corazón. El tiempo de Cuaresma es un buen momento para dejar de vivir volcados hacia afuera y, al contrario, cultivar un clima interior capaz de acoger la realidad de una manera nueva, más sobrenatural.


«Maduramos espiritualmente convirtiéndonos a Dios, y la conversión se realiza mediante la oración, como también mediante el ayuno y la limosna, entendidos adecuadamente. No se trata sólo de “prácticas” pasajeras, sino de actitudes constantes que dan una forma duradera a nuestra conversión a Dios. La Cuaresma, como tiempo litúrgico, dura sólo cuarenta días al año: en cambio, debemos tender siempre a Dios; esto significa que es necesario convertirse continuamente. La Cuaresma debe dejar una impronta fuerte e indeleble en nuestra vida»3.


Un camino de oración, limosna y ayuno, adecuado a nuestras circunstancias personales, nos llevará a levantar la mirada durante estos días. «El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos, para buscar finalmente el consuelo en Dios (...). El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es solo mío (...). El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre»4.


«MIRAMOS AL HIJO PRÓDIGO y comprendemos que también para nosotros es tiempo de volver al Padre. Como ese hijo, también nosotros hemos olvidado el perfume de casa, hemos despilfarrado bienes preciosos por cosas insignificantes y nos hemos quedado con las manos vacías y el corazón infeliz. Hemos caído: somos hijos que caen continuamente, somos como niños pequeños que intentan caminar y caen al suelo, y siempre necesitan que su papá los vuelva a levantar»5.


Reconocer que la misericordia del Señor llena la tierra, que él es un Padre que nos espera constantemente, no nos lleva a la pasividad. Al contrario, ese amor pone en marcha nuestra iniciativa para hallar los caminos por los que correr la senda de vuelta hacia Dios. Y un camino privilegiado es el sacramento de la Reconciliación: «Es el perdón del Padre que vuelve a ponernos en pie: el perdón de Dios, la confesión, es el primer paso de nuestro viaje de regreso»6. Ahí encontramos el rostro paterno de Dios, que nos anima y nos quiere como hijos suyos.


«La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre –decía san Josemaría–. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que —por tanto— se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega»7. En esta Cuaresma, que es camino de vuelta y mayor cercanía a la casa del Padre, adivinamos la presencia de santa María que nos acompaña. Podemos poner en sus manos ese deseo de convertirnos interiormente para celebrar la Pascua de su Hijo.





4 de marzo de 2025

DIOS NO SE DEJA GANAR EN GENEROSIDAD

 



Evangelio (Mc 10, 28-31)


Comenzó Pedro a decirle:


—Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.


Jesús respondió:


—En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna. Porque muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros.


PARA TU RATO DE ORACION


EL DESENLACE del encuentro con el joven rico quizás dejó tocado el ánimo de los apóstoles. Pero aquel suceso da ocasión a Jesús para exponer el sentido y el valor del desprendimiento. Cristo necesita discípulos ligeros de equipaje para que sean movidos por el Espíritu Santo, discípulos con el corazón dispuesto a dejarse llenar por él; porque, como dice santa Teresa de Calcuta, «ni siquiera Dios puede poner algo en un corazón que ya está lleno»1. La misión apostólica reclama una delicada libertad de corazón.


«En verdad os digo –empezó diciendo Jesús– que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna» (Mc 10,29-30). Los apóstoles quedaron pensativos al escuchar al Maestro. Han visto, durante el tiempo que llevan con él, lo que supone la pobreza del Señor, que no tiene ni siquiera un lugar «donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Son testigos de que Dios «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).


«La riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura (...). Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos; podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo»2.


«EL SANTO es precisamente aquel hombre, aquella mujer que, respondiendo con alegría y generosidad a la llamada de Cristo, lo deja todo por seguirlo»3. Podríamos pensar que para Pedro y para varios de los apóstoles, ese «todo» al que han renunciado no eran demasiadas cosas: una barca vieja, una casa sencilla, y poco más. Sin embargo, comenta san Gregorio Magno, «ha dejado mucho el que ha abandonado todo, lo mismo si es poca cosa»4. Además, lo hicieron con prontitud. No se sentaron a calcular los pros y los contras, porque no era lo importante.


Pero, en realidad, dejarlo «todo» supone sobre todo reorientar lo más interior, los propios sentimientos, la voluntad, las decisiones sobre el futuro, los planes e ideas. Eso es lo que verdaderamente cuenta, lo que constituye la verdadera ligereza para caminar con Dios; y eso es lo que hicieron aquellos primeros discípulos. «Porque no lo ha dejado todo el que sigue atado aunque sólo sea a sí mismo. Más aún, de nada sirve haber dejado todo lo demás a excepción de sí mismo, porque no hay carga más pesada para el hombre que su propio yo»5.


Dejarlo todo supone aceptar la invitación de Jesús para llenarnos cada vez más de su vida divina. «La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres»6. Ese abandono no es una negación de nuestras características personales o de nuestros buenos anhelos: es, más bien, llenarnos de Dios, permitir que él toque con su Evangelio cada aspecto de nuestra vida.


EL PREMIO QUE ofrece Cristo a la entrega de los apóstoles –cien veces más y la vida eterna– supera absolutamente lo que ellos podían imaginar. Así lo había anunciado el libro de la Sabiduría: «El Señor dio a los santos la recompensa de sus trabajos, guiándolos por un camino de maravilla, y fue para ellos sombra en el día y luz de estrellas en la noche» (Sab 10,17).


«Este “cien veces más” está hecho de las cosas primero poseídas y luego dejadas, pero que se reencuentran multiplicadas hasta el infinito. Nos privamos de los bienes y recibimos en cambio el gozo del verdadero bien; nos liberamos de la esclavitud de las cosas y ganamos la libertad del servicio por amor; renunciamos a poseer y conseguimos la alegría de dar. Lo que Jesús decía: “Hay más dicha en dar que en recibir” (cf. Hch 20, 35) (...). Sólo acogiendo con humilde gratitud el amor del Señor nos liberamos de la seducción de los ídolos y de la ceguera de nuestras ilusiones. El dinero, el placer, el éxito deslumbran, pero luego desilusionan: prometen vida, pero causan muerte. El Señor nos pide el desapego de estas falsas riquezas para entrar en la vida verdadera, la vida plena, auténtica y luminosa»7.


«Si somos nosotros un poquito generosos –decía san Josemaría–, el Señor nos gana siempre: nos da mucho más de lo que nosotros le damos. Siempre salimos ganando; es una carta que se puede jugar bien»8. Y acudía a la intercesión de santa María: «Pido a la Madre de Dios que nos sepa sonreír, que nos quiera sonreír, y nos sonreirá. Y, además, multiplicará en la tierra vuestra generosidad con el mil por uno. No sólo el ciento por uno: ¡el mil por uno!»9.




3 de marzo de 2025

JESUS SALE A NUESTRO ENCUENTRO

 



Evangelio (Mc 10, 17-27)


Cuando salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante él, le preguntó:


—Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?


Jesús le dijo:


—¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios. Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, no defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre.


—Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud —respondió él.


Y Jesús fijó en él su mirada y lo amó. Y le dijo:


—Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme.


Pero él, afligido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchas posesiones.


Jesús, mirando a su alrededor, les dijo a sus discípulos:


—¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!


Los discípulos se quedaron impresionados por sus palabras. Y hablándoles de nuevo, dijo:


—Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.


Y ellos se quedaron aún más asombrados diciéndose unos a otros:


—Entonces, ¿quién puede salvarse?


Jesús, con la mirada fija en ellos, les dijo:


—Para los hombres es imposible, pero para Dios no; porque para Dios todo es posible.


PARA TU RATO DE ORACION 



«MAESTRO bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» (Mc 10,17). Así inicia la conversación entre Jesús y un joven que se acerca. Esta fundamental pregunta, que el joven realiza de rodillas, es la misma que le «han dirigido a Cristo en el decurso de los siglos innumerables generaciones de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos (...). Es el interrogante fundamental de todo cristiano»1 y de todo hombre. Lo que este joven anhela es lo que deseamos todos: ser felices en la tierra y después en el cielo.


Hemos escuchado la respuesta de Cristo: «Ya conoces los mandamientos» (Mc 10,19). Ante todo, Jesús le confirma que debe estar atento a los ecos de la ley que Dios ha inscrito en su corazón y que ha revelado a su pueblo. El Señor, «con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena»2. El camino para saciar la sed de sentido que anida en su corazón es preciso: vive de acuerdo a los mandamientos, hazlos vida de tu vida.


Los mandamientos son el camino de felicidad que Dios ha trazado para sus hijos. Aunque algunos vienen formulados en negativo, para establecer fácilmente los límites del bien y del mal, los mandamientos son en realidad un «sí» a Dios, a su amor. Son un «sí» también a los demás hombres, porque el amor al prójimo brota de un corazón dispuesto a entregarse. Son, finalmente, un «sí» a nosotros mismos. Más que una meta, son «la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad»3. Con los mandamientos, Dios nos quiere educar en la verdadera libertad: «El Señor nos invita, nos impulsa —¡porque nos ama entrañablemente!— a escoger el bien»4.


EL JOVEN escuchó atentamente a Jesús y le contestó con entusiasmo: «Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia». En ese momento, el Evangelio subraya que «Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él» (Mc 10,20-21). En esa mirada serena de Cristo se reflejaba el brillo del amor de Dios por los hombres; en ella «está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva»5.


La auténtica felicidad nace al descubrir que Dios nos busca y sale a nuestro encuentro. Dios, «en su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran “constructor de puentes” que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre»6.


«Una cosa te falta –continuó diciendo Jesús al joven–: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme» (Mc 10,21). El Señor «no pretende imponerse»7, sencillamente le invita. El Señor no se cansa de mirarnos y, con paciencia, espera nuestra respuesta. Siempre estamos a tiempo de aceptar su invitación. «Yo quiero que vosotros seáis felices –decía san Josemaría en una reunión familiar–, y lo pido al Señor con toda mi alma. Pero si queréis ser felices tenéis que estar dispuestos a seguir al Señor, poniendo los pies donde Él los puso»8.


EN AQUEL MOMENTO, el joven rico lamentablemente no acogió la invitación de Jesús. Se llenó de tristeza y se dió la vuelta para volver a su rutina habitual. Los evangelistas hacen un diagnóstico unánime de la causa del rechazo: el joven «tenía muchas posesiones» (Mc 10,22; cfr. Mt 19,22 y Lc 18,23). Las ataduras a lo que poseía le impidieron dar el paso de amor hacia Jesús. No tuvo la soltura suficiente como para desprenderse de ellas y adquirir un bien mucho más grande. «Cuenta el Evangelio que abiit tristis, que se retiró entristecido. Por eso alguna vez lo he llamado el ave triste –predicaba san Josemaría–: perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios»9.


Sobre el ambiente alegre que se había creado, se cierne ahora el nubarrón del desaliento. «Sólo nosotros, los hombres, nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana»10. Los santos, por su parte, se han dejado mover por el Espíritu Santo y su libertad se ha engrandecido de ese modo; sin dejarse atar por las cosas de la tierra, se han hecho ligeros para moverse al paso de Dios.


Seguir a Jesús supone imitar su estilo sencillo de vida. La pobreza «acompañó a Cristo en la cruz, con Cristo fue sepultada, con Cristo resucitó, con Cristo subió al cielo; las almas que se enamoran de ella reciben, aún en esta vida, ligereza para volar al cielo»11. María, al ser llena de gracia, era también llena de libertad. A ella le podemos pedir que no nos dejemos llevar por otros bienes que no son el más grande: seguir de cerca a su hijo Jesús.



2 de marzo de 2025

LA FORMACION ES CON TIEMPO Y DEDICACION

 


Evangelio (Lc 6,39-45)


“Les dijo también una parábola:


—¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?


No está el discípulo por encima del maestro; todo aquel que esté bien instruido podrá ser como su maestro.


¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.


Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca.”



PARA TU RATO DE ORACION 


«¿ACASO PUEDE un ciego guiar a otro ciego? –se pregunta Jesús, de manera retórica, en su predicación–. ¿No caerán los dos en el hoyo?» (Lc 6,39). Si recordamos que el Señor había dicho también que el ojo es la lámpara del alma (cfr. Mt 6,22), esta enseñanza adquiere una relevancia importante para nuestra tarea apostólica.


A un ciego no le vale recibir orientación de otro ciego, aunque este tuviera una intención generosa; los ojos sellados necesitan tener cerca unos ojos sabios, que puedan ver la senda con claridad. Y aquella ciencia imprescindible para guiar a otros no se alcanza por generación espontánea: el Espíritu Santo, al asistirnos, cuenta también con nuestro propia preparación para llevar a cabo la misión. Una mirada de fe que nos permita «guiar» con sabiduría a otras personas se adquiere con una formación adecuada. Así lo expresaba el profeta Isaías: «discite benefacere» (Is 1,17), aprended a hacer el bien; «es inútil que una doctrina sea maravillosa y salvadora, si no hay hombres capacitados que la lleven a la práctica»1.


La formación personal no se improvisa, requiere tiempo y dedicación. Necesitamos mantener siempre vivo el deseo de conocer mejor nuestra fe. Esta actitud abierta y joven solo se sostiene en el tiempo con humildad de corazón. Nunca somos completamente «maestros», porque continuamos siempre siendo «discípulos». Un buen maestro es el que no deja nunca de aprender; el mejor guía es aquel que mejor se deja guiar. Muchos de aquellos «guías ciegos» (Mt 23,16), por tanto, son quienes, desconociendo sus propios límites, piensan que nadie puede enseñarles algo nuevo. Al final de su vida, lo explicaba san Josemaría diciendo: «Nosotros nunca decimos basta. Nuestra formación no termina nunca: todo lo que habéis recibido hasta ahora es fundamento para lo que vendrá después»2. Sobre todo, nunca podemos dar por acabada la acción progresiva del Espíritu Santo en nuestra alma, que busca identificarla con el modo de ser de Jesucristo.


EN UNA SEGUNDA parábola, el Señor utiliza otra vez la metáfora del ojo. En esta oportunidad, el ojo está irritado por un cuerpo extraño que hace incómoda la visión. «¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (Lc 6,41-42). Jesús subraya la necesidad de la purificación personal para ver con claridad, en primer lugar, nuestro propio corazón, y después poder ver a los demás. No es difícil caer en el peligro de justificar una imperfección propia –la viga–, al mismo tiempo que condenamos un defecto ajeno, quizá insignificante –la mota–. «Parece, en verdad, que el conocimiento de sí mismo es el más difícil de todos –sostiene san Basilio–. Ni el ojo que ve las cosas exteriores se ve a sí mismo; y nuestro propio entendimiento, pronto para juzgar el pecado de otro, es lento para percibir sus propios defectos»3. Cristo indica el adecuado orden para tener una visión real de las cosas: «Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano» (Lc 6,43).


¿Cómo evitar deslizarnos por una pendiente de juicios sobre los defectos ajenos? San Agustín ofrece una solución sencilla, y comienza por hacernos la pregunta: «¿No hemos caído nunca en esta falta? ¿Nos hemos curado de ella? Aún si nunca la hubiésemos cometido, acordémonos de que somos humanos y que hubiéramos podido caer en ella»4. El Señor nos sugiere que, antes de juzgar a los demás, miremos hacia nuestro interior, reconociendo nuestras fragilidades, y dejando en manos de Dios la delicada tarea de juzgar. «El primer paso, pues, es pedir la gracia al Señor de una conversión (...). ¿Cuántas cosas podemos decir de nosotros mismos? Ahorremos los comentarios sobre los demás y hagamos comentarios sobre nosotros mismos. Ese es el primer paso en el camino de la magnanimidad»5.


UNA TERCERA parábola breve que encontramos en el Evangelio dice así: «No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal» (Lc 6,43-44). En el marco de su enseñanza sobre la pureza de intención, el Señor insiste que todas nuestras obras tienen su raíz en el corazón. De la misma manera que los frutos nos dan a conocer el árbol del que proceden, así las obras desvelan el fondo del alma. «El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo» (Lc 6,45). Más allá de las manifestaciones externas, lo realmente determinante son las disposiciones interiores. El valor de nuestras acciones se determina en el corazón que, como lo llama el Catecismo de la Iglesia, «es el lugar de la decisión» y «de la verdad»6.


«Cuando la persona habla, se descubren sus defectos, (...) la palabra revela el corazón» (Ecl 27,4-6), dice la Sagrada Escritura. Y Jesús añade: «De la abundancia del corazón habla su boca» (Lc 6,45). Es algo que se corresponde con nuestra experiencia. Basta prestar atención a nuestras conversaciones para caer en la cuenta de lo que llevamos en el corazón, lo que nos preocupa o nos llena de alegría. Por eso, al reflexionar sobre nuestras conversaciones podremos descubrir egoísmos, resentimientos o envidias que no aligeran nuestro corazón. Santa María guardaba en su interior las palabras y los gestos de su hijo; por eso, de sus labios solo surgían conversaciones de consuelo para quienes le rodeaban. Ella puede ayudarnos a, siguiendo las enseñanzas de Jesús, formarnos mejor y no juzgar a los demás, alegrándonos de los dones que Dios les ha dado.