"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

29 de septiembre de 2025

JESUS MENDIGA UN POCO DE AMOR

 


Evangelio (Lc 9,51-56)


Y cuando iba a cumplirse el tiempo de su ascensión, decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y envió por delante a unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, pero no le acogieron porque llevaba la intención de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:


—Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?


Pero él se volvió hacia ellos y les reprendió. Y se fueron a otra aldea.


PARA TU RATO DE ORACION 


«CUANDO iba a cumplirse el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén» (Lc 9,51). El Señor sabía que al emprender aquel trayecto estaba dando inicio a su subida al Calvario; al ser hombre y Dios, conocía el destino que le esperaba, sin que eso quitase libertad a quienes estaban por darle muerte. «Es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33), dirá más adelante. Desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, apenas unos días antes, había comenzado a preparar a sus discípulos para ese desenlace al revelarles de qué manera moriría (cfr. Lc 9,22.44).


Sorprende la determinación con la que Jesús camina hacia el Calvario. Es una actitud que deja claro que «Jesús se entregó porque quiso»1. «Por eso me ama el Padre –confiesa el Señor–, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente» (Jn 10,17-18). Resulta pasmosa esa «libertad que se despliega ante nosotros, en su paso por la tierra hasta el sacrificio de la Cruz (…). No ha habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como la entrega del Señor en la Cruz: Él “se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor”2»3.


El amor de Cristo es un amor que le lleva a la entrega total, sin reservas, fuera de toda medida. Si bastaba una sola gota de su sangre «para liberar de todos los crímenes el mundo entero»4, ¿por qué permitió que los hombres le hiciéramos derramar hasta la última gota? Desde la perspectiva de Jesús, que se entrega siempre sin cálculos, podemos entrever una respuesta: permitió que le hiciesen derramar toda su sangre porque no tenía más. Y nos la sigue entregando libremente cada día en los sacramentos, especialmente en la santa Misa.


JESÚS, al poco tiempo de haber empezado el largo trayecto que le llevaría hasta el Calvario, «envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén» (Lc 9,52). Esta reacción poco acogedora se comprende si tenemos en cuenta que difícilmente se establecían relaciones entre judíos y samaritanos.


El Señor, como lo hizo con aquellos mensajeros, cuenta con nosotros para preparar su encuentro con tantas personas. Jesús desea asociarnos gratuitamente a su tarea salvadora; ha querido que trabajemos codo a codo con él en ese anhelo por llevar la auténtica felicidad a muchas personas. Es normal que, en ese esfuerzo, encontremos dificultades, como les ocurrió a los discípulos en aquella aldea de samaritanos. Entonces podemos acudir a Jesús para no caer en el desánimo y para anhelar, en cambio, vivir con la paciencia de Dios. Esas situaciones nos recuerdan que nuestro propósito es colaborar en que se haga su voluntad, y que procuramos extender su Reino, no otro imaginario.


Jesús, efectivamente, animó a sus apóstoles a no caer en una indignación que podría ser señal de no entrar todavía del todo en la lógica divina. «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?», preguntaron Santiago y Juan. «Pero él se volvió y los reprendió» (Lc 9, 54-55). Jesús quiere que recordemos siempre, sobre todo en nuestra propia vida, que «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande (...). Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera»5.


LLAMA la atención la manera tan mansa que tiene Jesús, durante su Pasión, de ofrecernos su amistad. El Señor «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»6. Y nos pide que en esto sigamos sus pasos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Además, ha querido unir a esa mansedumbre una bendición: «Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra» (Mt 5,5). La recompensa del manso es una herencia, es decir, algo que no ocurre de inmediato. Su espera es serena, pues su esperanza es cierta: recibirá su recompensa como quien recibe un regalo inmerecido.


No es la de Jesús la mansedumbre cobarde de quien cede en todo por no atreverse a hacer frente a las dificultades. Tampoco es la mansedumbre del astuto calculador que está esperando que llegue su hora. Jesús es manso porque es libre del deseo de imponerse, de dominar, de avasallar. Es manso porque su amor le lleva a respetar la libertad de los demás; no pretende poseer a la persona, al contrario, porque «el amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz»7.


Dios ama y respeta nuestra libertad que es, al fin y al cabo, un don suyo. Con esta actitud nos da ejemplo también de cómo respetar la libertad de los demás. Y, al mismo tiempo, con su vida Jesús nos muestra el valor más grande de este don: entregarla en servicio de las personas. Podemos pedir a la Virgen que nos ayude a tener un corazón como el de su Hijo: un corazón manso, movido por la pasión y la alegría de servir.

SAM MIGUEL GABRIEL Y RAFAEL ARCÁNGELES




 Evangelio (Jn 1, 47-51)


Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:


—Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez.


Le contestó Natanael:


—¿De qué me conoces?


Respondió Jesús y le dijo:


—Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.


Respondió Natanael:


—Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.


Contestó Jesús:


—¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás.


Y añadió:


—En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.


PARA TU RATO DE ORACION 



EL ARCÁNGEL san Miguel es presentado en el Antiguo Testamento como aquel que, de parte de Dios, defiende al pueblo elegido de los peligros. Y en el libro del Apocalipsis se narra la guerra que mantuvo con las fuerzas del mal: «Se entabló un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. También lucharon el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni hubo ya para ellos un lugar en el cielo» (Ap 12,7-8). Entre las primeras consecuencias de la victoria de Cristo se encuentra la derrota del diablo. Y corresponde a este arcángel ejecutarla. «Miguel significa: “¿Quién como Dios?” (…). Por esto –escribe san Gregorio Magno–, cuando se trata de alguna misión que requiere un poder especial, es enviado Miguel, dando a entender por su actuación y por su nombre que nadie puede hacer lo que solo Dios puede hacer»1. Confiar una misión a san Miguel es tanto como decir que aquello únicamente puede hacerlo el Señor: «San Miguel vence porque es Dios quien actúa en él»2.


Decía san Josemaría a un grupo de hijos suyos: «Ninguno de vosotros está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema, épico, divino»3. Todos los cristianos formamos parte del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Hoy podemos pedir a este arcángel, príncipe de la milicia celestial, que cuide a todos los hombres y mujeres, que nos defienda en la lucha y nos ampare de las asechanzas del demonio4. Y lo hacemos con la seguridad de la victoria, «porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche» (Ap 12,10). Intensificar nuestra relación con san Miguel acrecentará nuestra fe en el poder de Dios, nos hará más humildes, hasta identificarnos cada vez más con su propio nombre: «Todos mis huesos dirán: ¿Quién como Tú, Señor?» (Sal 35, 10).


EL CATECISMO de la Iglesia señala que «con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios»5. Su ser se agota en servir: existen para cooperar gozosamente con los planes del Señor y transmitir a los hombres sus designios. Y, entre todos los mensajeros, no hay otro como Gabriel. Su nombre significa «fuerza de Dios»; fue enviado como embajador del Señor en repetidas ocasiones para comunicar su plan de salvación y para dar ánimo a quienes invita a realizarlos. «Yo soy Gabriel –dice, por ejemplo, el ángel a Zacarías–, que asisto ante el trono de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte una buena nueva» (Lc 1,19). También el profeta Daniel escribió sobre el arcángel: «Llegó volando raudo hasta mí, a la hora de la ofrenda vespertina. Él se hizo comprender, habló conmigo y dijo: “Daniel, ahora he salido para infundirte comprensión”» (Dn 9,21-22).


Cuenta san Lucas que cuando la Virgen se sobresaltó al oír el saludo del arcángel, él respondió: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,31). Gabriel alcanza de Dios el consuelo necesario para afrontar las situaciones de manera serena y esperanzada; también cuando lo que comunica parece sobrepasar nuestras propias capacidades, como en el momento de la Anunciación. Él nos recuerda que «para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37), y siempre puede ser un importante apoyo en nuestras luchas. «Parece que el mundo se te viene encima –escribe san Josemaría–. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades. Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. El no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos»6. El arcángel Gabriel anuncia la voluntad de Dios y nos ayuda a comprender que de allí solo puede venir la alegría y la paz.


TOBIT y su mujer sufrían ante la perspectiva de enviar al joven Tobías solo, en un viaje tan lleno de incertidumbres, hasta una lejana ciudad. Ellos solo podían acompañarlo desde la distancia, y no les parecía suficiente. Entonces apareció un joven alegre (cfr. Tb 5,10), dispuesto a acompañarlo: «Soy experto y conozco bien todos los caminos» (Tb 5,6). Se trataba del arcángel san Rafael. Él acompañó a Tobías en su juventud, enseñándole a aprender de los desafíos que se le presentaban (cfr. Tb 6,1-9); le dio ánimo para superar los miedos que le impedían lanzarse a la aventura del matrimonio con Sara (cfr. Tb 6,16.18); le enseñó a querer a la que sería su mujer (cfr. Tb 6,19); y le ayudó a ser la alegría de sus padres (cfr. Tb 11,9-15).


Por esta tarea cumplida con Tobías, san Josemaría confió el trabajo apostólico con gente joven al arcángel san Rafael. Veía esta parte del apostolado del Opus Dei como la niña de sus ojos, pues la formación cristiana de la juventud es una prioridad en la Iglesia y en la Obra, ya que las siguientes generaciones también ansían lo mismo que nos ha traído la paz a nosotros. Es una misión a la que estamos llamados todos los cristianos, de forma que seamos sembradores de la alegría del Evangelio. Estamos invitados a ayudar a muchos jóvenes para que «sean –ahora y después a lo largo de su vida– fermento cristiano en las familias, en las profesiones, en todo el campo inmenso de la vida humana en medio del mundo»7.


«En el camino y en las pruebas de la vida no estamos solos, estamos acompañados y sostenidos por los ángeles de Dios, que ofrecen, por decirlo así, sus alas para ayudarnos a superar tantos peligros, para poder volar alto respecto a las realidades que pueden hacer pesada nuestra vida o arrastrarnos hacia abajo»8. Los tres arcángeles nos acompañarán toda la vida hasta el final del camino. Y allí, en el cielo, podremos contemplar a la Virgen, Reina de los ángeles.

28 de septiembre de 2025

PENSAR EN LAS NECESIDADES DELOS DEMAS

 



Evangelio (Lc 16,19-31)

En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos:

Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes. Un pobre, en cambio, llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros acercándose le lamían sus llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en los infiernos, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: «Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta del dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy atormentado en estas llamas». Contestó Abrahán: «Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí hasta vosotros, no pueden; ni tampoco pueden pasar de ahí hasta nosotros». Y dijo: «Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos». Pero replicó Abrahán: «Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!» Él dijo: «No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán». Y le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos».



PARA TU RATO DE ORACION 



«HABÍA UN HOMBRE rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día» (Lc 16,19). Así comienza la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. El primero gozaba de una abundancia ostentosa, mientras que en la puerta de su casa vivía un hombre lleno de heridas, que soñaba con poder alimentarse de las sobras que caían de la mesa del rico. Se encontraba en una situación tan desesperada, que ni siquiera encontraba las fuerzas necesarias para ahuyentar a los perros que se le acercaban a lamer sus llagas.


En aquella narración del Señor es sorprendente la ceguera de Epulón. Habría visto a Lázaro muchas veces semidormido en la puerta de su casa; incluso alguna vez lo habría movido con desdén para que pudieran entrar sus invitados. Pero en ningún momento se detiene a mirarlo de verdad. No está dispuesto a perder el tiempo con una persona que no puede generarle ningún tipo de beneficio. «Lázaro, que se halla ante la puerta, es una llamada viviente al rico para que se acuerde de Dios, pero el rico no acoge esta llamada»1. Tan inmerso se encuentra en su propia comodidad y egoísmo, que es incapaz de percatarse de que en ese pobre se encuentra la puerta de su liberación. Y lo que sucede a Epulón nos puede suceder a cada uno de nosotros. Si hubiese dejado entrar a Lázaro en su vida, compartiendo con él al menos su tiempo, habría estado en mejores condiciones de encontrarse con el Señor, pues muchas veces la riqueza de Dios se presenta en la pobreza de los hombres.


Jesús nos invita a percatarnos de las necesidades de los que nos rodean, a ser más sensibles con nuestro entorno. Cuando vivimos con Cristo, nos preocupan menos nuestros propios problemas y, por el contrario, va adquiriendo más peso la sana inquietud por los más necesitados. Por eso pudo escribir san Josemaría: «Los pobres –decía aquel amigo nuestro– son mi mejor libro espiritual y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y, porque me duele, comprendo que le amo y que les amo»2.


LA TRASCENDENCIA de la parábola de Jesús sobre el rico y el pobre se pone de manifiesto en la segunda parte. El Señor nos cuenta que, después de un tiempo, los dos protagonistas mueren. Pero mientras el pobre Lázaro, acostumbrado a una vida hambrienta e incómoda, es llevado por los ángeles al seno de Abrahán, el rico desciende al infierno y sufre tormentos indescriptibles. Curiosamente, solamente cuando un abismo infranqueable los separa, el rico posa finalmente su mirada sobre Lázaro. «Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas» (Lc 16,24), suplica. Acostumbrado a llevar una vida llena de placeres, incluso después de la muerte seguía viendo en los demás meros instrumentos para satisfacer sus propias necesidades.


El comportamiento frío del rico Epulón con respecto a los demás acaba determinando su destino eterno. Por su incapacidad de sentir misericordia hacia las necesidades de su prójimo, le fue imposible abrirse a la misericordia divina, el único camino que nos lleva directamente al cielo. «La parábola advierte claramente: la misericordia de Dios hacia nosotros está relacionada con nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro de par en par la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada. También para Dios»3. Cada vez que experimentamos la misericordia de Dios, en el fondo resuena una invitación para, a nuestra vez, preocuparnos por quienes necesitan de nuestra compasión. En su parábola, Jesús nos lo recuerda: solo si transformamos nuestras ciudades en lugares más compasivos, construiremos los «caminos divinos de la tierra»4.


«LA PREOCUPACIÓN cristiana por los demás –recuerda el prelado del Opus Dei– nace precisamente de nuestra unión con Cristo y de nuestra identificación con la misión a la que él nos ha llamado»5. En la oración vamos configurando nuestros afectos con los sentimientos de Jesús. Contemplando a Jesús detenidamente en la sencillez de la Eucaristía o sintiendo su compañía en la profundidad de nuestra alma, iremos comprendiendo la grandeza que se esconde en las palabras de san Pablo: «Porque ya sabéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor de vosotros se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9). También nosotros sentiremos la necesidad de desprendernos de nuestras pequeñas riquezas para compartirlas con quienes más lo necesitan.


«Somos para la muchedumbre: no estamos nunca encerrados, vivimos de cara a la multitud y tenemos metidas en el alma aquellas palabras de Jesucristo Nuestro Señor: me da compasión esta multitud, porque hace ya tres días que están conmigo, y no tienen qué comer»6. A un cristiano no le resulta indiferente el sufrimiento del mundo; al contrario, al saberse hijo de Dios, se sabe heredero del mundo, también de sus dificultades. Por eso, podemos pedir a Jesús que nos dé un corazón a su medida, «para que entren en él todas las necesidades, los dolores, los sufrimientos de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más débiles»7.


María siempre se consideró pobre ante los ojos de Dios y, por eso, pudo percibir en todo momento las huellas de su obra. Esa riqueza divina le permitió darse cuenta también de las pobrezas de quienes le rodeaban, es decir, de sus necesidades. A ella le podemos pedir que nos haga más sensibles a las personas que tenemos cerca, sabiendo que allí encontramos también el cielo.




27 de septiembre de 2025

LA CRUZ SIEMPRE ESTA CERCA



 Evangelio (Lc 9, 43b-45)


Entre la admiración general por lo que hacía, dijo a sus discípulos:


«Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres».


Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido. Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto.


PARA TU RATO DE ORACION 



EL EVANGELISTA san Lucas hace notar que Jesús gozaba de una «admiración general» (Lc 9,43). No resulta difícil imaginar las causas de esa reputación. Por una parte, el Señor hablaba con una autoridad y un carisma que atraían a las muchedumbres. Además, sus enseñanzas no se reducían a meras palabras, sino que iban acompañadas de obras. Los milagros afirmaban su origen divino, y su forma de vivir reflejaba la misericordia de Dios. Nadie que veía a Jesús podía quedarse indiferente ante la riqueza de su personalidad y el tesoro de sus palabras.


Aquella profunda impresión que Jesús dejaba en sus discípulos la ha dejado también en nosotros; es un sentimiento que, gracias a Dios, se renueva en momentos puntuales, pero quisiéramos que estuviera siempre presente. La admiración consiste en mirar con nuevos ojos lo que se ama, porque no hay amor que no tenga sabor a novedad. Una persona enamorada no se cansa de contemplar al amado; no tanto por un afán de curiosidad, sino por un deseo de seguir apreciando toda su riqueza. Precisamente en eso consiste la vida contemplativa: saber que Jesús está cerca y no cansarnos de entrar en su misterio.


Como toda relación, la vida de oración es un camino en el que se avanza poco a poco. «Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres»1. El objetivo es abandonarnos en sus manos y dejar que sea él quien nos conquiste: «Se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán»2.


NOS PUEDE sorprender la manera en la que Jesús reacciona ante la admiración que despertaba. En lugar de complacerse ante sus miradas atónitas, les habla de la Cruz, como haciendo ver que la verdadera contemplación no puede separarse de una profunda purificación interior: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9,44).


Cristo deja claro, en innumerables ocasiones, que «no se puede reducir la fe a azúcar que endulza la vida»3. Quizá algunos de los que seguían a Jesús lo hacían con el deseo de que les asegurara una existencia un poco más cómoda o simplemente para sentirse parte del grupo guiado por un profeta famoso. Pero este no era el mensaje de Cristo: el amor auténtico va de la mano de la verdad, de la realidad, y no puede desentenderse del dolor. «No olvidéis –escribía san Josemaría– que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza»4.


Contemplar el rostro de Cristo, adentrarnos en el misterio de su amor, significa descubrir los mensajes de sus heridas, abrirse al dolor de su corazón, también en las personas que sufren cerca de nosotros. Por eso, la oración contemplativa, que es «la respiración del alma y de la vida»5, requiere de la mortificación interior: esa lucha serena, pero decidida, por tener todos nuestros sentidos libres para ponerlos en Jesús y experimentar las cosas como las experimenta él. Si nuestra oración nos une a Cristo, nos unirá también a los problemas del mundo y los asumirá desde la perspectiva de Dios.


«PERO ELLOS no entendían este lenguaje. Les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido» (Lc 9,45). La muchedumbre que rodeaba a Jesús se quedó desconcertada al oír sus palabras sobre la Cruz. Les parecía extraño que alguien que había demostrado poseer un poder tan elevado, que era incluso capaz de resucitar a los muertos, les hablara de su doloroso final. No podían comprender que Jesús, en medio de su palpable triunfo, describiera su futura derrota. Sus palabras parecían contradecir el ambiente general de alegría y de esperanza.


Sin embargo, en lugar de comentar sus discrepancias con Jesús, a aquellas personas «les daba miedo preguntarle sobre el asunto» (Lc 9,45). La admiración que sentían por el Señor resultó ser, muchas veces, una mezcla de conocimiento superficial y reverencia temerosa. Jesús, sin embargo, los invita a que aquella contemplación no sea solo la impresión de un momento pasajero, la emoción de un instante, sino que genere un cambio profundo en sus vidas: les ofrece comprender toda la existencia como un diálogo con Dios.


Esa unión de nuestro corazón con el de Cristo nos permite contemplar con nuevos ojos el mundo. Descubrimos, incluso entre las sombras de la historia y de nuestra propia biografía, un destello de la luz divina. «Jesús ha sido maestro de esta mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada por las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza»6. María, maestra de oración, nos puede alcanzar la gracia de tener un corazón contemplativo como el suyo.


25 de septiembre de 2025

A JESUS SE LE CONOCE EN LOS EVANGELIOS


 Evangelio (Lc 9,7-9)


Herodes el tetrarca oyó todo lo que ocurría y dudaba, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos, otros que Elías había aparecido, otros que había resucitado alguno de los antiguos profetas. Y dijo Herodes:


—A Juan lo he decapitado yo, ¿quién es, entonces, éste del que oigo tales cosas?


Y deseaba verlo.


PARA TU RATO DE ORACION 


LOS EVANGELIOS nos hablan de muchas personas, muy distintas entre sí, que quieren ver a Jesús. Uno de ellos es Herodes quien, al enterarse de los milagros que realizaba, «estaba perplejo». El motivo de semejante sorpresa era que «unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos». Pero a Herodes le costaba creer esa posibilidad, pues él mismo había acabado con la vida de Juan, instigado por Herodías, la mujer de su hermano. «A Juan lo he decapitado yo –decía–, ¿quién es, entonces, este del que oigo tales cosas?» (Lc 9,7-9). San Lucas hace notar que Herodes «deseaba verlo» (Lc 23,8). Sin embargo, cuando finalmente se encuentra con Jesús durante la Pasión, el Señor calla. El rey esperaba verle realizar algún milagro y le hacía preguntas con mucha locuacidad, pero Jesús no respondió nada. Entonces Herodes, junto con sus soldados, le despreció y se burló de él delante de todos (cfr. Lc 23,6-12).


Sin embargo, san Lucas también habla de otra persona que llevaba tiempo deseando ver a Jesús. Se trata del anciano Simeón, «un hombre justo y temeroso de Dios. (...) Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver a Cristo» (Lc 2,25-26). Cuando lo encontró en el Templo, aún siendo Jesús todavía un niño, «lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”» (Lc 2,28-29). Ambos, Simeón y Herodes, querían ver a Jesús, pero el segundo fue incapaz de valorar adecuadamente su presencia, no pudo reconocer su divinidad. Su afán de satisfacción personal y su curiosidad por ver prodigios le impidió darse cuenta de que delante tenía al Mesías. En cambio, el ejemplo de Simeón «nos enseña que la fidelidad en la espera afina los sentidos espirituales y nos hace más sensibles para reconocer los signos de Dios»1. Él, dueño de una finura que podemos pedir a Dios, se conformaba con tener a Jesús entre sus manos.


LA LECTURA y meditación frecuente del Evangelio nos ayuda a ganar en intimidad con Cristo; nos ayuda a conformar nuestra vida con la suya, de forma que nuestro corazón sintonice con su ejemplo y sus palabras. Como decía san Josemaría: «Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé –metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más–, son para que encarnes, para que “cumplas” el evangelio en tu vida»2. De este modo, comprenderemos que la santidad no consiste solamente en evitar el pecado o en cumplir una serie de preceptos, sino en identificarnos cada vez más con Jesús.


«Cristo te ha dado el poder de ser como él según tus fuerzas. No te asustes de oír esto. Lo que debe espantarte es no ser como él»3, decía san Juan Crisóstomo. Si somos dóciles al Espíritu Santo, en nuestra vida se irá plasmando la imagen del Señor, el semblante de los hijos de Dios. Y esto, en primer lugar, se refleja en la vida corriente, convirtiendo «la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico»4.


El deseo de identificarnos con Cristo cambia nuestra vida ordinaria: la familia, el trabajo, nuestras relaciones de amistad… «Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»5.


EL EMPEÑO sincero por conocer a Cristo e identificarnos con él nos llevará «a darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que el de entregarnos al servicio de los demás»6. Un cristiano no vive para sí mismo, sino para todas las personas que le rodean. Incluso lo que parece más personal e íntimo –nuestra vida interior, nuestro esfuerzo por mejorar en las virtudes–, tiene siempre una dimensión apostólica: el apostolado es inseparable de la propia santificación, y viceversa.


«Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad»7. Como escribe san Pablo a los tesalonicenses: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Y esta llamada del Señor no entra en conflicto con las demás ilusiones de la vida, sino todo lo contrario. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Ojalá que jóvenes y adultos comprendamos que la santidad no solo no es un obstáculo a los propios sueños, sino que es su culminación. Todos los deseos, todos los proyectos, todos los amores pueden formar parte de los planes de Dios»8.


En este camino de santificación y apostolado nos acompaña la Virgen. «Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre. (...) Nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres»9.




23 de septiembre de 2025

VIRGEN DE LA MERCED


Hoy Festividad de la Virgen de la Merced

El 24 de septiembre muchos pueblos celebran la fiesta de la Virgen de la Merced, una advocación impulsada por la orden de los mercedarios con 800 años de historia, y que desde Cataluña se ha extendido por todo el mundo. Es la Madre de los cautivos y la Reina de la  Misericordia.

En 1218 San Pedro Nolasco fundó la Orden Real y Militar de Nuestra Señora de la Merced y la Redención de los Cautivos, más conocida como la Orden de la Merced. Desde el principio fue una institución característicamente mariana que difundió la devoción a la Virgen de la Misericordia desde Cataluña al resto del mundo.

El protagonismo de los mercedarios en la evangelización del nuevo continente hizo que esta advocación mariana arraigara en numerosos países de América. En concreto, la Virgen de la Merced es patrona de muchas ciudades, localidades, municipios y departamentos en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, México, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Paraguay, Puerto Rico, Venezuela, Uruguay… Y el cariño de los fieles a la Merced también fue cuajando en Francia, Portugal, o Filipinas, donde también hay rincones encomendados a la Madre de los cautivos. En España, además de ser Patrona de la Ciudad de Barcelona

 Evangelio (Lc 9,1-6)

Convocó a los doce y les dio poder y potestad sobre todos los demonios, y para curar enfermedades. Los envió a predicar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos. Y les dijo:

— No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas. En cualquier casa que entréis, quedaos allí hasta que de allí os vayáis. Y si nadie os acoge, al salir de aquella ciudad, sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos. Se marcharon y pasaban por las aldeas evangelizando y curando por todas partes.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS convocó a los doce y los envió a predicar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, dándoles poder y potestad sobre todos los demonios y para curar enfermedades (cfr. Lc 9,1-2). Estas breves frases, y los consejos que el Señor les dará sobre el modo en que deberán desempeñar esta misión, nos revelan algunas características del apostolado cristiano.


La primera es la prioridad de la vocación personal. Los apóstoles son escogidos uno a uno para la misión que se les encomendará. Su elección forma parte del misterio divino, pues no se ajusta a criterios humanos como la capacitación o la eficacia. La mayoría eran pescadores sin una gran cultura; el único que quizá tenía más medios humanos y una mejor instrucción era Mateo, pero por su condición de publicano muchos lo consideraban un traidor. Además, con frecuencia los apóstoles tampoco brillaban por su heroísmo moral: como vemos en los evangelios, son ambiciosos, rivalizan entre sí y se comparan de continuo, poseen una fuerte visión humana y les cuesta razonar en términos sobrenaturales. La experiencia de los apóstoles nos recuerda que «todo depende de una llamada gratuita de Dios; Dios nos elige también para servicios que a veces parecen sobrepasar nuestras capacidades o no corresponder a nuestras expectativas; a la llamada recibida como don gratuito es necesario responder gratuitamente»[1].


Los doce partirán a predicar el Reino de Dios no porque sean sabios ni santos, sino porque se saben llamados por Cristo y porque aceptan libremente ser enviados por él. Esa es la convicción que, desde los primeros siglos hasta hoy, ha impulsado a la Iglesia a difundir el Evangelio por el mundo entero: los cristianos se sabían continuadores de la misión de Cristo, llamados y enviados para llevar la salvación a todos los hombres. Por eso el apostolado es algo radicado en la misma identidad del cristiano: por el bautismo, nuestra vida tiene un sentido de misión. No hacemos apostolado como quien cumple un encargo sobreañadido a nuestra condición de cristianos, sino que nuestra identidad más profunda consiste en que «somos apóstoles»[2]: como los primeros doce, hemos sido elegidos para ser enviados.


TRAS HABER manifestado a los doce cuál será su misión, el Señor les da algunos consejos sobre el modo de cumplirla: «No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas» (Lc 9,3). Jesús pide a los que envía a la misión apostólica una pobreza tan radical como significativa: la renuncia a una serie de cosas buenas en sí, pero no para ellos en este momento, porque podrían ralentizar o impedir la misión recibida. Esto es lo que caracteriza a la pobreza: una virtud que nos permite centrar nuestra mente y nuestro corazón en lo que es verdaderamente valioso e importante, sin distraernos con lo aparente, vano o accesorio.


En el caso del apostolado, lo verdaderamente esencial es la centralidad de Dios: el Señor nos envía y él actúa en las personas. Nosotros somos instrumentos. Ciertamente, también nuestro papel es importante, pero no lo más central ni lo más decisivo. A diferencia de un instrumento material no somos inertes o pasivos, sino que ponemos en juego libremente todas las cualidades y capacidades que tenemos, así como todos los medios humanos con los que contamos, y el Señor cuenta con que así lo haremos. Pero lo que Jesús subraya con fuerza en el Evangelio es que todo eso, lo que tenemos –sean medios materiales o cualidades humanas–, ocupa un lugar secundario en comparación con nuestra identidad: somos llamados por él y enviados a las almas.


Esta es la convicción que llena el corazón del apóstol, como recordaba san Josemaría a sus hijos en los primeros años del Opus Dei: «No olvidéis, hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas para hacer una cosa buena. Eso es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo»[3]. Precisamente porque pone su confianza en Dios, que es quien lo ha elegido y enviado, el apóstol puede cumplir este mandato divino con libertad personal, con generosidad y con alegría, dispuesto a cualquier sacrificio y moviéndose con esperanza y audacia.


«EN CUALQUIER CASA que entréis, quedaos allí hasta que de allí os vayáis. Y si nadie os acoge, al salir de aquella ciudad, sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos» (Lc 9,4-5). Así concluye el Señor sus consejos para la misión apostólica. Jesús hace ver que, en ocasiones, el testimonio apostólico de sus enviados será bien acogido y, en cambio, otras veces no lo será. Para este último caso, recomienda a los doce que sacudan el polvo de sus pies: era un gesto gráfico en la cultura semita para mostrar que uno no quería conservar nada, ni siquiera un poco de tierra, del lugar donde le habían rechazado. En nuestro caso, nos ayuda a recordar que no deberíamos dejar que los fracasos o las negativas que cosecharemos al ser apóstoles queden como un peso en nuestro corazón, apagando poco a poco el entusiasmo sobrenatural que nos mueve.


«¿No te comprenden?... –escribía san Josemaría– Él era la Verdad y la Luz, pero tampoco los suyos le comprendieron. –Como tantas veces te he hecho considerar, acuérdate de las palabras del Señor: “no es el discípulo más que el Maestro”»[4]. Jesús es muy realista en su descripción de la vida apostólica. No oculta que esta exige renuncias –para no perder de vista la búsqueda de lo realmente valioso– y que no siempre se ve coronada por el éxito: a sus apóstoles no les faltarán dificultades, tribulaciones e incluso persecuciones (cfr. Lc 28,12-19); no irán por la vida logrando una victoria tras otra, y por eso no deben cifrar su alegría en los resultados inmediatos, sino en la fecundidad sobrenatural de su entrega. Recibirán el ciento por uno y la vida eterna (Mt 19,29) porque, de su testimonio de vida cristiana, de su fidelidad sin reservas a la misión apostólica, el Señor hará surgir una gran cantidad de frutos sobrenaturales, una abundancia que en muchos casos será inconmensurable para las estimaciones solamente humanas.


Podemos pedir a la Virgen María que avive en nuestros corazones un sentido de misión que nos haga ser y comportarnos como los primeros doce, sintiéndonos enviados del Señor y confiando en que él hará fructificar nuestro celo apostólico: «Tú y yo, hijos de Dios, cuando vemos a la gente, tenemos que pensar en las almas: he aquí un alma –hemos de decirnos– que hay que ayudar; un alma que hay que comprender; un alma con la que hay que convivir; un alma que hay que salvar»[5].



22 de septiembre de 2025

MARIA NOS ENSEÑA A ESCUCHAR

 


Evangelio (Lc 8,19-21)


Vinieron a verle su madre y sus hermanos, y no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre. Y le avisaron:


— Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte.


Él, en respuesta, les dijo:


— Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen.


PARA TU RATO DE ORACION 


LA FAMA de Jesús se ha extendido ya por toda Galilea. Son muchos los que acuden a él. Algunos le traen enfermos, otros le confían un problema o le piden un consejo. Posiblemente tampoco faltan quienes acercan a sus hijos a Cristo para que los bendiga con su mano. El Señor predica, escucha y responde a preguntas. Se interesa por las personas. No rehúye el dolor, ni la enfermedad, ni la angustia del pueblo. Cada día de Jesús se parece a una hogaza de la que una multitud de manos hambrientas arrancan trozos hasta no dejar nada. Su entrega total en la cruz fue precedida de una donación cotidiana a las personas que le rodeaban.


Un día, mientras Jesús se encontraba en una de esas situaciones, acudieron a verle su Madre y algunos parientes, pero «no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre» (Lc 8,19). Era tal el gentío que se agolpaba en torno al Maestro, que impedía el paso a los recién llegados. Sus discípulos le avisaron: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte». Y Cristo les dio una respuesta que, de manera misteriosa, resume el Evangelio que traía a la tierra: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,20-21).


En los rostros de quienes le escuchaban quizá se dibujó un gesto de sorpresa. Sin embargo, Jesús no quiso expresar con estas palabras un distanciamiento con su Madre. En realidad, lo que pone de relieve es su intención de constituir una familia de vínculos sobrenaturales: la Iglesia. Y esta la formarían los hombres y las mujeres que a lo largo de los tiempos iban a acoger su palabra para que fructifique en sus vidas. Como explicaba un escritor medieval: «En el tabernáculo del vientre de María habitó Cristo durante nueve meses; hasta el fin del mundo, vivirá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia y, por los siglos de los siglos, morará en el conocimiento y en el amor del alma fiel»1.


«MARÍA es la mujer de la escucha. Lo vemos en el encuentro con el ángel y lo volvemos a ver en todas las escenas de su vida, desde las bodas de Caná hasta la cruz y hasta el día de Pentecostés (...). No dice simplemente “sí”, sino que asimila la Palabra, acoge en sí la Palabra»2. Cuando pronuncia el Magníficat, por ejemplo, comprobamos que la Madre de Jesús conocía las Escrituras, y no solo de un modo teórico; nos damos cuenta de que «estaba tan identificada con la Palabra, que en su corazón y en sus labios las palabras del Antiguo Testamento se transforman, sintetizadas, en un canto. Vemos que su vida estaba realmente penetrada por la Palabra; había entrado en la Palabra, la había asimilado; así en ella se había convertido en vida»3.


Escuchar la palabra de Dios no nos aleja de la tierra, sino todo lo contrario: nos introduce de lleno en ella, nos revela la verdadera realidad. «Decir “sí” al Señor es animarse a abrazar la vida como viene, con toda su fragilidad y pequeñez, y hasta muchas veces con todas sus contradicciones»4. Por eso, la fidelidad de María «no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada»5. Las vidas de todos los santos nos revelan que esa escucha fiel es un tesoro que, después, se derrama en gestos de amor en lo ordinario, que queda así transformado. En María, mujer de la escucha, vemos una vida sin espectáculo externo, mientras lleva a cabo los trabajos propios de una madre de familia de su tiempo; toda la existencia de María está caracterizada por una profunda docilidad al querer divino. Su día a día, al igual que el de su hijo Jesús, está marcado por la alegría de quien ha entrado en la lógica divina: «Contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina»6. Sus deseos y sus planes se sitúan dentro de los designios de bondad de su Hijo. Y en ellos, María se mueve con soltura y plena libertad.


A SAN JOSEMARÍA le gustaba considerar que, en el momento de la Anunciación, la Virgen se encontraba recogida en oración. Muchos pintores han representado así esta escena, añadiendo entre sus manos un libro de las Escrituras. Para ella la lectura de esas páginas no era simplemente recordar eventos de otra época: eran las palabras que el Señor dirigía a ella misma en un determinado momento. «No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, con el corazón abierto a Dios: “Señor, lo que tú quieres, cuando tú quieres y como tú quieres”. Es decir, con el corazón abierto a Dios y Dios siempre responde»7.


Leer las Escrituras con esa apertura de corazón nos llevará a descubrir lo que Dios quiere decirnos hoy y ahora. Como su palabra es siempre viva y eficaz, podemos leer una y otra vez el mismo pasaje con novedad. Escuchar así la palabra de Dios nos llevará, como de la mano, a cumplirla, poniendo al servicio de Dios nuestra libertad, nuestra inteligencia y nuestra amplia capacidad de amar. En realidad, escuchar y cumplir la palabra de Dios son dos cosas inseparables, pues «la palabra de Dios se comprende realmente solo cuando se empieza a practicarla»8. Podemos pedir a la Virgen que sepamos meditar las Escrituras con la misma apertura de corazón que marcó su vida.

SER LUZ

 



Evangelio (Lc 8,16-18)


Nadie que ha encendido una lámpara la oculta con una vasija o la pone debajo de la cama, sino que la pone sobre un candelero para que los que entran vean la luz. Porque nada hay escondido que no acabe por saberse; ni secreto que no acabe por conocerse y hacerse público. Mirad, pues, cómo oís: porque al que tiene se le dará; y al que no tiene incluso lo que piensa tener se le quitará.


PARA TU RATO DE ORACION 



EN LA SAGRADA ESCRITURA son frecuentes las referencias a la luz. El libro del Génesis nos recuerda que Dios, después de crear el cielo y la tierra, crea la luz (cfr. Gen 1,3). Por su parte, las profecías del pueblo de Israel expresan de este modo la llegada del Mesías: «El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa, los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz» (Is 9,2). San Juan, finalmente, escribe en el prólogo de su evangelio: «El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» (Jn 1,9).


Pensar en una existencia sin luz, entre penumbras, nos genera tristeza, pues supondría no disfrutar de lo creado. Por eso, en la tradición cristiana la vida en tinieblas está identificada con el mal. La ausencia de luz nos lleva a la confusión, a ir sin un rumbo claro. Pero aun en la noche más profunda bastan las pequeñas luces de las estrellas para, al menos, contar con unas referencias que marcan una ruta certera. Cristo orienta nuestra vida, nos ayuda a despejar nuestras dudas: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Salmo 119, 105), dice el salmista, refiriéndose a la ley de Dios.


La luz de Cristo nos ayuda a afrontar las dificultades del camino con esperanza. Ciertamente, creer en él no significa ahorrarse sufrimientos, como si fuera un analgésico para los momentos de dolor. Más bien, el cristiano que se fía del Señor sabe que «tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia. Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»1.


«NADIE que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz» (Lc 8,16). Antiguamente, cuando no existía la luz eléctrica, costaba mucho mantener un fuego encendido. Esa experiencia da pie al Señor para algunas de sus enseñanzas. La luz es necesaria para la vida de los hombres. Por eso, cuando llega la noche, esas lámparas deben estar listas para alumbrar, como las de las vírgenes que esperaban al novio (cfr. Mt 25,1-13). Jesús, cuando se refiere al papel de sus discípulos en medio del mundo, los compara con la luz y con la sal. Así como la sal da sabor a los alimentos, la luz ayuda al hombre a no tropezar, le permite ver lo que le rodea y le orienta en su camino. Cristo quiere mostrarnos en esta parábola la tarea a la que nos invita: «Llenar de luz el mundo, ser sal y luz: así ha descrito el Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del amor de Dios»2.


La parábola supone que la lámpara está encendida. ¿Quién ha encendido ese fuego que hace alumbrar la lámpara? La Iglesia tiene confiada esa misión de ser esa luz, desea iluminar a todos los hombres anunciando el Evangelio con la alegría de Cristo. Quienes hemos recibido el Bautismo formamos parte de ese conjunto de hombres y mujeres a los que el Señor ha convocado para tratar de iluminar el mundo. San Ambrosio expresaba esta vocación de los cristianos y de la Iglesia como mysterium lunae, el misterio de la luna: «La Iglesia, como la luna, no brilla con luz propia, sino con la de Cristo»3. Quien nos enciende es Cristo: lo que podemos hacer nosotros es disponernos para recibir su reflejo. «Para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino, la misión es su vocación, hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre»4.


«MIRAD, PUES, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener» (Lc 8,17-18). El Señor, al final de la parábola, habla sobre la responsabilidad que supone haber recibido su luz, haber sido destinatario de algún don de Dios. Y esa llamada nos puede llevar a considerar nuestra debilidad y la poca consistencia que en ocasiones tiene nuestro fuego. Tomando en cuenta que también una pequeña luz hace mucho bien en la oscuridad, la consideración de nuestra pequeñez nos puede llevar a cultivar una disposición humilde para seguir recibiendo el fuego de Dios.


San Juan nos relata su experiencia de ser portador del Evangelio: «La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). Todos tenemos experiencia personal de las tinieblas; cuando nos adentramos en ellas, perdemos el sentido del bien y del mal, los ojos del alma poco a poco se acostumbran a la oscuridad e ignoran la luz. El prelado del Opus Dei nos recuerda que, en esos momentos, «la fidelidad consiste en recorrer –con la gracia de Dios– el camino del hijo pródigo»5. Reconocemos que no vale la pena vivir en la oscuridad, recordamos que estamos llamados a ser resplandor de Dios.


El gozo de la vida de un cristiano es compartir la misión con Jesús. Entonces descubrimos con profundidad quiénes somos. «El pecado es como un velo oscuro que cubre nuestro rostro y nos impide vernos claramente a nosotros mismos y al mundo; el perdón del Señor nos quita este manto de sombra y de tinieblas y nos da nueva luz»6. «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz!» (Is 60,1), dice Isaías. María protege siempre la lámpara de nuestra alma. Y si alguna vez se debilita, la enciende nuevamente con el fuego de su Hijo para que alumbre a los que necesitan su luz.

21 de septiembre de 2025

Una lógica nueva

 



Evangelio (Lc 16,1-13)


Decía también a los discípulos:


— Había un hombre rico que tenía un administrador, al que acusaron ante el amo de malversar la hacienda. Le llamó y le dijo: “¿Qué es esto que oigo de ti? Dame cuentas de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando”. Y dijo para sí el administrador: “¿Qué voy a hacer, ya que mi señor me quita la administración? Cavar no puedo; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que me reciban en sus casas cuando me despidan de la administración”. Y, convocando uno a uno a los deudores de su amo, le dijo al primero: “¿Cuánto debes a mi señor?” Él respondió: “Cien medidas de aceite”. Y le dijo: “Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta”. Después le dijo a otro: “¿Y tú cuánto debes?” Él respondió: “Cien cargas de trigo”. Y le dijo: “Toma tu recibo y escribe ochenta”. El amo alabó al administrador infiel por haber actuado sagazmente; porque los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz.


Y yo os digo: haceos amigos con las riquezas injustas, para que, cuando falten, os reciban en las moradas eternas.


Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho; y quien es injusto en lo poco también es injusto en lo mucho. Por tanto, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo vuestro?


Ningún criado puede servir a dos señores, porque o tendrá odio a uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas.


PARA TU RATO DE ORACION 


MUCHAS DE LAS parábolas de Jesús esconden sorpresas o giros inesperados. En aquellas historias que cuenta el Señor suele haber algo inusual, que a veces desconcierta a quien la escucha o la lee. Llama la atención, por ejemplo, que en una ocasión ponga como modelo a un administrador que malversa los bienes de su amo (cfr. Lc 16,1-8). Por otro lado, no es intuitivo recibir con una fiesta al hijo pequeño que se ha marchado de casa dilapidando la herencia (cfr. Lc 15,11-32). Tampoco parece común perdonar la deuda enorme de un servidor que sencillamente había pedido tiempo para pagarla (cfr. Mt 18,22-35). Y algo similar se podría decir del patrón que calcula el salario de sus operarios sin proporción al trabajo realizado (cfr. Mt 20,1-16).


Al margen de las enseñanzas de cada parábola, Jesús transmite de distintos modos que la vida cristiana no se rige por parámetros exactamente iguales a los nuestros. «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos» (Is 55,8), había dicho Dios en boca del profeta Isaías. El paso de Cristo por la tierra nos reveló una nueva escala de valores para mirar el mundo. La lógica del poder dio paso a la lógica del servicio y la misericordia. Los que eran considerados los últimos de la sociedad se ganaron la predilección del Señor. Y lo que servía para dar una muerte atroz –la cruz– se acaba convirtiendo en fuente de vida. Son, en definitiva, las paradojas que él mismo encarnó en su paso por la tierra: «Siendo el Verbo, al hacerse hombre se rebajó; siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su miseria; era poderoso, y se mostró tan débil, que Herodes lo despreciaba y se burlaba de él; tenía poder para sacudir la tierra, y estaba atado a aquel árbol»1. Los discípulos de Cristo estamos llamados a dejar que nuestro corazón viva, poco a poco, en esa lógica nueva.


ANTES de que el administrador se quedara sin trabajo, decidió realizar una última operación para asegurarse su futuro sustento: convocó a los deudores de su amo, les preguntó cuánto le debían, y después anotó una cifra inferior a la real. De este modo, según nos cuenta la parábola, se ganó la amistad de aquellas personas para poder también ser ayudado en el futuro (cfr. Lc 16,3-8). Jesús no pretende destacar la deshonestidad de este hombre, sino su astucia. Ante la perspectiva de una vida de miseria, supo actuar con perspicacia para resolver sus necesidades del mañana. Cristo invita a sus discípulos a servirse también del ingenio para la predicación del Reino de Dios: «¡Qué afán ponen los hombres en sus asuntos terrenos! –decía san Josemaría– (...) Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos de nuestra alma tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo que no venzamos en nuestras empresas de apostolado»2.


Pero no se trata sencillamente de un planteamiento matemático, en el que compensa dedicar igual tiempo a las cosas de Dios junto a las demás cosas que nos interesan. En realidad, el fundador del Opus Dei quiere remover nuestro interior para que descubramos que la relación con Jesús es lo más importante, es lo que nos hace realmente felices y por lo que merece emplear todo nuestro ingenio. Precisamente las cosas humanas que ya realizamos con afán, pueden ser la base para introducirnos en la ilusión por las realidades divinas. «Muchos jóvenes se preocupan por su cuerpo, procurando el desarrollo de la fuerza física o de la apariencia. Otros se inquietan por desarrollar sus capacidades y conocimientos, y así se sienten más seguros. Algunos apuntan más alto, tratan de comprometerse más y buscan un desarrollo espiritual. (...) No crecerás en la felicidad y en la santidad sólo con tus fuerzas y tu mente. Así como te preocupa no perder la conexión a internet, cuida que esté activa tu conexión con el Señor, y eso significa no cortar el diálogo, escucharlo, contarle tus cosas, y cuando no sepas con claridad qué tendrías que hacer, preguntarle: “Jesús, ¿qué harías tú en mi lugar?”»3. Dios, que habla en nuestro corazón, nos dará la astucia para que sea nuestro mejor aliado en las cosas que hacemos.


JESÚS concluye la parábola con esta consideración: «Ningún criado puede servir a dos señores, porque tendrá odio a uno y amor al otro (...). No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Lc 16,13). En muchos ámbitos de la vida se recomienda tener a mano siempre un plan B. Sin embargo, el Señor nos invita a jugarnos la vida a una sola carta: la de Dios. «Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales, si es preciso hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía»4. Apostar por el amor implica dejar lo que nos pesa, en nuestro anhelo de servir con generosidad a los demás.


Sin embargo, aunque hayamos tomado la decisión de entrar en la lógica de Dios, podemos notar que, en ocasiones, no vivimos como nos gustaría. Esto mismo es lo que experimentó san Pablo: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7,19). Unas palabras de san Josemaría nos pueden ayudar a afrontar esta tensión con serenidad: «Me dices que tienes en tu pecho fuego y agua, frío y calor, pasioncillas y Dios...: una vela encendida a San Miguel, y otra al diablo. Tranquilízate: mientras quieras luchar no hay dos velas encendidas en tu pecho, sino una, la del Arcángel»5. El sí de María fue «el de quien quiere comprometerse y arriesgar, de quien quiere apostarlo todo, sin más seguridad que la certeza de saber que era portadora de una promesa»6. Ella nos ayudará a vivir con la seguridad de que no hay mejor elección que la de vivir con Dios como nuestro principal compañero de camino.



19 de septiembre de 2025

LAS CIRCUNSTANCIAS EXTERNAS


 Evangelio (Lc 8, 4-15)


Habiéndose reunido una gran muchedumbre y gente que salía de toda la ciudad, dijo en parábola:


«Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después de brotar, se secó por falta de humedad. Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, la ahogaron. Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno». Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga».


Entonces le preguntaron los discípulos qué significaba esa parábola.


Él dijo: «A vosotros se os ha otorgado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los demás, en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan.


El sentido de la parábola es este: la semilla es la palabra de Dios.


Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven.


Los del terreno pedregoso son los que, al oír, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan.


Lo que cayó entre abrojos son los que han oído, pero, dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados y no llegan a dar fruto maduro.


Lo de la tierra buena son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia.



PARA TU RATO DE ORACION 



EL SEÑOR recorre el territorio de Galilea con sus discípulos y anuncia el Reino de Dios a quienes se acercan a escucharle. Jesús usa parábolas en su predicación: breves narraciones que revelan de modo sencillo una verdad profunda de la vida espiritual. Toma ejemplos cotidianos del mundo del trabajo, como la siembra, la pesca o la labor del hogar. También, en otras ocasiones, los toma de la vida social y familiar, como una fiesta de bodas, la relación de un padre con sus hijos o el contratista que busca jornaleros. Incluso narra hechos quizá insólitos para muchos oyentes, como alguien que encuentra un tesoro o un asalto en el camino. Todas aquellas imágenes son fáciles de comprender, son mucho más que una enseñanza teórica. «Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio»1.


A Jesús le gusta emplear estas parábolas porque conoce bien el modo de ser humano. Conoce la fuerza que tiene un ejemplo tomado del día a día de la gente. Esta actitud refleja sencillez, cercanía, deseos de ponerse en el lugar del otro. Lo que Cristo transmite no son ideas ajenas al mundo en que vivimos, sino que están estrechamente ligadas a las realidades cotidianas. Por eso, san Josemaría escribía: «Ruega al Señor que nos conceda a sus hijos el “don de lenguas”, el de hacernos entender por todos. La razón por la que deseo este “don de lenguas” la puedes deducir de las páginas del Evangelio, abundantes en parábolas, en ejemplos que materializan la doctrina e ilustran lo espiritual, sin envilecer ni degradar la palabra de Dios. Para todos –doctos y menos doctos–, es más fácil considerar y entender el mensaje divino a través de esas imágenes humanas»2. Todo esto no se trata solo de encontrar un buen envoltorio para lo que queremos decir, sino de querer a las personas como lo hizo Cristo.


EN LA PARÁBOLA del sembrador, Jesús cuenta que las semillas que no cayeron en terreno propicio fueron comidas por los pájaros; o bien, cuando brotaron, se secaron rápidamente por la falta de humedad o se ahogaron por las espinas. En cambio, las que acabaron en tierra buena sí dieron fruto, y lo dieron al ciento por uno (cfr. Lc 8,5-8). El Señor pone de manifiesto que el sembrador esparce por todo el campo, sin atender mucho al modo en que la semilla será acogida: lanza a voleo, con la esperanza de que llegue a cuajar. La semilla, en su sentido más profundo, es el mismo Cristo, a quien Dios nos ha entregado: «Los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega»3.


«La parábola del sembrador es como la “madre” de todas las parábolas, porque habla de la escucha de la palabra. Nos recuerda que la palabra de Dios es una semilla que en sí misma es fecunda y eficaz; y Dios la esparce por todos lados con generosidad, sin importar el desperdicio. ¡Así es el corazón de Dios! Cada uno de nosotros es un terreno sobre el que cae la semilla de la palabra, ¡sin excluir a nadie!»4. Recibimos a Dios mismo. Por eso, el modo de dejarse alcanzar por esa semilla no es, en primera instancia, la adecuación moral a un modo de vivir, o la aceptación intelectual a una doctrina, sino una respuesta de amor a Dios que ha venido a nuestro encuentro.


En parte depende de nosotros que esta semilla brote y dé fruto al ciento por uno. El Señor ofrece la felicidad a todos, pero no la exige, cada uno es el que libremente decide acogerla. Dios nos ha hecho libres y esta parábola es una manifestación de esta realidad. «La pasión por la libertad, su exigencia por parte de personas y pueblos, es un signo positivo de nuestro tiempo. Reconocer la libertad de cada mujer y de cada hombre significa reconocer que son personas: dueños y responsables de sus propios actos, con la posibilidad de orientar su propia existencia. Aunque la libertad no siempre lleva a desplegar lo mejor de cada uno, nunca podremos exagerar su importancia, porque si no fuéramos libres no podríamos amar»5.


A PESAR de la sencillez del lenguaje, los discípulos piden a Jesús que les explique la parábola. El Maestro, entonces, relata los motivos por los que la semilla no brota en el terreno, las razones por las que la palabra de Dios puede no arraigar en la vida de los hombres: la acción del diablo, la falta de raíz en el momento de la prueba, las riquezas y los intereses mundanos… Y señala, al mismo tiempo, que la tierra buena «son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia» (Lc 8,15).


En ocasiones, es común que echemos la culpa a las circunstancias externas cuando algo no va como habíamos planeado: un imprevisto puede complicar un proyecto laboral, una actividad familiar o un evento con amigos. Sin embargo, san Josemaría nos invita a vivir de modo santo también esas particularidades, también las dificultades que puede atravesar la semilla; es decir, nos anima a no caer en lo que llamaba la mística ojalatera: «¡Ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo…»6. Dios sale a nuestro encuentro en presente, aquí y ahora, también donde no nos lo esperábamos.


La parábola hace notar que las circunstancias no tienen la última palabra: son las decisiones libres de los hombres las que resultan definitivas para acoger el don divino. Con la acción de la gracia y nuestro esfuerzo personal, somos capaces de podar poco a poco todo lo que ahoga la semilla. La Virgen, campo fecundo en quien se encarnó el mismo Dios, nos ayudará a preparar el terreno para que también Jesús brote en nuestro corazón.




COMPARTIR LA GRAN ALEGRIA

 



Evangelio (Lc 8, 1-3)


Después de esto iba él caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.



PARA TU RATO DE ORACION 



«JESÚS iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena noticia del reino de Dios» (Lc 8,1). Y la Sagrada Escritura nos dice que los primeros en recibir la palabra de Cristo fueron «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,7). De entre todos los lugares donde podía comenzar este anuncio, Jesús eligió Galilea, zona periférica con respecto a Judea, para que se cumpliera la profecía de Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, en el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles. El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido» (Mt 4,15-16). Las tribus de Zabulón y Neftalí no habían sido fieles a Dios; los profetas habían denunciado su mundanidad y su desapego a la tradición. Era un territorio limítrofe en el que se mezclaban las razas y en donde se asentaban también numerosos gentiles: de ahí la poca fama que tenía entre algunos judíos.


Sin embargo, desde el comienzo de su predicación, el mensaje del Mesías está destinado a acoger a mujeres y hombres de todas las naciones (cfr. Mt 8,11;28,19). De hecho, Jesús muchas veces se mostraba contrario a preceptos que, con el pasar del tiempo, se habían ido añadiendo a lo principal de la Ley. Es siempre actual la tarea de encontrar los aspectos esenciales del mensaje de Cristo para que pueda llegar a todas las almas, también a quienes se encuentran más lejos. «La evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable»1.


EL SEÑOR, mientras atravesaba aquellas tierras de la ribera del lago de Genesaret, se hizo acompañar de muchas personas que iba encontrando en el camino. No era un territorio en el que abundaban los grandes hombres de estado o de cultura; más bien abundaba la gente sencilla. Parece que Jesús quiso desde el principio poner en práctica lo que después señalaría en la parábola del banquete de las bodas: «Id, por tanto, a las salidas de los caminos, e invitad a las bodas a cuantos encontréis. Y aquellos siervos salieron por los caminos, y reunieron a todos los que encontraron, tanto malos como buenos; y el salón de bodas se llenó de comensales» (Mt 22,9). ¿Cómo pudo aquel pequeño puñado de hombres entusiasmar a tanta gente con el mensaje de Cristo?


«Estos eran los discípulos elegidos por el Señor –hacía considerar san Josemaría–; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia (cfr. Gá 2,9). Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres»2.


La fuerza de estos discípulos no residía principalmente en sus cualidades, sino en la experiencia de haber recibido el amor de Dios. Les sostendrá constantemente la conciencia de aquel encuentro que les llevó a proclamar: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). «El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar (...). Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar»3. Sabernos portadores de este tesoro, no dejar que caiga en el olvido, nos llevará a fijarnos menos en nuestras propias capacidades y más en mantener vivo aquel encuentro, a través del cual Dios quiere alcanzar muchas más personas.


ADEMÁS de los apóstoles, el Evangelio enumera a varias mujeres que acompañaban a Jesús: «María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras mujeres» (Lc 8,2-3). Podemos ver, nuevamente, que no se trataba de las mujeres más importantes de la ciudad; más bien, eran quienes habían acudido a Cristo para ser liberadas de males físicos y espirituales.


Estas mujeres acompañaron al Señor durante su predicación. Y sabemos que lo hicieron hasta el último momento de su vida, incluso cuando había sido abandonado por casi todos sus apóstoles: «Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, las que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle» (Mt 27,55). El amor hizo que no dejasen al Señor en aquellos instantes; pero se trataba de un amor sin ingenuidades, fuerte, compatible con el dolor. A ellas no les importaba ni la honra, ni el prestigio, ni el supuesto éxito mundano: solamente querían estar con aquel que había transformado radicalmente sus vidas. Se sentían en deuda con Jesús porque les había liberado gratuitamente de su sufrimiento, no les había pedido nada a cambio.


Las mujeres, en aquellos momentos, mantuvieron una actitud esperanzada, fundada en el amor, y lo siguen haciendo hoy en la Iglesia. Solo así se explica que María Magdalena y Juana fueran de nuevo al sepulcro de mañana, cuando todos pensaban que la aventura de Cristo había terminado. La seguridad en la resurrección nos impulsará a vivir de esa esperanza y de ese amor del que también estaba llena nuestra Madre.

18 de septiembre de 2025

JESUS AMA MAS A QUIEN MAS PEDONA

 



Evangelio (Lc 7, 36-50)


Un fariseo le rogaba que fuera a comer con él y, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa.


En esto, una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.


Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora».


Jesús respondió y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él contestó: «Dímelo, Maestro».


«Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le mostrará más amor?».


Respondió Simón y dijo: «Supongo que aquel a quien le perdonó más». Y él le dijo: «Has juzgado rectamente».


Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos.


Tú no me diste el beso de paz; ella, en cambio, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies.


Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume.


Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco».


Y a ella le dijo: «Han quedado perdonados tus pecados».


Los demás convidados empezaron a decir entre ellos: «¿Quién es este, que hasta perdona pecados?».


Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».



PARA TU RATO DE ORACIÓN 



JESÚS se encuentra en casa de un fariseo. Por lo que cuenta san Lucas, parece ser que el anfitrión tiene mucho interés en comer con aquel hombre que hace grandes prodigios. Por fin puede recibirlo bajo su techo. Pero justo cuando están alrededor de la mesa, una mujer irrumpe en la escena. Y no se trata de una persona cualquiera: es una pecadora. Probablemente el fariseo se escandalizara. No soportaría que alguien así entrara en su casa, y menos en un momento tan delicado como aquella comida. La aparición de esa mujer, sin embargo, fue lo menos sorprendente. Con gran atrevimiento, se puso a llorar los pies de Jesús, los bañó «con sus lágrimas, y los enjugaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con el perfume» (Lc 7,38) que llevaba en un frasco de alabastro.


Aquella mujer no estaba dispuesta a que sus pecados definieran su vida. Sabía que se había equivocado muchas veces. Por eso quiso demostrar su arrepentimiento con un gesto de amor humilde y, al mismo tiempo, audaz. Si sus faltas le habían llevado a alejarse del Señor y de los demás, ahora el reconocimiento de su culpa le empuja a encontrarse con el Hijo de Dios, a pesar de que se encuentre reunido en el hogar otra persona. Y Cristo, que ha sabido leer sus deseos de cambiar de vida, le concede lo que tanto buscaba: la paz de espíritu y el perdón de los pecados (cfr. Lc 7,50). «Pide a Jesús –comentaba san Josemaría– que te conceda un Amor como hoguera de purificación, donde tu pobre carne –tu pobre corazón– se consuma, limpiándose de todas las miserias terrenas… Y, vacío de ti mismo, se colme de él. Pídele que te conceda una radical aversión a lo mundano: que solo te sostenga el Amor»[1].


EL RELATO evangélico nos ofrece al menos dos maneras de ver el gesto de aquella mujer. Por un lado, la del fariseo. El anfitrión reflexiona para sí mismo: «Si este fuera profeta, sabría con certeza quién y qué clase de mujer es la que le toca: que es una pecadora» (Lc 7,39). Además de dudar del poder de Jesús y de despreciar a la mujer, podemos decir que el fariseo comete otro error de planteamiento: el de ignorar su propio pecado. Al etiquetar a esa persona como pecadora, en cierto modo él se considera justo y, por tanto, cree que no tiene necesidad de recibir el perdón divino.


Por otro lado, el Evangelio nos propone la visión de Jesús, que está marcada por la misericordia. El Señor valora la audacia de aquella mujer que no teme entrar en una casa ajena. Aprecia su humildad para echarse a sus pies. Se emociona cuando la ve llorar. No ve a una pecadora, sino a una mujer que trata de conquistar el corazón de Dios con su amor. «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! –Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona»[2].


Esta escena pone de relieve que «quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón»[3]. Por eso, podemos pedir al Señor que, como la mujer de este pasaje, sepamos acudir a él con humildad cuando notemos la presencia del pecado en nuestra vida. «Sí, tienes razón: ¡qué hondura, la de tu miseria! Por ti, ¿dónde estarías ahora, hasta dónde habrías llegado?… “Solamente un Amor lleno de misericordia puede seguir amándome”, reconocías. Consuélate: él no te negará ni su Amor ni su Misericordia, si le buscas»[4].


El FARISEO está incómodo. Jesús ha leído que en su corazón ha despreciado el gesto de la mujer. Por eso, el Señor le hace ver que, en realidad, ella ha sido mucho mejor anfitriona que él. En cierto sentido, el corazón de esa mujer es un hogar más preparado para recibir a Jesús. «Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella en cambio me ha bañado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso. Pero ella, desde que entré no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con aceite. Ella en cambio ha ungido mis pies con perfume» (Lc 7,44-46).


Cristo reconoce los detalles de cariño que tenemos con él: la piedad externa que manifestamos cuando estamos en una iglesia, los sacrificios escondidos que hacemos por él en el día a día, la oración breve y silenciosa en nuestro lugar de trabajo… Con cada uno de estos gestos manifestamos, como la mujer, el amor que tenemos por el Señor. «El que ama no pierde un detalle –escribe san Josemaría–. Lo he visto en tantas almas: esas pequeñeces son una cosa muy grande: ¡Amor!»[5].


Podemos suponer que Jesús no desea recriminarnos si descuidamos u omitimos alguna de estas prácticas, como tampoco hizo en un primer momento con el fariseo. No obstante, si nuestra mirada juzga con dureza a los demás y es condescendiente con uno mismo, el Señor también desvelará nuestra incoherencia. «Con el juicio con que juzguéis se os juzgará, y con la medida con que midáis se os medirá» (Mt 7,2). Por eso, podemos pedir a la Virgen María una mirada materna con nuestros hermanos, que sepa relativizar sus errores y apreciar sus cualidades.



17 de septiembre de 2025

EL JUEGO DIVINO


 Evangelio (Lc 7, 31-35)


Así pues, ¿con quién voy a comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen? Se parecen a los niños sentados en la plaza y que se gritan unos a otros aquello que dice:


«Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado».


» Porque viene Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y decís: «Tiene un demonio». Viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: «Fijaos: un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores».


»Pero la sabiduría queda acreditada por todos sus hijos.


PARA TU RATO DE ORACION 


TRAS haber mostrado a la embajada de Juan el Bautista con obras y palabras que él es el Mesías, el Señor lo alaba delante de la multitud que se ha reunido a su alrededor. A continuación, dirige un duro reproche a los fariseos y doctores de la Ley y una advertencia en forma de comparación para todos aquellos que lo escuchan: «¿A quién se parecen? Se parecen a los niños sentados en la plaza y que se gritan unos a otros aquello que dice: “Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado”» (Lc 7,31-32).


Los juegos de los niños suelen seguir unas reglas aceptadas por todos que permiten disfrutar la actividad. Si uno no las cumple, prefiriendo jugar de otro modo, es lógico que los compañeros se lamenten, pues se está alterando el sentido del juego. Con esta imagen, Jesús enseña que Dios tiene un camino para salvarnos y hacernos felices. Algunos fariseos y doctores, en cambio, preferían una alternativa basada en sus esquemas y seguridades, basando la salvación en el cumplimiento de las reglas que, de hecho, ellos mismos habían establecido y que se alejaban de la voluntad original de Dios. De este modo, no solamente se negaban a acoger la salvación que Cristo les ofrecía, sino que impedían que los demás pudieran disfrutar del juego que el Señor les tenía preparado, pues enseñaban al pueblo sus propias normas, no las divinas.


«¿Cómo quiero yo ser salvado? ¿A mi modo? ¿Al modo de una espiritualidad que es buena, que me hace bien, pero que está fija, tiene todo claro y no hay riesgo? ¿O al modo divino, es decir, siguiendo el camino de Jesús, que siempre nos sorprende, que siempre nos abre las puertas al misterio de la omnipotencia de Dios, que es la misericordia y el perdón?»[1]. Las reglas del juego divino forman parte de una sabiduría que busca saciar nuestros anhelos más profundos: no hay nadie más interesado en nuestra felicidad que el propio Dios. Él nos ofrece, por decirlo de algún modo, bailar al ritmo de una melodía que nos llevará a ser dichosos en la tierra y en el cielo.


EL MISMO Jesús hace explícito el sentido de su comparación: «Porque viene Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y decís: “Tiene un demonio”. Viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: “Fijaos: un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores”» (Lc 7,33-34). Cualquier gesto del Señor era fácilmente malinterpretado por algunas autoridades judías. En lugar de tratar de comprender el sentido de la propuesta del Señor, que era el Mesías que tanto esperaban, preferían aferrarse a la imagen de Dios que ellos se habían moldeado a partir de sus propias normas.


Al leer el Evangelio podemos entrever que Jesús no actuaba en función de unos estándares sociales, ni se dejaba influenciar por lo que los demás podían pensar o esperar de él. Cristo se movía con una auténtica libertad: todas sus obras eran fruto del amor a su Padre y a los hombres. Si comía con publicanos y pecadores era porque consideraba que precisamente aquellas personas tenían más necesidad de su amistad para que aceptaran la salvación que él venía a ofrecer.


Jesús rechaza el pecado, pero no cierra las puertas a las almas necesitadas de perdón. La misericordia es uno de los rasgos que forman la auténtica imagen divina, aunque no todos los fariseos lo lograran percibir. Por eso el Señor nos invita a no juzgar a los demás con nuestros propios criterios, sino a ofrecerles la alegría y la salvación que proviene de dejar entrar a Cristo en la propia casa. «Saber que Dios nos espera en cada persona (cfr. Mt 25,40), y que quiere hacerse presente en sus vidas también a través de nosotros, nos lleva a procurar dar a manos llenas lo que hemos recibido»[2].


EL SEÑOR termina su discurso dando una clave para entender las reglas del juego divino y de su modo de obrar: «La sabiduría queda acreditada por todos sus hijos» (Lc 7,35). Es decir, que todos aquellos que han abrazado la nueva vida que les ha ofrecido Cristo confirman que es un camino de alegría que llena las aspiraciones del corazón humano. El reconocimiento de nuestra dependencia filial de Dios es «fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza»[3].


San Josemaría comentaba que cuando uno busca sinceramente la santidad, alcanza una paz y una alegría que acaba extendiéndose a las personas que le rodean. «El cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre»[4]. Esta alegría es el testimonio más auténtico que acredita la sabiduría de las palabras del Señor y hace que su mensaje llegue a todas las personas de manera amable y atractiva, siguiendo el consejo de san Pablo: «Que vuestra conversación sea siempre con gracia, sazonada con sal, de forma que sepáis responder a cada uno como conviene» (Col 4,6).


La Virgen María confió en los planes divinos y encontró una felicidad que inspira a los cristianos con el pasar de los siglos. «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48), clamó en el Magníficat. No se trata, por tanto, de un testimonio que solamente iluminó a las personas de su época, sino que también se extiende a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos. Podemos acudir a ella para que en nuestra vida reflejemos la alegría de decir que sí a la voluntad de Dios.