Evangelio (Mt 8,18-22):
En aquel tiempo, viéndose Jesús rodeado de la muchedumbre, mandó pasar a la otra orilla. Y un escriba se acercó y le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas». Dícele Jesús: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Otro de los discípulos le dijo: «Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre». Dícele Jesús: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos».
"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)
30 de junio de 2014
VIDA DE LOS PRIMEROS CRISTIANO
— Ejemplares en medio del mundo.
— Actitud ante las contradicciones.
— Apostolado en toda circunstancia.
I. La fe cristiana llegó muy pronto a Roma, centro en aquellos momentos del mundo civilizado; quizá los primeros cristianos de la capital del Imperio fueron judíos conversos que habían conocido la fe en el mismo Jerusalén o en otras ciudades del Asia Menor evangelizadas por San Pablo. La fe se transmitía de amigo a amigo, entre colegas que tenían la misma profesión, entre los parientes... La llegada de San Pedro, hacia el año 43, significó el fortalecimiento definitivo de la pequeña comunidad romana. A través de Roma, la religión se difundió a muchos lugares del Imperio. La paz interior que se gozaba entonces, la mejora de las comunicaciones, que facilitaba los viajes y la rápida transmisión de ideas y noticias, favoreció la extensión del Cristianismo. Las calzadas romanas, que, partiendo de la Urbe, llegaban hasta los más remotos confines del Imperio, y las naves comerciales que cruzaban regularmente las aguas del Mediterráneo fueron vehículos de difusión de la novedad cristiana por toda la extensión del mundo romano1.
Es difícil describir el proceso de cada persona que se convertía al Cristianismo en aquella Roma del siglo i, como lo sigue siendo ahora, pues cada conversión es siempre un milagro de la gracia y de la correspondencia personal. Influencia decisiva fue sin duda la ejemplaridad cristiana –el bonus odor Cristi2–, que se reflejaba en el modo de trabajar, en la alegría, en la caridad y en la comprensión con todos, en la austeridad de vida y en la simpatía humana... Son hombres y mujeres que, en medio de sus quehaceres diarios, tratan de vivir plenamente su fe. Abarcan todos los estratos de la sociedad: «joven era Daniel; José, esclavo; Aquila ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una prisión; otro, centurión, como Cornelio, otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era un esclavo fugitivo, como Onésimo; y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos»3.
De la caridad y de la hospitalidad de los cristianos romanos nos han dejado un precioso testimonio los Hechos de los Apóstoles, al relatar la acogida que hicieron a Pablo cuando este llegó prisionero a Roma. Los hermanos -dice San Lucas-, al enterarse de nuestra llegada, vinieron desde allí a nuestro encuentro hasta el Foro Apio y Tres Tabernas. Al verlos, Pablo dio gracias a Dios y cobró ánimos4. Pablo se sintió confortado por estas muestras de caridad fraterna.
Los primeros cristianos no abandonaban sus quehaceres profesionales o sociales (esto lo harán algunos, por una llamada concreta de Dios, pasados algo más de dos siglos), y se consideraban parte constituyente de ese mundo, del que se sentían sal y luz, con sus vidas y con sus palabras: «lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»5, resumía un escritor de los primeros tiempos.
Nosotros podemos examinar hoy si, como aquellos primeros, somos también ejemplares, hasta tal punto que de hecho movamos a otros a acercarse más a Cristo: en la sobriedad, en los gastos, en la alegría, en el trabajo bien hecho, en el cumplimiento fiel de la palabra dada, en el modo de vivir la justicia con la empresa, con los subordinados y compañeros, en el ejercicio de las obras de misericordia, en que nunca hablamos mal de nadie...
II. Los primeros cristianos encontraron, en ocasiones, graves obstáculos e incomprensiones, que en no pocos casos les llevaron a la muerte por defender su fe en el Maestro. Hoy celebramos el testimonio de los primeros mártires romanos, ocurrida a raíz del incendio de Roma del año 646. Esta catástrofe desencadenó la primera gran persecución. A San Pedro y San Pablo, cuya fiesta celebramos ayer, «se les agregó una gran multitud de elegidos que, padeciendo muchos suplicios y tormentos por envidia, fueron el mejor modelo entre nosotros»7, leemos en un testimonio vivo de los primeros escritos cristianos.
Los obstáculos e incomprensiones con que se encontraban quienes se convertían a la fe no siempre les llevaron al martirio, pero con frecuencia experimentaron en sus vidas las palabras del Espíritu Santo que recoge la Escritura: Y todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución8. A veces, esas actitudes enfrentadas de los paganos contra los seguidores de Jesús provenían de que aquellos no podían soportar la lozanía y resplandor de la vida cristiana. Otras veces, quienes habían recibido la fe tenían el deber de abstenerse de las manifestaciones religiosas tradicionales, estrechamente ligadas a la vida pública, y consideradas incluso como exponentes de fidelidad cívica a Roma y al emperador. En consecuencia, los paganos que abrazaban el Cristianismo se exponían a sufrir incomprensiones y calumnias «por no ser como los demás».
Es más que probable que el Señor no nos pida derramar la sangre por confesar la fe cristiana; aunque, si esto lo permitiera Dios, le pediríamos su gracia para dar la vida en testimonio de nuestro amor a Él. Pero sí encontraremos, de una forma u otra, la contrariedad en formas muy diferentes, pues «estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios (...). Así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo»9.
Las calumnias, el ver quizá que se nos cierran puertas en lo profesional, amigos o compañeros que vuelven la espalda, palabras despectivas o irónicas..., si el Señor permite que lleguen, nos han de servir para vivir la caridad de modo más heroico con aquellos mismos que no nos aprecian, quizá por ignorancia. Actitud siempre compatible con la defensa justa, cuando sea necesaria, sobre todo cuando se han de evitar escándalos o daños a terceros. Estas situaciones nos ayudarán mucho a purificar los propios pecados y faltas y a reparar por los ajenos, y, en definitiva, a crecer en las virtudes y en el amor al Señor. Dios quiere a veces limpiarnos como se limpia al oro en el crisol. «El fuego limpia el oro de su escoria, haciéndolo más auténtico y más preciado. Lo mismo hace Dios con el siervo bueno que espera y se mantiene constante en medio de la tribulación»10.
Si nos llegan contrariedades y molestias por seguir de cerca a Jesús, hemos de estar especialmente alegres y dar gracias al Señor, que nos hace dignos de padecer algo por Él, como hicieron los Apóstoles. Ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del nombre de Jesús11. Los Apóstoles recordarían sin duda las palabras del Maestro, como las meditamos nosotros en esta fiesta de los santos mártires romanos de la primera generación: Bienaventurados seréis cuando os injurien y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron12.
III. A pesar de las calumnias burdas, de las infamias, de las persecuciones abiertas, nuestros primeros hermanos en la fe no dejaron de hacer un proselitismo eficaz, dando a conocer a Cristo, el tesoro que ellos habían tenido la suerte de encontrar. Es más, su comportamiento sereno y alegre ante la contradicción, y ante la misma muerte, fue la causa de que muchos encontraran al Maestro.
La sangre de los mártires fue semilla de cristianos13. La misma comunidad romana, después de tantos hombres, mujeres y niños como dieron su vida en esta gran persecución, siguió adelante más fortalecida. Años más tarde escribía Tertuliano: «Somos de ayer y ya hemos llenado el orbe y todas vuestras cosas: las ciudades, las islas, los poblados, las villas, las aldeas, el ejército, el palacio, el senado, el foro. A vosotros solo hemos dejado los templos...»14.
En nuestro propio ámbito, en las actuales circunstancias, si sufrimos alguna contradicción, quizá pequeña, por permanecer firmes en la fe, hemos de entender que de aquello resultará un gran bien para todos. Es entonces, con serenidad, cuando más hemos de hablar de la maravilla de la fe, del inmenso don de los sacramentos, de la belleza y de los frutos de la santa pureza bien vivida. Hemos de entender que hemos elegido «la parte ganadora» en este combate de la vida, y también en la otra que nos espera un poco más adelante. Nada es comparable a estar cerca de Cristo. Aunque no tuviéramos nada, y nos llegaran las enfermedades más dolorosas o las calumnias más viles, teniendo a Jesús lo tenemos todo. Y esto se ha de notar hasta en el porte externo, en el sentido y en la conciencia de ser en todo momento, también en esas circunstancias, la sal de la tierra y la luz del mundo, como nos dijo el Maestro.
San Justino, refiriéndose a los filósofos de su tiempo, afirmaba con verdad que «cuanto de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos, porque nosotros adoramos y amamos, después de Dios, al Verbo, que procede del mismo Dios ingénito e inefable; pues Él, por amor nuestro, se hizo hombre para participar de nuestros sufrimientos y curarnos»15.
Con la liturgia de la Misa, pedimos hoy: Señor, Dios nuestro, que santificaste los comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires, concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza y la santa alegría de la victoria16 en este mundo nuestro que hemos de llevar hasta Ti.
1 Cfr. J. Orlandis, Historia de la Iglesia, Palabra, 3ª ed., Madrid 1977, vol. I. p. 11 ss. — 2 2 Cor 2, 15. — 3 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 43, 5. — 4 Hech 28, 15. — 5 Epístola a Diogneto, 6, 1. — 6 Cfr.Tácito, Annales 15, 44. — 7 San Clemente Romano, Carta a los Corintios, 5. — 8 2 Tim 3, 12. — 9 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 301. — 10 San Jerónimo Emiliano, Homilía a sus hermanos de religión, 21-VI-1535. — 11 Hech 5, 41. — 12 Mt 5, 11-12. — 13 Cfr. Tertuliano, Apologético, 50. — 14 Ibídem, 37. — 15 San Justino,Apología, 11, 13. — 16 Misal Romano, Oración colecta de la Misa del día.
* Después de Jerusalén y de Antioquía, Roma fue el núcleo cristiano primitivo más importante. Muchos cristianos provenían de la colonia judía existente en Roma; los más, llegaron del paganismo.
Hoy se conmemora a los cristianos que sufrieron la primera persecución contra la Iglesia bajo el emperador Nerón, después del incendio de Roma en el año 64.
29 de junio de 2014
FESTIVIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Evangelio según San Mateo
16,13-19.
Al llegar a la región de Cesarea
de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el
Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?".
Ellos le respondieron: "Unos
dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los
profetas".
"Y ustedes, les preguntó,
¿quién dicen que soy?".
Tomando la palabra, Simón Pedro
respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Y Jesús le dijo: "Feliz de
ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la
sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá
contra ella.
Yo te daré las llaves del Reino
de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo
lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo".
SAN PEDRO EL PRIMERO DE LOS APOSTOLES
— El primero de los discípulos de
Jesús.
— Su fidelidad hasta el martirio.
I. Simón Pedro, como la mayor
parte de los primeros seguidores de Jesús, era de Betsaida, ciudad de Galilea,
en la ribera del lago de Genesaret. Era pescador, como el resto de su familia.
Conoció a Jesús a través de su hermano Andrés, quien poco tiempo antes, quizá
el mismo día, había estado con Juan toda una tarde en su compañía. Andrés no
guardó para sí el inmenso tesoro que había encontrado, «sino que lleno de
alegría corrió a contar a su hermano el bien que había recibido»1.
Llegó Pedro ante el Maestro.
Intuitus eum Iesus..., mirándolo Jesús... El Maestro clavó su mirada en el
recién llegado y penetró hasta lo más hondo de su corazón. ¡Cuánto nos hubiera
gustado contemplar esa mirada de Cristo, que es capaz de cambiar la vida de una
persona! Jesús miró a Pedro de un modo imperioso y entrañable. Más allá de este
pescador galileo, Jesús veía toda su Iglesia hasta el fin de los tiempos. El
Señor muestra conocerle desde siempre: ¡Tú eres Simón, el hijo de Juan! Y
también conoce su porvenir: Tú te llamarás Cefas, que quiere decir Piedra. En
estas pocas palabras estaban definidos la vocación y el destino de Pedro, su
quehacer en el mundo.
Desde los comienzos, «la
situación de Pedro en la Iglesia es la de roca sobre la que está construido un
edificio»2. La Iglesia entera, y nuestra propia fidelidad a la gracia, tiene
como piedra angular, como fundamento firme, el amor, la obediencia y la unión
con el Romano Pontífice; «en Pedro se robustece la fortaleza de todos»3, enseña
San León Magno. Mirando a Pedro y a la Iglesia en su peregrinar terreno, se le
pueden aplicar las palabras del mismo Jesús: cayeron las lluvias y los ríos
salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu sobre aquella
casa, pero no fue destruida porque estaba edificada sobre roca4, la roca que,
con sus debilidades y defectos, eligió un día el Señor: un pobre pescador de
Galilea, y quienes después habían de sucederle.
El encuentro de Pedro con Jesús
debió de impresionar hondamente a los testigos presentes, familiarizados con
las escenas del Antiguo Testamento. Dios mismo había cambiado el nombre del
primer Patriarca: Te llamarás Abrahán, es decir, Padre de una muchedumbre5.
También cambió el nombre de Jacob por el de Israel, es decir, Fuerte ante
Dios6. Ahora, el cambio de nombre de Simón no deja de estar revestido de cierta
solemnidad, en medio de la sencillez del encuentro. «Yo tengo otros designios
sobre ti», viene a decirle Jesús.
Cambiar el nombre equivalía a
tomar posesión de una persona, a la vez que le era señalada su misión divina en
el mundo. Cefas no era nombre propio, pero el Señor lo impone a Pedro para
indicar la función de Vicario suyo, que te será revelada más adelante con
plenitud7. Nosotros podemos examinar hoy en la oración cómo es nuestro amor con
obras al que hace las veces de Cristo en la tierra: si pedimos cada día por él,
si difundimos sus enseñanzas, si nos hacemos eco de sus intenciones, si salimos
con prontitud en su defensa cuando es atacado o menospreciado. ¡Qué alegría
damos a Dios cuando nos ve que amamos, con obras, a su Vicario aquí en la
tierra!
II. Este primer encuentro con el
Maestro no fue la llamada definitiva. Pero desde aquel instante, Pedro se
sintió prendido por la mirada de Jesús y por su Persona toda. No abandona su
oficio de pescador, escucha las enseñanzas de Jesús, le acompaña en ocasiones
diversas y presencia muchos de sus milagros. Es del todo probable que asistiera
al primer milagro de Jesús en Caná, donde conoció a María, la Madre de Jesús, y
después bajó con Él a Cafarnaún. Un día, a orillas del lago, después de una
pesca excepcional y milagrosa, Jesús le invitó a seguirle definitivamente8.
Pedro obedeció inmediatamente –su corazón ha sido preparado poco a poco por la
gracia– y, dejándolo todo –relictis omnibus–, siguió a Cristo, como el
discípulo que está dispuesto a compartir en todo la suerte del Maestro.
Un día, en Cesarea de Filipo,
mientras caminaban, Jesús preguntó a los suyos: Vosotros, ¿quién decís que soy
Yo? Respondió Simón Pedro y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo9. A
continuación, Cristo le promete solemnemente el primado sobre toda la
Iglesia10. ¡Cómo recordaría entonces Pedro las palabras de Jesús unos años
antes, el día en que le llevó hasta Él su hermano Andrés: Tú te llamarás
Cefas...!
Pedro no cambió tan rápidamente
como había cambiado de nombre. No manifestó de la noche a la mañana la firmeza
que indicaba su nuevo apelativo. Junto a una fe firme como la piedra, vemos en
Pedro un carácter a veces vacilante. Incluso en una ocasión Jesús reprocha al
que va a ser el cimiento de su Iglesia que es para Él motivo de escándalo11.
Dios cuenta con el tiempo en la formación de cada uno de sus instrumentos y con
la buena voluntad de estos. Nosotros, si tenemos la buena voluntad de Pedro, si
somos dóciles a la gracia, nos iremos convirtiendo en los instrumentos idóneos
para servir al Maestro y llevar a cabo la misión que nos ha encomendado. Hasta
los acontecimientos que parecen más adversos, nuestros mismos errores y
vacilaciones, si recomenzamos una y otra vez, si acudimos a Jesús, si abrimos
el corazón en la dirección espiritual, todo nos ayudará a estar más cerca de
Jesús, que no se cansa de suavizar nuestra tosquedad. Y quizá, en momentos
difíciles, oiremos como Pedro: hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?12. Y veremos
junto a nosotros a Jesús, que nos tiende la mano.
III. El Maestro tuvo con Pedro
particulares manifestaciones de aprecio; no obstante, más tarde, cuando Jesús
más le necesitaba, en momentos particularmente dramáticos, Pedro renegó de Él,
que estaba solo y abandonado. Después de la Resurrección, cuando Pedro y otros
discípulos han vuelto a su antiguo oficio de pescadores, Jesús va especialmente
en busca de él, y se manifiesta a través de una segunda pesca milagrosa, que
recordaría en el alma de Simón aquella otra en la que el Maestro le invitó
definitivamente a seguirle y le prometió que sería pescador de hombres.
Jesús les espera ahora en la
orilla y usa los medios materiales –las brasas, el pez...– que resaltan el
realismo de su presencia y continúan dando el tono familiar acostumbrado en la
convivencia con sus discípulos. Después de haber comido, Jesús dijo a Simón
Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?...13.
Después, el Señor anunció a
Simón: En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven te ceñías tú mismo e
ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te
ceñirá y llevará a donde no quieras14. Cuando escribe San Juan su Evangelio
esta profecía ya se había cumplido; por eso añade el Evangelista: Esto lo dijo
indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después, Jesús recordó a
Pedro aquellas palabras memorables que un día, años atrás, en la ribera de
aquel mismo lago, cambiaron para siempre la vida de Simón: Sígueme.
Una piadosa tradición cuenta que,
durante la cruenta persecución de Nerón, Pedro salía, a instancias de la misma
comunidad cristiana, para buscar un lugar más seguro. Junto a las puertas de la
ciudad se encontró a Jesús cargado con la Cruz, y habiéndole preguntado Pedro:
«¿A dónde vas, Señor?» (Quo vadis, Domine?), le contestó el Maestro: «A Roma, a
dejarme crucificar de nuevo». Pedro entendió la lección y volvió a la ciudad,
donde le esperaba su cruz. Esta leyenda parece ser un eco último de aquella
protesta de Pedro contra la cruz la primera vez que Jesús le anunció su
Pasión15. Pedro murió poco tiempo después. Un historiador antiguo refiere que
pidió ser crucificado con la cabeza abajo por creerse indigno de morir, como su
Maestro, con la cabeza en alto. Este martirio es recordado por San Clemente,
sucesor de Pedro en el gobierno de la Iglesia romana16. Al menos desde el
sigloiii, la Iglesia conmemora en este día 29 de junio, el martirio de Pedro y
de Pablo17, el dies natalis, el día en que de nuevo vieron la Faz de su Señor y
Maestro.
Pedro, a pesar de sus
debilidades, fue fiel a Cristo, hasta dar la vida por Él. Esto es lo que le
pedimos nosotros al terminar esta meditación: fidelidad, a pesar de las
contrariedades y de todo lo que nos sea adverso por el hecho de ser cristianos.
Le pedimos la fortaleza en la fe, fortes in fide18, como el mismo Pedro pedía a
los primeros cristianos de su generación. «¿Qué podríamos nosotros pedir a
Pedro para provecho nuestro, qué podríamos ofrecer en su honor sino esta fe, de
donde toma sus orígenes nuestra salud espiritual y nuestra promesa, por él
exigida, de ser fuertes en la fe?»19.
Esta fortaleza es la que pedimos
también a Nuestra Madre Santa María para mantener nuestra fe sin ambigüedades,
con serena firmeza, cualquiera que sea el ambiente en que hayamos de vivir.
1 San Juan Crisóstomo, en Catena
Aurea, vol. VII, p. 113. — 2 Pablo VI, Alocución 24-XI-1965. — 3 San León
Magno, En la fiesta de San Pedro Apóstol, Homilía 83, 3. — 4 Mt 7, 25. — 5 Cfr.
Gen 17, 5. — 6 Cfr. Gen 32, 28. — 7 Cfr. Mt 16, 16-18. — 8 Cfr. Lc 5, 11. — 9
Mt 16, 15-16. — 10 Mt 16, 18-9. — 11 Cfr. Mt 16, 23. — 12 Mt14, 31. — 13 Jn 21,
15 ss. — 14 Jn 21, 18-19. — 15 Cfr. O. Hophan, Los Apóstoles, Palabra, Madrid
1982, p. 88. — 16 Cfr. Pablo VI, Exhor. Apost. Petrum et Paulum, 22-II-1967. —
17 Juan Pablo II, Ángelus 29-VI-1987. — 18 1 Pdr 5, 9. — 19 Pablo VI, Exhor.
Apost. Petrum et Paulum, cit.
* Solemnidad de los primeros
tiempos del Cristianismo. «Los Apóstoles Pedro y Pablo son considerados por los
fieles cristianos, con todo derecho, como las primeras columnas, no solo de la
Santa Sede romana, sino además de la universal Iglesia de Dios vivo, diseminada
por el orbe de la tierra» (Pablo VI). Fundadores de la Iglesia de Roma, Madre y
Maestra de las demás comunidades cristianas, fueron quienes impulsaron su
crecimiento con el supremo testimonio de «su martirio, padecido en Roma, con
fortaleza: Pedro, a quien Nuestro Señor Jesucristo eligió como fundamento de su
Iglesia y Obispo de esta esclarecida ciudad, y Pablo, el Doctor de las gentes,
maestro y amigo de la primera comunidad aquí fundada» (Pablo VI).
28 de junio de 2014
FESTIVIDAD DEL SAGRADO CORAZON DE MARIA
Lucas 2,41-51.
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta.
Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos.
Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas.
Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: "Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados".
Jesús les respondió: "¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?".
Ellos no entendieron lo que les decía.
El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos.
Su madre conservaba estas cosas en su corazón.
AMOR DE LA VIRGEN A TODOS SUS HIJOS
— El Corazón de María.
— Un Corazón materno.
— Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum.
I. En mí está toda gracia del camino y de verdad, en mí toda esperanza de vida y de fuerza1, leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
Como considerábamos en la fiesta de ayer, el corazón expresa y es símbolo de la intimidad de la persona. La primera vez que se menciona en el Evangelio el Corazón de María es para expresar toda la riqueza de esa vida interior de la Virgen: María -escribe San Lucas- guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón2.
El Prefacio de la Misa proclama que el Corazón de María es sabio, porque entendió como ninguna otra criatura el sentido de las Escrituras, y conservó el recuerdo de las palabras y de las cosas relacionadas con el misterio de la salvación; inmaculado, es decir, inmune de toda mancha de pecado; dócil, porque se sometió fidelísimamente al querer de Dios en todos sus deseos; nuevo, según la antigua profecía de Ezequiel –os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo3–, revestido de la novedad de la gracia merecida por Cristo; humilde, imitando el de Cristo, que dijo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón4;sencillo, libre de toda duplicidad y lleno del Espíritu de verdad; limpio, capaz de ver a Dios según la Bienaventuranza del Señor5; firme en la aceptación de la voluntad de Dios, cuando Simeón le anunció que una espada de dolor atravesaría su corazón6, cuando se desató la persecución contra su Hijo7 o llegó el momento de su Muerte; dispuesto, ya que, mientras Cristo dormía en el sepulcro, a imitación de la esposa del Cantar de los Cantares8, estuvo en vela esperando la resurrección de Cristo.
El Corazón Inmaculado de María es llamado, sobre todo, santuario del Espíritu Santo9, en razón de su Maternidad divina y por la inhabitación continua y plena del Espíritu divino en su alma. Esta maternidad excelsa, que coloca a María por encima de todas las criaturas, se realizó en su Corazón Inmaculado antes que en sus purísimas entrañas. Al Verbo que dio a luz según la carne lo concibió primeramente según la fe en su corazón, afirman los Santos Padres10. Por su Corazón Inmaculado, lleno de fe, de amor, humilde y entregado a la voluntad de Dios, María mereció llevar en su seno virginal al Hijo de Dios.
Ella nos protege siempre, como la madre al hijo pequeño que está rodeado de peligros y dificultades por todas partes, y nos hace crecer continuamente. ¿Cómo no vamos a acudir diariamente a Ella? «“Sancta Maria, Stella maris” -Santa María, Estrella del mar, ¡condúcenos Tú!
»-Clama así con reciedumbre, porque no hay tempestad que pueda hacer naufragar el Corazón Dulcísimo de la Virgen. Cuando veas venir la tempestad, si te metes en ese Refugio firme, que es María, no hay peligro de zozobra o de hundimiento»11. En él encontramos un puerto seguro donde es imposible naufragar.
II. María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón12.
El Corazón de María conservaba como un tesoro el anuncio del Ángel sobre su Maternidad divina; guardó para siempre todas las cosas que tuvieron lugar en la noche de Belén y lo que refirieron los pastores ante el pesebre, y la presencia, días o meses más tarde, de los Magos con sus dones, y la profecía del anciano Simeón, y las zozobras de su viaje a Egipto... Más tarde, le impresionó profundamente la pérdida de su Hijo en Jerusalén, a la edad de doce años, y las palabras que Este les dijo a Ella y a José cuando por fin, angustiados, le encontraron. Luego descendió con ellos a Nazareth y les estaba sometido. Pero María conservaba todas estas cosas en su corazón13. Jamás olvidó María, en los años que vivió aquí en la tierra, los acontecimientos que rodearon la muerte de su Hijo en la Cruz y las palabras que allí oyó a Jesús: Mujer, he ahí a tu hijo14. Y al señalar a Juan, Ella nos vio a todos nosotros y a todos los hombres. Desde aquel momento nos amó en su Corazón con amor de madre, con el mismo con que amó a Jesús. En nosotros reconoció a su Hijo, según lo que Este mismo había dicho: Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis15.
Pero Nuestra Señora ejerció su maternidad antes de que se consumase la redención en el Calvario, pues Ella es madre nuestra desde el momento en que prestó, mediante su fiat, su colaboración a la salvación de todos los hombres. En el relato de las bodas de Caná, San Juan nos revela un rasgo verdaderamente maternal del Corazón de María: su atenta solicitud por los demás. Un corazón maternal es siempre un corazón atento, vigilante: nada de cuanto atañe al hijo pasa inadvertido a la madre. En Caná, el Corazón maternal de María despliega su vigilante cuidado en favor de unos parientes o amigos, para remediar una situación embarazosa, pero sin consecuencias graves. Ha querido mostrarnos el Evangelista, por inspiración divina, que a Ella nada humano le es extraño ni nadie queda excluido de su celosa ternura. Nuestros pequeños fallos y errores, lo mismo que las culpas grandes, son objeto de sus desvelos. Le interesan los olvidos y preocupaciones, y las angustias grandes que a veces pueden anegar el alma. No tienen vino16, dice a su Hijo. Todos están distraídos, nadie se da cuenta. Y aunque parece que no ha llegado aún la horade los milagros, Ella sabe adelantarla.
María conoce bien el Corazón de su Hijo y sabe cómo llegar hasta Él; ahora, en el Cielo, su actitud no ha variado. Por su intercesión nuestras súplicas llegan «antes, más y mejor» a la presencia del Señor. Por eso, hoy podemos dirigirle la antigua oración de la Iglesia:Recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona17, Virgen Madre de Dios, Tú que estás continuamente en su presencia, habla a tu Hijo cosas buenas de nosotros. ¡Bien que lo necesitamos!
Al meditar sobre esta advocación de Nuestra Señora, no se trata quizá de que nos propongamos una devoción más, sino de aprender a tratarla con más confianza, con la sencillez de los niños pequeños que acuden a sus madres en todo momento: no solo se dirigen a ella cuando están en gravísimas necesidades, sino también en los pequeños apuros que les salen al paso. Las madres les ayudan con alegría a resolver los problemas más menudos. Ellas –las madres– lo han aprendido de nuestra Madre del Cielo.
III. Al considerar el esplendor y la santidad del Corazón Inmaculado de María, podemos examinar hoy nuestra propia intimidad: si estamos abiertos y somos dóciles a las gracias y a las inspiraciones del Espíritu Santo, si guardamos celosamente el corazón de todo aquello que le pueda separar de Dios, si arrancamos de raíz los pequeños rencores, las envidias... que tienden a anidar en él. Sabemos que de su riqueza o pobreza hablarán las palabras y las obras, pues el hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas18.
De nuestra Señora salen a torrentes las gracias de perdón, de misericordia, de ayuda en la necesidad... Por eso, le pedimos hoy que nos dé un corazón puro, humano, comprensivo con los defectos de quienes están junto a nosotros, amable con todos, capaz de hacerse cargo del dolor en cualquier circunstancia en que lo encontremos, dispuesto siempre a ayudar a quien lo necesite. «¡Mater Pulchrae dilectionis, Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros! Enséñanos a amar a Dios y a nuestros hermanos como tú los has amado: haz que nuestro amor hacia los demás sea siempre paciente, benigno, respetuoso (...), haz que nuestra alegría sea siempre auténtica y plena, para poder comunicarla a todos»19, y especialmente a quienes el Señor ha querido que estemos unidos con vínculos más fuertes.
Recordamos hoy cómo, cuando las necesidades han apremiado, la Iglesia y sus hijos han acudido al Corazón Dulcísimo de María para consagrar el mundo, las naciones o las familias20. Siempre hemos tenido la intuición de que solo en su Dulce Corazón estamos seguros. Hoy le hacemos entrega, una vez más, de lo que somos y tenemos. Dejamos en su regazo los días buenos y los que parecen malos, las enfermedades, las flaquezas, el trabajo, el cansancio y el reposo, los ideales nobles que el Señor ha puesto en nuestra alma; ponemos especialmente en sus manos nuestro caminar hacia Cristo para que Ella lo preserve de todos los peligros y lo guarde con ternura y fortaleza, como hacen las madres.Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum, Corazón dulcísimo de María, prepárame..., prepárales un camino seguro21.
Terminamos nuestra oración pidiendo al Señor, con la liturgia de la Misa: Señor, Dios nuestro, que hiciste del Inmaculado Corazón de María una mansión para tu Hijo y un santuario del Espíritu Santo, danos un corazón limpio y dócil, para que, sumisos siempre a tus mandatos, te amemos sobre todas las cosas y ayudemos a los hermanos en sus necesidades22.
1 Antífona de entrada. Misas de la Virgen María, I. Misa del Inmaculado Corazón de la Virgen María, n. 28. — 2Lc 2, 19. — 3 Cfr. Ez 36, 26. — 4 Mt 11, 29. — 5 Cfr. Mt 5, 8. — 6 Cfr. Lc 2, 35. — 7 Cfr. Mt 2, 13. — 8 Cfr.Cant 5, 2. — 9 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 53. — 10 Cfr. San Agustín, Tratado sobre la virginidad, 3. — 11 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 1055. — 12 Antífona de comunión, Lc 2, 19. — 13 Lc 2, 51. — 14 Jn19, 26. — 15 Mt 25, 40. — 16 Cfr. Jn 2, 3. — 17 Misal de San Pío V, Oración sobre las ofrendas de la Misa de Santa María Medianera de todas las gracias; cfr. Jer 18, 20. — 18 Mt 12, 35. — 19 Juan Pablo II, Homilía 31-V-1979. — 20 Cfr. Pío XII, Alocución Benedicite Deum, 31-X-1942; Juan Pablo II, Homilía en Fátima, 13-V-1982. — 21 Cfr. Himno Ave Maris Stella. — 22 Oración colecta de la Misa.
* Después de la consagración del mundo al dulcísimo y maternal Corazón de la Virgen María en 1942, llegaron numerosas peticiones al Romano Pontífice para que extendiera el culto al Inmaculado Corazón de María, que ya existía en algunos lugares, a toda la Iglesia. Pío XII accedió en 1945, «seguros de encontrar en su amantísimo Corazón... el puerto seguro en medio de las tempestades que por todas partes nos apremian». A través del símbolo del corazón, veneramos en María su amor purísimo y perfecto a Dios y su amor maternal hacia cada hombre. En él encontramos refugio en medio de todas las dificultades y tentaciones de la vida y el camino seguro -iter para tutum- para llegar prontamente a su Hijo.
27 de junio de 2014
Viernes posterior al 2º domingo después de Pentecostés EL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS* Solemnidad
Evangelio
según San Mateo 11,25-30.
Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo
y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y
haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y
nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo
y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí todos los que están
afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y
aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán
alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga
liviana".
EL AMOR DE JESUS A CADA UNO DE NOSOTROS
— Origen y sentido de la fiesta.
— El amor de Jesús por cada uno de nosotros.
— Amor reparador.
I. Los proyectos del corazón del Señor subsisten de edad en edad, para librar las almas de sus fieles de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre1, leemos en el comienzo de la Misa.
El carácter de la Solemnidad que hoy celebramos es doble: de acción de gracias por las maravillas del amor que Dios nos tiene y de reparación, porque frecuentemente este amor es mal o poco correspondido2, incluso por quienes tenemos tantos motivos para amar y agradecer. Desde siempre fue fundamento de la piedad cristiana la consideración del amor de Jesús por todos los hombres; por eso, el culto al Sagrado Corazón de Jesús «nace de las fuentes mismas del dogma católico»3. Este culto recibió un especial impulso por la devoción y piedad de numerosos santos a quienes el Señor mostró los secretos de su Corazón amantísimo, y les movió a difundir la devoción al Sagrado Corazón y a fomentar el espíritu de reparación.
El viernes de la octava de la festividad del Corpus Christi, el Señor pidió a Santa Margarita María de Alacoque que promoviera el amor a la comunión frecuente..., sobre todo los primeros viernes de cada mes, con sentido de reparación, y le prometió hacerle partícipe, todas las noches de este jueves al viernes, de su pena en el Huerto de los Olivos. Un año más tarde, se le apareció Nuestro Señor y, descubriéndole su Corazón Sacratísimo, le dirigió estas palabras, que han alimentado la piedad de muchas almas: Mira este Corazón que ha amado tanto a los hombres y que no ha omitido nada hasta agotarse y consumirse para manifestarles su amor; y en reconocimiento, Yo no recibo de la mayor parte sino ingratitudes por sus irreverencias y sacrilegios y por las frialdades y desprecios que tienen hacia Mí en este sacramento de amor. Pero lo que me es más sensible todavía es que sean corazones que me están consagrados los que así me traten. Por eso, te pido Yo que el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento sea dedicado a una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando ese día y reparando con algún acto de desagravio...
En muchos lugares de la Iglesia existe la costumbre privada de reparar los primeros viernes de mes con algún acto eucarístico o el rezo de las letanías del Sagrado Corazón. Además, «el mes de junio está dedicado de modo especial a la veneración del Corazón divino. No solo un día, la fiesta litúrgica que, de ordinario, cae en junio, sino todos los días»4.
El Corazón de Jesús es fuente y expresión de su infinito amor por cada hombre, sean cuales sean las condiciones en las que se encuentra. Él nos busca a cada uno: Yo mismo -dice un bellísimo texto mesiánico del Profeta Ezequiel- buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentra las ovejas dispersas, así seguiré yo el rastro de mis ovejas: y las libraré, sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad5. Cada uno es una criatura que el Padre ha confiado al Hijo para que no perezca, aunque se haya marchado lejos.
Jesús, Dios y Hombre verdadero, ama al mundo con «corazón de hombre»6, un Corazón que sirve de cauce al amor infinito de Dios. Nadie nos ha amado más que Jesús, nadie nos amará más. Me amó -decía San Pablo- y se entregó por mí7, y cada uno de nosotros puede repetirlo. Su Corazón está lleno de amor del Padre: lleno al modo divino y al mismo tiempo humano.
II. El Corazón de Jesús amó como ningún otro, experimentó alegría y tristeza, compasión y pena. Los Evangelistas advierten con mucha frecuencia: tenía compasión del pueblo8,tenía compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor9. El pequeño éxito de los Apóstoles en su primera salida evangelizadora le hizo sentirse como nosotros cuando recibimos una buena noticia: se llenó de alegría, dice San Lucas10; y llora, cuando la muerte le arrebata a un amigo11.
Tampoco nos ocultó sus desilusiones: Jerusalén, que matas a los profetas (...). Cuántas veces he querido reunir a tus hijos...12. ¡Cuántas veces! Jesús ve la historia del Antiguo Testamento y de la Humanidad toda: una parte del pueblo judío y de los gentiles de todos los tiempos rechazará el amor y la misericordia divina. De alguna manera podemos decir que aquí está llorando Dios con ojos humanos por la pena contenida en su corazón de hombre. Y este es el significado real de la devoción al Sagrado Corazón: traducir para nosotros la naturaleza divina en términos humanos. A Jesús no le era indiferente –no lo es ahora en nuestro trato diario con Él– el que unos leprosos no volvieran a darle las gracias después de haber sido curados, o las delicadezas y muestras de hospitalidad que se tienen con un invitado, como le dirá a Simón el fariseo. Él experimentó en muchas ocasiones la inmensa alegría de ver que alguno se arrepentía de sus pecados y le seguía, o la generosidad de quienes lo dejaban todo para ir con Él, y se contagiaba del gozo de los ciegos que comenzaban a ver, quizá por vez primera.
Ya antes de celebrar la Última Cena, al pensar que se quedaría siempre con nosotros mediante la institución de la Eucaristía, manifestó a sus íntimos: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer13; emoción que debió de ser mucho más honda cuando tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Esto es mi Cuerpo...14. ¿Y quién podrá explicar los sentimientos de su Corazón amantísimo cuando en el Calvario nos dio a su Madre como Madre nuestra?
Cuando ya había entregado su vida al Padre, uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante brotó sangre y agua15. Esa herida abierta nos recuerda hoy el amor inmenso que nos tiene Jesús, pues nos dio voluntariamente hasta la última gota de su preciosa Sangre, como si estuviéramos solos en el mundo. ¿Cómo no nos vamos a acercar con confianza a Cristo? ¿Qué miserias pueden impedir nuestro amor, si tenemos el corazón grande para pedir perdón?
III. Después de la Ascensión al Cielo con su Cuerpo glorificado, no cesa de amarnos, de llamarnos para que vivamos siempre muy cerca de su Corazón amantísimo. «Aun en la gloria del Cielo lleva en las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado los resplandecientes trofeos de su triple victoria: sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva además, en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus méritos, frutos de su triple victoria, que ahora distribuye con largueza al género humano ya redimido»16.
Nosotros hoy, en esta Solemnidad, adoramos el Corazón Sacratísimo de Jesús «como participación y símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo místico»17.
El meditar hoy en el amor que Cristo nos tiene, nos impulsará a agradecer mucho tanto don, tanta misericordia inmerecida. Y al contemplar cómo muchos viven de espaldas a Dios, al comprobar que muchas veces no somos del todo fieles, que son muchas las flaquezas personales, iremos a su Corazón amantísimo y allí encontraremos la paz. Muchas veces tendremos que recurrir a su amor misericordioso buscando esa paz, que es fruto del Espíritu Santo: Cor Iesu sacratissimum et misericors, dona nobis pacem, Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz.
Y al ver a Jesús tan cercano a nuestras inquietudes, a nuestros problemas, a nuestros ideales, le decimos: «¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos, que cuida de los pecadores y de los justos...
»-¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo!»18.
Muy cerca de Jesús encontramos siempre a su Madre. A Ella acudimos al terminar nuestra oración, y le pedimos que haga firme y seguro el camino que nos lleva hasta su Hijo.
1 Antífona de entrada, Sal 32, 11; 19. — 2 Cfr. A. G. Martimort, La Iglesia en oración, p. 997. — 3 Pío XII, Enc.Haurietis aquas, 15-V-1956, 27. — 4 Juan Pablo II, Ángelus, 27-VI-1982. — 5 Primera lectura. Ciclo C. Ez 34, 11-16. — 6 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 22. — 7 Gal 2, 20. — 8 Mt 8, 2. — 9 Mc 6, 34. — 10 Lc 10, 21. — 11 Cfr. Jn 11, 35. — 12 Mt 23, 37. — 13 Lc 22, 15. — 14 Cfr. Lc 22, 19-20. — 15 Jn 19, 34. — 16 Pío XII, loc. cit., 22. — 17 Ibídem, 24. — 18 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 813.
* Ya existía como devoción particular en la Edad Media; como fiesta litúrgica aparece en 1675, a raíz de las apariciones del Señor a Santa Margarita María de Alacoque. En estas revelaciones conoció la Santa con particular hondura la necesidad de reparar por los pecados personales y de todo el mundo, y de corresponder al amor de Cristo. Le pidió el Señor que se extendiera la práctica de la comunión frecuente, especialmente los primeros viernes de cada mes, con sentido reparador, y que «el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento» fuera dedicada «una fiesta particular para glorificar su Corazón». La fiesta se celebró por vez primera el 21 de junio de 1686. Pío IX la extendió a toda la Iglesia. Pío XI, en 1928, le dio el esplendor que hoy tiene.
Bajo el símbolo del Corazón humano de Jesús se considera ante todo el Amor infinito de Cristo por cada hombre; por eso, el culto al Sagrado Corazón «nace de las fuentes mismas del dogma católico», como el Papa Juan Pablo II ha expuesto en su abundante catequesis sobre este misterio tan consolador.
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