Homilía pronunciada por san
Josemaría el 28-V-1964, fiesta del Corpus Christi, que se encuentra recogida en
el libro “Es Cristo que pasa”.
Hoy, fiesta del Corpus Christi,
meditamos juntos la profundidad del amor del Señor, que le ha llevado a
quedarse oculto bajo las especies sacramentales, y parece como si oyésemos
físicamente aquellas enseñanzas suyas a la muchedumbre: salió un sembrador a
sembrar y, al esparcir los granos, algunos cayeron cerca del camino, y vinieron
las aves del cielo y se los comieron; otros cayeron en pedregales, donde había
poca tierra, y luego brotaron, por estar muy en la superficie, mas nacido el
sol se quemaron y se secaron, porque no tenían raíces; otros cayeron entre
espinas, las cuales crecieron y los sofocaron; otros granos cayeron en buena
tierra, y dieron fruto, algunos el ciento por uno, otros el sesenta, otros el
treinta.
La escena es actual. El sembrador
divino arroja también ahora su semilla. La obra de la salvación sigue
cumpliéndose, y el Señor quiere servirse de nosotros: desea que los cristianos
abramos a su amor todos los senderos de la tierra; nos invita a que propaguemos
el divino mensaje, con la doctrina y con el ejemplo, hasta los últimos rincones
del mundo. Nos pide que, siendo ciudadanos de la sociedad eclesial y de la
civil, al desempeñar con fidelidad nuestros deberes, cada uno sea otro Cristo,
santificando el trabajo profesional y las obligaciones del propio estado.
Si miramos a nuestro alrededor, a
este mundo que amamos porque es hechura divina, advertiremos que se verifica la
parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda, suscita en muchas almas afanes
de entrega y de fidelidad. La vida y el comportamiento de los que sirven a Dios
han cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se
mueven —sin saberlo quizá— por ideales nacidos del cristianismo.
Vemos también que parte de la
simiente cae en tierra estéril, o entre espinas y abrojos: que hay corazones
que se cierran a la luz de la fe. Los ideales de paz, de reconciliación, de
fraternidad, son aceptados y proclamados, pero —no pocas veces— son desmentidos
con los hechos. Algunos hombres se empeñan inútilmente en aherrojar la voz de
Dios, impidiendo su difusión con la fuerza bruta o con un arma menos ruidosa,
pero quizá más cruel, porque insensibiliza al espíritu: la indiferencia.
El Pan de vida eterna
Me gustaría que, al considerar
todo eso, tomáramos conciencia de nuestra misión de cristianos, volviéramos los
ojos hacia la Sagrada Eucaristía, hacia Jesús que, presente entre nosotros, nos
ha constituido como miembros suyos: vos estis corpus Christi et membra de
membro, vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros.
Nuestro Dios ha decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para
fortalecernos, para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro
esfuerzo. Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la
siembra: el Pan de vida eterna.
Este milagro, continuamente
renovado, de la Sagrada Eucaristía, tiene todas las características de la
manera de actuar de Jesús. Perfecto Dios y perfecto hombre, Señor de cielos y
tierra, se nos ofrece como sustento, del modo más natural y ordinario. Así
espera nuestro amor, desde hace casi dos mil años. Es mucho tiempo y no es
mucho tiempo: porque, cuando hay amor, los días vuelan.
Viene a mi memoria una
encantadora poesía gallega, una de esas Cantigas de Alfonso X el Sabio. La
leyenda de un monje que, en su simplicidad, suplicó a Santa María poder
contemplar el cielo, aunque fuera por un instante. La Virgen acogió su deseo, y
el buen monje fue trasladado al paraíso. Cuando regresó, no reconocía a ninguno
de los moradores del monasterio: su oración, que a él le había parecido
brevísima, había durado tres siglos. Tres siglos no son nada, para un corazón
amante. Así me explico yo esos dos mil años de espera del Señor en la
Eucaristía. Es la espera de Dios, que ama a los hombres, que nos busca, que nos
quiere tal como somos —limitados, egoístas, inconstantes—, pero con la
capacidad de descubrir su infinito cariño y de entregarnos a El enteramente.
Por amor y para enseñarnos a
amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía. Como
hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin; con
esas palabras comienza San Juan la narración de lo que sucedió aquella víspera
de la Pascua, en la que Jesús —nos lo refiere San Pablo— tomó el pan, y dando
gracias, lo partió y dijo: tomad y comed; esto es mi cuerpo, que por vosotros
será entregado; haced esto en memoria mía. Y de la misma manera el cáliz,
después de haber cenado, diciendo: este cáliz es el nuevo testamento de mi
sangre; haced esto cuantas veces lo bebiereis, en memoria mía.
Una vida nueva
Es el momento sencillo y solemne
de la institución del Nuevo Testamento. Jesús deroga la antigua economía de la
Ley y nos revela que el mismo será el contenido de nuestra oración y de nuestra
vida.
Ved el gozo que inunda la
liturgia de hoy: sea la alabanza plena, sonora, alegre. Es el júbilo cristiano,
que canta la llegada de otro tiempo: ha terminado la antigua Pascua, se inicia
la nueva. Lo viejo es sustituido por lo nuevo, la verdad hace que la sombra
desaparezca, la noche es eliminada por la luz.
Milagro de amor. Este es
verdaderamente el pan de los hijos: Jesús, el Primogénito del Eterno Padre, se
nos ofrece como alimento. Y el mismo Jesucristo, que aquí nos robustece, nos
espera en el cielo comocomensales, coherederos y socios, porque quienes se
nutren de Cristo morirán con la muerte terrena y temporal, pero vivirán
eternamente, porque Cristo es la vida imperecedera.
La felicidad eterna, para el
cristiano que se conforta con el definitivo maná de la Eucaristía, comienza ya
ahora. Lo viejo ha pasado: dejemos aparte todo lo caduco; sea todo nuevo para
nosotros: los corazones, las palabras y las obras.
Esta es la Buena Nueva. Es
novedad, noticia, porque nos habla de una profundidad de Amor, que antes no
sospechábamos. Es buena, porque nada mejor que unirnos íntimamente a Dios, Bien
de todos los bienes. Esta es la Buena Nueva, porque, de alguna manera y de un
modo indescriptible, nos anticipa la eternidad.