Como Jeremías (1ª lect.), los que
siguen al Señor probarán la incomprensión, la burla y un rechazo incivil que
puede incluso abocar a la muerte. Frente a esta posibilidad, Jesús repite tres
veces que no tengamos miedo porque está con cada uno para vencer al mal (3ª
lect.). Pero la confesión valiente de nuestra fe, aunque sin aspavientos, no
debe aguardar a que se produzcan estas situaciones límite de persecución
religiosa violenta, sino que debe articularse en los sucesos de cada día en el
hogar; en el ejercicio de la profesión, negándonos con amabilidad pero sin
temor a prácticas que desdicen de un buen cristiano; en los lugares de
diversión y descanso, en las relaciones sociales.
“No tengáis miedo...” La Iglesia,
apoyada en ésta y otras enseñanzas de Jesús, recuerda que existe el Infierno,
que es verdaderamente terrible. Los mártires, que amaban la vida tanto o más
que quienes se apegan a esta existencia terrena, tuvieron muy en cuenta esta
advertencia del Señor. Sabían que la vida eterna es más valiosa que la
temporal. No condenemos al silencio esta severa enseñanza de Jesús que tanto
puede ayudarnos a embridar la concupiscencia de los ojos y de la carne y la
soberbia de la vida ayudándonos a un vivir cristiano coherente.
Una vieja sentencia cristiana
dice: Respice in finem, mira al fin. Y la Escritura aconseja: “Piensa en los
Novísimos y no pecarás” (Eccl 7,40). El fin para los seres humanos racionales
es el Cielo o el Infierno. ¿El Cielo? La visión de Dios cara a cara por toda
una eternidad. Esa visión comportará una felicidad total, incluso corporal: “Ya
no tendrán hambre, ni sed, ni descargará sobre ellos el sol, ni el bochorno,
porque el Cordero que está en medio del solio será su pastor, y los llevará a
fuentes de aguas vivas, y Dios enjugará todas las lágrimas de sus ojos” (Apoc
7, 16-17). En una palabra, no hay palabras para describir la inmensa dicha que
se apoderará de quienes se vean inmersos en ese océano infinito de la Vida
Trinitaria de Dios. Lo asegura S. Pablo: “Ni ojo vio, ni oreja oyó, ni pasó al
hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le
aman” (1 Cor 2,9). El Infierno, en cambio, es terrorífico.
“No tengáis miedo”, nos dice el
Señor. En una sociedad en la que se considera una conquista el derecho y el
respeto a la diferencia, aunque ésta sea tantas veces burlada, el avergonzarse
temerosamente de las propias creencias sencillamente porque difieren de las que
tienen las personas que tratamos, no debería tener sentido. Es más, junto a una
lamentable falta de personalidad y libertad, un comportamiento semejante es
sumamente peligroso porque el Señor ha asegurado que Él también se avergonzará
de quien así se conduzca en el día del Juicio delante de su Padre y de sus
ángeles. ¿Qué convicciones, qué libertad y qué concepto de sí mismo tiene quien
no se atreve a vivir y a hablar como piensa?
“La Iglesia católica -dice Juan
Pablo II- no dejará nunca de defender la libertad religiosa y la libertad de
conciencia como derechos fundamentales de la persona, porque cree que no hay
libertad posible ni puede existir verdadero amor fraterno fuera de la
referencia a Dios... Cristo no obligó a nadie a aceptar sus enseñanzas. Las
presentaba a todos sin excepción, dejando que cada uno fuese libre de responder
a su invitación. Éste es el modelo que sus discípulos hemos de seguir... Lejos
de sentirnos obligados a pedir excusas por poner el mensaje de Cristo a
disposición de todos, estamos convencidos de que tenemos derecho y obligación
de hacerlo”.
No escondamos nuestra condición
de cristianos aunque con el Salmo Responsorial de hoy podamos afirmar: “Por Ti,
Señor, he aguantado afrentas”. Enseñaremos así a muchos el verdadero sentido de
los bienes de este mundo, el destino eterno a que toda criatura está llamada.
Realizaremos un servicio colosal a tanta gente que, narcotizada por el afán
desmedido de unos bienes efímeros, corre el peligro de olvidar aquellos otros
que no se acaban, que duran para siempre.