Santo Tomás apostol cuya fiesta celebramos hoy es el prototipo del mal ejemplo en tener Fe, gracias a esto nosotros hemos aprendido lo que es la verdadera Fe y confianzza en Jesís.
Hoy te traemos para "Un rato de Oración" te dejo con el comienzo de la homilia de San Josemaría sobre esta virtad capital que es la Fe, "Vida de Fe" ahi tenés algunas ideas de cómo él la vivió que nosotros podemos imitar.
Se oye a veces decir que
actualmente son menos frecuentes los milagros. ¿No será que son menos las almas
que viven vida de fe? Dios no puede faltar a su promesa: pídeme y haré de las
gentes tu heredad, te daré en posesión los confines de la tierra. Nuestro Dios
es la Verdad, el fundamento de todo lo que existe: nada se cumple sin su querer
omnipotente.
Como era en un principio y ahora
y siempre, y por los siglos de los siglos. El Señor no cambia; no necesita
moverse para ir detrás de cosas que no tenga; es todo el movimiento y toda la
belleza y toda la grandeza. Hoy como antes. Pasarán los cielos como humo, se
envejecerá como un vestido la tierra (...) Pero mi salvación durará por la
eternidad y mi justicia durará por siempre.
Dios ha establecido en Jesucristo
una nueva y eterna alianza con los hombres. Ha puesto su omnipotencia al
servicio de nuestra salvación. Cuando las criaturas desconfían, cuando tiemblan
por falta de fe, oímos de nuevo a Isaías que anuncia en nombre del Señor:¿acaso
se ha acortado mi brazo para salvar o no me queda ya fuerza para librar? Con
sólo mi amenaza, seco el mar y torno en desierto los ríos, hasta perecer sus
peces por falta de agua y morir de sed sus vivientes. Yo revisto los cielos de
un velo de sombra y los cubro como de saco.
La fe es virtud sobrenatural que
dispone nuestra inteligencia a asentir a las verdades reveladas, a responder
que sí a Cristo, que nos ha dado a conocer plenamente el designio salvador de
la Trinidad Beatísima. Dios, que en otro tiempo habló a nuestros padres en
diferentes ocasiones y de muchas maneras por los profetas, nos ha hablado
últimamente en estos días, por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de
todo, por quien crió también los siglos. El cual, siendo como el resplandor de
su gloria, vivo retrato de su substancia, y sustentándolo todo con su poderosa
palabra, después de habernos purificado de nuestros pecados, está sentado a la
diestra de la Majestad en lo más alto de los cielos.
Junto a la piscina de Siloé
Yo querría que fuese Jesús quien
nos hablara de fe, quien nos diera lecciones de fe. Por eso abriremos el Nuevo
Testamento, y viviremos con El algunos pasajes de su vida. Porque no desdeñó
enseñar a sus discípulos, poco a poco, para que se entregaran con confianza en
el cumplimiento de la Voluntad del Padre. Les adoctrina con palabras y con
obras.
Mirad el capítulo noveno de San
Juan. Al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le
preguntaron: Maestro, ¿qué pecados son la causa de que éste haya nacido ciego,
los suyos, o los de sus padres?. Estos hombres, a pesar de estar tan cerca de
Cristo, piensan mal de aquel pobre ciego. Para que no os extrañe si, en el
rodar de la vida, cuando servís a la Iglesia, encontráis discípulos del Señor
que se comportan de modo semejante con vosotros o con otros. No os importe y,
como el ciego, no hagáis caso: abandonaos de verdad en las manos de Cristo; El
no ataca, perdona; no condena, absuelve; no observa con despego la enfermedad,
sino que aplica el remedio con diligencia divina.
Nuestro Señor escupió en la
tierra, formó lodo con la saliva, lo aplicó sobre los ojos del ciego, y le
dijo: anda, y lávate en la piscina de Siloé, que significa el Enviado. Fue,
pues, el ciego y se lavó allí, y volvió con vista.
¡Qué ejemplo de fe segura nos
ofrece este ciego! Una fe viva, operativa. ¿Te conduces tú así con los mandatos
de Dios, cuando muchas veces estás ciego, cuando en las preocupaciones de tu
alma se oculta la luz? ¿Qué poder encerraba el agua, para que al humedecer los
ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso colirio, una
preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio alquimista. Pero
aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve con los ojos
llenos de claridad.
Pareció útil —escribió San
Agustín comentando este pasaje— que el Evangelista explicara el significado del
nombre de la piscina, anotando que quiere decir Enviado. Ahora entendéis quién
es este Enviado. Si el Señor no hubiese sido enviado a nosotros, ninguno de
nosotros habría sido librado del pecado. Hemos de creer con fe firme en quien
nos salva, en este Médico divino que ha sido enviado precisamente para
sanarnos. Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más desesperada sea la
enfermedad que padezcamos.
Hemos de adquirir la medida
divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y
contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que
resplandezca su gloria. Por eso, cuando sintáis serpentear en vuestra conciencia
el amor propio, el cansancio, el desánimo, el peso de las pasiones, reaccionad
prontamente y escuchad al Maestro, sin asustaros además ante la triste realidad
de lo que cada uno somos; porque, mientras vivamos, nos acompañarán siempre las
debilidades personales.
Es éste el camino del cristiano.
Resulta necesario invocar sin descanso, con una fe recia y humilde: ¡Señor!, no
te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor,
la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque El no nos
abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in
infirmitate perficitur; con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias
—mejor, con nuestras miserias—, seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará
el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza.
La fe de Bartimeo
Esta vez es San Marcos quien nos
cuenta la curación de otro ciego. Al salir de Jericó con sus discípulos,
seguido de muchísima gente, Bartimeo el ciego, hijo de Timeo, estaba sentado
junto al camino para pedir limosna. Oyendo aquel gran rumor de la gente, el
ciego preguntó: ¿qué pasa? Le contestaron: Jesús de Nazaret. Y entonces se le
encendió tanto el alma en la fe de Cristo, que gritó: Jesús, Hijo de David, ten
compasión de mí.
¿No te entran ganas de gritar a
ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida,
que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias
para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús,
Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la
repitas con frecuencia!
Os aconsejo que meditéis despacio
los momentos que preceden al prodigio, con el fin de que conservéis bien
grabada en vuestra mente una idea muy clara: ¡qué distintos son, del Corazón
misericordioso de Jesús, nuestros pobres corazones! Os servirá siempre, y de
modo especial a la hora de la prueba, de la tentación, y también a la hora de
la respuesta generosa en los pequeños quehaceres y en las ocasiones heroicas.
Había allí muchos que reñían a
Bartimeo con el intento de que callara. Como a ti, cuando has sospechado que
Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a
clamar, removido por una íntima inquietud. Y amigos, costumbres, comodidad,
ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar
a Jesús? ¡No le molestes!
Pero el pobre Bartimeo no les
escuchaba, y aun continuaba con más fuerza: Hijo de David, ten compasión de mí.
El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo
mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero
espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le
roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que
salía de Jericó.Imitémosle. Aunque Dios no nos conceda enseguida lo que le
pedimos, aunque muchos intenten alejarnos de la oración, no cesemos de
implorarle.
Parándose entonces Jesús, le
mandó llamar. Y algunos de los mejores que le rodean, se dirigen al ciego: ea,
buen ánimo, que te llama. ¡Es la vocación cristiana! Pero no es una sola la
llamada de Dios. Considerad además que el Señor nos busca en cada instante:
levántate —nos indica—, sal de tu poltronería, de tu comodidad, de tus pequeños
egoísmos, de tus problemitas sin importancia. Despégate de la tierra, que estás
ahí plano, chato, informe. Adquiere altura, peso y volumen y visión
sobrenatural.
Aquel hombre, arrojando su capa,
al instante se puso en pie y vino a él. ¡Tirando su capa! No sé si tú habrás
estado en la guerra. Hace ya muchos años, yo pude pisar alguna vez el campo de
batalla, después de algunas horas de haber acabado la pelea; y allí había,
abandonados por el suelo, mantas, cantimploras y macutos llenos de recuerdos de
familia: cartas, fotografías de personas amadas... ¡Y no eran de los
derrotados; eran de los victoriosos! Aquello, todo aquello les sobraba, para
correr más aprisa y saltar el parapeto enemigo. Como a Bartimeo, para correr
detrás de Cristo.
No olvides que, para llegar hasta
Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto,
cantimplora. Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de
Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el
reinado de Cristo. Por servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas,
debes estar dispuesto a renunciar a todo lo que sobre; a quedarte sin esa
manta, que es abrigo en las noches crudas; sin esos recuerdos amados de la
familia; sin el refrigerio del agua. Lección de fe, lección de amor. Porque hay
que amar a Cristo así.
Fe con obras
E inmediatamente comienza un
diálogo divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú
y yo somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: quid tibi vis
faciam?, ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: Maestro, que vea. ¡Qué cosa
más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a
ese ciego de Jericó? Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje
muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí —¡algo que yo no
sabía qué era!—, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides?
Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam —Maestro, que
vea— me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que
Tú quieres, se cumpla.
Rezad conmigo al Señor: doce me
facere voluntatem tuam, quia Deus meus es tu, enséñame a cumplir tu Voluntad,
porque Tú eres mi Dios. En una palabra, que brote de nuestros labios el afán
sincero de corresponder, con deseo eficaz, a las invitaciones de nuestro
Creador, procurando seguir sus designios con una fe inquebrantable, con el
convencimiento de que El no puede fallar.
Amada de este modo la Voluntad
divina, entenderemos que el valor de la fe no está sólo en la claridad con que
se expone, sino en la resolución para defenderla con las obras: y actuaremos en
consecuencia.
Pero volvamos a la escena que se
desarrolla a la salida de Jericó. Ahora es a ti, a quien habla Cristo. Te dice:
¿qué quieres de Mí? ¡Que vea, Señor, que vea! Y Jesús: anda, que tu fe te ha
salvado. E inmediatamente vio y le iba siguiendo por el camino. Seguirle en el
camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle
en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de
Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va
dando, ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en
descubrir modos nuevos. La fe que El nos reclama es así: hemos de andar a su
ritmo con obras llenas de generosidad, arrancando y soltando lo que estorba.
Fe y humildad
Ahora es San Mateo quien nos
cuenta una situación conmovedora. He aquí que una mujer, que hacia doce años
que padecía un flujo de sangre, vino por detrás y rozó el borde de su
vestidura. ¡Qué humildad la suya! Porque pensaba ella entre sí: con que pueda
solamente tocar su vestido me veré curada. Nunca faltan enfermos que imploran,
como Bartimeo, con una fe grande, que no tienen reparos en confesar a gritos.
Pero mirad cómo, en el camino de Cristo, no hay dos almas iguales. Grande es
también la fe de esta mujer, y ella no grita: se acerca sin que nadie la note.
Le basta tocar un poco de la ropa de Jesús, porque está segura de que será
curada. Cuando apenas lo ha hecho, Nuestro Señor se vuelve y la mira. Sabe ya
lo que ocurre en el interior de aquel corazón; ha advertido su seguridad:hija,
ten confianza, tu fe te ha salvado.
Tocó delicadamente el ruedo del
manto, se acercó con fe, creyó y supo que había sido sanada... Así nosotros, si
queremos ser salvados, toquemos con fe el vestido de Cristo. ¿Te persuades de
cómo ha de ser nuestra fe? Humilde. ¿Quién eres tú, quién soy yo, para merecer
esta llamada de Cristo? ¿Quiénes somos, para estar tan cerca de El? Como a
aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no
para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la
orla. Lo tenemos a El. Se nos entrega totalmente, con su Cuerpo, con su Sangre,
con su Alma y con su Divinidad. Lo comemos cada día, hablamos íntimamente con
El, como se habla con el padre, como se habla con el Amor. Y esto es verdad. No
son imaginaciones.
Procuremos que aumente nuestra
humildad. Porque sólo una fe humilde permite que miremos con visión
sobrenatural. Y no existe otra alternativa. Sólo son posibles dos modos de
vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y tú y yo no
podemos vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural. ¿De qué le sirve
al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma?. ¿Qué aprovecha al hombre todo
lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la
voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas
de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad
para siempre, para siempre, para siempre?
Este adverbio —siempre— ha hecho
grande a Teresa de Jesús. Cuando ella —niña— salía por la puerta del Adaja,
atravesando las murallas de su ciudad acompañada de su hermano Rodrigo, para ir
a tierra de moros a que les descabezaran por Cristo, susurraba al hermano que
se cansaba: para siempre, para siempre, para siempre.
Mienten los hombres, cuando dicen
para siempre en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el para
siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir
sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es
para siempre.
Vida ordinaria y contemplación
Volvemos al Santo Evangelio, y
nos detenemos en lo que nos refiere San Mateo, en el capítulo veintiuno. Nos
relata que Jesús, volviendo a la ciudad, tuvo hambre, y descubriendo una
higuera junto al camino se acercó allí. ¡Qué alegría, Señor, verte con hambre,
verte también junto al Pozo de Sicar, sediento!. Te contemplo perfectus Deus,
perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía.
Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, para que yo no dudase nunca
de que me entiende, de que me ama.
Tuvo hambre. Cuando nos cansemos
—en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica—, cuando encontremos
cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús
cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo
te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en todo menos en el pecado:
para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras malas inclinaciones,
nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el hambre, ni la sed,
ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que
importa es la lucha —una contienda amable, porque el Señor permanece siempre a
nuestro lado— para cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos.
Se acerca a la higuera: se acerca
a ti y se acerca a mí. Jesús, con hambre y sed de almas. Desde la Cruz ha
clamado: sitio!, tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas
y de todas las almas que debemos llevar hasta El, por el camino de la Cruz, que
es el camino de la inmortalidad y de la gloria del Cielo.
Se llegó a la higuera, no
hallando sino solamente hojas. Es lamentable esto. ¿Ocurre así en nuestra vida?
¿Ocurre que tristemente falta fe, vibración de humildad, que no aparecen
sacrificios ni obras? ¿Que sólo está la fachada cristiana, pero que carecemos
de provecho? Es terrible. Porque Jesús ordena: nunca jamás nazca de ti fruto. Y
la higuera se secó inmediatamente. Nos da pena este pasaje de la Escritura
Santa, a la vez que nos anima también a encender la fe, a vivir conforme a la
fe, para que Cristo reciba siempre ganancia de nosotros.
No nos engañemos: Nuestro Señor
no depende jamás de nuestras construcciones humanas; los proyectos más
ambiciosos son, para El, juego de niños. El quiere almas, quiere amor; quiere
que todos acudan, por la eternidad, a gozar de su Reino. Hemos de trabajar
mucho en la tierra; y hemos de trabajar bien, porque esa tarea ordinaria es lo
que debemos santificar. Pero no nos olvidemos nunca de realizarla por Dios. Si
la hiciéramos por nosotros mismos, por orgullo, produciríamos sólo hojarasca:
ni Dios ni los hombres lograrían, en árbol tan frondoso, un poco de dulzura.
Después, al mirar la higuera
seca, los discípulos se maravillaron y comentaban: ¿cómo se ha secado en un
instante?. Aquellos primeros doce que han presenciado tantos milagros de
Cristo, se pasman una vez más; su fe todavía no quemaba. Por eso el Señor
asegura: en verdad os digo, que si tenéis fe y no andáis vacilando, no
solamente haréis esto de la higuera, sino que aun cuando digáis a ese monte:
arráncate y arrójate al mar, así lo hará. Jesucristo pone esta condición: que
vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay
tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos
obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con
humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto
pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis.
El hombre de fe sabe juzgar bien
de las cuestiones terrenas, sabe que esto de aquí abajo es, en frase de la
Madre Teresa, una mala noche en una mala posada. Renueva su convencimiento de
que nuestra existencia en la tierra es tiempo de trabajo y de pelea, tiempo de
purificación para saldar la deuda debida a la justicia divina, por nuestros
pecados. Sabe también que los bienes temporales son medios, y los usa
generosamente, heroicamente.
La fe no es para predicarla sólo,
sino especialmente para practicarla. Quizá con frecuencia nos falten las
fuerzas. Entonces —y acudimos de nuevo al Santo Evangelio—, comportaos como
aquel padre del muchacho lunático. Se interesaba por la salvación de su hijo,
esperaba que Cristo lo curaría, pero no acaba de creer en tanta felicidad. Y
Jesús, que pide siempre fe, conociendo las perplejidades de aquella alma, le
anticipa: si tú puedes creer, todo es posible para el que cree. Todo es
posible: ¡omnipotentes! Pero con fe. Aquel hombre siente que su fe vacila, teme
que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que
no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración
contrita, de la humildad. Y el padre del muchacho, bañado en lágrimas, exclamó:
¡Oh Señor!, yo creo: ayuda tú mi incredulidad.
Se lo decimos con las mismas
palabras nosotros ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor, yo creo! Me
he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo
de mi vida, he implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto
como imposible que Tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón de tus
hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!
Y dirigimos también esta plegaria
a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe:¡bienaventurada tú,
que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte
del Señor.