— Los incontables beneficios del Señor.
— La Misa es la acción de gracias más perfecta que se puede ofrecer a Dios.
— Gratitud con todos; perdonar siempre cualquier ofensa.
I. El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos, leemos en el Evangelio de la Misa1. Habiendo comenzado su tarea, se presentó uno que tenía una deuda de diez mil talentos, una suma inmensa, imposible de pagar. Este primer deudor somos nosotros mismos; adeudamos tanto a Dios que nos es imposible pagarlo. Le debemos el beneficio de nuestra creación, por el cual nos prefirió a otros muchos, a quienes pudo llamar a la existencia en nuestro lugar. Con la colaboración de nuestros padres formó el cuerpo, para el que creó, directamente, un alma inmortal, irrepetible, destinada, junto con el cuerpo, a ser eternamente feliz en el Cielo. Nos encontramos en el mundo por expreso deseo suyo. Le debemos la conservación en la existencia, pues sin Él volveríamos a la nada. Nos ha dado las energías y cualidades del cuerpo y del espíritu, la salud, la vida y todos los bienes que poseemos. Por encima de este orden natural, estamos en deuda con Él por el beneficio de la Encarnación de su Hijo, por la Redención, por la filiación divina, por la llamada a participar de la vida divina aquí en la tierra y más tarde en el Cielo con la glorificación del alma y del cuerpo.
Le debemos el don inmenso de ser hijos de la Iglesia, en la que tenemos la dicha de poder recibir los sacramentos y, de modo singular, la Sagrada Eucaristía. En la Iglesia, por la Comunión de los Santos, participamos en las buenas obras de los demás fieles; en cualquier momento estamos recibiendo gracias de otros miembros, de quienes están en oración o de aquellos que han ofrecido su trabajo o su dolor... También recibimos continuamente el beneficio de los santos que ya están en el Cielo, de las almas del Purgatorio y de los Ángeles. Todo nos llega por las manos de Nuestra Madre, Santa María, y en última instancia por la fuente inagotable de los méritos infinitos de Cristo, nuestra Cabeza2, nuestro Redentor y Mediador. Estas ayudas nos favorecen diariamente, preservándonos del pecado, iluminándonos interiormente, estimulándonos a cumplir con nuestro deber, a hacer el bien en todo momento, a callar cuando los demás murmuran, a salir en defensa de los más débiles...
Debemos a Dios la gracia necesaria para practicar el bien, la constancia en los propósitos, los deseos cada vez mayores de seguir a Jesucristo, y todo progreso en las virtudes. Le debemos de modo muy particular la gracia inmensa de la vocación a la que cada uno de nosotros ha sido llamado, y de la que se han derivado luego tantas otras gracias y ayudas...
En verdad, somos unos deudores insolventes, que no tenemos con qué pagar. Solo podemos adoptar la actitud del siervo de esta parábola: Entonces el servidor, echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. Y como somos sus hijos, nos podemos acercar a Él con una confianza ilimitada. Los padres no se acuerdan de los préstamos que un día, llevados por el amor, hicieron a sus hijos pequeños. «Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre –¡tu Padre!– lleno de ternura, de infinito amor.
»—Llámale Padre muchas veces, y dile –a solas– que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»3. Nuestro hermano mayor, Jesucristo, paga con creces por todos nosotros.
II. Ten paciencia conmigo y te pagaré todo...
En la Santa Misa ofrecemos con el sacerdote la hostia pura, santa, inmaculada, una acción de gracias de infinito valor, y unimos a ella la insuficiencia de nuestro pobre agradecimiento: Dirige tu mirada serena y bondadosa sobre esta ofrenda, le suplicamos cada día; acéptala, como aceptaste el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec4. Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos... Con Cristo, unidos a Él, podemos decir: todo te lo pagaré.
La Misa es la más perfecta acción de gracias que puede ofrecerse a Dios. La vida entera de Cristo fue una continuada acción de gracias al Padre, actitud interior que en diversas ocasiones se traducía al exterior en palabras y en gestos, como han recogido los Evangelistas. Gracias te doy, porque me has escuchado, exclama Jesús después de la resurrección de Lázaro5. Y en la multiplicación de los panes y de los peces da igualmente gracias antes de que sean repartidos a la multitud que espera6. En la Última Cena tomó pan, dio gracias, lo partió..., tomó luego un cáliz, y dadas las gracias...7.
En el milagro de la curación de los leprosos podemos apreciar cómo el Señor no es indiferente al agradecimiento: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?8, pregunta Jesús extrañado; y, a la vez, no deja de alertar a sus discípulos sobre el pecado de ingratitud, en el que pueden incurrir aquellos que, a fuerza de recibir abundantes beneficios, acaban no agradeciendo ninguno, porque se acostumbran a recibir, y llegan incluso a considerar que les son debidos. Todo es don de Dios. Estar en sintonía con Dios supone acoger sus favores con el ánimo agradecido de quien es consciente del don del que es objeto. Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice «dame de beber», tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva9, hubo de aclarar el Señor a la mujer samaritana, que estaba a punto de cerrarse a la gracia10.
Nuestro agradecimiento a Dios por tantos y tantos dones, que no podemos pagar, se ha de unir a la acción de gracias de Cristo en la Santa Misa. Quien es agradecido ve las cosas buenas con buenos ojos, y su disposición interior se identifica con el amor. Así debemos acudir cada día al Santo Sacrificio del Altar, diciéndole a Dios Padre, en unión con Jesucristo: ¡qué bueno eres, Padre!, ¡gracias por todo!: por aquellos bienes que contemplo a mi alrededor y por esos otros, mucho mayores, que Tú me das y que ahora están ocultos a mis ojos.
¿Cómo podré pagar a Dios todo el bien que me ha hecho?11, nos podemos preguntar cada día con el Salmista. Y no hallaremos mejor forma que participar cada día con más hondura en la Santa Misa, ofreciendo al Padre el sacrificio del Hijo, al que –a pesar de nuestra poquedad– uniremos nuestra personal oblación: Bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda haciéndola espiritual...12. La presencia del Señor en el Sagrario es otro motivo profundo para darle gracias con el corazón lleno de alegría.
III. Aunque toda la Misa es acción de gracias, esta queda particularmente señalada en el momento del Prefacio. En un particular clima de alegría, reconocemos y proclamamos que es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor.
Gracias siempre y en todo lugar... Esa debe ser nuestra actitud ante Dios: ser agradecidos en todo momento, en cualquier circunstancia. También cuando nos cueste entender algún acontecimiento. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un “Te Deum” de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea –como lo llama el mundo– favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección»13. Todo es una continua llamada ut in gratiarum actione semper maneamus..., para que permanezcamos siempre en una continua acción de gracias14.
Ut in gratiarum actione semper maneamus... Debemos trasladar a nuestra vida corriente esta actitud agradecida para con Dios. Aprovechemos los acontecimientos pequeños del día para mostrarnos agradecidos por tantos servicios que lleva consigo la vida de familia y toda convivencia: en el trabajo, en las relaciones sociales... Mostremos nuestra gratitud a quien nos vende el periódico, al dependiente que nos atiende, a quien ha permitido que podamos salir con el coche en medio del tráfico de la gran ciudad, a la farmacéutica que tan amablemente nos ha despachado esas medicinas.
Pero el Señor nos muestra en este pasaje del Evangelio otro modo de saldar nuestras deudas con Él: también las que hemos contraído por las muchas culpas de nuestros pecados y faltas de correspondencia. Quiere el Señor que perdonemos y disculpemos las posibles ofensas que los demás pueden hacernos, pues, en el peor de los casos, la suma de las ofensas que hemos podido recibir no superan los cien denarios, algo completamente irrelevante en comparación de los diez mil talentos (unos sesenta millones de denarios). Si nosotros sabemos disculpar las pequeñeces de los demás (en algún caso quizá también una injuria grave), el Señor no tendrá en cuenta la larga deuda que tenemos con Él. Esta es la condición que nos pone Jesús al final de la parábola. Y es lo que decimos a Dios cada día al recitar el Padrenuestro: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Cuando disculpamos y olvidamos, imitamos al Señor, pues nada «nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos para el perdón»15.
Acabamos nuestra meditación con una oración muy frecuente en el pueblo cristiano: Te doy gracias, Dios mío, por haberme creado, redimido, hecho cristiano y conservado la vida. Te ofrezco mis pensamientos, palabras y obras de este día. No permitas que te ofenda y dame fortaleza para huir de las ocasiones de pecar. Haz que crezca mi amor hacia Ti y hacia los demás.
1 Mt 18, 23-35. — 2 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 8. — 3 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 331. — 4Misal Romano, Plegaria Eucarística I. — 5 Jn 11, 41. — 6 Cfr. Mt 15, 36. — 7 Lc 22 19; Mt 26, 17. — 8 Lc 17, 18. — 9 Jn 4, 10. — 10 Cfr. J. M. Pero-Sanz, La hora sexta, Rialp, Madrid 1978, p. 267. — 11 Sal 115, 2. — 12Misal Romano, loc. cit. — 13 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 609. — 14 Misal Romano, Oración postcomunión en la fiesta de San Justino. — 15 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 19, 7.