No existe nada comparable en el mundo a la renovación del Sacrificio de la cruz en la Santa Misa, en el que Cristo se ofrece por toda la humanidad. La celebración de la Eucaristía es el acontecimiento más grande que cada día tiene lugar en el mundo; es el momento en que el Cielo y la tierra se unen.
Ante tanta grandeza nos acecha el peligro de acostumbrarnos, de no saber valorarlo y agradecerlo.
San Josemaría le decía muchas veces al Señor que no quería acostumbrarse a celebrar la Santa Misa y a su presencia real en la Eucaristía. Deseaba «mantener siempre viva aquella emoción de la primera vez». Se refería a aquel día, en 1924, cuando, siendo aún diácono, tuvo en sus manos el copón con las sagradas formas, para dar la bendición con el Santísimo Sacramento: en aquella ocasión primera, le temblaban los dedos. ¡Había esperado ese momento con tanta ilusión! Cuarenta años más tarde, en 1964, celebrando misa una mañana, al acercarse a la derecha del altar para el lavabo, el que le ayudaba pudo ver cómo al Santo le temblaban las manos, mientras permanecía con un rostro sereno, metido en oración. Más tarde diría:
Me acordé de aquella vez primera..., y sin ruido de palabras, con el corazón, le dije: «¡Señor, que no me acostumbre jamás a tratarte!»1.
La Misa es el centro de la Iglesia, de la Liturgia y de la vida del cristiano. «De ella vive la Iglesia»2. Nada existe que pueda comparase a la Misa, aun la celebrada por un sacerdote en un pueblo perdido, sin nadie que le asista. Allí, en aquel altar, se hace presente la Iglesia universal. Cristo, en estos momentos, se ofrece todo entero, juntamente con la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, formado por todos los bautizados. Por esta unión con Cristo a través de la Iglesia, los fieles ofrecen el sacrificio juntamente con Él, y con Él se ofrecen también a sí mismos: participan de la Misa como oferentes y como ofrendas. Sobre el altar, Jesucristo manifiesta a Dios Padre los padecimientos redentores y meritorios que soportó en la Cruz, y también los de sus hermanos. ¿Cabe mayor dignidad? Una Misa, bien vivida, puede cambiar la propia existencia.
Si vivimos con piedad, con amor, el Santo Sacrificio, saldremos a la calle enriquecidos y con una gran alegría, firmemente dispuestos a mostrar con obras la vibración de nuestra fe. ¡Señor, que no me acostumbre jamás a tratarte!
Muchos han iniciado su camino hacia la Iglesia Católica en un encuentro con la Misa. Esta es la experiencia del inicio de una conversión:
«El camino interior (de la conversión) de cada persona es diferente. Pero la prueba empírica de que algo importante ocurría en la misa fue el deseo repetido por mi parte de volver a asistir a ella: no era por la liturgia, el sermón o la música –aunque todo era muy bonito–, sino por algo más, una presencia que me conducía allí una y otra vez. A veces no volvía, no me interesaba ir a misa y me olvidaba de ella. Pero después de cada una de esas escapadas reaparecía cuando sentía el vacío de mi propia soledad. Frente al tabernáculo, donde la hostia consagrada se guarda en la iglesia, yo captaba que el verdadero amor y el verdadero sentido de la vida estaban allí escondidos de forma misteriosa. Después de un tiempo valoraba tanto la misa del domingo que empecé a anhelarla durante toda la semana. No me atreví a contar a nadie algo tan extraño, pero yo iba allí sola como alguien que se encuentra en secreto con el ser amado»3.
Asistí hace años en el sur de España a una tertulia numerosa con el Prelado del Opus Dei. Se había improvisado un auditorio en un campo de fútbol, de un colegio. Allí, los asistentes al acto, con gran sencillez y en tono familiar, preguntaban algo a Mons. Echevarría, o contaban algún pequeño sucedido. Todo en tono familiar, a pesar de que en aquel lugar estábamos congregadas numerosas personas. Entonces, se levantó una señora de origen alemán, con un fuerte acento de su país, y con el micrófono en la mano contó que era luterana y que llevaba un tiempo afincada en España. Dijo que durante años había sufrido a raíz de la conversión de su hija al catolicismo y por el deseo de esta de participar activamente en los apostolados de la Obra. Después, con el tiempo, al ver su alegría, su cariño filial y su espíritu de trabajo, todo había cambiado. Dijo entonces, dirigiéndose al Prelado (evidentemente no es textual, pero sí bastante aproximado): «Padre, sigo siendo protestante, pero –decía– he descubierto la maravilla de la Misa, a la que procuro asistir con frecuencia. Padre –dijo–, la Misa es mi felicidad».
Han pasado ya algunos años de aquel encuentro pero recuerdo con toda nitidez las palabras de esta mujer –la Misa es mi felicidad– que, de modo casual, he podido saber que fue recibida en la Iglesia católica un tiempo después.
La Misa es mi felicidad. Estas palabras me hicieron mucho bien. Quizá a sacerdotes y laicos nos vendría bien hacernos de vez en cuando esta pregunta: ¿es la Santa Misa mi felicidad?, ¿lo ha sido esta mañana?, ¿alegra mi vida?, ¿me da seguridad ante las dificultades?, ¿es realmente el centro de mis días?...
¡Con qué amor hemos de acercarnos a la Santa Misa! Allí está el manantial de las gracias siempre nuevas, al que deben venir todas las generaciones a lo largo de los siglos para encontrar fortaleza en el largo camino hacia la eternidad. Allí encontramos «la gracia y al Autor mismo de toda gracia»4.
«La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra»5. No dejemos de mirar por esa ventana que se nos abre cada día. Allí se encuentra la felicidad.