Queridísimos:
¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Mañana
es un día especial de acción de gracias, porque se cumple un nuevo aniversario
de la fundación de la Obra. Sabemos que san Josemaría recibió la iluminación de
Dios mientras rezaba y ordenaba unos apuntes, en los que había tomado nota de
lo que el Señor le hizo ver en la oración, desde los barruntos. Llevaba muchos años rogando a Dios que le manifestara su
Voluntad: Dómine, ut vídeam!, ¡Señor,
que vea! Y dirigiéndose a la Virgen: Dómina,
ut sit!: Señora, que se haga realidad lo que tu Hijo quiere de mí. Por eso,
al conocer claramente la Voluntad divina, su reacción fue caer de rodillas,
adorando y dando gracias al Dios tres veces Santo, mientras en sus oídos
resonaban las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles,
festejando a la Reina del Cielo en la fiesta de los Santos Ángeles Custodios.
Para todas y para todos, ese caer de rodillas significa adorar al Señor por su
bondad, y mantener la disposición de servir sin condiciones.
Fueron
unos tañidos que nuestro Fundador no olvidaría jamás. En una carta dirigida a
sus hijos, el año anterior a su tránsito al Cielo, escribió: quisiera que esta campanada metiera en
vuestros corazones, para siempre, la misma alegría e igual vigilia de espíritu
que dejaron en mi alma —ha transcurrido ya casi medio siglo— aquellas campanas
de Nuestra Señora de los Ángeles. Una campana, pues, de gozos divinos, un
silbido de Buen Pastor, que (...) habrá de moveros a contrición y, si es
necesario, suscitará un deseo de profunda reforma interior: una nueva ascensión
del alma, más oración, más mortificación, más espíritu de penitencia, más
empeño —si cabe— en ser buenos hijos de la Iglesia[1].
Deseo
recordar y recordaros estas recomendaciones de nuestro Fundador, para que nos
esforcemos en ponerlas siempre en práctica; de modo especial durante el mes que
ahora comienza, el mes del Rosario, en el que además se celebrará el Sínodo de
los Obispos sobre la familia —por el que tanto venimos rezando, bien unidos a
las peticiones del Papa—, y en pleno año mariano de la Obra. Del valor de tu
oración, de la mía, quiero recordaros una anécdota. Fui a visitar a un obispo
en Australia, y a los pocos minutos de conversar, me dirigió la siguiente
pregunta: el Fundador, para hacer la Obra, rezaba mucho, ¿verdad? Le respondí
afirmativamente añadiendo algunos detalles. Preguntémonos: para hacer la Obra a
diario, ¿rezamos mucho?
Paraos por ahora un poco, hijos —escribía nuestro Padre—, y
pensad en vosotros mismos. Quizá comencemos a sentir ya el repique de la campana
gorda —de la gracia del cielo— en el
fondo del alma. Dios nos advierte, desde su donación incondicionada, que la
conducta auténticamente cristiana se teje con los hilos de una trama divina y
humana: la voluntad del hombre que enlaza con la voluntad de Dios[2].
Nos
lo repite con san Mateo: sed vosotros
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto[3].
Y san Pablo insiste: ésta es la voluntad
de Dios: vuestra santificación[4].
Desde el 2 de octubre de 1928, consciente de que Dios estaba empeñado en que el
Opus Dei fuese una partecica del
Pueblo de Dios al servicio de toda la Iglesia, san Josemaría se entregó sin
cortapisas a esta tarea; y por eso escribió con plena seguridad: la Obra de
Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios.
Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que
se realice[5].
El
Opus Dei era entonces como una semilla que apenas ha despuntado de la tierra;
por eso, los primeros y las primeras que siguieron fielmente a nuestro Padre
—aunque tardaron en llegar—, manifestaron una gran fe en Dios y en nuestro
Fundador, al contemplar su entrega constante. A ellos se dirige también nuestra
gratitud, en este aniversario. Ahora, al comprobar cómo el espíritu de la Obra
ha arraigado en almas y países de innumerables lugares, me atrevería a decir
que casi no nos hace falta tener fe,
porque salta a los ojos el desarrollo de la Obra, lo tocamos con las manos,
comprobamos que Dios Nuestro Señor es fiel a sus promesas.
Sí,
hijas e hijos: tened una profunda
convicción de que el cielo está empeñado en que se realice[6] el
Opus Dei en el mundo entero, y a esta gran aventura nos llama en nuestro
ambiente de trabajo, en el amplio círculo de nuestras relaciones sociales,
también en nuestras familias. Nos unimos al clamor agradecido de tantas almas
en el Cielo y en la tierra, que no cesan de alabar a la Trinidad Santísima por
este don suyo a la Iglesia y al mundo. Sanctus,
Sanctus, Sanctus, proclamamos, sabiendo que las palabras se quedan cortas
para expresar la grandeza de Dios y para manifestar su misericordia.
Recordemos
también estas consideraciones de nuestro Padre, dirigidas a Dios: Tú eres quien eres: la Suma bondad. Yo soy
quien soy: el último trapo sucio de este mundo podrido. Y, sin embargo, me
miras..., y me buscas..., y me amas. Señor: que mis hijos te miren, y te
busquen, y te amen. Señor: que yo te busque, que te mire, que te ame[7].
El 6
de octubre, aniversario de la canonización de nuestro Padre, es ocasión
propicia para redoblar nuestro agradecimiento a Dios y nuestra oración por la
Iglesia, por la Obra, por todas las almas. Abramos el corazón con amplitud a
las personas cercanas y lejanas, porque a todas ha de llegar el impulso de
nuestro afán apostólico. Una responsabilidad particular compete a las familias
cristianas, que procuramos avivar de modo especial en aquellas donde ha
prendido el espíritu del Opus Dei. Como escribió san Juan Pablo II, «en la
medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en la fe, se
hace comunidad evangelizadora (...). Esta misión apostólica de la familia está
enraizada en el bautismo y recibe con la gracia sacramental del matrimonio una
nueva fuerza para transmitir la fe, para santificar y transformar la sociedad
actual según el plan de Dios»[8].
En la
nueva evangelización, que ha de ser un empeño cotidiano, roguemos a la Trinidad
que nos conceda el afán de llevar la luz y la sal de los discípulos de Cristo a
los más diversos ambientes. «Por eso, todos, comenzando desde las familias
cristianas, debemos sentir la responsabilidad de favorecer el surgir y madurar
de vocaciones específicamente misioneras,
ya sacerdotales y religiosas, ya laicales, recurriendo a todo medio oportuno,
sin abandonar jamás el medio privilegiado de la oración»[9].
En
los momentos actuales, somos testigos de la pena de innumerables familias, que
se ven obligadas a emigrar por motivos muy variados: falta de trabajo, pobreza,
guerra, persecución a causa de la fe... Y no falta la realidad de que, en
muchas ocasiones, esas personas encuentran enormes dificultades para integrarse
donde desearían ir. La Iglesia, llamada a ser Madre de todos, no es indiferente
a estas situaciones. Son continuos los llamamientos del Papa Francisco a la
solidaridad humana y cristiana hacia estas personas. Recordaba recientemente
que, ante la tragedia de decenas de miles de prófugos que huyen de la muerte
por la guerra y el hambre y están en camino hacia una esperanza de vida, el
Evangelio nos llama a ser "prójimos" de los más pequeños y
abandonados. A darles una esperanza concreta. No sólo a decir "¡ánimo,
paciencia!"... La esperanza es combativa, con la tenacidad de quien va
hacia una meta segura[10].
También
el Pontífice ha dirigido la petición de cumplir un gesto concreto en
preparación del Año Santo[11],
que comenzará en diciembre. Este movimiento migratorio de millares de
ciudadanos, particularmente grave ahora en Europa, se presenta también en otros
lugares del mundo. A todos se dirige el Papa insistiendo en que se sostenga
este llamamiento, recordando que la Misericordia es el segundo nombre del
Amor[12].
¿Qué
hacer, también cada uno de nosotros, con iniciativa y responsabilidad
personales? Lo primero es no dejar que resbalen
en nuestra alma, con pasividad, estos sucesos; y para eso, rezar y plantearse
qué medios concretos cabría poner en acto para aliviar de algún modo las
necesidades de esas gentes. En muchos casos, será oportuno —según las
posibilidades de cada uno— colaborar con las diócesis y con las parroquias, a
quienes el Papa dirige de modo inmediato su llamamiento, o con organizaciones
que se ocupan de ofrecer esa ayuda. Ninguno ha de desentenderse de estas graves
carencias de tantos hombres y mujeres, prójimos en quienes hemos de descubrir
al mismo Jesucristo. Supliquemos al Espíritu Santo que nos ilustre y nos impulse
a la acción, sabiendo asesorarnos oportunamente.
De
este modo, los vínculos familiares y sociales, en el seno de la experiencia de
la fe y del amor de Dios, pueden contrarrestar la desertificación comunitaria
de la ciudad moderna (...). La sonrisa de una familia es capaz de vencer esta
desertificación de nuestras ciudades. Y esta es la victoria del amor de la
familia (...). El proyecto de Babel edifica rascacielos sin vida. El Espíritu
de Dios, en cambio, hace florecer los desiertos (cfr. Is 32, 15)[13].
Termino
renovando mi deseo de intensificar en este mes la oración por el Papa y por el
Sínodo, que comienza el día 3. Acudamos a la intercesión de la Virgen, Madre de
la Iglesia y Reina de la familia; así nuestras plegarias, con las de tantos
millares de gentes que rezan con nosotros por la misma intención, llegarán con
mayor eficacia ante el trono de Dios.
Insisto:
cuidemos nuestra piedad personal en el rezo del Santo Rosario y en la
contemplación de cada misterio. Al meternos más en la vida de Jesús, de María,
se acrecentará el afán de ser más hermanos de toda la humanidad, con el deseo
de llegar a cada mujer, a cada hombre.
Con
todo cariño, os bendice
vuestro
Padre
+
Javier
Roma,
1 de octubre de 2015.