— Humildad de María.
— Frutos de la humildad.
I. Todos los días son buenos para hacer un rato
de oración junto a la Virgen, pero en este, el sábado, son muchos los
cristianos de todas las regiones de la tierra que procuran que la
jornada transcurra muy cerca de María. Nos acercamos hoy a Ella para que
nos enseñe a progresar en esa virtud fundamento de todas las demás, que
es la humildad, pues ella «es la puerta por la que pasan las gracias
que Dios nos otorga; es la que sazona todos nuestros actos,
comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten y sean agradables a
Dios. Finalmente, Ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta
hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido
Dios resistir un corazón humilde»1. Es tan necesaria para la salvación que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ensalzarla.
El Evangelio de la Misa2
nos refiere que Jesús fue invitado a un banquete. En la mesa, como
también ocurre frecuentemente en nuestros días, había lugares de mayor
honor. Los invitados, quizá un tanto atropelladamente, se dirigían a
estos puestos más considerados. Jesús lo observaba. Quizá cuando ya
estaba terminando la comida, en los momentos en los que la conversación
se hace más reposada, el Señor les dice: Cuando seas invitado a una
boda, no te sientes en el primer puesto... Al contrario..., ve a
sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te
diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos
los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que
se humilla será ensalzado.
Jesús se situaría probablemente en un lugar discreto o donde le indicó el que le había invitado. Él sabe estar,
y a la vez se da cuenta de aquella actitud poco elegante, también desde
el punto de vista humano, que adoptan los comensales. Estos, por otra
parte, se equivocaron radicalmente porque no supieron darse cuenta de
que el mejor puesto se encuentra siempre al lado de Jesús. Por llegar
hasta allí, junto al Señor, es por lo que debieron porfiar. En la vida
de los hombres se observa no pocas veces una actitud parecida a la de
aquellos comensales: ¡cuánto esfuerzo para ser considerados y admirados,
y qué poco para estar cerca de Dios! Nosotros pedimos hoy a Santa
María, en este rato de oración y a lo largo del día, que nos enseñe a
ser humildes, que es el único modo de crecer en amor a su Hijo, de estar
cerca de Él. La humildad conquista el Corazón de Dios. «“Quia respexit
humilitatem ancillae suae” —porque vio la bajeza de su esclava...
»—¡Cada día me persuado más de que la humildad auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes!
»Habla con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre a caminar por esa senda»3.
II. La Virgen nos enseña el camino de la
humildad. Esta virtud no consiste esencialmente en reprimir los impulsos
de la soberbia, de la ambición, del egoísmo, de la vanidad..., pues
Nuestra Señora no tuvo jamás ninguno de estos movimientos y fue adornada
por Dios en grado eminente con esta virtud. El nombre de humildad viene del latín humus,
tierra, y significa, según su etimología, inclinarse hacia la tierra.
La virtud de la humildad consiste esencialmente en inclinarse ante Dios y
ante todo lo que hay de Dios en las criaturas4,
reconocer nuestra pequeñez e indigencia ante la grandeza del Señor. Las
almas santas «sienten una alegría muy grande en anonadarse delante de
Dios, y reconocer prácticamente que Él solo es grande, y que en
comparación de la suya, todas las grandezas humanas están vacías de
verdad, y no son sino mentira»5.
Este anonadamiento no empequeñece, no acorta las verdaderas
aspiraciones de la criatura, sino que las ennoblece y les da nuevas
alas, les abre horizontes más amplios. Cuando Nuestra Señora es elegida
para ser Madre de Dios, se proclama enseguida su esclava6. Y en el momento en que escucha la alabanza de que es bendita entre todas las mujeres7 se dispone a servir a su prima Isabel. Es la llena de gracia8,
pero guarda en su intimidad la grandeza que le ha sido revelada. Ni
siquiera a José le desvela el misterio; deja que la Providencia lo haga
en el momento oportuno. Llena de una inmensa alegría canta las
maravillas que le han sucedido, pero las atribuye al Todopoderoso. Ella,
de su parte, solo ha ofrecido su pequeñez y su querer9.
«Se ignoraba a sí misma. Por eso, a sus propios ojos no contaba. No
vivió pendiente de sí misma, sino pendiente de Dios, de su voluntad. Por
eso podía medir el alcance de su propia bajeza, de su, a la vez,
desamparada y segura condición de criatura, sintiéndose incapaz de todo,
pero sostenida por Dios. La consecuencia fue el entregarse, el vivir
para Dios»10.
Nunca buscó su propia gloria, ni aparentar, ni primeros puestos en los
banquetes, ni ser considerada, ni recibir halagos por ser la Madre de
Jesús. Ella solo buscó la gloria de Dios.
La humildad se funda en la verdad, en la realidad;
sobre todo en esta certeza: es infinita la distancia que existe entre la
criatura y su Creador. Cuanto más se comprende esta distancia y el
acercamiento de Dios con sus dones a la criatura, el alma, con la ayuda
de la gracia, se hace más humilde y agradecida. Cuanto más elevada está
una criatura más comprende este abismo; por eso la Virgen fue tan
humilde. Ella, la Esclava del Señor, es hoy la reina del Universo. En Ella se cumplieron de modo eminente las palabras de Jesús al final de la parábola: el que se humilla, el que ocupa su lugar ante Dios y ante los hombres, será ensalzado. El que es humilde oye siempre a Jesús que le dice: amigo, sube más arriba.
«Que sepamos ponernos al servicio de Dios sin condiciones y seremos
elevados a una altura increíble; participaremos en la vida íntima de
Dios, ¡seremos como dioses!, pero por el camino reglamentario: el de la humildad y la docilidad al querer de nuestro Dios y Señor»11.
III. La humildad nos hará descubrir que
todo lo bueno que existe en nosotros viene de Dios, tanto en el orden de
la naturaleza como en el de la gracia: Mi sustancia es como nada delante de Ti, Señor12,
exclama el Salmista. Lo específicamente nuestro es la flaqueza y el
error. A la vez, nada tiene que ver esta virtud con la timidez, con la
pusilanimidad o la mediocridad. Lejos de apocarse, el alma humilde se
pone en las manos de Dios, y se llena de alegría y de agradecimiento
cuando Dios quiere hacer cosas grandes a través de ella. Los santos han
sido hombres magnánimos, capaces de grandes empresas para la gloria de
Dios. El humilde es audaz porque cuenta con la gracia del Señor, que
todo lo puede; acude con frecuencia a la oración –es muy pedigüeño–,
porque está convencido de la absoluta necesidad de la ayuda divina; es
agradecido, con Dios y con sus semejantes, porque es consciente de las
muchas ayudas que recibe; tiene especial facilidad para la amistad y,
por tanto, para el apostolado... Y aunque la humildad es el fundamento
de todas las virtudes, lo es de modo muy particular de la caridad: en la
medida en que nos olvidamos de nosotros mismos, podemos preocuparnos de
los demás y atender sus necesidades. Alrededor de estas dos virtudes se
encuentran todas las demás. «Humildad y caridad son las virtudes madres
–afirma San Francisco de Sales–; las otras las siguen como polluelos a
su clueca»13. La soberbia, por el contrario, es la «raíz y madre» de todos los pecados, incluso de los capitales14, y el mayor obstáculo que el hombre puede poner a la gracia.
La soberbia y la tristeza andan con frecuencia de la mano15,
mientras que la alegría es patrimonio del alma humilde. «Mirad a María.
Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios
de Dios. La humildad de la ancilla Domini (Lc 1, 38), de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae,
causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar queriendo en su locura
igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste.
María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo
divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos
pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella –a Santa María–, y así nos pareceremos más a Cristo»16.