Vivir santamente la vida
ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a todo el programa
de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos,
de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera —¡ojalá no me hubiera
casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera
joven, ojalá fuera viejo!...—, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad
más material e inmediata, que es donde está el Señor: mirad mis manos y mis
pies dijo Jesús resucitado: soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no
tiene carne y huesos, como veis que yo tengo (Luc 24, 39).
Son muchos los aspectos del
ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas
verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida
civil. Un hombre sabedor de que el mundo —y no sólo el templo— es el lugar de
su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación
intelectual y profesional, va formando —con plena libertad— sus propios
criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en
consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano,
proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la
voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida.
Pero a ese cristiano jamás se le
ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la
Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos
problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo
oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la
naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera
mentalidad laical que ha de llevar a tres conclusiones:
— a ser lo suficientemente
honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;
— a ser lo suficientemente
cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias
opinables— soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;
— y a ser lo suficientemente
católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en
banderías humanas.
Se ve claro que, en este terreno
como en todos, no podríais realizar ese programa de vivir santamente la vida
ordinaria, si no gozarais de toda la libertad que os reconocen —a la vez— la
Iglesia y vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La
libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos
míos, que hablo siempre de una libertad responsable.
Interpretad, pues, mis palabras,
como lo que son: una llamada a que ejerzáis —¡a diario!, no sólo en situaciones
de emergencia— vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras
obligaciones como ciudadanos —en la vida política, en la vida económica, en la
vida universitaria, en la vida profesional—, asumiendo con valentía todas las
consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia
personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá
huir de toda intolerancia, de todo fanatismo —lo diré de un modo positivo—, os
hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la
convivencia en los diversos órdenes de la vida social.
Sé que no tengo necesidad de
recordar lo que, a lo largo de tantos años, he venido repitiendo. Esta doctrina
de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy
principal del mensaje que el Opus Dei difunde. ¿Tendré que volver a afirmar que
los hombres y las mujeres, que quieren servir a Jesucristo en la Obra de Dios,
son sencillamente ciudadanos iguales a los demás que se esfuerzan por vivir con
seria responsabilidad —hasta las últimas conclusiones— su vocación cristiana?
Nada distingue a mis hijos de sus
conciudadanos. En cambio, fuera de la Fe, nada tienen en común con los miembros
de las congregaciones religiosas. Amo a los religiosos y venero y admiro sus
clausuras, sus apostolados, su apartamiento del mundo —su contemptus mundi que
son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero el Señor no me ha dado
vocación religiosa, y desearla para mí sería un desorden. Ninguna autoridad en
la tierra me podrá obligar a ser religioso, como ninguna autoridad puede
forzarme a contraer matrimonio. Soy sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo,
que ama apasionadamente el mundo.
Quienes han seguido a Jesucristo
—conmigo, pobre pecador— son: un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que
antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de
sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo —que así confirman su
obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo
diocesano—, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las almas
quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el mundo,
y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres —de diversas
naciones, de diversas lenguas, de diversas razas— que viven de su trabajo
profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con
sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad
temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad
—repito—, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y
fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales
y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin
mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran
detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades más vulgares.
También las obras, que —en cuanto
asociación— promueve el Opus Dei, tienen esas características eminentemente
seculares: no son obras eclesiásticas. No gozan de ninguna representación
oficial de la Sagrada Jerarquía de la Iglesia. Son obras de promoción humana,
cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las
luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo. Un dato os lo aclarará:
el Opus Dei, por ejemplo, no tiene ni tendrá jamás como misión regir Seminarios
diocesanos, donde los Obispos instituidos por el Espíritu Santo (Act 20, 28).
preparan a sus futuros sacerdotes.
Fomenta, en cambio, el Opus Dei
centros de formación obrera, de capacitación campesina, de enseñanza primaria,
media y universitaria, y tantas y tan variadas labores más, en todo el mundo,
porque su afán apostólico —escribí hace muchos años— es un mar sin orillas.