Y ahora, hijos e hijas, dejadme
que me detenga en otro aspecto —particularmente entrañable— de la vida
ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor limpio entre un hombre y una
mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez más que ese santo amor
humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del
espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos a que antes
aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario desde hace
cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que no lo comprendían.
El amor, que conduce al
matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional,
maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las
cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades
de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino que en los detalles se
encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en
el que se encuadra el amor humano.
Ya lo sabéis, profesores,
alumnos, y todos los que dedicáis vuestro quehacer a la Universidad de Navarra:
he encomendado vuestros amores a Santa María, Madre del Amor Hermoso. Y ahí
tenéis la ermita que hemos construido con devoción, en el campus universitario,
para que recoja vuestras oraciones y la oblación de ese estupendo y limpio
amor, que Ella bendice.
¿No sabíais que vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios, y que no os
pertenecéis? (1 Cor 6, 19). ¡Cuántas veces, ante la imagen de la Virgen Santa,
de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la
pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa,
oh Virgen Madre de Dios.
La oración contemplativa surgirá
en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad impresionante: algo tan
material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer
su morada..., ya no me pertenezco..., mi cuerpo y mi alma —mi ser entero— son
de Dios... Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la
gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: glorificad a Dios en vuestro
cuerpo (1 Cor 6, 20).
Por otra parte, no podéis
desconocer que sólo entre los que comprenden y valoran en toda su profundidad
cuanto acabamos de considerar acerca del amor humano, puede surgir esa otra
comprensión inefable de la que hablará Jesús (Cfr. Mt 19, 11), que es un puro
donde Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle
el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno.
Debo terminar ya, hijos míos. Os
dije al comienzo que mi palabra querría anunciaros algo de la grandeza y de la
misericordia de Dios. Pienso haberlo cumplido, al hablaros de vivir santamente
la vida ordinaria: porque una vida santa en medio de la realidad secular —sin
ruido, con sencillez, con veracidad—, ¿no es hoy acaso la manifestación más
conmovedora de las magnalia Dei (Eccli 18, 4), de esas portentosas
misericordias que Dios ha ejercido siempre, y no deja de ejercer, para salvar al
mundo?
Ahora os pido con el salmista que
os unáis a mi oración y a mi alabanza: magnificate Dominum mecum, et extollamus
nomen eius simul (Ps 33, 4); engrandeced al Señor conmigo, y ensalcemos su
nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de fe.
Tomemos el escudo de la fe, el
casco de salvación y la espada del espíritu que es la Palabra de Dios. Así nos
anima el Apóstol San Pablo en la epístola a los de Efeso (Ephes 6, 11 y ss.),
que hace unos momentos se proclamaba litúrgicamente.
Fe, virtud que tanto necesitamos
los cristianos, de modo especial en este año de la fe que ha promulgado nuestro
amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI: porque, sin la fe, falta el fundamento
mismo para la santificación de la vida ordinaria.
Fe viva en estos momentos, porque
nos acercamos al mysterium fidei (1 Tim 3, 9), a la Sagrada Eucaristía; porque
vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las
misericordias de Dios con los hombres.
Fe, hijos míos, para confesar
que, dentro de unos instantes, sobre este ara, va a renovarse la obra de
nuestra Redención (Secreta del domingo IX después de Pentecostés). Fe, para
saborear el Credo y experimentar, en torno a este altar y en esta Asamblea, la
presencia de Cristo, que nos hace cor unum et anima una (Act 4, 3), un solo
corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia, una, santa,
católica, apostólica y romana, que para nosotros es tanto como universal.
Fe, finalmente, hijas e hijos
queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias y
palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de
una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo y de Santa María.