Homilia del papa Francisco pronunciada en la Festividad de la
Virgen de Guadalupe:
«Que te alaben, Señor, todos los pueblos. Ten piedad de
nosotros y bendícenos; Vuelve, Señor, tus ojos a nosotros. Que conozca la
tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora. Las naciones con júbilo te
canten, Porque juzgas al mundo con justicia (…)» (Sal 66).
La plegaria del salmista, de súplica de perdón y bendición de
pueblos y naciones y, a la vez, de jubilosa alabanza, expresa el sentido
espiritual de esta celebración Eucarística. Son los pueblos y naciones de
nuestra Patria Grande latinoamericana los que hoy conmemoran con gratitud y
alegría la festividad de su "patrona", Nuestra Señora de Guadalupe,
cuya devoción se extiende desde Alaska a la Patagonia. Y con Gabriel Arcángel y
Santa Isabel hasta nosotros, se eleva nuestra oración filial: «Dios te salve,
María, llena eres de gracia, el Señor es contigo...».
En esta festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, haremos
memoria agradecida de su visitación y compañía materna; cantaremos con Ella su
"magnificat"; y le confiaremos la vida de nuestros pueblos y la
misión continental de la Iglesia.
Cuando se apareció a San Juan Diego en el Tepeyac, se
presentó como "la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero
Dios" (Nican Mopohua); y dio lugar a una nueva visitación. Corrió
premurosa a abrazar también a los nuevos pueblos americanos, en dramática
gestación. Fue como una «gran señal aparecida en el cielo… una mujer vestida de
sol, con la luna bajo sus pies», que asume en sí la simbología cultural y religiosa
de los indígenas, y anuncia y dona a su Hijo a los nuevos pueblos de mestizaje
desgarrado.
Tantos saltaron de gozo y esperanza ante su visita y ante el
don de su Hijo y la más perfecta discípula del Señor se convirtió en la «gran
misionera que trajo el Evangelio a nuestra América». El Hijo de María
Santísima, Inmaculada encinta, se revela así desde los orígenes de la historia
de los nuevos pueblos como "el verdaderísimo Dios por quien se vive",
buena nueva de la dignidad filial de todos sus habitantes. Ya nadie más es
siervo sino todos somos hijos de un mismo Padre y hermanos entre nosotros.
La Santa Madre de Dios no sólo visitó a estos pueblos sino
que quiso quedarse con ellos. Dejó estampada misteriosamente su sagrada imagen
en la "tilma" de su mensajero para que la tuviéramos bien presente,
convirtiéndose así en símbolo de la alianza de María con estos pueblos, a
quienes confiere alma y ternura.
Por su intercesión, la fe cristiana fue convirtiéndose en el
más rico tesoro del alma de los pueblos americanos, cuya perla preciosa es
Jesucristo: un patrimonio que se transmite y manifiesta hasta hoy en el
bautismo de multitudes de personas, en la fe, esperanza y caridad de muchos, en
la preciosidad de la piedad popular y también en ese ethos de los pueblos que
se muestra en la conciencia de dignidad de la persona humana, en la pasión por
la justicia, en la solidaridad con los más pobres y sufrientes, en la esperanza
a veces contra toda esperanza.
Por eso, nosotros, hoy aquí, podemos continuar alabando a
Dios por las maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos
latinoamericanos. Dios, según su estilo, "ha ocultado estas cosas a sabios
y entendidos, dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los
sencillos de corazón". En las maravillas que ha realizado el Señor en
María, Ella reconoce el estilo y el modo de actuar de su Hijo en la historia de
la salvación. Trastocando los juicios mundanos, destruyendo los ídolos del
poder, de la riqueza, del éxito a todo precio, denunciando la autosuficiencia,
la soberbia y los mesianismos secularizados que alejan de Dios, el cántico
mariano confiesa que Dios se complace en subvertir las ideologías y jerarquías
mundanas.
Enaltece a los humildes, viene en auxilio de los pobres y
pequeños, colma de bienes, bendiciones y esperanzas a los que confían en su
misericordia de generación en generación, mientras derriba de sus tronos a los
ricos, potentes y dominadores. El "Magnificat" nos introduce en las
"bienaventuranzas", síntesis primordial del mensaje evangélico. A su
luz, nos sentimos movidos a pedir que el futuro de América Latina sea forjado
por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y
sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que
trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo,
"porque de ellos es el Reino de los cielos".
Y hacemos esta petición porque América Latina es el
"¡continente de la esperanza"!, porque de ella se esperan nuevos
modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil,
justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con
sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora. Sólo es
posible custodiar esa esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos
de toda la realidad, motores revolucionarios de auténtica vida nueva.
Pongamos estas realidades y estos deseos en la mesa del
altar, como ofrenda agradable a Dios. Suplicando su perdón y confiando en su
misericordia, celebramos el sacrificio y victoria pascual de Nuestro Señor
Jesucristo. Él es el único Señor, el "libertador" de todas nuestras
esclavitudes y miserias derivadas del pecado. Él nos llama a vivir la verdadera
vida, una vida más humana, una convivencia de hijos y hermanos, abiertas ya las
puertas de la «nueva tierra y los nuevos cielos».
Suplicamos a la Santísima Virgen María, en su advocación
guadalupana –a la Madre de Dios, a la Reina, a la Señora mía, a mi jovencita, a
mi pequeña, como la llamó San Juan Diego, y con todos los apelativos cariñosos
con los que se dirigen a Ella en la piedad popular–, que continúe acompañando,
auxiliando y protegiendo a nuestros pueblos. Y que conduzca de la mano a todos
los hijos que peregrinan en estas tierras al encuentro de su Hijo, Jesucristo,
Nuestro Señor, presente en la Iglesia, en su sacramentalidad, y especialmente
en la Eucaristía, presente en el tesoro de su Palabra y enseñanzas, presente en
el santo pueblo fiel de Dios, en los que sufren y en los humildes de corazón.
Que así sea. ¡Amén!