"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

9 de enero de 2016

ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE SAN JOSEMARIA

San Josemaría recordaba con agradecimiento cómo sus padres José Escrivá y María Dolores Albás le fueron iniciando paso a paso en la vida cristiana.

Sólo tenía dos años cuando Josemaría enfermó de gravedad. Según el médico que día tras día luchaba por salvar la vida del niño, era una infección mortal. El hogar de los Escrivá se sumió en el silencio, hasta que el doctor, amigo del padre del pequeño, le dijo con franqueza:
—De esta noche no pasa.
Fue una noche de hondo sufrimiento para José Escrivá y su joven esposa, María Dolores Albás, que contemplaban anonadados el semblante de aquel hijo que se les moría, anegado en sudor y trémulo por la fiebre. Mientras su vida se apagaba, acudían a la intercesión de la Madre de Dios, sin perder la esperanza.
Doña Dolores había hecho una promesa: si la Virgen le curaba aquel hijo, ella misma lo llevaría en brazos hasta la ermita de Torreciudad, a la que tenían mucha devoción en la comarca.
Al día siguiente, el doctor Camps fue de nuevo a casa de los Escrivá. Para evitar que tuvieran que darle la noticia, al entrar preguntó:
—¿A qué hora ha muerto el niño?
—¡No sólo no ha muerto —contestaron los padres gozosos—, sino que se ha curado!
Los Escrivá cumplieron su promesa y llevaron al pequeño Josemaría en acción de gracias hasta la ermita de la Virgen, por el sendero estrecho que discurría entre las quebradas y los riscos del Cinca, muy cerca ya del Pirineo. Fue la primera visita del pequeño Josemaría a Torreciudad, y a partir de entonces, su madre le decía:
—Hijo, para algo muy grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo.

Sus padres
Josemaría nació en Barbastro el 9 de enero de 1902. Sus padres, don José y doña Dolores, eran dos esposos jóvenes, buenos cristianos, que provenían de familias muy conocidas de Barbastro y de algunos pueblos de alrededor. Llevaban un ritmo de vida tranquilo y apacible, similar al de tantas familias de aquella ciudad altoaragonesa. Su padre era comerciante y tenía un negocio de tejidos, mientras que su madre cuidaba del hogar.

San Josemaría evocaría en sus escritos esos años felices: “Recuerdo aquellos blancos días de mi niñez. Mi madre, papá, mis hermanos y yo íbamos siempre juntos a oír Misa. Mi padre nos entregaba la limosna, que llevábamos gozosos al hombre cojo que estaba arrimado al palacio episcopal. Después me adelantaba a tomar agua bendita para darla a los míos. Luego, todos los domingos, en la capilla del Santo Cristo de los Milagros, rezábamos un Credo”.

La casa natal de Josemaría Escrivá (Barbastro)
La casa natal de Josemaría Escrivá (Barbastro)
Recordaba años después cómo sus padres le fueron iniciando paso a paso en la vida cristiana: “Me llevó mi madre a su confesor cuando tenía seis o siete años, y me quedé muy contento. Siempre me ha dado mucha alegría recordarlo...” Poco después hizo la Primera Comunión, el 23 de abril de 1912, en la fiesta de san Jorge, como se acostumbraba en Aragón.

Don José dedicaba mucho tiempo a sus hijos; cuando Josemaría era pequeño, le esperaba con impaciencia a la vuelta de su trabajo; salía a su encuentro y metía la mano en el bolsillo de su abrigo buscando alguna chuchería. En invierno le llevaba a pasear, compraban castañas asadas y el niño gozaba metiendo la mano en el bolsillo del abrigo de su padre, que por las castañas estaba caliente.
Guardaba una imagen entrañable de su padre: un hombre recto, trabajador, cariñoso, y afable; y de su madre, siempre laboriosa y serena. Sobre ella comentaba: “No recuerdo haberla visto nunca desocupada; siempre estaba atareada en alguna cosa: hacía una labor de punto, cosía o recosía prendas de ropa, leía... No tengo memoria de haber visto jamás a mi madre ociosa. Era una buena madre de familia, de familia cristiana y sabía aprovechar el tiempo”.

Con toda naturalidad, San Josemaría contaba las dos cosas que de pequeño más le molestaban: besar a las señoras amigas de mi madre que venían de visita y ponerme trajes nuevos.
Cuando vestía un traje nuevo, me escondía debajo de la cama y me negaba a salir a la calle, tozudo...; y mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, delicadamente. Y entonces salía: por miedo al bastón, no por otra cosa.
Luego, mi madre con cariño me decía: Josemaría, vergüenza sólo para pecar. Muchos años después me he dado cuenta de que había en aquellas palabras una razón muy profunda”.

Silencios inesperados

Transcurría la vida con normalidad en aquel hogar cuando llegaron las penas. Durante 1910, 1912 y 1913 fallecieron sucesivamente por enfermedad las tres hermanas pequeñas de Josemaría: Rosario, a los nueve meses de edad; Lolita, a los cinco años; y Asunción, a los ocho. Ahora quedaban solo Carmen y Josemaría.

La casa se llenó de silencios en torno a las camas vacías. Josemaría, que había contemplado aquella sucesión de muertes sin entenderlas, comentaba ingenuamente a su madre:
—El próximo año me toca a mí.
—No te preocupes, hijo mío —le tranquilizaba doña Dolores— tú estás ofrecido a la Virgen y Ella te cuidará.
Muchos recuerdos familiares quedaron impresos en el alma de san Josemaría con trazos indelebles, y se adivinaban en el trasluz de sus enseñanzas cuando, varias décadas más tarde, animaba a los esposos a formar hogares luminosos y alegres. “El matrimonio —recordaba— es un camino divino, una vocación a la que Dios llama; y la familia es el primer y el principal ámbito de santificación y apostolado”.

“Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad”.
El día 13 de enero todos amanecieron de fiesta en casa de Josemaría: en torno a la pila bautismal de la Catedral de Barbastro se reunió esa mañana su pequeña familia.
Doña Dolores, su madre, esperaría en casa, pues no se hallaba del todo restablecida
Doña Dolores, su madre, esperaría en casa, pues no se hallaba del todo restablecida

Muy temprano fueron los padrinos a recoger al niño que venía especialmente perfumado luciendo un elegante faldón; doña Dolores, su madre, lo abrigó muy bien y lo entregó a la madrina para que lo llevara hasta la Catedral. Ella esperaría en casa, pues no se hallaba del todo restablecida.

Todos vestían muy elegantes. Don José llevaba en brazos a su hija de dos años, Carmen. La niña, con su mejor vestido, aplaudió casi todo el camino.

El sacerdote hizo correr el agua bautismal sobre la frente de Josemaría, quien dio un gracioso chillido. El Relojerico pudo ver entonces cómo el agua limpiaba aquella mancha del pecado original y hacía brillar mil veces más el lucero de su vocación. La Santísima Trinidad había venido a habitar en el niño y se quedaría para siempre con él.
Muy recogido, el Ángel repetía gozoso:
—Jesús, Josemaría te quiere mu–chos mi–llo–nes.
Fiesta en el Cielo y en la tierra
Volvieron todos felices a casa; allí habían preparado una pequeña celebración. Doña Dolores abrazó y besó a su hijo; su hijo que ya era cristiano y que sería de Cristo para siempre.
Los ángeles del Cielo los acompañaron a casa y luego se volvieron adorando a Dios.
El negro demonio no había aparecido por ninguna parte. Tal vez le pareció que aquel niño era igual a los demás o, tal vez, fueron los refuerzos que el Relojerico pidió al Cielo, pues frente a los ángeles, el demonio no se atreve.