— Comunidad de bienes espirituales. El «tesoro de la Iglesia».
— Se extiende a todos los cristianos. Resonancia incalculable de nuestras buenas obras.
— Las indulgencias.
I. San Pablo hace referencia en sus escritos al hecho fundamental de su vida, que leemos en la Primera lectura de la Misa. Quedaría grabado para siempre en su alma:Cuando estaba de camino, sucedió que, al acercarse a Damasco, se vio rodeado de una luz del cielo. Y al caer a tierra oyó una voz que decía: Saulo, ¿por qué me persigues? Él contestó: ¿Quién eres, Señor? Y Él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues1. En esta primera revelación, Jesús se muestra personal e íntimamente unido a sus discípulos, a quienes Pablo perseguía.
Más tarde, en la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, uno de los temas centrales de su predicación, mostrará esta unión profunda de los cristianos entre sí, por estar unidos a la Cabeza, Cristo: si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado todos los otros a una se gozan2.
Esta fe inquebrantable en la unión de los fieles entre sí, llevaba al Apóstol a pedir oraciones a los primeros cristianos de Roma, a quienes aún no conocía personalmente, para salir bien librado de los incrédulos que iba a encontrar en Judea3. Se sentía muy unido a sus hermanos en la fe, a quienes llamaba santos en sus cartas: Pablo y Timoteo, siervos de Jesucristo, a todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos4. Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los cristianos, al rezar el Símbolo Apostólico, han profesado como una de las principales verdades de la fe: Creo en la Comunión de los Santos. Consiste en una comunidad de bienes espirituales de los que todos se benefician. No es una participación de bienes de este mundo, materiales, culturales, artísticos, sino una comunidad de bienes imperecederos, con los que nos podemos prestar unos a otros una ayuda incalculable. Hoy, ofreciendo al Señor nuestro trabajo, nuestra oración, nuestra alegría y nuestras dificultades, podemos hacer mucho bien a personas que están lejos de nosotros y a la Iglesia entera.
«Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo»5. Santa Teresa, consciente de los estragos que hacían los errores protestantes dentro de la Iglesia, sabía también de este apoyo que nos podemos prestar los unos a los otros: «Porque andan ya las cosas del servicio de Dios tan flacas –decía la Santa– que es menester hacerse espaldas unos a otros los que le sirven para ir adelante»6, y siempre se vivió esta doctrina en el seno de la Iglesia7.
«¿Qué significa para mí la Comunión de los Santos? Quiere decir que todos los que estamos unidos en Cristo –los santos del Cielo, las almas del Purgatorio y los que aún vivimos en la tierra– debemos tener consciencia de las necesidades de los demás.
»Los santos del Cielo (...) deben amar las almas que Jesús ama, y el amor que tienen por las almas del Purgatorio y las de la tierra, no es un amor pasivo. Los santos anhelan ayudar a esas almas en su caminar hacia la gloria, cuyo valor infinito son capaces de apreciar ahora como no podían antes. Y si la oración de un hombre bueno de la tierra puede mover a Dios, ¡cómo será la fuerza de las oraciones que los santos ofrecen por nosotros! Son los héroes de Dios, sus amigos íntimos, sus familiares»8.
II. La Comunión de los Santos se extiende hasta los cristianos más abandonados: por más solo que se encuentre un cristiano, sabe muy bien que jamás muere solo: toda la Iglesia está junto a él para devolverlo a Dios, que lo creó.
Pasa a través del tiempo. Cada uno de los actos que realizamos en la caridad tiene repercusiones ilimitadas. En el último día nos será dado el comprender las resonancias incalculables que han podido tener, en la historia del mundo, las palabras, o las acciones, o las instituciones de un santo, y también las nuestras.
Todos nos necesitamos, todos nos podemos ayudar; de hecho, estamos participando continuamente de los bienes espirituales comunes de la Iglesia. En este momento alguien está rezando por nosotros, y nuestra alma se vitaliza por el sufrimiento, el trabajo o la oración de personas que quizá desconocemos. Un día, en la presencia de Dios, en el momento del juicio particular, veremos esas inmensas aportaciones que nos mantuvieron a flote en muchos casos y, en otros, nos ayudaron a situarnos un poco más cerca de Dios.
Si somos fieles, también contemplaremos con inmenso gozo cómo fueron eficaces en otras personas todos nuestros sacrificios, trabajos, oraciones; incluso lo que en aquel momento nos pareció estéril y de poco interés. Quizá veremos la salvación de otros, debida en buena parte a nuestra oración y mortificación, y a nuestras obras.
De modo particular, vivimos y participamos de esta comunión de bienes en la Santa Misa. La unidad de todos los miembros de la Iglesia, también de los más lejanos, se perfecciona cada día en torno al Cuerpo del Señor, que se ofrece por su Iglesia y por toda la humanidad. «Todos los cristianos, por la Comunión de los Santos, reciben las gracias de cada Misa, tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un niño, quizá distraído»9.
San Gregorio Magno expone con gran sentido gráfico y pedagógico esta eficacia maravillosa de la Santa Misa. «Me parece –dice el Santo Doctor en una de sus homilías– que muchos de vosotros sabéis el hecho que os voy a recordar. Se cuenta que no ha mucho tiempo sucedió que cierto hombre fue hecho prisionero por sus enemigos y conducido a un punto lejano de su patria. Y como estuviese allí mucho tiempo y su mujer no le viera venir de la cautividad, le juzgó muerto, y como tal ofrecía por él sacrificios todas las semanas. Y cuantas veces su mujer ofrecía sacrificios por la absolución de su alma, otras tantas se le desataban las cadenas de su cautiverio. Vuelto más tarde a su pueblo, refirió con admiración a su mujer cómo las cadenas que le sujetaban en su calabozo se desataban por sí solas en determinados días de cada semana. Considerando su mujer los días y horas en que esto sucediera, reconoció que quedaba libre cuando era ofrecido por su alma el Santo Sacrificio, según ella pudo recordar»10. Muchas cadenas se nos rompen cada día gracias a las oraciones de otros.
III. La unidad invisible de la Iglesia tiene múltiples manifestaciones visibles. Momento privilegiado de esta unidad tiene lugar en el sacramento que recibe precisamente el nombre de Comunión, en ese augusto Sacrificio que es uno en toda la tierra. Uno es el Sacerdote que lo ofrece, una la Víctima, uno el pueblo que también lo ofrece, uno el Dios a quien se ofrece, uno el resultado de la ofrenda: Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan11. Lo mismo que este pan era ayer todavía un puñado de granos sueltos, así los cristianos, en la medida de su unión con Cristo, se funden en un solo cuerpo, aunque provengan de lugares y condiciones bien diversas. «En el sacramento del pan eucarístico –afirma el Concilio Vaticano II– se representa y se reproduce la unidad de los fieles»12. Es «el sacramento de la caridad»13, que reclama la unión entre los hermanos.
Es también verdad de fe que esta comunión de bienes espirituales existe entre los fieles que constituyen la Iglesia triunfante, purgante y militante. Podemos encomendarnos y recibir ayuda de los santos (canonizados o no) que están ya en el Cielo, de los ángeles, de las almas que se purifican todavía en el Purgatorio (a las que podemos ayudar a aligerar su carga desde la tierra) y de nuestros hermanos que, como nosotros, peregrinan hacia la patria definitiva.
Cuando cumplimos el piadoso deber de rezar y ofrecer sufragios por los difuntos, hemos de tener especialmente en cuenta a aquellos con los que mantuvimos en la tierra unos vínculos más fuertes: padres, hermanos, amigos, etcétera. Ellos cuentan con nuestras oraciones. La Santa Misa es, también, el sufragio más importante que podemos ofrecer por los difuntos.
En este dogma de la Comunión de los Santos se basa la doctrina de las indulgencias. En ellas, la Iglesia administra con autoridad las gracias alcanzadas por Cristo, la Virgen y los Santos; bajo ciertas condiciones, emplea esas gracias para satisfacer por la pena debida por nuestros pecados y también por lo que deben satisfacer las almas que están en el Purgatorio.
La doctrina acerca de este intercambio de bienes espirituales debe ser para nosotros un gran estímulo para cumplir con fidelidad nuestros deberes, para ofrecer a Dios todas las obras, y orar con devoción, sabiendo que todos los trabajos, enfermedades, contrariedades y oraciones constituyen una ayuda formidable para los demás. Nada de lo que hagamos con rectitud de intención se pierde. Si viviéramos mejor esta realidad de nuestra fe, nuestra vida estaría llena de frutos.
«Un pensamiento que te ayudará, en los momentos difíciles: cuanto más aumente mi fidelidad, mejor contribuiré a que otros crezcan en esta virtud. —¡Y resulta tan atrayente sentirnos sostenidos unos por otros!»14.
Puede impulsarnos a vivir mejor este día el recordar que alguien está intercediendo por nosotros en este instante, y que alguno espera nuestra oración para salir adelante de una mala situación, o para decidirse a seguir más de cerca al Señor.
1 Hech 9, 3-5. — 2 1 Cor 12, 26. — 3 Rom 15, 30-31. — 4 Flp 1, 1. — 5 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 545. — 6 Santa Teresa, Vida, 7-8. — 7 Cfr. San Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 2, 2-5; San Cipriano, Carta 60; San Clemente, Carta a los Corintios, 36, 1 ss; San Ambrosio, Trat. sobre Caín y Abel, 1 ss. — 8 L. J. Trese,La fe explicada, Rialp, Madrid 1975, pp. 201-202. — 9 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 89. — 10 San Gregorio Magno, Hom. sobre los Evangelios, 37. — 11 1 Cor 10, 17. — 12 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. — 13 Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 73, a. 3. — 14 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 948.