Hoy,
fiesta del Corpus Christi, meditamos juntos la profundidad del amor del Señor,
que le ha llevado a quedarse oculto bajo las especies sacramentales, y parece
como si oyésemos físicamente aquellas enseñanzas suyas a la muchedumbre: salió
un sembrador a sembrar y, al esparcir los granos, algunos cayeron cerca del
camino, y vinieron las aves del cielo y se los comieron; otros cayeron en
pedregales, donde había poca tierra, y luego brotaron, por estar muy en la
superficie, mas nacido el sol se quemaron y se secaron, porque no tenían
raíces; otros cayeron entre espinas, las cuales crecieron y los sofocaron;
otros granos cayeron en buena tierra, y dieron fruto, algunos el ciento por
uno, otros el sesenta, otros el treinta.
La
escena es actual. El sembrador divino arroja también ahora su semilla. La obra
de la salvación sigue cumpliéndose, y el Señor quiere servirse de nosotros:
desea que los cristianos abramos a su amor todos los senderos de la tierra; nos
invita a que propaguemos el divino mensaje, con la doctrina y con el ejemplo,
hasta los últimos rincones del mundo. Nos pide que, siendo ciudadanos de la
sociedad eclesial y de la civil, al desempeñar con fidelidad nuestros deberes,
cada uno sea otro Cristo, santificando el trabajo profesional y las
obligaciones del propio estado.
Si
miramos a nuestro alrededor, a este mundo que amamos porque es hechura divina,
advertiremos que se verifica la parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda,
suscita en muchas almas afanes de entrega y de fidelidad. La vida y el
comportamiento de los que sirven a Dios han cambiado la historia, e incluso
muchos de los que no conocen al Señor se mueven —sin saberlo quizá— por ideales
nacidos del cristianismo.
Vemos
también que parte de la simiente cae en tierra estéril, o entre espinas y
abrojos: que hay corazones que se cierran a la luz de la fe. Los ideales de
paz, de reconciliación, de fraternidad, son aceptados y proclamados, pero —no
pocas veces— son desmentidos con los hechos. Algunos hombres se empeñan
inútilmente en aherrojar la voz de Dios, impidiendo su difusión con la fuerza
bruta o con un arma menos ruidosa, pero quizá más cruel, porque insensibiliza
al espíritu: la indiferencia.
El
Pan de vida eterna
Me
gustaría que, al considerar todo eso, tomáramos conciencia de nuestra misión de
cristianos, volviéramos los ojos hacia la Sagrada Eucaristía, hacia Jesús que,
presente entre nosotros, nos ha constituido como miembros suyos: vos estis
corpus Christi et membra de membro, vosotros sois el cuerpo de Cristo y
miembros unidos a otros miembros. Nuestro Dios ha decidido permanecer en el
Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para divinizarnos, para dar
eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo. Jesús es simultáneamente el
sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna.
Este
milagro, continuamente renovado, de la Sagrada Eucaristía, tiene todas las
características de la manera de actuar de Jesús. Perfecto Dios y perfecto
hombre, Señor de cielos y tierra, se nos ofrece como sustento, del modo más
natural y ordinario. Así espera nuestro amor, desde hace casi dos mil años. Es
mucho tiempo y no es mucho tiempo: porque, cuando hay amor, los días vuelan.
Viene
a mi memoria una encantadora poesía gallega, una de esas Cantigas de Alfonso X
el Sabio. La leyenda de un monje que, en su simplicidad, suplicó a Santa María
poder contemplar el cielo, aunque fuera por un instante. La Virgen acogió su
deseo, y el buen monje fue trasladado al paraíso. Cuando regresó, no reconocía
a ninguno de los moradores del monasterio: su oración, que a él le había
parecido brevísima, había durado tres siglos. Tres siglos no son nada, para un
corazón amante. Así me explico yo esos dos mil años de espera del Señor en la
Eucaristía. Es la espera de Dios, que ama a los hombres, que nos busca, que nos
quiere tal como somos —limitados, egoístas, inconstantes—, pero con la
capacidad de descubrir su infinito cariño y de entregarnos a El enteramente.
Por
amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros
en la Eucaristía. Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los
amó hasta el fin; con esas palabras comienza San Juan la narración de lo que
sucedió aquella víspera de la Pascua, en la que Jesús —nos lo refiere San
Pablo— tomó el pan, y dando gracias, lo partió y dijo: tomad y comed; esto es
mi cuerpo, que por vosotros será entregado; haced esto en memoria mía. Y de la
misma manera el cáliz, después de haber cenado, diciendo: este cáliz es el
nuevo testamento de mi sangre; haced esto cuantas veces lo bebiereis, en
memoria mía.
Una
vida nueva
Es
el momento sencillo y solemne de la institución del Nuevo Testamento. Jesús
deroga la antigua economía de la Ley y nos revela que el mismo será el
contenido de nuestra oración y de nuestra vida.
Ved
el gozo que inunda la liturgia de hoy: sea la alabanza plena, sonora, alegre.
Es el júbilo cristiano, que canta la llegada de otro tiempo: ha terminado la
antigua Pascua, se inicia la nueva. Lo viejo es sustituido por lo nuevo, la
verdad hace que la sombra desaparezca, la noche es eliminada por la luz.
Milagro
de amor. Este es verdaderamente el pan de los hijos: Jesús, el Primogénito del
Eterno Padre, se nos ofrece como alimento. Y el mismo Jesucristo, que aquí nos
robustece, nos espera en el cielo como comensales, coherederos y socios, porque
quienes se nutren de Cristo morirán con la muerte terrena y temporal, pero
vivirán eternamente, porque Cristo es la vida imperecedera.
La
felicidad eterna, para el cristiano que se conforta con el definitivo maná de
la Eucaristía, comienza ya ahora. Lo viejo ha pasado: dejemos aparte todo lo
caduco; sea todo nuevo para nosotros: los corazones, las palabras y las obras.
Esta
es la Buena Nueva. Es novedad, noticia, porque nos habla de una profundidad de
Amor, que antes no sospechábamos. Es buena, porque nada mejor que unirnos
íntimamente a Dios, Bien de todos los bienes. Esta es la Buena Nueva, porque,
de alguna manera y de un modo indescriptible, nos anticipa la eternidad.
Tratar
a Jesús en la Palabra y en el Pan
Jesús
se esconde en el Santísimo Sacramento del altar, para que nos atrevamos a
tratarle, para ser el sustento nuestro, con el fin de que nos hagamos una sola
cosa con El. Al decir sin mí no podéis nada, no condenó al cristiano a la
ineficacia, ni le obligó a una búsqueda ardua y difícil de su Persona. Se ha
quedado entre nosotros con una disponibilidad total.
Cuando
nos reunimos ante el altar mientras se celebra el Santo Sacrificio de la Misa,
cuando contemplamos la Sagrada Hostia expuesta en la custodia o la adoramos
escondida en el Sagrario, debemos reavivar nuestra fe, pensar en esa existencia
nueva, que viene a nosotros, y conmovernos ante el cariño y la ternura de Dios.
Perseveraban
todos en la doctrina de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del
pan, y en las oraciones. Así nos describen las Escrituras la conducta de los
primeros cristianos: congregados por la fe de los Apóstoles en perfecta unidad,
al participar de la Eucaristía, unánimes en la oración. Fe, Pan, Palabra.
Jesús,
en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su
poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que
la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perpetuamente en
la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo:
Trinidad Beatísima, Dios Unico. Es toda nuestra fe la que se pone en acto
cuando creemos en Jesús, en su presencia real bajo los accidentes del pan y del
vino.
No
comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una
amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la
Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los siglos, las sucesivas
generaciones de fieles hayan ido concretando esa piedad eucarística. Unas
veces, con prácticas multitudinarias, profesando públicamente su fe; otras, con
gestos silenciosos y callados, en la sacra paz del templo o en la intimidad del
corazón.
Ante
todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos
bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el
pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para
trabajar como El trabajaba y amar como El amaba? Aprendemos entonces a
agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su
presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido
permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario.
Os
diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y
apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones,
nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma
sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María
y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo,
me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un
nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con
el deseo junto al Señor Sacramentado.
Fecundidad
de la Eucaristía
Cuando
el Señor en la Ultima Cena instituyó la Sagrada Eucaristía, era de noche, lo
que —comenta San Juan Crisóstomo— manifestaba que los tiempos habían sido
cumplidos. Se hacía noche en el mundo, porque los viejos ritos, los antiguos
signos de la misericordia infinita de Dios con la humanidad iban a realizarse
plenamente, abriendo el camino a un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La
Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana de
la Resurrección.
También
en nuestras vidas hemos de preparar esa alborada. Todo lo caduco, lo dañoso y
lo que no sirve —el desánimo, la desconfianza, la tristeza, la cobardía— todo
eso ha de ser echado fuera. La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de
Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus, con una
renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un
principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor. No
podemos volver a la antigua levadura, nosotros que tenemos el Pan de ahora y de
siempre.
En
esta fiesta, en ciudades de una parte y otra de la tierra, los cristianos
acompañan en procesión al Señor, que escondido en la Hostia recorre las calles
y plazas —lo mismo que en su vida terrena—, saliendo al paso de los que quieren
verle, haciéndose el encontradizo con los que no le buscan. Jesús aparece así,
una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo reaccionamos ante esa llamada del
Maestro?
Porque
las manifestaciones externas de amor deben nacer del corazón, y prolongarse con
testimonio de conducta cristiana. Si hemos sido renovados con la recepción del
Cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestros pensamientos
sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean
verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre
todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes,
eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi, el buen olor de Cristo,
porque recuerden su modo de comportarse y de vivir.
La
procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del
mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se
escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos
descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión
solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida
corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de
haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve
el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados.
Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de
nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas.
Vamos,
pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro
trato personal con El se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia.
Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a
ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa
de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí.
El
pan y la siega: comunión con todos los hombres
Jesús,
os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue
su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con
su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo.
Echa los granos uno a uno, para que cada cristiano, en su propio ambiente, dé
testimonio de la fecundidad de la Muerte y de la Resurrección del Señor.
Si
estamos en las manos de Cristo, debemos impregnarnos de su Sangre redentora,
dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios la quiere. Y
convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de enterrarse y morir.
Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De la espiga, el pan, que será
convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De esa forma nos volvemos a reunir en
Jesús, que fue nuestro sembrador. Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos,
somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan.
No
perdamos nunca de vista que no hay fruto, si antes no hay siembra: es preciso
—por tanto— esparcir generosamente la Palabra de Dios, hacer que los hombres
conozcan a Cristo y que, conociéndole, tengan hambre de El. Es buena ocasión
esta fiesta del Corpus Christi —Cuerpo de Cristo, Pan de vida— para meditar en
esas hambres que se advierten en el pueblo: de verdad, de justicia, de unidad y
de paz. Ante el hambre de paz, hemos de repetir con San Pablo: Cristo es
nuestra paz, pax nostra. Los deseos de verdad deben recordarnos que Jesús es el
camino, la verdad y la vida. A quienes aspiran a la unidad, hemos de colocarles
frente a Cristo que ruega para que estemos consummati in unum, consumados en la
unidad. El hambre de justicia debe conducirnos a la fuente originaria de la
concordia entre los hombres: el ser y saberse hijos del Padre, hermanos.
Paz,
verdad, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las
barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos
estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con
la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos
las cargas de los otros, viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la
perfección y resumen de la ley.
No
se nos puede ocultar que resta mucho por hacer. En cierta ocasión, contemplando
quizá el suave movimiento de las espigas ya granadas, dijo Jesús a sus
discípulos: la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño
de la mies que envíe trabajadores a su campo. Como entonces, ahora siguen
faltando peones que quieran soportar el peso del día y del calor. Y si los que
trabajamos no somos fieles, sucederá lo que escribe el profeta Joel: destruida
la cosecha, la tierra en luto: porque el trigo está seco, desolado el vino,
perdido el aceite. Confundíos, labradores; gritad, viñadores, por el trigo y la
cebada. No hay cosecha.
No
hay cosecha, cuando no se está dispuesto a aceptar generosamente un constante
trabajo, que puede resultar largo y fatigoso: labrar la tierra, sembrar la
simiente, cuidar los campos, realizar la siega y la trilla... En la historia,
en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El Señor nos ha confiado a todos esa
tarea, y ninguno puede sentirse eximido. Al adorar y mirar hoy a Cristo en la
Eucaristía, pensemos que aún no ha llegado la hora del descanso, que la jornada
continúa.
Se
ha recogido en el libro de los Proverbios; el que labra su campiña tendrá pan a
saciedad. Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no labra
el terreno de Dios, el que no es fiel a la misión divina de entregarse a los
demás, ayudándoles a conocer a Cristo, difícilmente logrará entender lo que es
el Pan eucarístico. Nadie estima lo que no le ha costado esfuerzo. Para apreciar
y amar la Sagrada Eucaristía, es preciso recorrer el camino de Jesús: ser
trigo, morir para nosotros mismos, resurgir llenos de vida y dar fruto
abundante: ¡el ciento por uno!.
Ese
camino se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande,
sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender:
sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de
Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor.
Para amar de ese modo, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo
lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la
tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en
nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás; sólo
experimentando la muerte del grano de trigo, podremos trabajar en las entrañas
de la tierra, transformarla desde dentro, hacerla fecunda.
El
optimismo cristiano
Quizá
alguna vez pueda venir la tentación de pensar que todo eso es hermoso, como lo
es un sueño irrealizable. Os he hablado de renovar la fe y la esperanza;
permaneced firmes, con la seguridad absoluta de que nuestras ilusiones se verán
colmadas por las maravillas de Dios. Pero resulta indispensable que nos
anclemos, de verdad, en la virtud cristiana de la esperanza.
Que
no nos acostumbremos a los milagros que se operan ante nosotros: a este
admirable portento de que el Señor baje cada día a las manos del sacerdote.
Jesús nos quiere despiertos, para que nos convenzamos de la grandeza de su
poder, y para que oigamos nuevamente su promesa: venite post me, et faciam vos
fieri piscatores hominum, si me seguís, os haré pescadores de hombres; seréis
eficaces, y atraeréis las almas hacia Dios. Debemos confiar, por tanto, en esas
palabras del Señor: meterse en la barca, empuñar los remos, izar las velas, y
lanzarse a ese mar del mundo que Cristo nos entrega como heredad. Duc in altum
et laxate retia vestra in capturam!: bogad mar adentro, y echad vuestras redes
para pescar.
Ese
celo apostólico, que Cristo ha puesto en nuestro corazón, no debe agotarse
—extinguirse—, por una falsa humildad. Si es verdad que arrastramos miserias
personales, también lo es que el Señor cuenta con nuestros errores. No escapa a
su mirada misericordiosa que los hombres somos criaturas con limitaciones, con
flaquezas, con imperfecciones, inclinadas al pecado. Pero nos manda que
luchemos, que reconozcamos nuestros defectos; no para acobardarnos, sino para
arrepentirnos y fomentar el deseo de ser mejores.
Además,
hemos de recordar siempre que somos sólo instrumentos: ¿qué es Apolo?, ¿qué es
Pablo? Unos ministros de aquel en quien habéis creído, y eso según el don que a
cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, regó Apolo, pero Dios es quien ha
dado el crecer. La doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene una
fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo. Es Dios mismo
quien está empeñado en realizar la obra salvadora, en redimir el mundo.
Fe,
pues, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en cálculos
meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar trabajando,
metiéndose de lleno en la tarea, de manera que el mismo esfuerzo nos lleve a
abrir nuevas veredas. Ante cualquier dificultad, ésta es la panacea: santidad
personal, entrega al Señor.
Ser
santos es vivir tal y como nuestro Padre del cielo ha dispuesto que vivamos. Me
diréis que es difícil. Sí, el ideal es muy alto. Pero a la vez es fácil: está
al alcance de la mano. Cuando una persona se pone enferma, ocurre en ocasiones
que no se logra encontrar la medicina. En lo sobrenatural, no sucede así. La
medicina está siempre cerca: es Cristo Jesús, presente en la Sagrada
Eucaristía, que nos da además su gracia en los otros Sacramentos que instituyó.
Repitamos,
con la palabra y con las obras: Señor, confío en Ti, me basta tu providencia
ordinaria, tu ayuda de cada día. No tenemos por qué pedir a Dios grandes
milagros. Hemos de suplicar, en cambio, que aumente nuestra fe, que ilumine
nuestra inteligencia, que fortalezca nuestra voluntad. Jesús permanece siempre
junto a nosotros, y se comporta siempre como quien es.
Desde
el comienzo de mi predicación, os he prevenido contra un falso endiosamiento.
No te turbe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Porque tú y yo
somos hijos de Dios —y éste es endiosamiento bueno—, escogidos por llamada
divina desde toda la eternidad: nos eligió el Padre, por Jesucristo, antes de
la creación del mundo para que seamos santos en su presencia. Nosotros que
somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre
miseria personal, seremos eficaces si no perdemos el conocimiento de nuestra
flaqueza. Las tentaciones nos dan la dimensión de nuestra propia debilidad.
Si
sentís decaimiento, al experimentar —quizá de un modo particularmente vivo— la
propia mezquindad, es el momento de abandonarse por completo, con docilidad en
las manos de Dios. Cuentan que un día salió al encuentro de Alejandro Magno un
pordiosero, pidiendo una limosna. Alejandro se detuvo y mandó que le hicieran
señor de cinco ciudades. El pobre, confuso y aturdido, exclamó: ¡yo no pedía
tanto! Y Alejandro repuso: tú has pedido como quien eres; yo te doy como quien
soy.
Aun
en los momentos en los que percibamos más profundamente nuestra limitación,
podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo,
sabiéndonos partícipes de la vida divina. No existe jamás razón suficiente para
volver la cara atrás: el Señor está a nuestro lado. Hemos de ser fieles,
leales, hacer frente a nuestras obligaciones, encontrando en Jesús el amor y el
estímulo para comprender las equivocaciones de los demás y superar nuestros
propios errores. Así todos esos decaimientos —los tuyos, los míos, los de todos
los hombres—, serán también soporte para el reino de Cristo.
Reconozcamos
nuestras enfermedades, pero confesemos el poder de Dios. El optimismo, la
alegría, el convencimiento firme de que el Señor quiere servirse de nosotros,
han de informar la vida cristiana. Si nos sentimos parte de esta Iglesia Santa,
si nos consideramos sostenidos por la roca firme de Pedro y por la acción del
Espíritu Santo, nos decidiremos a cumplir el pequeño deber de cada instante:
sembrar cada día un poco. Y la cosecha desbordará los graneros.
Acabemos
esto rato de oración. Recordad —saboreando, en la intimidad del alma, la
infinita bondad divina— que, por las palabras de la Consagración, Cristo se va
a hacer realmente presente en la Hostia, con su Cuerpo, con su Sangre, con su
Alma y con su Divinidad. Adoradle con reverencia y con devoción; renovad en su presencia
el ofrecimiento sincero de vuestro amor; decidle sin miedo que le queréis;
agradecedle esta prueba diaria de misericordia tan llena de ternura, y fomentad
el deseo de acercaros a comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este misterio
de Amor: el Señor busca mi pobre corazón como trono, para no abandonarme si yo
me aparto de El.
Reconfortados
por la presencia de Cristo, alimentados de su Cuerpo, seremos fieles durante
esta vida terrena, y luego, en el cielo, junto a Jesús y a su Madre, nos
llamaremos vencedores. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu victoria? ¿Dónde está, ¡oh
muerte!, tu aguijón? Demos gracias a Dios que nos ha traído la victoria, por la
virtud de nuestro Señor Jesucristo.