En el trasfondo del Evangelio de hoy palpita la experiencia, ardua y gozosa a la vez, del apostolado de los primeros discípulos de Jesús que comprobaban cómo el Evangelio era acogido con entusiasmo por muchos aunque se produjeran también rechazos. Esta esperanzadora alegría que no se desanima ante las resistencias que la ceguera y debilidad humana presentan, acompañó y acompañará siempre a los cristianos de todos los tiempos.
Jesús se alegra con los suyos pero les dice: "no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo". La alegría que debemos tener, pues, no debe ser tanto el resultado de que vemos los frutos de nuestra actuación apostólica cuanto porque, si difundimos la doctrina cristiana, tenemos asegurado el cielo. Es como si el Señor nos dijera: me interesas tú, tu animosa colaboración, tu alegría y felicidad eterna, aunque no siempre veas el resultado de tu empeño por darme a conocer.
El Señor, como a sus primeros discípulos, nos envía también a cada uno para que, a través del trato con familiares, amigos y conocidos, extendamos su verdad liberadora por todos los rincones del mundo. "Los primeros cristianos -dice J. Mullor- fueron más fermento que masa. El interés que les acuciaba se imantaba hacia los que le rodeaban en la familia, en el trabajo, en la vida pública... El idealismo de los primeros cristianos -id al mundo entero y predicad el evangelio a toda criatura- era un idealismo realista, que comenzaba el trabajo apostólico, no en el finis terrae, sino en la tierra misma que pisaban. Sabían que, para llegar a los últimos extremos de la tierra, habían de recorrerla toda palmo a palmo y que, para anunciar el Evangelio a la humanidad, habían de anunciarlo antes de hombre a hombre, de comunidad a comunidad".
Cuando la amistad es tan humana como cristiana, de ordinario, no es preciso ni siquiera provocar el tema de Dios y sus exigencias. La confidencia surge en numerosos momentos y encuentros. Entre amigos es fácil una corriente de intercambios de puntos de vista, se confían modos de pensar, de ver las cosas, unos y otros se corrigen, se emulan, en un apostolado tan delicado y amable como eficaz y natural. "Esas palabras deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente..., y la discreta indiscreción que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es ‘apostolado de la confidencia’" (S. Josemaría Escrivá). ¡Cuánto podemos hacer a nuestro alrededor no olvidando que hay un hambre y una sed de Dios que sólo Él puede calmar, una enfermedad -la del pecado- que sólo Él puede curar, si colaboramos en su misión
Los cristianos de la primera
hora, los que convivieron con Jesús y los Apóstoles o pertenecieron a las
generaciones inmediatas, fueron muy conscientes de su misión de informar con su
fe todas las actividades que realizaban. Con palabras de Tertuliano: "lo que
es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo". San
Josemaría, como comenta en este artículo Monseñor Álvaro del Portillo, recordó
incansablemente en su predicación que "es deber de todos y cada uno de los
bautizados colaborar activamente en la transmisión a los hombres de todos los
tiempos de la palabra predicada por Jesús".
El encargo que recibió un puñado
de hombres en el Monte de los Olivos, cercano a Jerusalén, durante una mañana
primaveral allá por el año 30 de nuestra era, tenía todas las características
de una "misión imposible". "Recibiréis el poder del Espíritu
Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda
la Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra" (Act 1, 8). Las
últimas palabras pronunciadas por Cristo antes de la Ascensión parecían una
locura. Desde un rincón perdido del Imperio romano, unos hombres sencillos - ni
ricos, ni sabios, ni influyentes - tendrían que llevar a todo el mundo el
mensaje de un ajusticiado.
Menos de trescientos años
después, una gran parte del mundo romano se había convertido al cristianismo.
La doctrina del crucificado había vencido las persecuciones del poder, el
desprecio de los sabios, la resistencia a unas exigencias morales que
contrariaban las pasiones. Y, a pesar de los vaivenes de la historia, todavía
hoy el cristianismo sigue siendo la mayor fuerza espiritual de la humanidad.
Sólo la gracia de Dios puede explicar esto. Pero la gracia ha actuado a través
de hombres que se sabían investidos de una misión y la cumplieron.
Cristo no presentó a sus
discípulos esta tarea como una posibilidad, sino como un mandato imperativo.
Así leemos en San Marcos: "Andad a todo el mundo y predicad el Evangelio a
toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; mas el que no crea, se
condenará" (Mc 16, 15-16). Y San Mateo recoge las siguientes palabras de
Cristo: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado. Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo" (Mt 28, 19-20).
Son palabras que traen a nuestra memoria las pronunciadas por Jesús en la
Última Cena - "como Tú me enviaste al mundo, así los he enviado Yo al
mundo" (Jn 17, 18) -, de las que el Concilio Vaticano II ha hecho el
siguiente comentario: "Este mandato solemne de Cristo de anunciar la
verdad salvadora, la Iglesia lo ha recibido de los Apóstoles con el encargo de
llevarlo hasta el fin de la tierra"(1).
Tarea de todos
Cuando se habla de la misión de
la Iglesia, se corre el riesgo de pensar que es algo que corresponde a quienes
hablan desde el altar. Pero la misión que Cristo encomienda a sus discípulos ha
de ser llevada a cumplimiento por todos los que constituyen la Iglesia. Todos,
cada uno según su propia condición, han de cooperar de modo unánime en la común
tarea(2). "La vocación cristiana - precisa el Concilio Vaticano II - es,
por su misma naturaleza, vocación al apostolado (...). Hay en la Iglesia
diversidad de funciones, pero una única misión. A los Apóstoles y a sus
sucesores les confirió Cristo el ministerio de enseñar, de santificar y de
gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero los laicos, al participar de la
función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en el mundo su función
específica dentro de la misión de todo el pueblo de Dios"(3). Todo
cristiano es asimilado a Cristo por el Bautismo y participa de su misión
redentora; es deber de todos y cada uno de los bautizados colaborar activamente
en la transmisión a los hombres de todos los tiempos de la palabra predicada
por Jesús.
La dimensión apostólica de la
vocación cristiana ha estado siempre presente en la vida de la Iglesia; pero ha
habido una larga época en la que la realización de su misión salvadora parecía
estar encomendada a unos pocos cristianos; el resto era tan sólo sujeto pasivo
de la misma. El Concilio Vaticano II ha supuesto en este campo un retorno a los
principios, al poner repetidamente de manifiesto la universalidad de esa
llamada al apostolado, que constituye no sólo una posibilidad entre otras, sino
un auténtico deber: "Les ha sido impuesta, por tanto, a todos los fieles
la gloriosa tarea de esforzarse para que el mensaje divino de la salvación sea
conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la
tierra"(4).
Donde sólo llegan los laicos
Pero ¿corresponde a los laicos
alguna parcela concreta dentro de esa misión? El Concilio Vaticano II había
dado ya algunas orientaciones precisas. Los fieles corrientes - se lee en la
Constitución Lumen gentium - "son llamados por Dios para contribuir desde
dentro, a modo de fermento, a la santificación del mundo, mediante el ejercicio
de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a
Cristo ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el
fulgor de su fe, esperanza y caridad"(5). Y más adelante: "Los laicos
están particularmente llamados a hacer presente y operante la Iglesia en los
lugares y condiciones donde no puede ser sal de la tierra si no es a través de
ellos"(6). Es decir, en un hospital la Iglesia no está sólo presente por
el capellán: también actúa a través de los fieles que, como médicos o
enfermeros, procuran prestar un buen servicio profesional y una delicada
atención humana a los pacientes. En un barrio, el templo será siempre un punto
de referencia indispensable: pero el único modo de llegar a los que no lo
frecuentan será a través de otras familias.
La Exhortación Apostólica
Christifideles laici, recogiendo el trabajo realizado en el sínodo de 1987, ha
profundizado en esta doctrina. Refiriéndose a la función de los laicos, el Papa
recordaba dos peligros que podían presentarse al intentar definirla: "la
tentación de reservar un interés tan fuerte a los servicios y tareas
eclesiales, de llegar con frecuencia a un práctico olvido de su específica
responsabilidad en el mundo profesional, social, económico, cultural y
político; y la tentación de legitimar la indebida separación entre la fe y la
vida, entre la recepción del Evangelio y la acción concreta en las mas diversas
realidades temporales y terrenas"(7).
Frente a estos dos extremos, el
Papa advertía que lo que distingue a los laicos es "la índole
secular", pues Dios les ha llamado a que "se santifiquen a sí mismos
en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las
varias actividades sociales"(8).
De este modo, el Sínodo trató de
evitar ese doble riesgo señalado por el Papa: al estimular la tarea de los
laicos en los asuntos temporales, soslaya la tentación de un repliegue en las
estructuras de la Iglesia, frente a una sociedad hostil o indiferente; y al
pedir una fuerte coherencia entre fe y vida, quiere impedir una disolución de
la identidad cristiana. Pues, para ser sal de la tierra, hace falta estar en el
mundo, pero también no volverse insípido.
La misión específica de los
laicos queda así claramente descrita: se trata de llevar el mensaje de Cristo a
todas las realidades terrenas - la familia, la profesión, las actividades
sociales... - y, con la ayuda de la gracia, convertirlas en ocasiones de
encuentro de Dios con los hombres.
Los primeros cristianos
Sin embargo, no respondería a la
realidad considerar todo lo hasta ahora expuesto como una novedad posterior al
Concilio Vaticano II. Los cristianos de la primera hora, los que convivieron
con Jesús y los Apóstoles o pertenecieron a las generaciones inmediatas, fueron
muy conscientes de su misión. Su conversión les llevaba a un mayor empeño por
cumplir los deberes correspondientes a su posición en el mundo. Tertuliano, por
ejemplo, escribe: "Vivimos como los demás hombres; no nos pasamos sin la
plaza, la carnicería, los baños, las tabernas, los talleres, los mesones, las
ferias y los demás comercios. Con vosotros también navegamos, con vosotros
somos soldados, labramos el campo, comerciamos, entendemos de oficios y
exponemos nuestras obras para vuestro uso"(9).
Y en un venerable documento de la
antigüedad cristiana leemos: "Los cristianos no se distinguen de los demás
hombres por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres: porque no
habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un
género de vida distinto de los demás (...). Habitando ciudades griegas o
bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido,
comida y demás género de vida a los usos y costumbres del país, dan muestra de
un tenor peculiar de conducta que es admirable y, según confesión de todos,
sorprendente"(10). Lo que poco más adelante se escribe en el mismo
documento, nos hará comprender que, permaneciendo en su sitio, los primeros
cristianos habían cambiado notablemente de conducta. "Se casan como todos;
como todos engendran hijos, pero no abandonan a los que nacen (...), están en
la carne, pero no viven según la carne, pasan el tiempo en la tierra, pero
tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con
su vida superan las leyes (...). Para decirlo brevemente, lo que es el alma
para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo"(11).
Como consecuencia de esa actitud
y de su celosa actividad apostólica, el cristianismo se extendió en poco tiempo
de una manera asombrosa: indudablemente, aquellos hermanos nuestros contaban
con la gracia de Dios, pero, junto a eso, sabemos que su respuesta fue siempre
heroica: no sólo frente al tormento, sino también en todos los momentos de su
vida. No extraña por tanto que el mismo Tertuliano pudiera escribir:
"Somos de ayer y ya hemos llenado el orbe y todas vuestras cosas: las
ciudades, las islas, los poblados, las villas, las aldeas, el ejército, el
palacio, el senado, el foro. A vosotros os hemos dejado sólo los templos"(12).
El espíritu del Opus Dei
Permitidme ahora una digresión
que me parece de justicia. La llamada universal a la santidad y al apostolado,
tan clara en los primeros cristianos y recordada por el último Concilio(13), es
una de las realidades que están en la base del espíritu de la Prelatura del
Opus Dei. Desde 1928 su fundador, Josemaría Escrivá, no cesó de repetir que la
santidad y el apostolado eran derecho y deber de todo bautizado. Así, por
ejemplo, escribía en 1934: "Tienes obligación de santificarte. - Tú también.
- ¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A
todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre
celestial es perfecto""(14). Y, refiriéndose al apostolado, escribe:
"Aún resuena en el mundo aquel grito divino: "Fuego he venido a traer
a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?" - Y ya ves: casi todo
está apagado... ¿No te animas a propagar el incendio?"(15).
Justamente, pues, puede
considerarse a Josemaría Escrivá como un pionero de las enseñanzas del Concilio
Vaticano II en este campo. Lo afirmaba claramente el Cardenal Poletti en el
Decreto de Introducción de la Causa de beatificación del fundador del Opus Dei
con las siguientes palabras: "Por haber proclamado la vocación universal a
la santidad, desde que fundó el Opus Dei en 1928, mons. Josemaría Escrivá ha
sido unánimemente reconocido como un precursor del Concilio, precisamente en lo
que constituye el núcleo fundamental de su magisterio, tan fecundo para la vida
de la Iglesia"(16).
Con el ejemplo y la palabra
En un mundo cada vez más
materializado, la labor del cristiano del siglo XX se asemeja a la que hubieron
de realizar los primeros discípulos de Cristo. Como ellos, tendrá que
transmitir la Buena Nueva con su ejemplo y con su palabra.
Nunca podremos conocer
completamente en esta vida los efectos de nuestra actuación - el buen ejemplo o
el escándalo causado - en las personas que han estado a nuestro alrededor. Hay
una primera y esencial obligación para cualquier cristiano: actuar de acuerdo con
su fe, ser coherente con la doctrina que profesa. "Vosotros sois la luz
del mundo. No puede ocultarse una ciudad asentada sobre un monte, ni se
enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero,
para que alumbre a todos los que hay en la casa. Brille así vuestra luz ante
los hombres, de manera que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro
Padre que está en los cielos" (Mt 5, 14-16).
Sin embargo, no basta con el
ejemplo. "Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida. El
verdadero apóstol busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, ya a
los no creyentes, para llevarlos a la fe; ya a los fieles, para instruirlos,
confirmarlos y estimularlos a un mayor fervor de vida"(17).
Esto no es una cuestión de
"especialistas". El Concilio Vaticano II ha recordado la obligación
que cada uno de los laicos tiene de hacer apostolado individualmente: "El
apostolado que las personas singulares deben realizar, brotando abundantemente
de la fuente de una verdadera vida cristiana, es la primera forma y la
condición de todo apostolado de los laicos, incluso del asociado, y es
insustituible. A tal apostolado, siempre y en todas partes fructífero, pero en
ciertas circunstancias el único adecuado y posible, son llamados y obligados
todos los laicos de cualquier condición, incluso si les falta la ocasión o la
posibilidad de colaborar en las asociaciones"(18).
Las ocasiones en que ese
apostolado puede realizarse son innumerables: en realidad, toda la vida ha de
ser un continuo apostolado. Me gustaría sin embargo centrarme en dos de las
circunstancias que constituyen los ejes en la vida de la mayoría de las
personas: el trabajo y la familia.
A través del trabajo profesional
Entre los diversos motivos que
hacen a los hombres tratarse, entablar una amistad, se encuentra sin lugar a
dudas el ejercicio de la propia profesión. Podría parecer que el ámbito de
apostolado es reducido, pero no se debe olvidar que, normalmente, es ahí donde
se establecerán relaciones profundas de confianza, que - en muchas ocasiones -
permiten ayudar de forma decisiva a las personas con las que uno se relaciona.
Algunos trabajos - pienso, por
ejemplo, en los relacionados con la docencia o con los medios de comunicación
social - constituyen una oportunidad de transmitir ideas a centenares o
millares de personas. Pero sería un error pensar que sólo esas profesiones
pueden ser ocasión de apostolado; en cualquier ocupación, en cualquier
circunstancia, el cristiano debe ayudar a que los demás den un sentido cristiano
a su vida. Ordinariamente, no será necesario hacer grandes discursos, sino
llevar a cabo lo que el fundador del Opus Dei llamaba "apostolado de
amistad y confidencia" y que describía en los siguientes términos:
"Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila;
aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el
consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta
indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo
eso es "apostolado de la confidencia""(19).
Este empeño se convierte en
interés real por cada persona y se encauza normalmente en la conversación
personal de dos amigos. "El apostolado cristiano - y me refiero ahora en
concreto al de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo
uno más entre sus iguales - es una gran catequesis, en la que, a través del
trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el
hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad,
con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra
amable pero llena de la fuerza de la verdad divina"(20).
Un empeño apostólico que, a
través de la iniciativa libre y responsable de los cristianos, se manifestará
también en el esfuerzo por lograr que las estructuras sociales faciliten a los
demás el acercamiento a Dios. Se realizará de esa manera la animación cristiana
del orden temporal que, como hemos visto, el Concilio considera misión
característica de los laicos. En este contexto, pueden entenderse las llamadas
que en la Exhortación Apostólica Christifideles laici el Papa ha dirigido a los
laicos empeñados en la ciencia y la técnica, en la medicina, en la política, en
la economía y en la cultura(21), para que no abdiquen de su responsabilidad en
hacer un mundo más humano y, por tanto, más cristiano.
Para eso cuentan con las
inspiraciones y principios que presenta la doctrina social de la Iglesia. Pero
esa doctrina sólo se hará vida a través de los hombres y mujeres que, en Wall
Street o en un pequeño comercio del barrio, conciban su trabajo como algo más
que una fuente de ganancias o un medio de escalar puestos: a través de
ciudadanos que, en la alcaldía o en la asociación de vecinos, se preocupen por
hacer más acogedora lo sociedad; a través de intelectuales que, en la
Universidad y en la escuela, creen cultura con sentido cristiano.
Empezar por la familia
Junto a toda esa labor apostólica
en torno al trabajo - a la profesión de cada uno -, ocupa un lagar fundamental
la que se realiza a través de la familia. En el caso de los padres, es ése su
primer campo de apostolado, el lugar en que han sido puestos por Dios para
realizar una tarea insustituible: la educación de los hijos.
La familia es "la célula
primera y vital de la sociedad"(22), y de su salud o enfermedad dependerá
la salud o enfermedad del entero cuerpo social. La sociedad será más fraterna,
si los hombres aprenden en la familia a sacrificarse unos por otros. Habrá más
tolerancia y respeto en las relaciones humanas, en la medida en que se
comprendan los padres y los hijos. La lealtad ganará terreno en la vida social,
si se valora también la fidelidad entre los cónyuges. Y el materialismo estará
en retirada, cuando el norte de la felicidad familiar no sea el creciente
consumo.
En cuanto a la atención de los
propios hijos, importa recordar de nuevo el papel primordial del ejemplo. Juan
Pablo II, en una de las contadas ocasiones en que ha hablado de sí mismo,
comentaba refiriéndose a su padre: "Mi padre fue una persona admirable y
casi todos mis recuerdos de infancia y adolescencia se refieren a él (...). El
simple hecho de verle arrodillarse ha tenido una influencia decisiva en mis
años de juventud. Era tan severo consigo mismo, que no necesitaba serlo con su
hijo: bastaba su ejemplo para enseñar la disciplina y el sentido del
deber"(23).
Y el Card. Luciani - luego, Juan
Pablo I - escribía: "El primer libro de religión que los hijos leen son
sus padres. Es bueno que un padre le diga a su hijo: "Ahora hay en la
iglesia un confesor; ¿no crees que podrías aprovechar la oportunidad?".
Pero es mucho mejor si le habla de este modo: "Voy a la iglesia a
confesarme, ¿quieres venir conmigo?""(24). El ejemplo ofrecido en las
más diversas facetas de la vida - de lealtad a los amigos, de laboriosidad, de
sobriedad y templanza, de alegría ante las contrariedades, de preocupación por
los demás, de generosidad... - quedará grabado de forma indeleble en las almas
de los hijos.
Y, junto al ejemplo, la atención
generosa a su educación. "El negocio que más habéis de cuidar - solía
decir el fundador del Opus Dei a los hombres de empresa - es la formación de
vuestros hijos". Una educación que será eficaz si los padres saben hacerse
amigos de sus hijos; si, desde que son pequeños, éstos se acostumbran a confiar
en ellos, a abrirles su corazón cuando tienen alguna dificultad. Escribía Santo
Tomás Moro: "Una vez vuelto a casa, hay que hablar con la mujer, hacer
gracias a los hijos, cambiar impresiones con los criados. Todo ello forma parte
de mi vida cuando hay que hacerlo, y hay que hacerlo a no ser que quieras ser un
extraño en tu propia casa. Hay que entregarse a aquellos que la naturaleza, el
destino o uno mismo ha elegido como compañeros"(25).
El ritmo de la vida moderna
parece no favorecer esta dedicación. Cada vez tenemos más de todo, excepto
tiempo. Y se corre el riesgo de que los padres queden absorbidos por el
trabajo, aun con el noble deseo de asegurar lo mejor posible el porvenir de los
hijos. Pero este porvenir dependerá más del tiempo que se les ha dedicado
personalmente que del confort que se les ha ofrecido. Y así, cuando los hijos
se quejan, no es por lo que sus padres no les han dado, sino porque no han
sabido darse a sí mismos.
Familia abierta a los demás
Esto ya es mucho, pero no es
todo. Un cristiano consciente de su misión de levadura en la masa, no puede
conformarse con la atención a los suyos. Ciertamente, en un mundo competitivo y
duro, es normal el deseo de buscar en la propia familia el afecto y la
seguridad que muchas veces falta fuera. Como también es comprensible que, ante
los diversos tipos de familia que hoy existen en la sociedad, unos padres
cristianos traten de proteger y cultivar el suyo. Pero la familia cristiana es
una familia "abierta".
"La familia - decía Pablo VI
-, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio es transmitido
y desde donde éste se irradia (...). Una familia así se hace evangelizadora de
otras muchas familias y del ambiente en que ella vive"(26). El ejemplo de
una familia cristiana que, con sus limitaciones y dificultades, intenta vivir
su ideal, es siempre atractivo, incluso humanamente. Sobre todo si esa familia
está abierta a la amistad con otras - de parientes, de colegas, de vecinos, de
los amigos de sus hijos -, animada con un espíritu apostólico. De este modo, se
hará realidad el ideal que señalaba Juan Pablo II al decir que la "Iglesia
doméstica [la familia] está llamada a ser un signo luminoso de la presencia de
Cristo y de su amor incluso para los "alejados", para las familias
que no creen todavía y para las familias cristianas que no viven coherentemente
con la fe recibida"(27).
Por otra parte, toda familia está
sujeta a las influencias exteriores, que provienen de las leyes, de la escuela
o la opinión pública. De ahí que, tanto para proteger la propia familia como
para ayudar a los demás, un cristiano deba preocuparse por que en la sociedad
exista un clima favorable a la institución familiar.
"Las familias - se lee en la
Exhortación Apostólica Familiaris consortio - deben ser las primeras en
procurar que las leyes e instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que
sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la familia. En
este sentido, las familias deben crecer en la conciencia de ser
"protagonistas" de la llamada "política familiar", y asumir
la responsabilidad de transformar la sociedad"(28).
Ante una nueva evangelización
Los primeros cristianos supieron
cambiar su sociedad, poniendo todo su esfuerzo al servicio del mandato de
Cristo: "Entonces, ellos partieron y predicaron por todas partes, mientras
el Señor estaba con ellos y confirmaba la palabra con los prodigios que la
acompañaban" (Mc 16, 20).
A las puertas del tercer milenio,
ante una sociedad que parece huir alocadamente de Dios, los cristianos de este
siglo hemos sido llamados a realizar una nueva evangelización "en y desde
las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio,
en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en
la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso
panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay algo santo,
divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de
vosotros descubrir"(29).
Y, con palabras de Juan Pablo II,
"esto sólo será posible si los fieles laicos saben superar en sí mismos la
fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su cotidiana actividad
en la familia, en el trabajo y en la sociedad la unidad de vida que encuentra
en el Evangelio inspiración y fuerza para realizarse en plenitud"(30). El
mundo espera cristianos sin fisuras, cristianos de una pieza. Con fallos, con
errores, pero con la firme voluntad de rectificar cuanta voces sea preciso y
seguir adelante en el camino que, de la mano de la Virgen, nos lleva al Padre a
través de Cristo, Camino, Verdad y Vida.