Hoy la iglesia celebra el Santo
nombre de María. El hecho de que la Santísima Virgen lleve el nombre de María
es el motivo de esta festividad, instituida con el objeto de que los fieles
encomienden a Dios, a través de la intercesión de la Santa Madre, las
necesidades de la iglesia, le den gracias por su omnipotente protección y sus
innumerables beneficios, en especial los que reciben por las gracias y la
mediación de la Virgen María. Por primera vez, se autorizó la celebración de
esta fiesta en 1513, en la ciudad española de Cuenca; desde ahí se extendió por
toda España y en 1683, el Papa Inocencio XI la admitió en la iglesia de
occidente como una acción de gracias por el levantamiento del sitio a Viena y
la derrota de los turcos por las fuerzas de Juan Sobieski, rey de Polonia.
Esta conmemoración es
probablemente algo más antigua que el año 1513, aunque no se tienen pruebas
concretas sobre ello. Todo lo que podemos decir es que la gran devoción al
Santo Nombre de Jesús, que se debe en parte a las predicaciones de San
Bernardino de Siena, abrió naturalmente el camino para una conmemoración
similar del Santo Nombre de María.
De una manera espontánea,
natural, surge en nosotros el deseo de tratar a la Madre de Dios, que es
también Madre nuestra. De tratarla como se trata a una persona viva: porque
sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios
Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo.
Para comprender el papel que
María desempeña en la vida cristiana, para sentirnos atraídos hacia Ella, para
buscar su amable compañía con filial afecto, no hacen falta grandes
disquisiciones, aunque el misterio de la Maternidad divina tiene una riqueza de
contenido sobre el que nunca reflexionaremos bastante.
La fe católica ha sabido
reconocer en María un signo privilegiado del amor de Dios: Dios nos llama ya
ahora sus amigos, su gracia obra en nosotros, nos regenera del pecado, nos da
las fuerzas para que, entre las debilidades propias de quien aún es polvo y
miseria, podamos reflejar de algún modo el rostro de Cristo. No somos sólo
náufragos a los que Dios ha prometido salvar, sino que esa salvación obra ya en
nosotros. Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que
gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado
por su Padre.
De esa cordialidad, de esa
confianza, de esa seguridad, nos habla María. Por eso su nombre llega tan
derecho al corazón. La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia
madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora
del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos
a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra
familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo
corazón hemos de tratar a María.
¿Cómo se comportan un hijo o una
hija normales con su madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con
confianza. Con un cariño que discurrirá en cada caso por cauces determinados,
nacidos de la vida misma, que no son nunca algo frío, sino costumbres
entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo necesita tener con
su madre y que la madre echa de menos si el hijo alguna vez los olvida: un beso
o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño obsequio, unas palabras
expresivas.
En nuestras relaciones con
Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de piedad filial, que son el
cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella. Muchos cristianos hacen
propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de
saludar —no hace falta la palabra, el pensamiento basta— las imágenes de María
que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o
viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en el que el alma no se
cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados
cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de
la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de la semana
—precisamente este mismo en que estamos ahora reunidos: el sábado—,
ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su
maternidad.
Hay muchas otras devociones
marianas que no es necesario recordar aquí ahora. No tienen por qué estar
incorporadas todas a la vida de cada cristiano —crecer en vida sobrenatural es
algo muy distinto del mero ir amontonando devociones—, pero debo afirmar al
mismo tiempo que no posee la plenitud de la fe quien no vive alguna de ellas,
quien no manifiesta de algún modo su amor a María.
Los que consideran superadas las
devociones a la Virgen Santísima, dan señales de que han perdido el hondo
sentido cristiano que encierran, de que han olvidado la fuente de donde nacen:
la fe en la voluntad salvadora de Dios Padre, el amor a Dios Hijo que se hizo
realmente hombre y nació de una mujer, la confianza en Dios Espíritu Santo que
nos santifica con su gracia. Es Dios quien nos ha dado a María, y no tenemos
derecho a rechazarla, sino que hemos de acudir a Ella con amor y con alegría de
hijos.
(Texto de San Josemaría)
Texto tomado del libro "Las glorias de María" de San Alfonso
María de Ligorio:
1. María, nombre santo
El augusto nombre de María, dado
a la Madre de Dios, no fue cosa terrenal, ni inventado por la mente humana o
elegido por decisión humana, como sucede con todos los demás nombres que se
imponen. Este nombre fue elegido por el cielo y se le impuso por divina
disposición, como lo atestiguan san Jerónimo, san Epifanio, san Antonino y
otros. “Del Tesoro de la divinidad –dice Ricardo de San Lorenzo– salió el
nombre de María”. De él salió tu excelso nombre; porque las tres divinas personas,
prosigue diciendo, te dieron ese nombre, superior a cualquier nombre, fuera del
nombre de tu Hijo, y lo enriquecieron con tan grande poder y majestad, que al
ser pronunciado tu nombre, quieren que, por reverenciarlo, todos doblen la
rodilla, en el cielo, en la tierra y en el infierno. Pero entre otras
prerrogativas que el Señor concedió al nombre de María, veamos cuán dulce lo ha
hecho para los siervos de esta santísima Señora, tanto durante la vida como en
la hora de la muerte.
2. María, nombre lleno de dulzura
En cuanto a lo primero, durante
la vida, “el santo nombre de María –dice el monje Honorio– está lleno de divina
dulzura”. De modo que el glorioso san Antonio de Papua, reconocía en el nombre
de María la misma dulzura que san Bernardo en el nombre de Jesús. “El nombre de
Jesús”, decía éste; “el nombre de María”, decía aquél, “es alegría para el
corazón, miel en los labios y melodía para el oído de sus devotos”. Se cuenta
del V. Juvenal Ancina, obispo de Saluzzo, que al pronunciar el nombre de María
experimentaba una dulzura sensible tan grande, que se relamía los labios.
También se refiere que una señora en la ciudad de colonia le dijo al obispo
Marsilio que cuando pronunciaba el nombre de María, sentía un sabor más dulce
que el de la miel. Y, tomando el obispo la misma costumbre, también experimentó
la misma dulzura. Se lee en el Cantar de los Cantares que, en la Asunción de
María, los ángeles preguntaron por tres veces: “¿Quién es ésta que sube del
desierto como columnita de humo? ¿Quién es ésta que va subiendo cual aurora
naciente? ¿Quién es ésta que sube del desierto rebosando en delicias?” (Ct 3,
6; 6, 9; 8, 5). Pregunta Ricardo de San Lorenzo: “¿Por qué los ángeles
preguntan tantas veces el nombre de esta Reina?” Y él mismo responde: “Era tan
dulce para los ángeles oír pronunciar el nombre de María, que por eso hacen
tantas preguntas”.
Pero no quiero hablar de esta
dulzura sensible, porque no se concede a todos de manera ordinaria; quiero
hablar de la dulzura saludable, consuelo, amor, alegría, confianza y fortaleza
que da este nombre de María a los que lo pronuncian con fervor.
3. María, nombre que alegra e inspira amor
Dice el abad Francón que, después
del sagrado nombre de Jesús, el nombre de María es tan rico de bienes, que ni
en la tierra ni en el cielo resuena ningún nombre del que las almas devotas
reciban tanta gracia de esperanza y de dulzura. El nombre de María –prosigue
diciendo– contiene en sí un no sé qué de admirable, de dulce y de divino, que
cuando es conveniente para los corazones que lo aman, produce en ellos un aroma
de santa suavidad. Y la maravilla de este nombre –concluye el mismo autor–
consiste en que aunque lo oigan mil veces los que aman a María, siempre les
suena como nuevo, experimentando siempre la misma dulzura al oírlo pronunciar.
Hablando también de esta dulzura
el B. Enrique Susón, decía que nombrando a María, sentía elevarse su confianza
e inflamarse en amor con tanta dicha, que entre el gozo y las lágrimas,
mientras pronunciaba el nombre amado, sentía como si se le fuera a salir del
pecho el corazón; y decía que este nombre se le derretía en el alma como panal
de miel. Por eso exclamaba: “¡Oh nombre suavísimo! Oh María ¿cómo serás tú
misma si tu solo nombre es amable y gracioso!”.Contemplando a su buena Madre el
enamorado san Bernardo le dice con ternura: “¡Oh excelsa, oh piadosa, oh digna
de toda alabanza Santísima Virgen María, tu nombre es tan dulce y amable, que
no se puede nombrar sin que el que lo nombra no se inflame de amor a ti y a
Dios; y sólo con pensar en él, los que te aman se sienten más consolados y más
inflamados en ansias de amarte”. Dice Ricardo de San Lorenzo: “Si las riquezas
consuelan a los pobres porque les sacan de la miseria, cuánto más tu nombre, oh
María, mucho mejor que las riquezas de la tierra, nos alivia de las tristezas
de la vida presente”.
Tu nombre, oh Madre de Dios –como
dice san Metodio– está lleno de gracias y de bendiciones divinas. De modo que
–como dice san Buenaventura– no se puede pronunciar tu nombre sin que aporte
alguna gracia al que devotamente lo invoca. Búsquese un corazón empedernido lo
más que se pueda imaginar y del todo desesperado; si éste te nombra, oh
benignísima Virgen, es tal el poder de tu nombre –dice el Idiota– que él
ablandará su dureza, porque eres la que conforta a los pecadores con la
esperanza del perdón y de la gracia. Tu dulcísimo nombre –le dice san Ambrosio–
es ungüento perfumado con aroma de gracia divina. Y el santo le ruega a la
Madre de Dios diciéndole: “Descienda a lo íntimo de nuestras almas este ungüento
de salvación”. Que es como decir: Haz Señora, que nos acordemos de nombrarte
con frecuencia, llenos de amor y confianza, ya que nombrarte así es señal o de
que ya se posee la gracia de Dios, o de que pronto se ha de recobrar.
Sí, porque recordar tu nombre,
María, consuela al afligido, pone en camino de salvación al que de él se había
apartado, y conforta a los pecadores para que no se entreguen a la
desesperación; así piensa Landolfo de Sajonia. Y dice el P. Pelbarto que como
Jesucristo con sus cinco llagas ha aportado al mundo el remedio de sus males,
así, de modo parecido, María, con su nombre santísimo compuesto de cinco
letras, confiere todos los días el perdón a los pecadores.
4. María, nombre que da fortaleza
Por eso, en los Sagrados
cantares, el santo nombre de María es comparado al óleo: “Como aceite derramado
es tu nombre” (Ct 1, 2). Comenta así este pasaje el B. Alano: “Su nombre
glorioso es comparado al aceite derramado porque, así como el aceite sana a los
enfermos, esparce fragancia, y alimenta la lámpara, así también el nombre de
María, sana a los pecadores, recrea el corazón y lo inflama en el divino amor”.
Por lo cual Ricardo de San Lorenzo anima a los pecadores a recurrir a este
sublime nombre, porque eso sólo bastará para curarlos de todos sus males, pues
no hay enfermedad tan maligna que no ceda al instante ante el poder del nombre
de María”.
Por el contrario los demonios,
afirma Tomás de Kempis, temen de tal manera a la Reina del cielo, que al oír su
nombre, huyen de aquel que lo nombra como de fuego que los abrasara. La misma
Virgen reveló a santa Brígida, que no hay pecador tan frío en el divino amor,
que invocando su santo nombre con propósito de convertirse, no consiga que el
demonio se aleje de él al instante. Y otra vez le declaró que todos los
demonios sienten tal respeto y pavor a su nombre que en cuanto lo oyen
pronunciar al punto sueltan al alma que tenían aprisionada entre sus garras.
Y así como se alejan de los
pecadores los ángeles rebeldes al oír invocar el nombre de María, lo mismo
–dijo la Señora a santa Brígida– acuden numerosos los ángeles buenos a las
almas justas que devotamente la invocan.
Atestigua san Germán que como el
respirar es señal de vida, así invocar con frecuencia el nombre de María es
señal o de que se vive en gracia de Dios o de que pronto se conseguirá; porque
este nombre poderoso tiene fuerza para conseguir la vida de la gracia a quien
devotamente lo invoca. En suma, este admirable nombre, añade Ricardo de San
Lorenzo es, como torre fortísima en que se verán libres de la muerte eterna,
los pecadores que en él se refugien; por muy perdidos que hubieran sido, con
ese nombre se verán defendidos y salvados.
Torre defensiva que no sólo libra
a los pecadores del castigo, sino que defiende también a los justos de los
asaltos del infierno. Así lo asegura el mismo Ricardo, que después del nombre
de Jesús, no hay nombre que tanto ayude y que tanto sirva para la salvación de
los hombres, como este incomparable nombre de María. Es cosa sabida y lo
experimentan a diario los devotos de María, que este nombre formidable da
fuerza para vencer todas las tentaciones contra la castidad. Reflexiona el
mismo autor considerando las palabras del Evangelio: “Y el nombre de la Virgen
era María” (Lc 1, 27), y dice que estos dos nombres de María y de Virgen los
pone el Evangelista juntos, para que entendamos que el nombre de esta Virgen
purísima no está nunca disociado de la castidad. Y añade san Pedro Crisólogo,
que el nombre de María es indicio de castidad; queriendo decir que quien duda
si habrá pecado en las tentaciones impuras, si recuerda haber invocado el
nombre de María, tiene una señal cierta de no haber quebrantado la castidad.
5. María, nombre de bendición
Así que, aprovechemos siempre el
hermoso consejo de san Bernardo: “En los peligros, en las angustias, en las
dudas, invoca a María. Que no se te caiga de los labios, que no se te quite del
corazón”. En todos los peligros de perder la gracia divina, pensemos en María,
invoquemos a María junto con el nombre de Jesús, que siempre han de ir estos
nombres inseparablemente unidos. No se aparten jamás de nuestro corazón y de
nuestros labios estos nombres tan dulces y poderosos, porque estos nombres nos
darán la fuerza para no ceder nunca jamás ante las tentaciones y para vencerlas
todas. Son maravillosas las gracias prometidas por Jesucristo a los devotos del
nombre de María, como lo dio a entender a santa Brígida hablando con su Madre
santísima, revelándole que quien invoque el nombre de María con confianza y
propósito de la enmienda, recibirá estas gracias especiales: un perfecto dolor
de sus pecados, expiarlos cual conviene, la fortaleza para alcanzar la
perfección y al fin la gloria del paraíso. Porque, añadió el divino Salvador,
son para mí tan dulces y queridas tus palabras, oh María, que no puedo negarte
lo que me pides.
En suma, llega a decir san Efrén,
que el nombre de María es la llave que abre la puerta del cielo a quien lo
invoca con devoción. Por eso tiene razón san Buenaventura al llamar a María
“salvación de todos los que la invocan”, como si fuera lo mismo invocar el
nombre de María que obtener la salvación eterna. También dice Ricardo de San
Lorenzo que invocar este santo y dulce nombre lleva a conseguir gracias
sobreabundantes en esta vida y una gloria sublime en la otra. Por tanto,
concluye Tomás de Kempis: “Si buscáis, hermanos míos, ser consolados en todos
vuestros trabajos, recurrid a María, invocad a María, obsequiad a María,
encomendaos a María. Disfrutad con María, llorad con María, caminad con María,
y con María buscad a Jesús. Finalmente desead vivir y morir con Jesús y María.
Haciéndolo así siempre iréis adelante en los caminos del Señor, ya que María,
gustosa rezará por vosotros, y el Hijo ciertamente atenderá a la Madre”.
6. María, nombre consolador
Muy dulce es para sus devotos,
durante la vida, el santísimo nombre de María, por las gracias supremas que les
obtiene, como hemos vitos. Pero más consolador les resultará en la hora de la
muerte, por la suave y santa muerte que les otorgará. El P. Sergio Caputo,
jesuita, exhortaba a todos los que asistieran a un moribundo, que pronunciasen
con frecuencia el nombre de María, dando como razón que este nombre de vida y
esperanza, sólo con pronunciarlo en la hora de la muerte, basta para dispersar
a los enemigos y para confortar al enfermo en todas sus angustias. De modo
parecido, san Camilo de Lelis, recomendaba muy encarecidamente a sus religiosos
que ayudasen a los moribundos con frecuencia a invocar los nombres de Jesús y
de María como él mismo siempre lo había practicado; y mucho mejor lo practicó
consigo mismo en la hora de la muerte, como se refiere en su biografía; repetía
con tanta dulzura los nombres, tan amados por él, de Jesús y de María, que
inflamaba en amor a todos los que le escuchaban. Y finalmente, con los ojos
fijos en aquellas adoradas imágenes, con los brazos en cruz, pronunciando por
última vez los dulcísimos nombres de Jesús y de María, expiró el santo con una
paz celestial. Y es que esta breve oración, la de invocar los nombres de Jesús
y de María, dice Tomás de Kempis, cuanto es fácil retenerla en la memoria, es
agradable para meditar y fuerte para proteger al que la utiliza, contra todos
los enemigos de su salvación.
7. María, nombre de buenaventura
¡Dichoso –decía san Buenaventura–
el que ama tu dulce nombre, oh Madre de Dios! Es tan glorioso y admirable tu
nombre, que todos los que se acuerdan de invocarlo en la hora de la muerte, no
temen los asaltos de todo el infierno.
Quién tuviera la dicha de morir
como murió fray Fulgencio de Ascoli, capuchino, que expiró cantando: “Oh María,
oh María, la criatura más hermosa; quiero ir al cielo en tu compañía”. O como
murió el B. Enrique, cisterciense, del que cuentan los anales de su Orden que
murió pronunciando el dulcísimo nombre de María.
Roguemos pues, mi devoto lector,
roguemos a Dios nos conceda esta gracia, que en la hora de la muerte, la última
palabra que pronunciemos sea el nombre de María, como lo deseaba y pedía san
Germán. ¡Oh muerte dulce, muerte segura, si está protegida y acompañada con
este nombre salvador que Dios concede que lo pronuncien los que se salvan! ¡Oh
mi dulce Madre y Señora, te amo con todo mi corazón! Y porque te amo, amo
también tu santo nombre. Propongo y espero con tu ayuda invocarlo siempre
durante la vida y en la hora de la muerte. Concluyamos con esta tierna plegaria
de san Buenaventura: “Para gloria de tu nombre, cuando mi alma esté para salir
de este mundo, ven tú misma a mi encuentro, Señora benditísima, y recíbela”. No
desdeñes, oh María –sigamos rezando con el santo– de venir a consolarme con tu
dulce presencia. Sé mi escala y camino del paraíso. Concédele la gracia del
perdón y del descanso eterno. Y termina el santo diciendo: “Oh María, abogada
nuestra, a ti te corresponde defender a tus devotos y tomar a tu cuidado su
causa ante el tribunal de Jesucristo”.
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"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)