"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

3 de octubre de 2016

CAMINAR HACIA CRISTO

En este artículo contemplamos el pasaje del Evangelio en que Jesús camina sobre las aguas. Metiéndonos en la escena –como si fuéramos un personaje más– comprenderemos que junto a Él se superan las dificultades, inseguridades y temores.

Varios miles de personas habían escuchado la predicación de Jesucristo y se habían saciado de los panes y los peces que Él les había proporcionado, con tal abundancia que incluso había sobrado una buena cantidad[1]. Es de suponer que el asombro se había apoderado de los apóstoles.

Con el asombro, les embargaba también la alegría. Una vez más habían experimentado la cercanía del Señor. Puede parecer que esta nueva experiencia no debería tener mayor importancia para quienes estaban ya habituados a convivir con Jesucristo. Pero qué pronto olvidamos los momentos en los que hemos palpado la presencia de Dios a nuestro lado; y por eso, cómo nos volvemos a sorprender y alegrar cuando la percibimos de nuevo.

Cuántas veces notamos con claridad que Dios está junto a nosotros, que no nos ha abandonado en un momento importante, y nos llenamos de una alegría y de una seguridad que no se deben sólo al buen resultado de lo que nos interesaba, sino también -y principalmente- a la conciencia de que vivimos con el Señor.

Y cuántas veces, sin embargo, lo perdemos de vista y dejamos que nos atenace el miedo de que otro asunto importante no tenga tan buen fin; como si Dios se pudiese olvidar de nosotros, o como si la cruz fuese señal de que Él se ha alejado.

Dificultades

Después de despedir a la muchedumbre, Jesús pidió a los Apóstoles que pasaran a la otra orilla del lago mientras Él dedicaba un tiempo a la oración[2]. Para ellos, expertos como eran, la travesía no presentaba una particular dificultad. Y aunque así fuera, después de lo que acababan de vivir, ¿qué obstáculo podría parecerles insuperable?

Poco a poco la barca se fue apartando de tierra, y llegó un momento en que su progreso se hizo muy lento. Cuando cayó la noche, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario[3]: no podían volver atrás, pero tampoco parecía que avanzasen; tenían la impresión de que las olas y el viento -las dificultades- habían tomado el mando y ellos podían sólo tratar de mantenerse a flote.

Se asustaron. ¡Qué lejano resultaba ahora el milagro que habían contemplado pocas horas antes! Si al menos estuviese el Señor con ellos..., pero se había quedado en tierra. Se había quedado, sí, pero no les había dejado solos, no les había olvidado: aunque ellos no lo supiesen, desde el monte contemplaba su dificultad, su esfuerzo y su fatiga[4].

Es fácil que en los inicios de la vida interior se experimente con cierta claridad el propio progreso: a los ojos de quien comienza a adentrarse en el mar, la orilla se aleja rápidamente. Pasa el tiempo y, aunque se siga luchando y avanzando, no se advierte de modo tan patente. Se sienten más las olas y el viento, la orilla parece haberse quedado fija en un mismo punto. Es el momento de la fe. Es el momento de fomentar la conciencia de que el Señor no se ha desentendido de nosotros. Es el momento de recordar que las dificultades -el viento y las olas- forman inevitablemente parte de la vida, de esa existencia que hemos de santificar y a la que nos enfrentamos sabiéndonos muy acompañados de Jesucristo.

La experiencia de la cercanía de Dios y del poder de su gracia, no nos ahorra la tarea de enfrentar las dificultades. No podemos pretender que lo sensible de esa experiencia sea permanente; no podemos pretender que, puesto que estamos cerca de Dios, los problemas no nos pesen. Ni tampoco hemos de caer en el error de verlos como una manifestación de que el Señor se ha apartado de nosotros, aunque sea sólo un poco y por un tiempo breve.

Las dificultades son precisamente la ocasión de mostrar hasta qué punto amamos a Dios, hasta qué punto somos buenos, con la aceptación serena de los inconvenientes que no hemos podido o no hemos sabido superar.

Inquietudes

Pedro y los demás llevaban tiempo peleando con el viento y las aguas, y con su propia angustia interior, cuando el Señor acudió en su ayuda[5]. Podía haberlo hecho de muchas maneras: podía haber cancelado enseguida la dificultad o presentarse en la barca sin que le vieran llegar; pero tenía otras enseñanzas que transmitirles. Se les acercó caminando sobre el mar.

Era de noche y no resultaba fácil reconocerle. El hecho era de por sí sobrecogedor, pero además ellos estaban ya asustados, y el miedo roba a quien lo sufre la serenidad y claridad de juicio sobre los acontecimientos que de algún modo le afectan. En estas circunstancias, es comprensible su reacción: comenzaron a gritar.

El Señor les tranquilizó: tened confianza, soy yo, no tengáis miedo [6]. No calmó en ese momento el viento y las olas, pero les dio una luz para que su corazón no naufragase: sé que estáis atravesando dificultades, pero no temáis, seguid peleando, confiad en que Yo no os he olvidado y sigo estando cerca.

Pedro tuvo una reacción impulsiva: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas [7]. Entre los Apóstoles es casi siempre Pedro quien se lanza, para bien o para mal: es él quien recibe las reprimendas más fuertes del Señor [8] y es también él quien le confiesa con una audacia que acaba arrastrando a los demás en momentos difíciles [9]. Pero su iniciativa de ahora resulta sorprendente incluso en un carácter impulsivo: Simón se encontraría en el apuro de tener que bajar de la barca y apoyarse en una superficie agitada, incontrolada, imposible de dominar y de prever.

A la voz de su Maestro, sacó un pie por la borda, luego el otro y se puso a caminar hacia el Señor: quería acercarse a Cristo y estaba dispuesto a cualquier cosa para lograrlo.

Ojalá los propósitos de mayor generosidad que formulamos ante el Señor en momentos de inquietud, no se queden en palabras. Ojalá nuestra confianza en Dios sea más fuerte que la indecisión o el temor a ponerlos en práctica. Ojalá seamos capaces de sacar nuestros pies por la borda, aunque suponga apoyarlos en una base aparentemente nada apta para sostenernos, y caminemos hacia Cristo. Porque para ir hacia Dios hay que arriesgar, hay que perder el miedo a las inquietudes, hay que estar dispuesto a jugarse la vida.

Caminando sobre las aguas, Pedro sentía las olas y el viento más que los demás; su vida dependía de la fe más que la vida de los otros, precisamente porque había bajado de la barca y marchaba hacia Jesucristo. ¿No es ésta la arriesgada situación del cristiano? ¿No estamos también nosotros tratando de caminar hacia el Señor en unas circunstancias -externas, pero también interiores- que en buena parte escapan a nuestro control?

Estamos más expuestos a las olas que quienes, temiendo enfrentarse con la inmensidad de lo sobrenatural, prefieren la pobre y aparente seguridad que les ofrece el ámbito pequeño de su barca. ¿Es, entonces, extraño que a veces notemos que el suelo se mueve, que tengamos alguna inquietud? Son precisamente esos, momentos para tomar conciencia una vez más de que vivimos de fe; no de una fe que calma las olas, que elimina la inquietud de caminar sobre ellas; sino más bien, de una fe que en esa inquietud nos da una luz, y que da un sentido a esas olas.

Por la fe, [los israelitas] cruzaron el Mar Rojo como si fuera tierra seca, mientras que los egipcios que lo intentaron fueron tragados por las aguas [10]. Sin fe, las dificultades de la vida nos tragan, nos abruman, nos hundimos en ellas. Con la fe no las evitamos, pero tenemos más recursos, sabemos que Dios las puede volver a nuestro favor: al pueblo elegido le resultaría pesado y aterrador caminar por el fondo del mar, con el peligro, además, de que sus enemigos los alcanzasen; pero a través de esa dificultad y esa inquietud lograron su salvación. Al final se comprueba que la inquietud de caminar hacia Dios proporciona una base más firme para edificar la propia vida, que la aparente seguridad que ofrece la barca.

Inseguridades

Pedro había dado ya unos cuantos pasos cuando, al ver que el viento era muy fuerte se atemorizó. Comenzó a hundirse y pidió ayuda al Señor. Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? [11].

Hombre de poca fe. Quien lee el Evangelio se queda sorprendido ante estas palabras. Incluso es posible que se sienta abrumado y se pregunte: si el Señor recrimina por su falta de fe a quien venciendo su miedo ha bajado de la barca y ha comenzado a caminar hacia Él, ¿qué podría decir de mí?; ¿me queda alguna esperanza de que un día Cristo vea en mí un hombre o una mujer de fe? Pero si sigue meditando le surgirán también otros interrogantes: ¿es que Jesús esperaba que Pedro caminase sobre el mar con toda tranquilidad, como lo hubiera hecho sobre tierra firme en un día apacible y soleado? ¿Significan acaso las palabras del Señor que hemos de ser impasibles o indiferentes ante los problemas? No, porque el mismo Jesucristo se angustió en el huerto ante algo objetivamente temible.

La lucha por vivir de fe no tiene como meta sentirse seguro ante las dificultades; no es el intento de que no nos afecten las cosas, que no nos importe lo importante, que no nos duela lo doloroso, o que no nos preocupe lo preocupante. Es más bien el empeño por no olvidar que Dios nunca nos deja y aprovechar esas circunstancias difíciles para acercarnos aún más a Él. Verdaderamente, la vida, de por sí estrecha e insegura, a veces se vuelve difícil. Pero eso contribuirá a hacerte más sobrenatural, a que veas la mano de Dios: y así serás más humano y comprensivo con los que te rodean [12].

Es lógico que Pedro sintiera inquietud, y es lógico que la sintiera desde sus primeros pasos, porque lo que estaba haciendo superaba sus capacidades humanas, tanto si había viento y olas como si no los había: no es más fácil caminar sobre el agua sin viento y olas que con ellos. ¿Dónde estuvo, entonces, la falta de fe de Pedro? Quizá no tanto en la inseguridad que sintió, como en dudar de Cristo. Hasta ese instante su mirada estaba en Él; se sentía inseguro, por supuesto, pero no reparaba demasiado en ello porque lo crucial, lo que requería su atención, eran sus pasos hacia el Maestro. De repente fue consciente de su inseguridad y no se fió de Jesús. La inseguridad natural, razonable, degeneró en miedo.

Temores

El miedo atenaza y hace reales problemas que inicialmente estaban sólo en la imaginación. Algunas cosas nos suceden porque tenemos miedo de que nos sucedan: miedo a tener una tentación, miedo a ponernos nerviosos, miedo a quedar mal, miedo a no conseguir explicar algo con la suficiente firmeza, miedo a no saber enfocar un problema...

¿Cómo luchar? Procuremos aceptar esa inseguridad, porque sólo así evitaremos que se convierta en objeto de nuestra atención. No nos debe importar cómo nos sentimos mientras lo hacemos. Podremos así caminar hacia Jesucristo entre las olas y el viento, sin angustiarnos por la dificultad que eso supone.

San Juan escribe en una de sus epístolas que en el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor, (...) y el que teme no es perfecto en el amor [13]. A san Josemaría le gustaba resumirlo así: el que tiene miedo, no sabe querer [14]. El amor y el miedo pertenecen a órdenes diversos, que se excluyen. Sólo pueden convivir cuando el amor no es perfecto.

El miedo es un sentimiento de inquietud ante la posibilidad de perder algo que se tiene o se anhela poseer en el futuro. Ahora bien, la inseguridad forma parte de la condición humana, del hecho de que no tenemos un dominio perfecto ni siquiera sobre nosotros mismos. Por eso no podemos excluir del todo la inseguridad en esta vida. De otro modo, la esperanza no existiría como virtud, porque donde hay certeza absoluta no cabe la esperanza [15].

El orden del amor ha de excluir, por tanto, el temor, pero no forzosamente la inseguridad. Vivir en el orden del amor supone, pues, que la inseguridad no degenere en miedo, supone aceptarla, asumirla integrándola dentro de una visión más amplia, dentro de la confianza en Dios, sin pretender ilusoriamente excluirla del todo. No podemos aspirar a una seguridad total. La inseguridad que podemos sentir ante nuestras pocas fuerzas es ocasión de fomentar el abandono en Dios.

De este modo, la fe no se ve como un peso, sino como una luz, como algo que señala un camino, que enseña a aprovechar la propia miseria para abrir el alma a Dios. El cristiano no espera de Dios que le haga sentirse seguro en sí mismo; espera que la confianza en Él le ayude a ver más allá de su inseguridad. Si nuestra mirada no se detiene en la propia limitación sino que, sin rechazarla, la transciende, podemos realmente excluir el temor y vivir en el orden del amor.

Un hombre o mujer de fe experimenta la inquietud, la duda, se pone nervioso, siente vergüenza, teme quedar mal, se ve incapaz... Pero acepta esos sentimientos sin atribuirles más importancia de la que tienen, sin permitir que absorban su mirada y le paralicen; no se rebela contra ellos, no los ve como una prueba de su falta de fe, ni deja que le desanime el hecho de sentirlos; y sigue adelante aunque descubra puntos de doctrina que ha de entender mejor, o aunque se sienta superado o fuera de sitio... o aunque le tiemble la voz. Ha aprendido a no dar especial atención a esas inquietudes. Ha aprendido a caminar hacia Cristo entre las olas. Y si la fuerza del viento o del mar le impidiese verle, se sabe niño. ¿Has visto a las madres de la tierra, con los brazos extendidos, seguir a sus pequeños, cuando se aventuran, temblorosos, a dar sin ayuda de nadie los primeros pasos -No estás solo: María está junto a ti [16].

Con Ella, el alma ha aprendido a fiarse de Dios.


J. Diéguez