En este artículo
contemplamos el pasaje del Evangelio en que Jesús camina sobre las aguas.
Metiéndonos en la escena –como si fuéramos un personaje más– comprenderemos que
junto a Él se superan las dificultades, inseguridades y temores.
Varios miles de personas
habían escuchado la predicación de Jesucristo y se habían saciado de los panes
y los peces que Él les había proporcionado, con tal abundancia que incluso
había sobrado una buena cantidad[1]. Es de suponer que el asombro se había
apoderado de los apóstoles.
Con el asombro, les
embargaba también la alegría. Una vez más habían experimentado la cercanía del
Señor. Puede parecer que esta nueva experiencia no debería tener mayor
importancia para quienes estaban ya habituados a convivir con Jesucristo. Pero
qué pronto olvidamos los momentos en los que hemos palpado la presencia de Dios
a nuestro lado; y por eso, cómo nos volvemos a sorprender y alegrar cuando la
percibimos de nuevo.
Cuántas veces notamos con
claridad que Dios está junto a nosotros, que no nos ha abandonado en un momento
importante, y nos llenamos de una alegría y de una seguridad que no se deben
sólo al buen resultado de lo que nos interesaba, sino también -y
principalmente- a la conciencia de que vivimos con el Señor.
Y cuántas veces, sin
embargo, lo perdemos de vista y dejamos que nos atenace el miedo de que otro
asunto importante no tenga tan buen fin; como si Dios se pudiese olvidar de
nosotros, o como si la cruz fuese señal de que Él se ha alejado.
Dificultades
Después de despedir a la
muchedumbre, Jesús pidió a los Apóstoles que pasaran a la otra orilla del lago
mientras Él dedicaba un tiempo a la oración[2]. Para ellos, expertos como eran,
la travesía no presentaba una particular dificultad. Y aunque así fuera,
después de lo que acababan de vivir, ¿qué obstáculo podría parecerles
insuperable?
Poco a poco la barca se fue
apartando de tierra, y llegó un momento en que su progreso se hizo muy lento.
Cuando cayó la noche, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios,
sacudida por las olas, porque el viento le era contrario[3]: no podían volver
atrás, pero tampoco parecía que avanzasen; tenían la impresión de que las olas
y el viento -las dificultades- habían tomado el mando y ellos podían sólo
tratar de mantenerse a flote.
Se asustaron. ¡Qué lejano
resultaba ahora el milagro que habían contemplado pocas horas antes! Si al
menos estuviese el Señor con ellos..., pero se había quedado en tierra. Se
había quedado, sí, pero no les había dejado solos, no les había olvidado:
aunque ellos no lo supiesen, desde el monte contemplaba su dificultad, su
esfuerzo y su fatiga[4].
Es fácil que en los inicios
de la vida interior se experimente con cierta claridad el propio progreso: a
los ojos de quien comienza a adentrarse en el mar, la orilla se aleja
rápidamente. Pasa el tiempo y, aunque se siga luchando y avanzando, no se
advierte de modo tan patente. Se sienten más las olas y el viento, la orilla
parece haberse quedado fija en un mismo punto. Es el momento de la fe. Es el
momento de fomentar la conciencia de que el Señor no se ha desentendido de
nosotros. Es el momento de recordar que las dificultades -el viento y las olas-
forman inevitablemente parte de la vida, de esa existencia que hemos de
santificar y a la que nos enfrentamos sabiéndonos muy acompañados de
Jesucristo.
La experiencia de la
cercanía de Dios y del poder de su gracia, no nos ahorra la tarea de enfrentar las
dificultades. No podemos pretender que lo sensible de esa experiencia sea
permanente; no podemos pretender que, puesto que estamos cerca de Dios, los
problemas no nos pesen. Ni tampoco hemos de caer en el error de verlos como una
manifestación de que el Señor se ha apartado de nosotros, aunque sea sólo un
poco y por un tiempo breve.
Las dificultades son
precisamente la ocasión de mostrar hasta qué punto amamos a Dios, hasta qué
punto somos buenos, con la aceptación serena de los inconvenientes que no hemos
podido o no hemos sabido superar.
Inquietudes
Pedro y los demás llevaban
tiempo peleando con el viento y las aguas, y con su propia angustia interior,
cuando el Señor acudió en su ayuda[5]. Podía haberlo hecho de muchas maneras:
podía haber cancelado enseguida la dificultad o presentarse en la barca sin que
le vieran llegar; pero tenía otras enseñanzas que transmitirles. Se les acercó
caminando sobre el mar.
Era de noche y no resultaba
fácil reconocerle. El hecho era de por sí sobrecogedor, pero además ellos
estaban ya asustados, y el miedo roba a quien lo sufre la serenidad y claridad
de juicio sobre los acontecimientos que de algún modo le afectan. En estas
circunstancias, es comprensible su reacción: comenzaron a gritar.
El Señor les tranquilizó:
tened confianza, soy yo, no tengáis miedo [6]. No calmó en ese momento el
viento y las olas, pero les dio una luz para que su corazón no naufragase: sé
que estáis atravesando dificultades, pero no temáis, seguid peleando, confiad
en que Yo no os he olvidado y sigo estando cerca.
Pedro tuvo una reacción
impulsiva: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas [7]. Entre
los Apóstoles es casi siempre Pedro quien se lanza, para bien o para mal: es él
quien recibe las reprimendas más fuertes del Señor [8] y es también él quien le
confiesa con una audacia que acaba arrastrando a los demás en momentos
difíciles [9]. Pero su iniciativa de ahora resulta sorprendente incluso en un
carácter impulsivo: Simón se encontraría en el apuro de tener que bajar de la
barca y apoyarse en una superficie agitada, incontrolada, imposible de dominar y
de prever.
A la voz de su Maestro, sacó
un pie por la borda, luego el otro y se puso a caminar hacia el Señor: quería
acercarse a Cristo y estaba dispuesto a cualquier cosa para lograrlo.
Ojalá los propósitos de
mayor generosidad que formulamos ante el Señor en momentos de inquietud, no se
queden en palabras. Ojalá nuestra confianza en Dios sea más fuerte que la
indecisión o el temor a ponerlos en práctica. Ojalá seamos capaces de sacar
nuestros pies por la borda, aunque suponga apoyarlos en una base aparentemente
nada apta para sostenernos, y caminemos hacia Cristo. Porque para ir hacia Dios
hay que arriesgar, hay que perder el miedo a las inquietudes, hay que estar
dispuesto a jugarse la vida.
Caminando sobre las aguas,
Pedro sentía las olas y el viento más que los demás; su vida dependía de la fe
más que la vida de los otros, precisamente porque había bajado de la barca y
marchaba hacia Jesucristo. ¿No es ésta la arriesgada situación del cristiano?
¿No estamos también nosotros tratando de caminar hacia el Señor en unas
circunstancias -externas, pero también interiores- que en buena parte escapan a
nuestro control?
Estamos más expuestos a las
olas que quienes, temiendo enfrentarse con la inmensidad de lo sobrenatural,
prefieren la pobre y aparente seguridad que les ofrece el ámbito pequeño de su
barca. ¿Es, entonces, extraño que a veces notemos que el suelo se mueve, que
tengamos alguna inquietud? Son precisamente esos, momentos para tomar
conciencia una vez más de que vivimos de fe; no de una fe que calma las olas,
que elimina la inquietud de caminar sobre ellas; sino más bien, de una fe que
en esa inquietud nos da una luz, y que da un sentido a esas olas.
Por la fe, [los israelitas]
cruzaron el Mar Rojo como si fuera tierra seca, mientras que los egipcios que
lo intentaron fueron tragados por las aguas [10]. Sin fe, las dificultades de
la vida nos tragan, nos abruman, nos hundimos en ellas. Con la fe no las
evitamos, pero tenemos más recursos, sabemos que Dios las puede volver a
nuestro favor: al pueblo elegido le resultaría pesado y aterrador caminar por
el fondo del mar, con el peligro, además, de que sus enemigos los alcanzasen;
pero a través de esa dificultad y esa inquietud lograron su salvación. Al final
se comprueba que la inquietud de caminar hacia Dios proporciona una base más
firme para edificar la propia vida, que la aparente seguridad que ofrece la
barca.
Inseguridades
Pedro había dado ya unos
cuantos pasos cuando, al ver que el viento era muy fuerte se atemorizó. Comenzó
a hundirse y pidió ayuda al Señor. Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo:
Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? [11].
Hombre de poca fe. Quien lee
el Evangelio se queda sorprendido ante estas palabras. Incluso es posible que
se sienta abrumado y se pregunte: si el Señor recrimina por su falta de fe a
quien venciendo su miedo ha bajado de la barca y ha comenzado a caminar hacia
Él, ¿qué podría decir de mí?; ¿me queda alguna esperanza de que un día Cristo
vea en mí un hombre o una mujer de fe? Pero si sigue meditando le surgirán
también otros interrogantes: ¿es que Jesús esperaba que Pedro caminase sobre el
mar con toda tranquilidad, como lo hubiera hecho sobre tierra firme en un día
apacible y soleado? ¿Significan acaso las palabras del Señor que hemos de ser
impasibles o indiferentes ante los problemas? No, porque el mismo Jesucristo se
angustió en el huerto ante algo objetivamente temible.
La lucha por vivir de fe no
tiene como meta sentirse seguro ante las dificultades; no es el intento de que
no nos afecten las cosas, que no nos importe lo importante, que no nos duela lo
doloroso, o que no nos preocupe lo preocupante. Es más bien el empeño por no
olvidar que Dios nunca nos deja y aprovechar esas circunstancias difíciles para
acercarnos aún más a Él. Verdaderamente, la vida, de por sí estrecha e
insegura, a veces se vuelve difícil. Pero eso contribuirá a hacerte más
sobrenatural, a que veas la mano de Dios: y así serás más humano y comprensivo
con los que te rodean [12].
Es lógico que Pedro sintiera
inquietud, y es lógico que la sintiera desde sus primeros pasos, porque lo que
estaba haciendo superaba sus capacidades humanas, tanto si había viento y olas
como si no los había: no es más fácil caminar sobre el agua sin viento y olas
que con ellos. ¿Dónde estuvo, entonces, la falta de fe de Pedro? Quizá no tanto
en la inseguridad que sintió, como en dudar de Cristo. Hasta ese instante su
mirada estaba en Él; se sentía inseguro, por supuesto, pero no reparaba
demasiado en ello porque lo crucial, lo que requería su atención, eran sus
pasos hacia el Maestro. De repente fue consciente de su inseguridad y no se fió
de Jesús. La inseguridad natural, razonable, degeneró en miedo.
Temores
El miedo atenaza y hace
reales problemas que inicialmente estaban sólo en la imaginación. Algunas cosas
nos suceden porque tenemos miedo de que nos sucedan: miedo a tener una
tentación, miedo a ponernos nerviosos, miedo a quedar mal, miedo a no conseguir
explicar algo con la suficiente firmeza, miedo a no saber enfocar un
problema...
¿Cómo luchar? Procuremos
aceptar esa inseguridad, porque sólo así evitaremos que se convierta en objeto
de nuestra atención. No nos debe importar cómo nos sentimos mientras lo
hacemos. Podremos así caminar hacia Jesucristo entre las olas y el viento, sin
angustiarnos por la dificultad que eso supone.
San Juan escribe en una de
sus epístolas que en el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera
el temor, (...) y el que teme no es perfecto en el amor [13]. A san Josemaría
le gustaba resumirlo así: el que tiene miedo, no sabe querer [14]. El amor y el
miedo pertenecen a órdenes diversos, que se excluyen. Sólo pueden convivir
cuando el amor no es perfecto.
El miedo es un sentimiento
de inquietud ante la posibilidad de perder algo que se tiene o se anhela poseer
en el futuro. Ahora bien, la inseguridad forma parte de la condición humana,
del hecho de que no tenemos un dominio perfecto ni siquiera sobre nosotros
mismos. Por eso no podemos excluir del todo la inseguridad en esta vida. De
otro modo, la esperanza no existiría como virtud, porque donde hay certeza
absoluta no cabe la esperanza [15].
El orden del amor ha de
excluir, por tanto, el temor, pero no forzosamente la inseguridad. Vivir en el
orden del amor supone, pues, que la inseguridad no degenere en miedo, supone
aceptarla, asumirla integrándola dentro de una visión más amplia, dentro de la
confianza en Dios, sin pretender ilusoriamente excluirla del todo. No podemos
aspirar a una seguridad total. La inseguridad que podemos sentir ante nuestras
pocas fuerzas es ocasión de fomentar el abandono en Dios.
De este modo, la fe no se ve
como un peso, sino como una luz, como algo que señala un camino, que enseña a
aprovechar la propia miseria para abrir el alma a Dios. El cristiano no espera
de Dios que le haga sentirse seguro en sí mismo; espera que la confianza en Él
le ayude a ver más allá de su inseguridad. Si nuestra mirada no se detiene en
la propia limitación sino que, sin rechazarla, la transciende, podemos realmente
excluir el temor y vivir en el orden del amor.
Un hombre o mujer de fe
experimenta la inquietud, la duda, se pone nervioso, siente vergüenza, teme
quedar mal, se ve incapaz... Pero acepta esos sentimientos sin atribuirles más
importancia de la que tienen, sin permitir que absorban su mirada y le
paralicen; no se rebela contra ellos, no los ve como una prueba de su falta de
fe, ni deja que le desanime el hecho de sentirlos; y sigue adelante aunque
descubra puntos de doctrina que ha de entender mejor, o aunque se sienta
superado o fuera de sitio... o aunque le tiemble la voz. Ha aprendido a no dar
especial atención a esas inquietudes. Ha aprendido a caminar hacia Cristo entre
las olas. Y si la fuerza del viento o del mar le impidiese verle, se sabe niño.
¿Has visto a las madres de la tierra, con los brazos extendidos, seguir a sus
pequeños, cuando se aventuran, temblorosos, a dar sin ayuda de nadie los
primeros pasos -No estás solo: María está junto a ti [16].
Con Ella, el alma ha
aprendido a fiarse de Dios.
J. Diéguez