— Ser agradecidos. Imitar al Señor.
— Innumerables motivos para dar gracias continuamente.
— Pedir con confianza. Acudir a la Virgen en nuestras peticiones.
I. Coronarás el año con tus bienes, Señor, y serás la esperanza del confín de la tierra1.
Las Témporas son días de acción de gracias y de petición que la Iglesia ofrece a Dios, terminados la recolección de las cosechas y el período anual que muchos tienen de descanso. Es también un día propicio de petición de ayuda al Señor para recomenzar de nuevo en las actividades del trabajo normal y también en la vida interior de cada uno2.
Agradecer y pedir son dos modos de relacionarnos diariamente con nuestro Padre Dios. Es mucho lo que necesitamos; es mucho lo que debemos agradecer. En primer lugar hemos de ser conscientes de los dones del Señor, «porque si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor»3. No sabremos amar si no somos agradecidos. Ten cuidado, no te olvides del Señor leemos en la Primera lectura de la Misa... No sea que cuando comas hasta hartarte, cuando te edifiques casas hermosas y las habites, cuando críes tus reses y ovejas, aumentes tu plata y tu oro, y abundes de todo, te vuelvas engreído y te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que te sacó agua de una roca de pedernal4.
La vida de Jesús, nuestro Modelo, es una continua acción de gracias al Padre. Con la resurrección de Lázaro, exclamará Jesús: Padre, te doy gracias porque me has escuchado5. En la multiplicación de los panes, Jesús tomó los panes y, dando gracias, dio a los que estaban recostados, e igualmente los peces...6. En la institución de la Eucaristía, antes de pronunciar las palabras sobre el pan y el vino, el Señor dio gracias7. Y así, en incontables ocasiones. Por eso, «podemos decir afirma el Papa Juan Pablo II que su oración, y toda su existencia terrena, se convirtió en revelación de esta verdad fundamental enunciada por la Carta de Santiago: Todo don bueno y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces... (Sant 1, 17)». La acción de gracias «es como una restitución, porque todo tiene en Él su principio y su fuente. Gratias agamus Domino Deo nostro: es la invitación que la Iglesia pone en el centro de la liturgia eucarística»8. Nada hay más justo y necesario que dar gracias al Señor todos los días de nuestra vida, sin olvidar que «la mayor muestra de agradecimiento a Dios es amar apasionadamente nuestra condición de hijos suyos»9. Hoy, la Iglesia nos lo recuerda especialmente.
II. El principal reproche que San Pablo dirige a los paganos es que, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias10. No seamos nosotros ingratos. Este año por el que damos gracias ha estado lleno de dones del Señor: unos claros y visibles; otros, a veces más valiosos, han pasado ocultos: peligros del alma y del cuerpo de los que nos ha librado nuestro Padre Dios; personas a las que hemos conocido y que tendrán una importancia decisiva en nuestra salvación; gracias y ayudas que nos han pasado inadvertidas; incluso acontecimientos que quizá hemos interpretado como algo negativo (una enfermedad, un fracaso profesional...) veremos más tarde que han sido un regalo de Dios. Nuestra vida entera es un bien inmerecido. Por eso las acciones de gracias han de ser continuas: deben ser actos de piedad y de amor para ser practicados siempre. Comprendemos que en el Prefacio de la Santa Misa, la Iglesia nos recuerde todos los días que es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo. También cuando nos llega el dolor o la enfermedad: ¡Dios mío, gracias! Y el alma se llena de paz, porque entiende que de aquello que parece poco grato o no deseable, Dios sacará mucho fruto. «Este gracias es como el leño que Dios mostró a Moisés, que arrojado en las aguas amargas, las trocó en dulces (cfr. Ex 15, 25)»11.
El Fundador del Opus Dei acostumbraba a recomendar a sus hijos que dieran gracias al Señor pro universis beneficiis... etiam ignotis, por todos sus beneficios, también por los que nos pasan inadvertidos12. Posiblemente «uno de nuestros mayores sonrojos al llegar al juicio procederá de ahí: de la cantidad enorme de regalos divinos que no supimos apreciar, y agradecer, como tales dones; de los disgustos innecesarios que nos llevamos por lo que calificamos de indiferencia divina para nuestras oraciones. Al menos entonces sí que le daremos gracias, avergonzados, porque tuvo la bondad de no escuchar tantas peticiones necias como le formulamos. Es muy posible que, de hacernos caso y prestar satisfacción literal a nuestros ruegos, hubiéramos de escuchar el último día las mismas palabras que aquel atormentado Epulón, triunfador aquí abajo: Hijo, acuérdate de que recibiste ya tus bienes en la vida (Lc 16, 25)»13.
¡Qué sorpresa cuando descubramos que los hombres, con más fe y visión sobrenatural, habrían podido ver un gran bien en muchos de los acontecimientos que consideraron como un mal! Nuestra gratitud está muy relacionada con el Cielo, del que es ya un adelanto, pero también con el Purgatorio. «¡Cómo agradeceremos al Señor los sinsabores que permitió en nuestra vida! Son delicadezas de un Padre que desea ver a sus hijos limpios, purificados, prontos para acudir junto a Él, inmediatamente, al concluir nuestro viaje por este mundo. Como nos ama, no quiere para nosotros la dilación de un imprescindible Purgatorio, y nos hace la merced de facilitarlo en esta vida. Al final le daremos gracias, sobre todo, porque haya accedido en particular a una de nuestras oraciones: esa en la que, tal vez sin darnos cuenta, le pedimos con la Iglesia spatium verae penitentiae, oportunidad para una verdadera y fructuosa penitencia»14.
Demos gracias al Señor en todo tiempo y lugar, en cualquier circunstancia, pero de modo muy particular en la Santa Misa, la Acción de gracias por excelencia. Y con la Liturgia de la Misa, le decimos: Te ofrecemos, Señor, este sacrificio de alabanza en acción de gracias por los dones que nos has concedido; ayúdanos a reconocer que es dádiva tuya lo que hemos recibido sin merecerlo15.
III. Junto a la acción de gracias continua, la petición reiterada, porque son muchas las ayudas que necesitamos, sin las cuales no podremos salir adelante. Aunque el Señor nos concede de hecho muchos dones sin que se los pidamos, ha dispuesto otorgarnos otros teniendo en cuenta la fuerza de la oración de sus hijos. Y como no sabemos cuál es la medida de oración que su insondable Providencia espera para otorgarnos esas gracias, es necesario que pidamos incansablemente: es preciso orar siempre y no desfallecer16. Y el Señor, en el Evangelio de la Misa17, nos da la seguridad más plena de que seránsiempre atendidas nuestras oraciones. Él mismo sale fiador con su palabra: todo lo que pidamos y sea para nuestro bien se nos concederá siempre. Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre.
Hay además una razón para ser perseverantes en la oración: cuanto más pedimos, más nos acercamos a Dios, más crece nuestra amistad con Él. En la tierra, cuando hay que pedir un favor a un poderoso se busca un lazo que nos una a él, el momento oportuno, en que se encuentre de buen ánimo... A nuestro Padre Dios siempre le encontramos dispuesto a escucharnos. ¿Hay acaso alguno entre vosotros que, pidiéndole pan un hijo suyo, le dé una piedra? ¿O si le pide un pez, le dé una culebra? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que se las pidan? Disponemos de todos los motivos para acudir con confianza a nuestro Dios. Nada puede quebrantar esa fe, nada puede legítimamente atenuarla.
¿Y qué tenemos que pedir? «¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.
»Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad»18.
Y tenemos además un camino que la Iglesia nos ha señalado desde siempre, para que nuestras oraciones lleguen con más prontitud ante la presencia de Dios. Este camino es la mediación de María, Madre de Dios, y Madre nuestra. Y entre las oraciones que la piedad cristiana ha dirigido a Santa María a lo largo de los siglos, el Santo Rosario, que la Iglesia nos propone como devoción particular de este mes de octubre, ha sido camino eficaz para toda petición, para toda necesidad. «No dejéis de inculcar con todo cuidado la práctica del Rosario aconsejaba Pío XI, la oración tan querida de la Virgen y tan recomendada por los Sumos Pontífices, por medio de la cual los fieles pueden cumplir de la manera más suave y eficaz el mandato del Divino Maestro: Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá»19. No desechemos el consejo.