— Oración humilde y confiada.
— Fidelidad a la oración.
I. La oración es, de nuevo, en este domingo el tema del Evangelio de la Misa1. Jesús comienza la parábola del publicano y del fariseo insistiendo en que es preciso orar en todo tiempo2. En sus enseñanzas, de lo que tal vez más nos habla el Señor –junto a la fe y a la caridad– es de la oración. De muchas maneras nos quiere decir el Maestro que la oración nos es absolutamente necesaria para seguirle y para cualquier obra que permanezca más allá de esta vida pasajera. En los comienzos de su Pontificado, el Papa Juan Pablo II declaraba: «la oración es para mí la primera tarea y como el primer anuncio; es la primera condición de mi servicio a la Iglesia y al mundo». Y añadía: «también todo creyente debe considerar siempre la oración como la obra esencial e insustituible de la propia vocación, el opus divinumque antecede –como en la cumbre de todo su vivir y actuar– a cualquier tarea. Sabemos bien que la fidelidad a la oración o su abandono son la prueba de la vitalidad o de la decadencia de la vida religiosa, del apostolado, de la fidelidad cristiana»3. Sin oración no podríamos seguir a Cristo en medio del mundo. Nos es tan indispensable como el alimento o la respiración para la vida corporal. De aquí el empeño del demonio en que los cristianos abandonemos o descuidemos la oración, con excusas que parecen nobles.
Pocos días antes, recordaba el Pontífice que un peligro para los sacerdotes, aun celosos, «es sumergirse de tal manera en el trabajo del Señor, que se olviden del Señor del trabajo»4. Es un peligro para cada cristiano, pues nada vale la pena, ni siquiera el apostolado más extraordinario que se pudiera imaginar, si se hiciera a costa de nuestro trato con el Señor, pues al final todo resultaría estéril. Habríamos llevado a cabo una obra puramente humana, en la que, quizá inconscientemente, nos habríamos buscado a nosotros mismos. El remedio de ese peligro no está en abandonar el trabajo o la tarea apostólica, sino en «crear el tiempo para estar con el Señor en la oración»5, que «hoy como ayer es imprescindible»6.
Examinemos hoy si la oración, el trato diario con Jesús vivifica nuestro trabajo, la vida familiar, la amistad, el apostolado... Bien sabemos que todo es distinto cuando lo hemos hablado antes con el Maestro. Es ahí «donde el Señor da luz para entender las verdades»7. Y sin esa luz, caminamos a oscuras. Con ella, penetramos en el misterio de Dios y de la vida.
II. La finalidad de la parábola que hoy leemos en el Evangelio de la Misa es distinguir la piedad auténtica de la falsa. La oración verdaderaatraviesa las nubes del cielo, según leemos en la Primera lectura8, sube siempre a Dios y baja llena de frutos.
Antes de narrar la parábola, San Lucas se preocupa de señalar que Jesús hablaba a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás. El Señor habla de dos personajes bien conocidos por todos los oyentes: Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo, y el otro publicano. Enseguida nos damos cuenta de que, aunque los dos hombres se dirigieron al Templo con el mismo fin, uno de ellos no hizo oración. No habla con Dios en un diálogo amoroso, sino consigo mismo. No hay amor en su oración, ni tampoco humildad. El fariseo está de pie, da gracias por lo que hace, está satisfecho. Se compara con los demás y se considera más justo, mejor cumplidor de la Ley. Parece no necesitar de Dios.
El publicano «se quedó lejos, y por eso Dios se le acercó más fácilmente. No atreviéndose a levantar los ojos al cielo, tenía ya consigo al que hizo los cielos... Que el Señor esté lejos o no, depende de ti. Ama y se acercará»9. Y estará atentísimo, como nadie lo ha estado nunca, a todo aquello que queramos decirle. El publicano conquistó a Dios con su humildad y su confianza, pues Él resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes10, y nos enseña cómo ha de ser nuestra oración: humilde, atenta –con la mente fija en la persona a quien hablamos–, confiada, procurando que no sea un monólogo –como la del fariseo– en el que nos demos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer...
En la parábola late la idea de la humildad como fundamento de nuestro trato con Dios. Él quiere que acudamos a la oración como hijos pobres y necesitados siempre de su misericordia. «A Dios –enseña San Alfonso Mª de Ligorio– le gusta que tratéis familiarmente con Él. Tratad con Él vuestros asuntos, vuestros proyectos, vuestros trabajos, vuestros temores y todo lo que os interese. Hacedlo todo con confianza y el corazón abierto, porque Dios no acostumbra a hablar al alma que no le habla»11. Huyamos en la oración de la autosuficiencia, de la complacencia en los aparentes o posibles frutos en el apostolado, en la propia lucha ascética... y también de las actitudes negativas, pesimistas, que reflejan falta de confianza en la gracia de Dios, y que son frecuentemente manifestaciones de una soberbia oculta. La oración es siempre tiempo de alegría, de confianza y de paz.
III. Preparemos con especial esmero el rato que dedicamos a la oración, «estando a solas con quien sabemos nos ama»12, pues de ahí hemos de sacar fuerzas para santificar nuestro quehacer diario, para convertir en gracia las contradicciones diarias y para vencer todas las dificultades. Somos tan fuertes como sea de verdadero nuestro trato con el Señor. Al comenzarla «es necesario aparejar el corazón para este santo ejercicio, que es como quien templa la vihuela para tañer»13. En esta preparación nos ayudan el ofrecimiento de nuestro trabajo al Señor a lo largo del día, las pequeñas mortificaciones, el recogimiento interior... y, en el momento en que la comenzamos, el acto de presencia de Dios, en el que nos recogemos interiormente y nos ponemos ante su mirada. Este acto de presencia de Dios será normalmente una breve oración vocal que nos introducirá en el diálogo con Dios; muchas veces, ella sola nos dará materia para ese rato de conversación con el Señor. Nos puede ayudar el recitar despacio esas palabras, con la mente atenta: Creo firmemente que estás aquí..., que me ves..., que me oyes... Le miramos y nos mira. Y ese sentirnos junto a Él ya es oración, aunque no formulemos expresamente ninguna palabra. Él nos entiende y nosotros le entendemos. Le pedimos y Él nos pide: más generosidad, más amor, más lucha...
No nos preocupe si algunas veces, ¡o siempre!, no tenemos un especial sentimiento en la oración. «Para quien se empeña seriamente en hacer oración, vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto y, a pesar de todos sus esfuerzos, no sentir nada de Dios. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración (...). En esos períodos, debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que aunque podrá darle la impresión de una cierta artificiosidad se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva»14. Muchos días en los que, con lucha por estar con el Señor, nos había parecido que pasaba el tiempo sin sacar fruto, quizá ante Él resultó ser una oración espléndida. El Señor nos recompensa siempre con su paz y sus fuerzas para pelear todas las batallas que tengamos por delante. No dejemos nunca la oración. «No me parece otra cosa perder el camino –escribe Santa Teresa de Jesús, con su habitual claridad– sino dejar la oración»15. En no pocas ocasiones, puede ser la tentación más grave que sufra un alma que un día decidió seguir a Cristo de cerca: abandonar ese diálogo diario con Dios porque cree que no saca fruto, porque considera más importantes otras cosas, incluso empresas apostólicas..., y nada es más importante que esa cita diaria, en la que Jesús nos espera. «A toda costa –escribe un autor espiritual– debe tomarse y cumplirse inflexiblemente la determinación de perseverar en dedicar a diario un tiempo conveniente a la oración privada. No importa si no se puede hacer más que permanecer de rodillas durante ese tiempo y combatir con absoluta falta de éxito contra las distracciones: no se está malgastando el tiempo»16. Por el contrario, no existe tiempo mejor ganado que aquel que hemos «perdido» junto al Señor.
Pidamos hoy ayuda a Nuestra Señora para que nos enseñe a tratar a su Hijo como Ella lo trató en Nazaret y durante su vida pública. Y hagamos el propósito de no cometer la torpeza de abandonar la oración jamás y de no consentir distracciones voluntarias en ese tiempo en el que el Señor nos mira y nos escucha con tanta atención.