— Jesús, Hijo Unigénito del Padre.
— Perfecto Dios y hombre perfecto.
— Meditar su vida.en el Evangelio
I. Tú eres mi hijo: yo te he engendrado hoy1, leemos en la Antífona de entrada de la Primera Misa de Navidad, con palabras del Salmo II. «El adverbio hoy habla de la eternidad, el hoy de la Santísima e inefable Trinidad»2.
Durante su vida pública, Jesús anunció muchas veces la paternidad de Dios con relación a los hombres, remitiéndose a las numerosas expresiones que se contienen en el Antiguo Testamento.
Sin embargo, «para Jesús, Dios no es solamente “el Padre de Israel, el Padre de los hombres”, sino mi Padre. Mío: precisamente por esto los judíos querían matar a Jesús, porque llamaba a Dios su Padre (Jn 5, 18). Suyo en sentido totalmente literal: Aquel a quien solo el Hijo conoce como Padre, y por quien solo y recíprocamente es conocido (...). Mi Padre es el Padre de Jesucristo. Aquel que es el Origen de su ser, de su misión mesiánica, de su enseñanza»3.
Cuando, en las proximidades de Cesarea de Filipo, Simón Pedro confiesa: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Jesús le responde: Bienaventurado tú... porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre...4, porque solo el Padre conoce al Hijo, lo mismo que solo el Hijo conoce al Padre5. Solo el Hijo da a conocer al Padre: el Hijo visible hace ver al Padre invisible. El que me ha visto a mí, ha visto al Padre6.
El Niño que nacerá en Belén es el Hijo de Dios, Unigénito, consustancial al Padre, eterno, con su propia naturaleza divina y la naturaleza humana asumida en el seno virginal de María. Cuando en esta Navidad le miremos y le veamos inerme en los brazos de su Madre no olvidemos que es Dios hecho hombre por amor a nosotros, a cada uno de nosotros.
Y al leer en estos días con profunda admiración las palabras del Evangelio y habitó entre nosotros, o al rezar el Ángelus, tendremos una buena ocasión para hacer un acto de fe profundo y agradecido, y de adorar a la Humanidad Santísima del Señor.
II. Jesús nos vino del Padre7, pero nos nació de una mujer: Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer8, dice San Pablo. Los textos proféticos anunciaban que el Mesías descendería del Cielo, igual que la lluvia, y había de surgir de la tierra como un germen9. Será el Dios fuerte y a la vez un niño, un hijo10. De sí mismo dirá Jesús que vino de arriba11, y al mismo tiempo nació de la semilla de David12: Brotará una vara del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago13. Nacerá de la tierra, de esta tierra terrena.
En el Evangelio de la Misa de la Vigilia de Navidad leeremos la genealogía humana de Jesús14. El Espíritu Santo ha querido mostrarnos cómo el Mesías se ha entroncado en una familia y en un pueblo, y a través de él en toda la humanidad. María le dio a Jesús, en su seno, su propia sangre: sangre de Adán, de Farés, de Salomón...
El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros15; se hizo hombre, pero no por eso dejó de ser Dios. Jesucristo es perfecto hombre y Dios perfecto.
Después de su Resurrección, como se movía el Señor con tan milagrosa agilidad y se aparecía de modo tan inexplicable, quizá pensara algún discípulo que Jesús era una especie de espíritu. Entonces, Él mismo disipó esas dudas para siempre. Les dijo: Palpad y ved; porque los espíritus no tienen carne y huesos como veis que yo tengo16. A continuación le dieron un trozo de pez asado, y, tomándolo, comió delante de ellos.
Juan estaba presente, y le vio comer, como tantas veces le había visto antes. Ya jamás le abandonó la certeza abrumadora de esa carne que hemos visto con nuestros propios ojos, que contemplamos y tocaron nuestras manos17.
Dios se hizo hombre en el seno de María. No apareció de pronto en la tierra como una visión celestial, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de una mujer. Con ello se distingue también la generación eterna (su condición divina, la preexistencia del Verbo) de su nacimiento temporal. En efecto, Jesús, en cuanto Dios, es engendrado misteriosamente, no hecho, por el Padre desde toda la eternidad. En cuanto hombre, sin embargo, nació, «fue hecho», de Santa María Virgen en un momento concreto de la historia humana. Por tanto, Santa María Virgen, al ser Madre de Jesucristo, que es Dios, es verdadera Madre de Dios, tal como se definió dogmáticamente en el Concilio de Éfeso18.
Miramos al Niño que nacerá dentro de pocos días en Belén de Judá, y nosotros sabemos bien que Él es «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana»19. De este Niño depende toda nuestra existencia: en la tierra y en el Cielo. Y quiere que le tratemos con una amistad y una confianza únicas. Se hace pequeño para que no temamos acercarnos a Él.
III. El Padre predestinó a los hombres a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que este sea primogénito entre muchos hermanos20. Nuestra vida debe ser una continua imitación de Su vida aquí en la tierra. Él es nuestro Modelo en todas las virtudes y tenemos con Él relaciones que no poseemos respecto de las demás Personas de la Santísima Trinidad. La gracia conferida al hombre por los sacramentos no es meramente «gracia de Dios», como aquella que adornó el alma de Adán, sino, en sentido verdadero y propio, «gracia de Cristo».
Fue Cristo un hombre, un hombre individual, con una familia y con una patria, con sus costumbres propias, con sus fatigas y preferencias particulares; un hombre concreto, este Jesús21. Pero, al mismo tiempo, dada la transcendencia de su divina Persona, pudo y puede acoger en sí todo lo humano recto, todo cuanto de los hombres es asumible. No hay en nosotros un solo pensamiento o sentimiento bueno que Él no pueda hacer suyo, no existe ningún pensamiento o sentimiento suyo que no debamos nosotros esforzarnos en asimilar. Jesús amó profundamente todo lo verdaderamente humano: el trabajo, la amistad, la familia; especialmente a los hombres, con sus defectos y miserias. Su Humanidad Santísima es nuestro camino hacia la Trinidad.
Jesús nos enseña con su ejemplo cómo hemos de servir y ayudar a quienes nos rodean: os he dado ejemplo, nos dice, a fin de que, como yo he obrado, hagáis vosotros también22. La caridad es amar como yo os he amado23. Vivid en caridad como Cristo nos amó24, dice San Pablo. Y para exhortar a los primeros cristianos a la caridad y a la humildad, les dice simplemente: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús25.
Cristo es nuestro Modelo en el modo de vivir las virtudes, en el trato con los demás, en la manera de realizar nuestro trabajo, en todo. Imitarle es penetrarse de un espíritu y de un modo de sentir que deben informar la vida de cualquier cristiano, sean cuales sean sus cualidades, su estado de vida, o el puesto que ocupe en la sociedad.
Para imitar al Señor, para ser verdaderamente discípulos suyos, «hay que mirarse en Él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.
»Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección»26. Solo así tendremos a Cristo en nuestra mente y en nuestro corazón.
En estos días, mediante la lectura y meditación del Evangelio, nos será fácil contemplar a Jesús Niño en la gruta de Belén, rodeado de María y José. Aprenderemos grandes lecciones de desprendimiento, de humildad y de preocupación por los demás. Los pastores nos enseñarán la alegría de encontrar a Dios, y los Magos, cómo hemos de adorarle..., y nos sentiremos reconfortados para seguir avanzando en nuestro camino.
Si nos acostumbramos a leer y a meditar con atención cada día el Santo Evangelio, nos meteremos de lleno en la vida de Cristo, le conoceremos cada día mejor y, casi sin darnos cuenta, nuestra vida será un reflejo en el mundo de la Suya.