"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

10 de diciembre de 2016

UN HOGAR LLENO DE AMOR

— La casa de Nazareth.
— El hogar de Nazareth, modelo que han de imitar los hogares cristianos.
— Hacer la vida amable a quienes conviven con nosotros.
I. El culto de la Santísima Virgen bajo la advocación de Nuestra Señora de Loreto «está vinculado, según la antigua y viva tradición, a la casa de Nazareth; la casa en la que, como recuerda el Evangelio de la Misa de hoy, María habitó después de los desposorios con José; la casa de la Sagrada Familia»1, el hogar que con tanto cariño prepararía San José para recibir a Santa María. Esta morada fue en primer lugar la casa de María, pues «toda casa es, ante todo, santuario de la madre. Y ella lo crea de modo especial con su maternidad»2. Dios desea «que los hijos de la familia humana, al venir al mundo, tengan un techo sobre su cabeza, que tengan una casa. Sin embargo, la casa de Nazareth, como sabemos, no fue el lugar del nacimiento del Hijo de María e Hijo de Dios. Probablemente, todos los antepasados de Cristo, de los que habla la genealogía del Evangelio de hoy según San Mateo, venían al mundo bajo el techo de una casa. Esto no se le concedió a Él. Nació como un extraño en Belén, en un establo. Y no pudo volver a la casa de Nazareth, porque, obligado a huir desde Belén a Egipto por la crueldad de Herodes, solo después de morir el rey, José se atrevió a llevar a María con el Niño al hogar de Nazareth. Y desde entonces en adelante, esa casa fue el lugar de la vida cotidiana, el lugar de la vida oculta del Mesías; la casa de la Sagrada Familia. Fue el primer templo, la primera iglesia en la que la Madre de Dios irradió su luz con su maternidad. La irradió con su luz, procedente del gran misterio de la Encarnación; del misterio de su Hijo»3.
Sus muros fueron testigos del amor entrañable de los miembros de la Sagrada Familia, del trabajo escondido de los seres que Dios más amó en el mundo. Esta morada, llena de luz y de amor, limpia, alegre, de servicio gustoso, es el modelo de todos los hogares cristianos. En ella se reflejaría el alma de María; los modestos adornos, el orden, la limpieza, hacían que Jesús y José, después de una jornada de trabajo, encontraran el descanso junto a Nuestra Señora. El cuidado material de nuestros hogares, a veces rodeados de una gran pobreza, de unos muebles modestos, nunca es indiferente para esa convivencia en la que debemos encontrar a Dios. La Virgen María nos enseña hoy a que sean también muestra de caridad hacia los demás.
II. Ante el Cielo, aquella casa de Nazareth resplandecía de luz, porque allí se encontraba la Luz del mundo. A la vez, fue un hogar que sobresalía por su limpieza, por el buen gusto dentro de su pobreza, por el cuidado de las cosas... Nuestra Señora preparó la comida muchas veces, remendó la ropa y procuró que aquel hogar estuviera siempre acogedor. ¡Con qué amor serviría Santa María a Jesús y a José! ¡Cómo estaría pendiente de esos momentos del mediodía cuando hacían un parón en el trabajo, o al atardecer cuando daban por concluida su tarea! En el calor de intimidad de aquel hogar fue creciendo el Hijo de Dios, hasta que llegó el tiempo prefijado desde la eternidad para iniciar su predicación por ciudades y aldeas. Siempre tendría presentes aquellas paredes y aquel lugar pobre, pero ordenado y limpio, humanamente agradable. Cuando, en su ministerio público, Jesús volvió a Nazareth recordaría momentos inolvidables junto a su Madre y a San José. Entre las cosas que Santa María guardaba en su corazón4 estarían sin duda tantos pequeños sucesos corrientes de su Hijo, que fueron la alegría de su alma. «No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!»5.
Dios quiere que sus hijos nazcan, vivan y se formen en un hogar, que ha de ser imitación del de Nazareth. Aunque la mujer está llamada a desempeñar funciones capitales en otros trabajos en bien de la sociedad, la dedicación al cuidado de su hogar ocupará un lugar central en su vida, pues es allí donde principalmente, a través de múltiples detalles, ejerce esa maternidad sobre los suyos, el encargo más excelente que ha recibido del Señor. Y marido y mujer no deben olvidar «que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz»6.
En la Sagrada Familia tenemos el modelo que hemos de mirar muchas veces. «Nazareth es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida»7. ¡Cuántas veces en nuestra oración mental hemos entrado en aquella casa modesta de Nazareth y hemos contemplado a Jesús, a María y a José mientras trabajan, y en los muchos detalles que tendrían entre sí, en la convivencia diaria!
Examinemos hoy junto a la Sagrada Familia si nuestros hogares son un reflejo de aquel de Nazareth: si procuramos que Jesús ocupe el centro de los pensamientos y del amor de todos, si mantenemos despierto el espíritu de servicio, si nos desvivimos por hacer la vida amable a los demás; o si, por el contrario, se dan riñas frecuentes, si nos preocupamos excesivamente de lo nuestro, si por presiones del ambiente dejamos esas costumbres cristianas que tanto ayudan a tener presente a Dios: la bendición de la mesa, el rezo de alguna oración en común, el asistir juntos a la Misa del domingo o de alguna fiesta principal...
III. «¡Qué gran ejemplo de convivencia cotidiana! afirmaba León XIII, refiriéndose a la Sagrada Familia. ¡Qué perfecta imagen de un hogar! Allí se vive con sencillez de costumbres y calor humano; en constante armonía de sentimientos; sin desorden, con mutuo respeto; con amor sincero, sin fingimientos, plenamente operativo por la perseverancia en el cumplimiento del deber, que tanto atrae a los que lo contemplan»8. Es allí donde debemos mirar para reproducir en nuestras familias el ejemplo de Jesús, María y José.
El calor de hogar no solo depende de la madre aunque su función no es fácilmente sustituible, sino de la aportación personal de cada uno. Hemos de vivir pensando en los demás, usar de las cosas de tal manera que haya algo que ofrecer siempre a otros, cuidar de las tradiciones propias de cada familia... ¡Cuánta semejanza puede haber entre nuestra vida y la de Jesús, María y José en la casa de Nazareth! Todo transcurrió allí con la más completa normalidad, sin acontecimientos de extraordinario relieve externo. El Señor no nos pide sacrificios llamativos. Nos busca, sin embargo, en la propia familia, en mil pequeños detalles de entrega: una sonrisa para aquel que se encuentra más cansado, adelantarnos en los pequeños servicios que requiere toda convivencia, no manifestar desagrado por cosas de poca importancia, vencer el malhumor para no hacer daño a los demás, estar atentos al santo o cumpleaños de quienes conviven con nosotros, festejar en familia esos aniversarios y fiestas especialmente ligados a todos...
«Acepta, ¡oh Señora de Loreto! oraba el Papa Juan Pablo II en este Santuario, Madre de la casa de Nazareth, esta peregrinación mía y nuestra, que es una gran oración común por la casa del hombre de nuestra época: por la casa que prepara a los hijos de toda la tierra para la casa eterna del Padre en el Cielo»9. A Ella le pedimos que nos enseñe a cuidar del propio hogar, como del lugar querido por Dios para aprender y ejercitar las virtudes humanas y sobrenaturales y para restaurar las fuerzas perdidas en orden a una mayor eficacia en el servicio que prestamos a la sociedad con nuestro trabajo, y en el apostolado. Le pedimos que nuestras casas «constituyan esos hogares vivos del amor, en los cuales el hombre puede calentarse cada día»10, y que sean anticipo de la Casa del Cielo, un cielo aquí en la tierra.