En el Bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de
nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu
Santo.
La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra.
¡Haremos que arda el mundo, en las llamas del fuego que
viniste a traer a la tierra!... Y la luz de tu verdad, Jesús nuestro, iluminará
las inteligencias, en un día sin fin.
Yo te oigo clamar, Rey mío, con voz viva, que aún vibra:
"ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?" —Y
contesto —todo yo— con mis sentidos y mis potencias: "ecce ego: quia
vocasti me!"
El Señor ha puesto en tu alma un sello indeleble, por medio
del Bautismo: eres hijo de Dios.
Niño: ¿no te enciendes en deseos de hacer que todos le amen?
Fuentes: Es Cristo que pasa, n. 128. Apuntes íntimos, n.
1741. Forja, nn .264, 300.
En el Bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de
nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu
Santo. La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra.¡Haremos que
arda el mundo, en las llamas del fuego que viniste a traer a la tierra! ... Y
la luz de tu verdad, Jesús nuestro, iluminará las inteligencias, en un día sin
fin.
Yo te oigo clamar, Rey mío, con voz viva, que aún vibra:
“ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?” —Y contesto —todo
yo— con mis sentidos y mis potencias: “ecce ego: quia vocasti me!”. El Señor ha
puesto en tu alma un sello indeleble, por medio del Bautismo: eres hijo de
Dios. Niño: ¿no te enciendes en deseos de hacer que todos le amen?
Santo Rosario, Apéndice, 1º misterio de la luz
Todos los hombres son hijos de Dios. Pero un hijo puede
reaccionar, frente a su padre, de muchas maneras. Hay que esforzarse por ser
hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha
hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia,
que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y
confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!
Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un
obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está
lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios
no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona
cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y
pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser
perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia (...).
Es Cristo que pasa, 64
El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo;
habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el
mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de
Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad
y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres,
mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad
entera (...).
No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su
función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra “ut omnes
homines salvi fiant” (cfr. 1 Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con
nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo
Cristo, llamados también a servir a todos los hombres (...).
Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la
vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a
los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos
somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza:
la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de
Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin
ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los
unos a los otros.
Es Cristo que pasa, 106
HOMILIA Justo Luis S de Alba
“Se oyó una voz del cielo: Tú
eres mi Hijo amado, mi preferido”. En el Bautismo, que representa nuestro
nacimiento a la vida cristiana, cada uno “vuelve a escuchar la voz que un día
resonó a orillas del Jordán: Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco (Lc
3,22); y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto. Se cumple así en la
historia de cada uno el designio del Padre: a los que de antemano conoció,
también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el
primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29)” (Juan Pablo II).
Saboreemos esta verdad al pensar
en nuestro Bautismo y procuremos no olvidarla, sobre todo, cuando la vida
presente su cara menos simpática. Quien ha creado todo lo que vemos y no vemos,
al que adoran millones y millones de ángeles con enorme respeto y una profunda
veneración, quien tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa, es mi
Padre. Mi Padre. No un ser lejano que vive el margen de mis temores y
esperanzas, sino Alguien a quien puedo acudir con la confianza con la que un pequeño
acude a su madre o a su padre en sus apuros.
Desde el día de nuestro Bautismo,
el Espíritu Santo que descendió también a nuestro corazón va labrando en él la
imagen de Jesús. Pero “no como un artista, dice S. Cirilo de Alejandría, que
dibujara en nosotros la divina sustancia como si Él fuera ajeno a ella. No es
de esta forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es
Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el
sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza,
restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al
hombre la imagen de Dios”.
Si somos dóciles a esa acción del
Espíritu Santo y que se manifiesta en impulsos de una mayor generosidad con Dios
y con quienes nos rodean, en una lucha más seria contra nuestras inclinaciones
torcidas, iremos poco a poco pareciéndonos cada vez más a Jesucristo,
haciéndonos una sola cosa con Él, sin dejar de ser nosotros mismos, como ese
hierro que metido en la fragua va progresivamente llenándose de luz y energía.
Nuestra vida se convierte entonces, en cierto sentido, en una prolongación de
la vida terrena de Jesús, porque Él vive verdaderamente en nosotros como el
fuego en el hierro.
S. Francisco de Sales solía decir
que entre Jesucristo y los buenos cristianos no existe más diferencia que la
que se da entre una partitura y su interpretación por diversos músicos. La
partitura es la misma, pero la interpretación suena con una modalidad distinta,
personal; y es el Espíritu Santo quien la dirige contando con las distintas
maneras de ser de esos instrumentos que somos nosotros. ¡Qué inmenso valor
adquiere entonces todo lo que hacemos: el trabajo, las contrariedades diarias
bien llevadas, los pequeños y grandes servicios, el dolor! Sí, Dios se complace
en nosotros, porque en cada uno ve la imagen de su Hijo preferido.