— Fomentar la conversión del corazón.
— Obras de penitencia: Confesión, mortificación, limosna...
— La Cuaresma, un tiempo de Oración
I. Comienza la Cuaresma, tiempo de penitencia y de renovación interior para preparar la Pascua del Señor1. La liturgia de la Iglesia nos invita sin cesar a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo.
Dice el Señor Todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y misericordioso...2, leemos en la Primera lectura de la Misa de hoy. Y, en el momento de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, el sacerdote nos recuerda las palabras del Génesis, después del pecado original: Memento homo, quia pulvis es... Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir3.
Memento homo... Acuérdate... Y, sin embargo, a veces olvidamos que sin el Señor no somos nada. «De la grandeza del hombre no queda, sin Dios, más que este montoncito de polvo, en un plato, a un extremo del altar, en este Miércoles de Ceniza, con el que la Iglesia nos marca en la frente como con nuestra propia substancia»4.
Quiere el Señor que nos despeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a Él, y que dejemos el pecado, que envejece y mata, y retornemos a la Fuente de la Vida y de la alegría: «Jesucristo mismo es la gracia más sublime de toda la Cuaresma. Es Él mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio»5.
Volver el corazón a Dios, convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Él espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar servir a dos señores6, amar a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado. Y eso, en medio de las circunstancias de trabajo, salud, familia, etc., propias de cada cual.
Jesús busca en nosotros un corazón contrito conocedor de sus faltas y pecados y dispuesto a eliminarlos. Os acordaréis de vuestros malos caminos, de vuestros días que no fueron buenos...7. El Señor desea un dolor sincero de los pecados, que se manifestará ante todo en la Confesión sacramental, y también en pequeñas obras de mortificación y penitencia hechas por amor: «Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día»8.
Para fomentar nuestra contrición la Iglesia nos propone, en la liturgia del día de hoy, el Salmo en que el Rey David expresó su arrepentimiento y con el que tantos santos han suplicado perdón al Señor. También nos ayuda a nosotros en estos momentos de oración: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, le decimos a Jesús.
Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme, no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.
El Señor nos atenderá si en el día de hoy le repetimos de corazón, a modo de jaculatoria: Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme.
II. La verdadera conversión se manifiesta en la conducta. Los deseos de mejorar se han de expresar en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia, en las pequeñas mortificaciones ofrecidas al Señor, que hacen más grata la convivencia a nuestro alrededor y más eficaz el trabajo; y además en la preparación y cuidado de la Confesión frecuente.
El Señor también nos pide hoy una mortificación un poco más especial, que ofrecemos con alegría: la abstinencia y el ayuno, que «fortifica el espíritu, mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone al corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo»9.
Durante la Cuaresma, nos pide la Iglesia esas muestras de penitencia (la abstinencia de carne a partir de los 14 años, y el ayuno entre los 18 y los 59 cumplidos), que nos acercan al Señor y dan al alma una especial alegría; también, la limosna que, ofrecida con corazón misericordioso, desea llevar un poco de consuelo al que está pasando una necesidad o contribuir según nuestros medios en una obra apostólica para bien de las almas. «Todos los cristianos pueden ejercitarse en la limosna, no solo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres; de este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer limosna son semejantes en el amor y afecto con que la hacen»10.
El desprendimiento de lo material, la mortificación y la abstinencia purifican nuestros pecados y nos ayudan a encontrar al Señor en nuestro quehacer diario. Porque «quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará»11. La fuente de esta mortificación estará principalmente en la labor diaria: en el orden, en la puntualidad al comenzar el trabajo, en la intensidad con que lo realizamos, etc.; en la convivencia con los demás encontraremos ocasiones de mortificar nuestro egoísmo y de contribuir a crear un clima más grato en nuestro entorno. «Y la mejor mortificación es la que combate –en pequeños detalles, durante todo el día– la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente solo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos (1 Cor 9, 22)»12. Cada uno debe hacerse un plan concreto de mortificaciones que ofrecer al Señor diariamente en esta Cuaresma.
III. No podemos dejar pasar este día sin fomentar en nuestra alma un deseo profundo y eficaz de volver una vez más, como el hijo pródigo, para estar más cerca del Señor. San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa, nos dice que este es un tiempo excelente que debemos aprovechar para una conversión: Os exhortamos, dice, a no echar en saco roto la gracia de Dios (...). Mirad: ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación13. Y el Señor nos repite a cada uno, en la intimidad del corazón: Convertíos. Volved a Mí de todo corazón.
Ahora se nos presenta un tiempo en el cual este recomenzar de nuevo en Cristo va a estar sostenido por una particular gracia de Dios, propia del tiempo litúrgico que hemos comenzado. Por eso, el mensaje de la Cuaresma está lleno de alegría y de esperanza, aunque sea un mensaje de penitencia y de mortificación.
«Cuando uno de nosotros reconoce que está triste, debe pensar: es que no estoy suficientemente cerca de Cristo. Cuando uno de nosotros reconoce en su vida, por ejemplo, la inclinación al mal humor, al mal genio, tiene que pensar eso; no echar la culpa a las cosas de alrededor, que es una manera de equivocarnos, es una manera de desorientar la búsqueda»14. A veces, cierta apatía o tristeza espiritual puede estar motivada por el cansancio, por la enfermedad..., pero más frecuentemente se fragua por la falta de generosidad en lo que el Señor nos pide, en la poca lucha por mortificar los sentidos, en no preocuparse por los demás. En definitiva, por un estado de tibieza.
Junto a Cristo encontramos siempre el remedio a una posible tibieza y las fuerzas para vencer en aquellos defectos que de otra manera nos resultarían insuperables. «Cuando alguien diga: “Yo tengo una pereza irremediable, yo no soy tenaz, yo no puedo terminar las cosas que emprendo”, debería pensar (hoy): “Yo no estoy lo suficientemente cerca de Cristo”.
»Por eso, aquello que cada uno de nosotros reconozca en su vida como defecto, como dolencia, debería ser inmediatamente referido a este examen íntimo y directo: “No tengo yo perseverancia, no estoy cerca de Cristo; no tengo alegría, no estoy cerca de Cristo”. Voy a dejar ya de pensar que la culpa es del trabajo, que la culpa es de la familia, de los padres o de los hijos... No. La culpa íntima es de que yo no estoy cerca de Cristo. Y Cristo me está diciendo: ¡Vuélvete! “Volveos a Mí de todo corazón!”.
»(...) Tiempo para que cada uno se sienta urgido por Jesucristo. Para que los que alguna vez nos sentimos inclinados a aplazar esta decisión sepamos que ha llegado el momento. Para que los que tengan pesimismo, pensando que sus defectos no tienen remedio, sepan que ha llegado el momento. Comienza la Cuaresma; mirémosla como un tiempo de cambio y de esperanza»