11 Y Jesús estuvo delante del
presidente; y el presidente le preguntó, diciendo: ¿Eres tú el Rey de los
judíos? Y Jesús le dijo: Tú lo dices. 12 Y siendo acusado por los príncipes de
los sacerdotes, y por los ancianos, nada respondió. 13 Pilato entonces le dice:
¿No oyes cuántas cosas testifican contra tí? 14 Y no le respondió ni una
palabra; de tal manera que el presidente se maravillaba mucho, 15 Y en el día
de la fiesta acostumbraba el presidente soltar al pueblo un preso, cual
quisiesen. 16 Y tenían entonces un preso famoso que se llamaba Barrabás. 17 Y
juntos ellos, les dijo Pilato; ¿Cuál queréis que os suelte? ¿á Barrabás ó á
Jesús que se dice el Cristo? 18 Porque sabía que por envidia le habían entregado.
19 Y estando él sentado en el tribunal, su mujer envió á él, diciendo: No
tengas que ver con aquel justo; porque hoy he padecido muchas cosas en sueños
por causa de él. 20 Mas los príncipes de los sacerdotes y los ancianos,
persuadieron al pueblo que pidiese á Barrabás, y á Jesús matase. 21 Y
respondiendo el presidente les dijo: ¿Cuál de los dos queréis que os suelte? Y
ellos dijeron: á Barrabás. 22 Pilato les dijo: ¿Qué pues haré de Jesús que se
dice el Cristo? Dícenle todos: Sea crucificado. 23 Y el presidente les dijo:
Pues ¿qué mal ha hecho? Mas ellos gritaban más, diciendo: Sea crucificado. 24 Y
viendo Pilato que nada adelantaba, antes se hacía más alboroto, tomando agua se
lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este
justo veréis lo vosotros. 25 Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea
sobre nosotros, y sobre nuestros hijos. 26 Entonces les soltó á Barrabás: y
habiendo azotado á Jesús, le entregó para ser crucificado. 27 Entonces los
soldados del presidente llevaron á Jesús al pretorio, y juntaron á él toda la
cuadrilla; 28 Y desnudándole, le echaron encima un manto de grana; 29 Y
pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano
derecha; é hincando la rodilla delante de él, le burlaban, diciendo: ¡Salve,
Rey de los Judíos! 30 Y escupiendo en él, tomaron la caña, y le herían en la
cabeza. 31 Y después que le hubieron escarnecido, le desnudaron el manto, y le
vistieron de sus vestidos, y le llevaron para crucificarle. 32 Y saliendo,
hallaron á un Cireneo, que se llamaba Simón: á éste cargaron para que llevase
su cruz. 33 Y como llegaron al lugar que se llamaba Gólgotha, que es dicho, El
lugar de la calavera, 34 Le dieron á beber vinagre mezclado con hiel: y
gustando, no quiso beber lo 35 Y después que le hubieron crucificado,
repartieron sus vestidos, echando suertes: para que se cumpliese lo que fué
dicho por el profeta: Se repartieron mis vestidos, y sobre mi ropa echaron
suertes. 36 Y sentados le guardaban allí. 37 Y pusieron sobre su cabeza su
causa escrita: ESTE ES JESUS EL REY DE LOS JUDIOS. 38 Entonces crucificaron con
él dos ladrones, uno á la derecha, y otro á la izquierda. 39 Y los que pasaban,
le decían injurias, meneando sus cabezas, 40 Y diciendo: Tú, el que derribas el
templo, y en tres días lo reedificas, sálvate á ti mismo: si eres Hijo de Dios,
desciende de la cruz. 41 De esta manera también los príncipes de los
sacerdotes, escarneciendo con los escribas y los Fariseos y los ancianos,
decían: 42 á otros salvó, á sí mismo no puede salvar: si es el Rey de Israel,
descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. 43 Confió en Dios: líbrele ahora
si le quiere: porque ha dicho: Soy Hijo de Dios. 44 Lo mismo también le
zaherían los ladrones que estaban crucificados con él. 45 Y desde la hora de
sexta fueron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora de nona. 46 Y cerca
de la hora de nona, Jesús exclamó con grande voz, diciendo: Eli, Eli, ¿lama
sabachtani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? 47 Y
algunos de los que estaban allí, oyéndolo, decían: A Elías llama éste. 48 Y
luego, corriendo uno de ellos, tomó una esponja, y la hinchió de vinagre, y
poniéndola en una caña, dábale de beber. 49 Y los otros decían: Deja, veamos si
viene Elías á librarle. 50 Mas Jesús, habiendo otra vez exclamado con grande
voz, dió el espíritu. 51 Y he aquí, el velo del templo se rompió en dos, de
alto á bajo: y la tierra tembló, y las piedras se hendieron; 52 Y abriéronse
los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; 53
Y salidos de los sepulcros, después de su resurrección, vinieron á la santa
ciudad, y aparecieron á muchos. 54 Y el centurión, y los que estaban con él
guardando á Jesús, visto el terremoto, y las cosas que habían sido hechas,
temieron en gran manera, diciendo: Verdaderamente Hijo de Dios era éste.
El Domingo de Ramos
El Domingo de Ramos es como el
pórtico que precede y dispone al Triduo pascual:«este umbral de la Semana
Santa, tan próximo ya el momento en el que se consumó sobre el Calvario la
Redención de la humanidad entera, me parece un tiempo particularmente apropiado
para que tú y yo consideremos por qué caminos nos ha salvado Jesús Señor
Nuestro; para que contemplemos ese amor suyo —verdaderamente inefable— a unas
pobres criaturas, formadas con barro de la tierra»[3]
Cuando los primeros fieles
escuchaban la proclamación litúrgica de los relatos evangélicos de la Pasión y
la homilía que pronunciaba el obispo, se sabían en una situación bien distinta
de la de quien asiste a una mera representación: «para sus corazones piadosos,
no había diferencia entre escuchar lo que se había proclamado y ver lo que
había sucedido»[4]. En los relatos de la Pasión, la entrada de Jesús en
Jerusalén es como la presentación oficial que el Señor hace de sí mismo como el
Mesías deseado y esperado, fuera del cual no hay salvación. Su gesto es el del
Rey salvador que viene a su casa. De entre los suyos, unos no lo recibieron,
pero otros sí, aclamándole como el Bendito que viene en nombre del Señor[5].
El Señor, siempre presente y
operante en la Iglesia, actualiza en la liturgia, año tras año, esta solemne
entrada en el «Domingo de Ramos en la Pasión del Señor», como lo llama el
Misal. Su mismo nombre insinúa una duplicidad de elementos: triunfales unos,
dolorosos otros. «En este día —se lee en la rúbrica— la Iglesia recuerda la
entrada de Cristo, el Señor, en Jerusalén para consumar su Misterio
pascual»[6]. Su llegada está rodeada de aclamaciones y vítores de júbilo,
aunque las muchedumbres no saben entonces hacia dónde se dirige realmente
Jesús, y se toparán con el escándalo de la Cruz. Nosotros, sin embargo, en el
tiempo de la Iglesia, sí que sabemos cuál es la dirección de los pasos del
Señor: Él entra en Jerusalén «para consumar su misterio pascual». Por eso, para
el cristiano que aclama a Jesús como Mesías en la procesión del domingo de Ramos,
no es una sorpresa encontrarse, sin solución de continuidad, con la vertiente
dolorosa de los padecimientos del Señor.
Es ilustrativo el modo en que la
liturgia nos traduce este juego de tinieblas y de luz en el designio divino: el
Domingo de Ramos no reúne dos celebraciones cerradas, yuxtapuestas. El rito de
entrada de la Misa no es otro que la procesión misma, y esta desemboca
directamente en la colecta de la Misa. «Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste
—nos dirigimos al Padre— que nuestro Salvador se hiciese hombre y muriese en la
cruz»[7]: aquí todo habla ya de lo que va a suceder en los días siguientes.