«El pueblo que yacía en tinieblas
ha visto una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz
ha amanecido» (Mt 4,16). De la mano del profeta Isaías, san Mateo presenta bajo
el signo de la luz el inicio de la actividad apostólica del Señor en Galilea,
tierra de transición entre Israel y el mundo pagano. Jesús, como profetizaba el
anciano Simeón décadas antes con el Niño entre sus brazos, es «luz para
iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32). Lo dirá el
Señor de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Con la luz de la fe,
con la luz que es Él, la realidad adquiere su verdadera profundidad, la vida
encuentra su sentido. Sin ella, al final parece que «todo se vuelve confuso, es
imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella
otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija»[1].
Son muchas las personas que, a
veces sin saberlo, buscan a Dios. Buscan su felicidad, que solo pueden
encontrar en Dios, porque su corazón está hecho por Él y para Él. «Ya estás tú
en sus corazones —reza San Agustín—, en los corazones de los que te confiesan,
y se arrojan en ti, y lloran en tu seno a vista de sus caminos difíciles (…)
porque eres tú, Señor, y no un hombre de carne y sangre; eres tú, Señor, que
los hiciste, quien los restablece y consuela»[2]. Sin embargo, también hay
quienes esperan encontrar la felicidad en otra parte, como si el Dios de los
cristianos fuera un competidor de sus ansias de felicidad. En realidad, le
están buscando a Él: se encaran solo «con la sombra de Jesucristo, porque a
Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la
maravilla de su doctrina»[3].
—«¿Crees tú en el Hijo del
Hombre?» —pregunta Jesús al ciego de nacimiento, que ha recobrado ya la vista.
—«¿Y quién es, Señor, para que crea en él?» (Jn 9,35s). En todos los rincones
del mundo hay hombres y mujeres que, en el fondo de la indiferencia u hostilidad
que puedan mostrar hacia la fe, esperan quien les indique dónde está Dios,
dónde está el que puede iluminar sus ojos y saciar su sed. Retratan bien su
situación unas palabras que san Ireneo escribe sobre Abrahán: «Cuando,
siguiendo el ardiente deseo de su corazón, peregrinaba por el mundo
preguntándose dónde estaba Dios, y comenzó a flaquear y estaba a punto de
desistir en la búsqueda, Dios tuvo piedad de aquel que, solo, le buscaba en
silencio»[4]. A cada uno de ellos debemos llegarnos los cristianos, con el
convencimiento humilde y sereno de que sabemos de Aquel a quien buscan (cfr. Jn
1,45s; Hch 17,23), aunque también nosotros constatemos tantas veces que aún no
le conocemos bien. A todos los cristianos el Señor nos dice: «vosotros sois la
luz del mundo» (Mt 5,14); «dadles vosotros de comer» (Mt 14,16).
Levadura de esta masa
El Evangelio «es una respuesta
que cae en lo más hondo del ser humano. Es la verdad que no pasa de moda porque
es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar»[5], porque alcanza a
«iluminar toda la existencia del hombre»[6], a diferencia de los saberes
humanos, que solo consiguen esclarecer algunas dimensiones de la vida. Sin
embargo, esta luz que «brilla en las tinieblas» (Jn 1,5) se encuentra con
frecuencia con la frialdad de un mundo que tiene por real solamente lo que se
puede ver y tocar, lo que se deja ver a la luz de la ciencia o del consenso
social. Por una inercia cultural de siglos, la fe se percibe a veces como «un
salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento
ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar
consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás»[7].
Sin embargo, también aquí hay
motivos para el optimismo. Benedicto XVI constataba ya hace unos años cómo la
ciencia ha empezado a tomar conciencia de sus límites: «muchos científicos
dicen hoy que de alguna parte tiene que venir todo, que debemos volver a
plantearnos esa pregunta. Con ello vuelve a crecer también una nueva
comprensión de lo religioso, no como un fenómeno de naturaleza mitológica,
arcaica, sino a partir de la conexión interior del Logos»[8]: poco a poco va
quedando atrás la idea, demasiado simple, de que creer en Dios es un recurso
para cubrir lo que no sabemos. Se abre camino una concepción de la fe como la
mirada que logra dar mejor cuenta del sentido del mundo, de la historia, del
hombre y, a la vez, de su complejidad y misterio[9].
Estas nuevas perspectivas traen
consigo un desafío para la teología, la catequesis y, en definitiva, el
apostolado personal: «la religiosidad tiene que regenerarse de nuevo en este
gran contexto y encontrar así nuevas formas de expresión y de comprensión. El
hombre de hoy no comprende ya sin más que la sangre de Cristo en la cruz es
expiación por sus pecados (…); se trata de fórmulas que hay que traducir y
captar de nuevo»[10]. En efecto, es tarea de la teología no solo profundizar en
los distintos aspectos de la fe, sino también acercar cada generación al
Evangelio. La teología y la catequesis no deben contemporizar, en el sentido de
rebajar la fe a las miopías de cada época, pero están llamadas a hacer
contemporáneo a Cristo: a acoger las inquietudes, el lenguaje y los desafíos de
cada momento, no como un mal menor, sino como la materia y el ambiente en que
Dios espera que hagamos un pan sabroso, un pan para alimentar a todos (cfr. Mt
14,16). «Fuimos invitados a ser levadura de esta masa concreta. Es cierto
podrán existir “harinas” mejores, pero el Señor nos invitó a leudar aquí y
ahora, con los desafíos que se nos presentan. No desde la defensiva, no desde
nuestros miedos sino con las manos en el arado, ayudando a hacer crecer el
trigo tantas veces sembrado en medio de la cizaña»[11].
La atención a la sensibilidad del
presente no viene a añadirse desde fuera a la fidelidad al Evangelio, sino que
forma parte esencial de ella. Para proteger la fe, para vivirla con sentido, y
para ir por todo el mundo enseñándola (cfr. Mc 16,15), se hace necesario
recibirla hoy de nuevo, percibirla y hacer que los demás la perciban como lo
que verdaderamente es: un don de Dios que nos cambia la vida, que la llena de
luz. «Algunos pasan por la vida como por un túnel, y no se explican el
esplendor y la seguridad y el calor del sol de la fe»[12]. El esfuerzo por
mostrar esa luz y calor de la fe está transido de una solicitud sincera por hacerse
cargo de las perplejidades y las dudas de nuestros coetáneos, sin considerarlas
de antemano como impertinencias o complicaciones. Así uno se pone en mejores
condiciones de encontrar, en cada caso, las palabras adecuadas. Hay personas,
escribía San Josemaría, «que no saben nada de Dios..., porque no les han
hablado en términos comprensibles»[13]. Cuando alguien no entiende, puede ser
porque quien les habla tampoco ha comprendido lo que explica, o no se ha hecho
cargo de sus inquietudes, y habla, quizá sin querer, de un modo abstracto y
despegado. A la vez, es bueno no olvidar que «nunca podremos convertir las
enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente comprendido y felizmente valorado
por todos. La fe siempre conserva un aspecto de cruz (…). Hay cosas que solo se
comprenden desde esa adhesión que es hermana del amor, más allá de la claridad
con que puedan percibirse las razones y argumentos»[14].
Los católicos pueden verse a
veces criticados como gente de miras estrechas, por el hecho de que no se pliegan
a ciertos postulados que el mundo da por buenos. Sin embargo, si no dejan que
les invada el miedo o el resentimiento ante las descalificaciones, si procuran
desentrañar la inquietud o la herida que late en una respuesta airada, si no se
cansan de pensar nuevos modos de dar cuenta de su visión del mundo, de hecho
serán reconocidos, cada uno a su nivel, como personas con «amplitud de
horizontes (…); una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del
pensamiento (…); una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual
de las estructuras sociales y de las formas de vida»[15].
La serie de editoriales que ahora
inicia se propone ilustrar cómo la fe responde a las aspiraciones más profundas
del corazón del hombre del siglo XXI, cómo Cristo, en enseñanza del Concilio
Vaticano II, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»[16]. Se quiere
prestar atención a las dificultades que muchas personas encuentran —incluso
cristianos con buena formación— para comprender el sentido de determinados
aspectos de la fe, y para explicarlos a otros cuya fe se ha enfriado, o que
querrían acercarse a ella. Se dirige, por tanto, a un público amplio:
creyentes, vacilantes y no creyentes con apertura, quizá latente, a la fe. Las
distintas cuestiones se abordan sin pretensión de exhaustividad, centrando el
esfuerzo en recuperar accesos, en trazar nuevos caminos hacia puntos que pueden
resultar menos claros hoy: mostrando, en fin, cómo la fe ilumina la realidad, y
cómo se puede vivir la propia vida bajo esa luz. ¿Qué significa para mi vida,
por ejemplo, que Jesucristo haya resucitado, o que Dios sea una Trinidad de
personas? ¿En qué sentido la fe en la creación cambia la visión de la realidad?
¿Si el más allá no es un lugar físico, cómo pensar que sea tan real como el
suelo que piso?
Donde está tu síntesis
Quien sigue un partido de tenis
por la televisión no mejora con eso su forma física o su técnica: solo al jugar
en la cancha entran en movimiento la técnica, el estilo, el golpe. De modo
análogo, la formación doctrinal no se limita al acopio de conocimientos o de
argumentos. Nos podemos beneficiar mucho de lo que leemos o estudiamos, pero no
basta con retener: es necesario elaborar una comprensión propia de las cosas,
hacerlas nuestras. «El estudio de la teología, no rutinario ni simplemente
memorístico, sino vital, ayuda en gran medida a que lleguen a ser plenamente
connaturales a la inteligencia las verdades de nuestra fe y a aprender a pensar
en la fe y desde la fe. Sólo así se está en condiciones de valorar las
múltiples cuestiones, en ocasiones complejas, que suscitan las ocupaciones
profesionales y el desarrollo de la sociedad en su conjunto»[17].
La caridad, el amor fraterno, por
el que vemos en cada hombre un hermano, es sin duda el testimonio más auténtico
y luminoso de la fe: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os
tenéis amor unos a otros» (Jn 13,35). Cuando una persona se sabe querida de
verdad, sin reservas, adivina el Amor de quien «nos amó primero» (1 Jn 4,19),
un Amor que no es de este mundo, porque pasa por encima de tantas cosas
—errores, antipatías, timidez, desconocimiento— que en el mundo llevan a la
gente a ignorarse o a despreciarse. «A Dios se le puede ver con el corazón: la
simple razón no basta»[18]: si la caridad, que habla al corazón, hace visible a
Dios, su falta desdibuja su presencia en el mundo, y deslegitima al evangelizador;
hace de él un falso profeta (Cfr. Mt 7,15). Sin embargo, la autenticidad que se
espera hoy de un cristiano no se limita al testimonio de la caridad: se refiere
también, en una medida importante, al modo personal y natural en que habla de Dios.
Si uno tiene el hábito de pensar y de explicarse su propia fe, si ese diálogo
interior nutre su oración y se nutre de ella, al hablar de Dios no transmitirá
solo nociones teológicas o doctrinales: hablará de su experiencia, la de
alguien que vive con Él y de Él. Por contraste, decía san Agustín, «pierde el
tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella
en su interior»[19]. Escuchar la Palabra de Dios es dejar que modele nuestro
modo de pensar, de hablar, de vivir; que ilumine nuestras situaciones,
intereses, encuentros; que se haga, en definitiva, nuestra.
«Donde está tu síntesis, allí
está tu corazón», escribe el Papa, parafraseando una frase del Señor (cfr. Mt
6,21): «la diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas
sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón»[20].
El lenguaje que mueve no es necesariamente el del gran orador, sino el de quien
habla, desde su modo de ser, con sus palabras, de su experiencia de la fe. Por
eso la formación doctrinal no está llamada a discurrir en un sector de nuestro
saber, aislado del resto, sino a dialogar con todo lo que vivimos y somos, de
modo que aun tomando tantas formas como personas, se pueda reconocer el mismo
Espíritu en todas ellas. Así lo vemos en los santos, que nos hablan de Dios de
mil modos, y así sucede con tantos santos escondidos. Si cada época —hoy quizá más—
tiene sus Babeles, marañas de voces enfrentadas o discordantes (cfr. Gn
11,1-9), la pluralidad de lenguas del Espíritu Santo sigue ensanchándose en una
«nueva Pentecostés»[21] allí donde hay cristianos que le escuchan, porque «si
el Espíritu Santo no da interiormente la inteligencia, el hombre trabaja en
vano (...): si el Espíritu Santo no acompaña el corazón del que oye, será
inútil la palabra del doctor»[22].
Intenta beber de tu propia fuente
Se ha dicho que la cultura es lo
que queda cuando uno olvida lo que estudió: es aquello que crece al cultivar la
tierra de nuestra alma. «Nuestra formación no termina nunca»[23], solía decir
san Josemaría: es necesario estudiar durante toda la vida, y hacerlo con la
mentalidad evangélica y evangelizadora del agricultor (cfr. Mt 13,3-43). El
cultivo es un trabajo paciente y sostenido, pero lleno de gratificaciones,
cuando salen los primeros brotes, y cuando llegan los frutos. Junto al diálogo
con Dios en la oración, y la disposición a conversar con los demás, facilita
mucho ese cultivo la reflexión personal, por la que se adquiere una voz propia,
auténtica, abierta. En ese diálogo interior, es necesario arar, sembrar, regar:
ir dando forma a las ideas, buscar las palabras, aunque a veces salgan solo
balbuceos. Las ideas de otros pueden ayudarnos mucho, pero no basta con hacer
acopio de ellas si queremos hablar de corazón a corazón.
No se trata, pues, solamente de
saber cosas, según una noción meramente cuantitativa del saber, sino de
adquirir y renovar una mirada penetrante y apasionada sobre la realidad en toda
su amplitud, es decir, con los demás y con Dios. La comprensión de la fe es
tarea para cada uno, con sus modos: la profesora universitaria, el trabajador
manual, la asistenta social, el auditor. Esta tarea intransferible no se añade
al interés por conocer la fe, sino que le da forma: es una actitud por la que
uno procura hacer suyo lo que oye, no solo en las obras, sino también en las
ideas, en el lenguaje. «Soy un hombre de este tiempo si vivo sinceramente mi fe
en la cultura de hoy, siendo uno que vive con los medios de comunicación de
hoy, con los diálogos, con las realidades de la economía, con todo, si yo mismo
tomo en serio mi propia experiencia e intento personalizar en mí esta realidad.
Así estamos en el camino de hacer que también los demás nos entiendan. San
Bernardo de Claraval, en su libro de reflexiones a su discípulo el Papa
Eugenio, dijo: intenta beber de tu propia fuente, es decir, de tu propia
humanidad. Si eres sincero contigo mismo y empiezas a ver en ti qué es la fe,
con tu experiencia humana en este tiempo, bebiendo de tu propio pozo, como dice
san Bernardo, también puedes decir a los demás lo que hay que decir»[24].
Quien se conduce así aprende de
todas las conversaciones, no se arredra ante las objeciones, sino que las
acepta como retos para comprender mejor su propia fe, para hacerse cargo de
cómo piensan los demás, para percibir con ellos sus vértigos. Quien vive así
escucha mucho, aprende con todos y de todos; concibe el diálogo, más que como
una lucha por afianzar posiciones y rebatir argumentos, como un baile, en el
que todo puede cooperar a esclarecer la realidad, aunque no sea siempre por la
línea recta. «Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se
realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los
que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas,
sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo»[25].
Aunque el cristiano tiene la
responsabilidad de defender la fe, su espíritu de fondo no es el de quien
recupera un espacio perdido, sino el de quien se sabe parte de una serena
conquista. Sabemos dónde está la felicidad que busca nuestro corazón y el de
todos los hombres y mujeres. Y la buscamos con ellos: «de ti piensa mi corazón:
“Busca su rostro”» (Sal 27,8). Qué paz nos da esa certeza, para dialogar con
todos, como hermanos que buscan a quien yo busco, que comparten conmigo mucho
más de lo que piensan; para crecer con ellos, sabiendo que a su tiempo se hará
la luz: nuestros amigos descubrirán «ubi vera sunt gaudia», dónde se encuentra
la verdadera alegría[26], y nosotros lo redescubriremos con ellos.