Hoy, fiesta del Corpus Christi,
meditamos juntos la profundidad del amor del Señor, que le ha llevado a
quedarse oculto bajo las especies sacramentales, y parece como si oyésemos
físicamente aquellas enseñanzas suyas a la muchedumbre: salió un sembrador a
sembrar y, al esparcir los granos, algunos cayeron cerca del camino, y vinieron
las aves del cielo y se los comieron; otros cayeron en pedregales, donde había
poca tierra, y luego brotaron, por estar muy en la superficie, mas nacido el
sol se quemaron y se secaron, porque no tenían raíces; otros cayeron entre
espinas, las cuales crecieron y los sofocaron; otros granos cayeron en buena
tierra, y dieron fruto, algunos el ciento por uno, otros el sesenta, otros el
treinta.
La escena es actual. El sembrador
divino arroja también ahora su semilla. La obra de la salvación sigue
cumpliéndose, y el Señor quiere servirse de nosotros: desea que los cristianos
abramos a su amor todos los senderos de la tierra; nos invita a que propaguemos
el divino mensaje, con la doctrina y con el ejemplo, hasta los últimos rincones
del mundo. Nos pide que, siendo ciudadanos de la sociedad eclesial y de la
civil, al desempeñar con fidelidad nuestros deberes, cada uno sea otro Cristo,
santificando el trabajo profesional y las obligaciones del propio estado.
Si miramos a nuestro alrededor, a
este mundo que amamos porque es hechura divina, advertiremos que se verifica la
parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda, suscita en muchas almas afanes
de entrega y de fidelidad. La vida y el comportamiento de los que sirven a Dios
han cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se
mueven —sin saberlo quizá— por ideales nacidos del cristianismo.
Vemos también que parte de la
simiente cae en tierra estéril, o entre espinas y abrojos: que hay corazones
que se cierran a la luz de la fe. Los ideales de paz, de reconciliación, de
fraternidad, son aceptados y proclamados, pero —no pocas veces— son desmentidos
con los hechos. Algunos hombres se empeñan inútilmente en aherrojar la voz de
Dios, impidiendo su difusión con la fuerza bruta o con un arma menos ruidosa, pero
quizá más cruel, porque insensibiliza al espíritu: la indiferencia.