"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

28 de junio de 2017

POR SUS FRUTOS LOS CONOCERÉIS

— Los frutos buenos solo pueden provenir de un árbol sano. Los falsos maestros y su mala doctrina.
— El trato con Dios y las obras del cristiano.
— Los frutos amargos del laicismo
I. El Señor insiste en repetidas ocasiones en el peligro de los falsos profetas, que llevarán a muchos a su ruina espiritual1. En el Antiguo Testamento también se hace referencia a estos malos pastores que causan estragos en el pueblo de Dios. Así, el Profeta Jeremías denuncia la impiedad de aquellos que profetizan por Baal y desorientan a mi pueblo Israel, lo engañan y le cuentan sus propias fantasías y no las palabras de Yahvé..., descarrían a mi pueblo con sus mentiras y sus jactancias, siendo así que yo no los he enviado, ni les he dado misión alguna, ni han hecho a mi pueblo ningún bien2. Pronto aparecieron también en el seno de la Iglesia. San Pablo los llama falsos hermanos y falsos apóstoles3, y advierte a los primeros cristianos que se guarden de ellos; San Pedro los llama falsos doctores4. En nuestros días también han proliferado los maestros del error; ha sido abundante la siembra de malas semillas, y han sido causa de desconcierto y de ruina para muchos.
En el Evangelio de la Misa5 nos advierte el Señor: Tened cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Mucho es el daño que causan en las almas, pues los que se acercan a ellos en busca de luz encuentran oscuridad, buscan fortaleza y hallan incertidumbre y debilidad. El mismo Señor nos señala que tanto los verdaderos como los falsos enviados de Dios se conocerán por sus frutos; los predicadores de falsas reformas y doctrinas no acarrearán más que la desunión del tronco fecundo de la Iglesia y la turbación y perdición de las almas: por sus frutos los conoceréis, nos dice Jesús. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. En este pasaje del Evangelio nos advierte el Señor para que estemos vigilantes y seamos prudentes con los doctores falsarios y con sus doctrinas engañosas, pues no siempre será fácil distinguirlas, ya que la mala doctrina se presenta muchas veces con apariencia de bondad y de bien.
II. Los árboles sanos dan frutos buenos. Y el árbol está sano cuando corre por él savia buena. La savia del cristiano es la misma vida de Cristo, la santidad personal, que no se puede suplir con ninguna otra cosa. Por eso no debemos separarnos nunca de Él: quien está unido conmigo, y yo con él -nos dice-, ese da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer6. En el trato con Jesús aprendemos a ser eficaces, a estar alegres, a comprender, a querer de verdad, a ser, en definitiva, buenos cristianos.
La vida de unión con Cristo necesariamente trasciende el ámbito individual del cristiano en beneficio de los demás: de ahí brota la fecundidad apostólica, ya que «el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de vida interior»7, de la unión vital con el Señor. «Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre con los auxilios espirituales comunes a todos los fieles, muy especialmente con la participación activa en la sagrada liturgia. Los seglares deben servirse de estos auxilios de tal forma que, al cumplir debidamente sus obligaciones en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida privada, sino que crezcan intensamente en esa unión realizando sus tareas en conformidad con la Voluntad de Dios»8. El trato con el Señor en la Sagrada Eucaristía, la participación en la Santa Misa –verdadero centro de la vida del cristiano–, la oración personal y la mortificación, que permite ese trato con Dios, tendrá unas manifestaciones concretas a la hora de realizar nuestros quehaceres, al relacionarnos con otras personas, creyentes o no, y al cumplir nuestros deberes cívicos y sociales. La savia no se ve, pero los frutos sí, y por el modo de comportarnos deberán reconocer a Cristo en nosotros: por la alegría, por la serenidad ante el dolor y las contrariedades, por la facilidad para disculpar los errores ajenos, por la exigencia en los propios deberes, por la sobriedad ejemplar en el uso de los bienes materiales, por el agradecimiento sincero ante los pequeños servicios de la convivencia diaria...
Si se descuidara esa honda unión con Dios, la eficacia apostólica con quienes nos relacionamos habitualmente se iría reduciendo hasta ser nula, y los frutos se tornarían amargos, indignos de ser presentados al Señor. «Entre aquellos mismos –señalaba San Pío X– a quienes les resulta una carga recogerse en su corazón (Jer 12, 11) o no quieren hacerlo, no faltan los que reconocen la consiguiente pobreza de su alma, y se excusan con el pretexto de que se entregaron totalmente al servicio de las almas. Pero se engañan. Habiendo perdido la costumbre de tratar con Dios, cuando hablan de Él a los hombres o dan consejos de vida cristiana, están totalmente vacíos del espíritu de Dios, de manera que la palabra del Evangelio parece como muerta en ellos»9. No es infrecuente entonces que –en el mejor de los casos– se den solo consejos a ras de tierra, sin contenido sobrenatural, o doctrinas propias, cuando tenía que haberse dado la doctrina del Evangelio. Si se descuida el trato con Dios, la piedad personal, no se producen las obras que el Señor espera de cada cristiano. De la abundancia del corazón habla la boca10; y si en el corazón no está Dios, ¿cómo podrán comunicar las palabras y la vida que de Él proceden? Examinemos hoy cómo es nuestra oración: la puntualidad en la hora fijada, el empeño por rechazar las distracciones, el hacerla en el lugar más oportuno, la petición a la Virgen, a San José, al Ángel Custodio para que nos ayuden a mantener un diálogo vivo y personal con el Señor, cómo nos concretamos algún propósito cada día, aunque sea pequeño... Examinemos también cómo es nuestro interés por vivir la presencia de Dios mientras caminamos por la calle, mientras trabajamos, en la familia..., y puntualicemos qué debemos rectificar, mejorar. Formulemos un propósito, quizá pequeño, pero concreto.
III. Así como el hombre que excluye de su vida a Dios se convierte en árbol enfermo con malos frutos, la sociedad que pretende desalojar a Dios de sus costumbres y de sus leyes produce males sin cuento y gravísimos daños para los ciudadanos que la integran. «Sin religión es imposible que sean buenas las costumbres de un Estado»11. Surge al mismo tiempo el fenómeno del laicismo, que quiere suplantar el honor debido a Dios y la moral basada en principios trascendentes, por ideales y normas de conducta meramente humanos, que acaban siendo infrahumanos. A la vez, tratan de relegar a Dios y a la Iglesia al interior de las conciencias y se ataca, con agresividad, a la Iglesia y al Papa, bien directamente o en personas o instituciones que son fieles a su Magisterio.
No es raro entonces que «donde el laicismo logra sustraer al hombre, a la familia y al Estado del influjo regenerador de Dios y de la Iglesia, aparezcan señales cada vez más evidentes y terribles de la corruptora falsedad del viejo paganismo. Cosa que sucede también en aquellas regiones en las que durante siglos brillaron los fulgores de la civilización cristiana»12. Esas señales producidas por la secularización son evidentes en muchos países, incluso de gran tradición y raigambre cristiana, donde progresa este proceso de secularización: divorcio, aborto, aumento alarmante del consumo de droga, incluso en niños y menores de edad, agresividad, desprecio de la moralidad pública... El hombre y la sociedad se deshumanizan y degradan cuando no tienen a Dios como Padre, lleno de amor, que sabe dar leyes para la misma conservación de la naturaleza humana y para que las personas encuentren su propia dignidad y alcancen el fin para el que fueron creadas.
Ante frutos tan amargos, los cristianos debemos responder con generosidad a la llamada recibida de Dios para ser sal y luz allí donde estamos, por pequeño que pueda ser o parecer el ámbito donde se desenvuelve nuestra vida. Debemos mostrar con hechos que el mundo es más humano, más alegre, más honesto, más limpio, cuando está más cerca de Dios. La vida más merece la pena ser vivida cuanto más informada esté por la luz de Cristo.
Jesús nos mueve continuamente a no permanecer inactivos, a no perder la más pequeña ocasión de dar un sentido más cristiano, más humano, a las personas y al ambiente en el que nos movemos. Al terminar nuestra oración nos preguntamos hoy: ¿qué puedo hacer yo en mi familia, en mi escuela, en la Universidad, en la oficina..., para que el Señor esté presente en esos lugares? Y pedimos a San José la firmeza de espíritu para llevar a Cristo a todas las realidades humanas. Miremos con fe el ejemplo de su vida, de la que se «desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan»13.
Con la gracia de Dios y la intercesión del Santo Patriarca, nos esforzaremos con constancia para dar fruto abundante, en el lugar donde Dios nos ha puesto.