— Colaboradores leales en la promoción del bien común.
— La dimensión religiosa del hombre.
— La fe, una luz poderosa.
I. La Primera lectura de la Misa1 nos muestra cómo Dios elige sus instrumentos de salvación donde quiere. Para sacar a su Pueblo del destierro se valdrá de Ciro, un rey pagano. También se sirve el Señor de la autoridad política para hacer el bien, pues nada queda fuera de su dominio paternal.
En el Evangelio del día2, ante una pregunta insidiosa, Jesús reafirma el deber de obedecer a la autoridad civil. Unos fariseos, unidos a los herodianos, con los que habían hecho causa común para atacar al Señor, le preguntaron si era lícito pagar el tributo al César. El pago de estas contribuciones era considerado por algunos como una colaboración con el poder extranjero, que con su autoridad –pensaban– limitaba el dominio de Dios sobre el Pueblo elegido. Si el Maestro lo admitía, los fariseos le podrían considerar como colaborador del dominio romano, y desacreditarlo ante una buena parte del pueblo; si se oponía, los herodianos, amigos del poder establecido, tendrían motivo para denunciarle a la autoridad romana.
Jesús da una respuesta de una hondura divina, más allá de lo que le habían preguntado, y contesta a la vez con toda exactitud a la cuestión que le han planteado. No se limita al sí o al no. Dad al César lo que es del César, enseña el Maestro, lo que le corresponde (tributos, obediencia a las leyes justas...), pero no más de ello, porque el Estado no tiene una potestad y un dominio absolutos. Como ciudadanos normales, los cristianos tienen «el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común»3. Por su parte, las autoridades están gravemente obligadas a comportarse con equidad y justicia en la distribución de cargas y beneficios, a servir al bien común sin buscar el provecho personal, a legislar y gobernar con el más pleno respeto a la ley natural y a los derechos de la persona: a la vida desde el momento de su concepción, el primero de todos los derechos; protección a la familia, origen de toda sociedad; libertad religiosa; derecho de los padres a la educación de los hijos... ¡Ay de los que dan leyes inícuas!4, clama el Señor por boca del Profeta Isaías.
Deber de todos los cristianos es rogar al Señor por los que están constituidos en autoridad, pues es mucha la responsabilidad que tienen sobre sí. Por nuestra parte, los cristianos hemos de ser ciudadanos que cumplen con exactitud sus deberes para con la sociedad, para con el Estado, para con la empresa en la que trabajamos...: no deben existir colaboradores más leales en la promoción del bien común. Y esta fidelidad nace a la vez de nuestra conciencia, pues esas prestaciones deben ser también para nosotros los cristianos camino de santidad: el pago de los impuestos justos, el ejercicio responsable del voto, la colaboración en las iniciativas que lleven a una mejora de la ciudad o del pueblo, la intervención en la política si a eso nos sentimos llamados... Examinemos hoy delante del Señor si verdaderamente podemos ser ejemplo para muchos por nuestra colaboración, por el sentido positivo con que nos disponemos siempre a promover el bien de todos.
II. El Señor, ante la pregunta de fariseos y herodianos, reconoció el poder civil y sus derechos, pero avisó claramente que deben respetarse los derechos superiores de Dios5, pues la actividad del hombre no se reduce a lo que cae bajo el ámbito de la ordenación social o política. Existe en él una dimensión religiosa profunda, que informa todas las tareas que lleva a cabo y que constituye su máxima dignidad. Por eso, sin que nadie le preguntara, añadió el Señor: Dad... a Dios lo que es de Dios.
Cuando el cristiano actúa en la vida pública, en la enseñanza, en cualquier empeño cultural..., no puede guardar su fe para mejor ocasión, pues «la distinción establecida por Cristo no significa, en modo alguno, que la religión haya de relegarse al templo –a la sacristía– ni que la ordenación de los asuntos humanos haya de hacerse al margen de toda ley divina y cristiana»6. Por el contrario, los cristianos han de ser luz y sal allí donde se encuentren, han de convertir el mundo, con frecuencia el pequeño mundo en el que se desarrolla su vida, en un lugar más humano y habitable, donde los hombres encuentren con más facilidad el camino que les lleva a Dios. Los seglares cumplen «la misión de la Iglesia en el mundo, ante todo, con la concordancia entre su vida y su fe, con la que se convierten en luz del mundo; con la honradez en todos los negocios, la cual atrae a todos hacia el amor de la verdad y del bien y, finalmente, a Cristo y a la Iglesia; con la caridad fraterna, por la que, participando en las condiciones de vida, trabajo y sufrimientos y aspiraciones de los hermanos, disponen insensiblemente los corazones de todos hacia la acción de la gracia salvadora; con la plena conciencia de su papel en la edificación de la sociedad, por la que se esfuerzan en llenar de magnanimidad cristiana su actividad doméstica, social y profesional»7.
III. El cristiano, al actuar en la vida pública, al expresar su opinión ante esos temas fundamentales que configuran una sociedad, lleva consigo una luz poderosa, la luz de la fe. Sabe muy bien que las enseñanzas de Dios, expuestas por el Magisterio de la Iglesia, no solo no suponen un obstáculo para el bien de las personas y de la sociedad, o para el progreso científico. Por el contrario, son una guía para su realización. Cuando, por ejemplo, el cristiano advierte la índole indisoluble que por su naturaleza tiene todo verdadero matrimonio, está señalando una pista de bien social, una garantía para que se conserve sana una sociedad8. Está aportando un dato importantísimo para el bien de todos. Por eso, no tiene una postura encogida, preocupada por las opciones que le están vedadas. ¡Es mucho lo que tiene que aportar al mundo, como hicieron los cristianos de los primeros tiempos! Debe saber que, si tiene una conciencia bien formada en aquellos criterios básicos, puede prestar un bien inmenso a sus conciudadanos. ¡Tiene en sus manos una gran luz en medio de tanta oscuridad!
No debe ocurrir lo que señalaba el Cardenal Luciani, más tarde Juan Pablo I: «En esta sociedad se ha creado un enorme vacío moral y religioso. Todos parecen espasmódicamente lanzados hacia conquistas materiales: ganar, invertir, rodearse de nuevas comodidades, pasarlo bien (...). Dios –que debería invadir nuestra vida– se ha convertido, en cambio, en una estrella lejanísima, a la que solo se mira en determinados momentos. Creemos ser religiosos porque vamos a la iglesia, tratando después de llevar fuera de la iglesia una vida semejante a la de tantos otros, entretejida de pequeñas o grandes trampas, de injusticias, de ataques a la caridad, con una falta absoluta de coherencia»9. No es así como podremos dar a Dios lo que es de Dios, sino con el testimonio de una vida coherente, sintiéndonos hijos de Dios igual en el parlamento que en la conversación amable en casa de unos amigos, con el convencimiento de que solo en el seno de la Iglesia se guardan los valores que pueden llenar ese «tremendo vacío moral y religioso». Una sociedad sin estos valores está abocada a una creciente agresividad y también a una progresiva deshumanización. Dios no es «una estrella lejanísima», inoperante, sino una poderosa luz que da sentido a todo el quehacer humano. Somos los cristianos, unidos a otros hombres de buena voluntad, los que tenemos la posibilidad de salvar este mundo. ¡Cómo vamos a estar encogidos cuando defendemos el valor de la vida humana desde sus comienzos –frente a las aberraciones a las que pueden dar lugar las manipulaciones genéticas–, o el derecho de los padres a la educación de sus hijos, a que se les imparta una enseñanza católica en las escuelas si así lo desean!
...A Dios lo que es de Dios. Del Señor es la vida de los hombres, desde su concepción; y la familia, a la que santificó en Nazaret, basada en un matrimonio indisoluble, como Él mismo lo declaró ante el escándalo de los que le escuchaban; y la conciencia de los hombres, que debe ser formada para que sea luz que ilumine sus caminos; y la fuente de la vida, que los hombres no pueden cegar...
Todo en nuestra vida es del Señor, ¿cómo nos vamos a reservar parcelas donde Él no pueda estar presente? Pidamos a Nuestra Señora que nos dé la alegría santa de sentirnos en toda ocasión hijos de Dios, y de actuar como tales con responsabilidad personal.