La Cuaresma es el tiempo litúrgico de conversión, que marca la Iglesia para prepararnos a la gran fiesta de la Pascua. Es tiempo para arrepentirnos de nuestros pecados y de cambiar algo de nosotros para ser mejores y poder vivir más cerca de Cristo.
La Cuaresma dura 40 días; comienza el Miércoles de Ceniza y termina antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo. A lo largo de este tiempo, sobre todo en la liturgia del domingo, hacemos un esfuerzo por recuperar el ritmo y estilo de verdaderos creyentes que debemos vivir como hijos de Dios.
El color litúrgico de este tiempo es el morado que significa luto y penitencia. Es un tiempo de reflexión, de penitencia, de conversión espiritual; tiempo de preparación al misterio pascual.
En la Cuaresma, Cristo nos invita a cambiar de vida. La Iglesia nos invita a vivir la Cuaresma como un camino hacia Jesucristo, escuchando la Palabra de Dios, orando, compartiendo con el prójimo y haciendo obras buenas. Nos invita a vivir una serie de actitudes cristianas que nos ayudan a parecernos más a Jesucristo, ya que por acción de nuestro pecado, nos alejamos más de Dios.
Por ello, la Cuaresma es el tiempo del perdón y de la reconciliación fraterna. Cada día, durante toda la vida, hemos de arrojar de nuestros corazones el odio, el rencor, la envidia, los celos que se oponen a nuestro amor a Dios y a los hermanos. En Cuaresma, aprendemos a conocer y apreciar la Cruz de Jesús. Con esto aprendemos también a tomar nuestra cruz con alegría para alcanzar la gloria de la resurrección.
40 días
La duración de la Cuaresma está basada en el símbolo del número cuarenta en la Biblia. En ésta, se habla de los cuarenta días del diluvio, de los cuarenta años de la marcha del pueblo judío por el desierto, de los cuarenta días de Moisés y de Elías en la montaña, de los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto antes de comenzar su vida pública, de los 400 años que duró la estancia de los judíos en Egipto.
En la Biblia, el número cuatro simboliza el universo material, seguido de ceros significa el tiempo de nuestra vida en la tierra, seguido de pruebas y dificultades.
La práctica de la Cuaresma data desde el siglo IV, cuando se da la tendencia a constituirla en tiempo de penitencia y de renovación para toda la Iglesia, con la práctica del ayuno y de la abstinencia. Conservada con bastante vigor, al menos en un principio, en las iglesias de oriente, la práctica penitencial de la Cuaresma ha sido cada vez más aligerada en occidente, pero debe observarse un espíritu penitencial y de conversión.
Empezamos la cuaresma con estas líneas del Prelado del Opus
Dei que se felicita por el aniversarios del 14 de febrero y nos anima a
comenzar la cuaresma: Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis
hijos!
Os escribo brevemente, con el recuerdo aún vivo de los días
pasados en Brasil, donde he podido palpar una vez más la vitalidad de la
Iglesia y de la Obra. En mis encuentros con muchísimas personas, familias, y
tanta gente joven, saltaba a la vista la alegría y el deseo de trabajar por
Dios. Démosle gracias, porque todo esto es de Él.
Este sentimiento de gratitud surge especialmente hoy, al
cumplirse 75 años del 14 de febrero de 1943, cuando san Josemaría recibió una
nueva luz fundacional sobre la Obra: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
En este aniversario os quiero transmitir, a mis hijos sacerdotes incardinados
en la Prelatura o en las diversas diócesis, el agradecimiento de todos en la
Obra por vuestra generosa entrega al servicio de las almas. Ilusionaos una vez
más con ser «sacerdotes cien por cien», como solía decir nuestro Padre.
La fecha de hoy señala además el momento en que, en 1930, el
Señor hizo ver a san Josemaría que quería también a las mujeres en su Obra.
Hijas mías: mirando hacia atrás, viendo el panorama apostólico que habéis
desplegado hasta ahora y lo que seguirá creciendo; viendo también los frutos de
vuestro empuje y de vuestras iniciativas en el conjunto de la Obra, sale
espontáneo decirse: qué bien hace Dios las cosas, contando con nuestra
poquedad.
Inicia hoy, en fin, la Cuaresma. En el mensaje que ha escrito
para esta ocasión, el Papa nos previene con energía ante los falsos profetas:
ante tantas promesas efímeras de felicidad que dejan vacía el alma, y que
incapacitan para percibir y para transmitir la alegría de Dios. El Santo Padre
nos anima a «no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer
qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más
duradera, porque vienen de Dios». Pensemos, pues, al empezar esta Cuaresma: esa
actividad, aquel ambiente, ¿me lleva a Dios o me aleja de Él? Y también: ¿cómo
puedo llevar todo eso a Dios? Emprendamos juntos este camino de conversión
hacia la Pascua.
Como es habitual por estas fechas, en unos días empezaré mi
curso de retiro, coincidiendo con el que hará el Santo Padre. No os olvidéis de
rezar por el Papa, y acompañadme a mí también con vuestra oración.
Con todo cariño os bendice vuestro Padre Roma, 14 de febrero
de 2018
MENSAJE PAPA
FRANCISCO CUARESMA 2018
Queridos hermanos y hermanas:
Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para
prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la
Cuaresma, «signo sacramental de nuestra conversión»[1], que anuncia y realiza
la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida.
Como todos los años, con este mensaje
deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de
gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de
Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12).
Esta frase se encuentra en el
discurso que habla del fin de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén,
en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión
del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una
gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la
comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos
profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los
corazones, que es el centro de todo el Evangelio.
Los falsos profetas
Escuchemos este pasaje y
preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?
Son como «encantadores de
serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a
las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan
fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la
felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del
dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos.
Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.
Otros falsos profetas son esos
«charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos,
remedios que sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los
jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas
relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se
dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones
parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin
sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo
más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño
de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y
el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el
demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el mal
como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre. Cada
uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su corazón
si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos profetas. Tenemos que
aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer
qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más
duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien.
Un corazón frío
Dante Alighieri, en su descripción del
infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo[2]; su morada es el
hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros
la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo
de apagarse en nosotros?
Lo que apaga la caridad es ante todo
la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue
el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él,
prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos confortados
por su Palabra y sus Sacramentos[3]. Todo esto se transforma en violencia que
se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras
«certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el
extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas.
También la creación es un testigo
silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a
causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también
contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos
de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su
gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.
El amor se enfría también en nuestras
comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir
las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta,
el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras
fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente,
disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero[4].
¿Qué podemos hacer?
Si vemos dentro de nosotros y a
nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y
maestra, además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este
tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.
El hecho de dedicar más tiempo a la
oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales
nos engañamos a nosotros mismos[5], para buscar finalmente el consuelo en Dios.
Él es nuestro Padre y desea para nosotros la vida.
El ejercicio de la limosna nos libera
de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que
tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en
un auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que
siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de
compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión
que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san
Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la colecta para la
comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en
Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de
iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también
en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos
que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una
ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy
se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis
necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?[6]
El ayuno, por último, debilita
nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para
crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos que
carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa
la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de
Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo,
inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra
hambre.
Querría que mi voz traspasara las
fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a todos ustedes, hombres y
mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten
afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les
preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se
debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar
juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda
para nuestros hermanos.
El fuego de la Pascua
Invito especialmente a los miembros
de la Iglesia a emprender con celo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la
limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión
de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre
nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.
Una ocasión propicia será la
iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita nuevamente a
celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto de adoración
eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo,
inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En
cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas
seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.
En la noche de Pascua reviviremos el
sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego
nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica.
«Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro
corazón y de nuestro espíritu»[7], para que todos podamos vivir la misma
experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la Palabra del
Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder
de fe, esperanza y caridad.
Los bendigo de todo corazón y rezo
por ustedes. No se olviden de rezar por mí.
Vaticano, 1 de noviembre de 2017
Solemnidad de Todos los Santos
Francisco