"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

7 de febrero de 2018

EL TRABAJO DIGNIFICA Y SANTIFICA AL HOMBRE

— El  trabajo nos hace partícipes en el poder creador de Dios. 

— Prestigio profesional. La pereza, el gran enemigo del trabajo.

— Virtudes del trabajo bien realizado.

I. Después de haber creado Dios la tierra y de haberla enriquecido con toda suerte de bienes, tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y lo cultivara1, es decir, para que lo trabajase. El Señor, que había hecho al hombre a su imagen y semejanza2, quiso también que participase en su poder creador, transformando la materia, descubriendo los tesoros que encerraba, y que plasmase la belleza en obras de sus manos. De ninguna manera fue el trabajo un castigo sino, por el contrario, «dignidad de vida y un deber impuesto por el Creador, ya que el hombre fue creado ut operaretur. El trabajo es un medio por el que el hombre se hace participante de la creación y, por tanto, no solo es digno, sea el que sea, sino que es un instrumento para conseguir la perfección humana –terrena– y la perfección sobrenatural»3.

Este mandato divino existía ya antes de que nuestros primeros padres pecasen. El pecado original añadió al trabajo la fatiga y el cansancio, pero el trabajo en sí mismo sigue siendo noble, digno, por ser participación en el poder creador de Dios, aunque «ahora va acompañado de penalidades y de sufrimientos, de infertilidad y cansancio. Sigue siendo un don divino y una tarea que ha de ser realizada bajo condiciones penosas, lo mismo que el mundo sigue siendo el mundo de Dios, pero un mundo en el cual ya no se percibe con claridad la voz divina»4.

El trabajo es una bendición, un bien que corresponde a la dignidad del hombre y la aumenta5. «La Iglesia halla en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra»6.

El trabajo adquirió con Cristo, en sus años de vida oculta en Nazaret y en los tres años de ministerio público, un valor redentor. Con la Redención, los aspectos penosos del trabajo asumieron un valor santificador para quien lo ejerce y para toda la humanidad. El sudor y la fatiga, ofrecidos con amor, se vuelven tesoros de santidad, pues el trabajo hecho por amor a Dios es la participación humana, no solo en la obra de la Creación, sino también en la de la Redención. Toda labor comporta una parte de fatiga y de agobio que podemos ofrecer al Señor como expiación de las culpas humanas. Aceptar con humildad esa parte de esfuerzo, que incluso la mejor organización laboral no logra eliminar, significa colaborar en la purificación de nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestros sentimientos7. Examinemos hoy en la oración si nos quejamos con frecuencia en el trabajo: en la oficina, en el taller, en las tareas de la casa, en el estudio; veamos junto al Señor si ofrecemos la fatiga y el cansancio por fines noblemente ambiciosos; averigüemos si en estos aspectos menos agradables de todo trabajo encontramos la mortificación cristiana que nos purifica y que podemos ofrecer por otros.

II. El trabajo es un talento que recibe el hombre para hacerlo fructificar, y «es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad»8. Para el cristiano, además, el trabajo bien acabado es ocasión de un encuentro personal con Jesucristo, y medio para que todas las realidades de este mundo estén informadas por el espíritu del Evangelio.

Para que «el hombre se haga más hombre»9 con el trabajo, para que sea medio y ocasión de amar a Cristo y de darle a conocer, son necesarias una serie de condiciones humanas: la diligencia en su cumplimiento, la constancia, la puntualidad..., el prestigio y la competencia profesional. Por el contrario, el escaso interés en lo que se realiza, la incompetencia, el absentismo laboral... son incompatibles con el sentido auténticamente cristiano de la vida. El trabajador negligente o desinteresado, en cualquier puesto que ocupe en la sociedad, ofende en primer lugar la propia dignidad de su persona y la de aquellos a quienes se destinan los frutos de esa tarea mal realizada. Ofende a la sociedad en la que vive, pues de algún modo repercute en ella todo el mal y todo el bien de los individuos. El trabajo mal hecho, el realizado con desidia, con retraso y chapuzas, no solo es una falta o un pecado contra la virtud de la justicia, sino también contra la caridad, por el mal ejemplo y por las consecuencias que de esta actitud se derivan.

El gran enemigo del trabajo es la pereza, que se manifiesta de muchas maneras. No solo es perezoso el que deja pasar el tiempo sin hacer nada, sino también el que realiza muchas cosas pero rehúsa llevar a cabo su obligación concreta: escoge sus ocupaciones según el capricho del momento, las realiza sin energía, y las pequeñas dificultades son suficientes para que cambie de tarea. El perezoso suele ser amigo de «comienzos», pero su repugnancia ante el sacrificio que supone un trabajo continuo y profundo le impide poner las «últimas piedras», acabar bien lo que comenzó.

Quienes queremos imitar a Cristo debemos esforzarnos por adquirir una adecuada preparación profesional, que luego continuamos en los años de ejercicio de nuestra profesión u oficio. La madre de familia que se dedica a sus hijos debe saber llevar una casa, ser buena administradora de los recursos y de los bienes domésticos; tener la casa agradable, arreglada con gusto más que con lujo, para que toda la familia se encuentre bien; conocer el carácter de sus hijos y de su marido y saber, cuando llegue el caso, cómo plantearles aquellas cuestiones difíciles en las que pueden mejorar; ha de ser fuerte y, a la vez, dulce y sencilla. Deberá sacar adelante esa tarea con mentalidad profesional, ateniéndose a un horario fijo, no perdiendo el tiempo en conversaciones interminables, evitando encender la televisión a horas intempestivas... El estudiante, si quiere ser buen cristiano, ha de ser buen estudiante: asistiendo a clase, llevando las asignaturas al día, teniendo en orden los apuntes, aprendiendo a distribuir el tiempo que dedica a cada materia. Igualmente competentes han de ser el arquitecto, la secretaria, la modista, el empresario... «El cristiano que falta a sus obligaciones temporales –enseña el Concilio Vaticano II–, falta a sus deberes con el prójimo, falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación»10; ha equivocado el camino en una materia esencial y se encuentra imposibilitado, si no cambia, para encontrar al Señor.

Miremos a Jesús mientras realiza su trabajo en el taller de José y preguntémonos hoy si se nos conoce en nuestro ambiente por el trabajo bien hecho que realizamos.

III. El prestigio profesional se gana día a día, en un trabajo silencioso, cuidado hasta el detalle, hecho a conciencia, en la presencia de Dios, sin dar demasiada importancia a que sea visto o no por los hombres. Este prestigio en la propia profesión u oficio, en el estudio los estudiantes, tiene repercusiones inmediatas en los colegas y amigos: nuestra palabra que trata de acercarles a Dios tendrá peso y autoridad, y el ejemplo de trabajo competente les ayudará a mejorar en sus tareas profesionales. Se convierte la profesión en pedestal de Cristo, donde se le ve incluso de lejos.

Junto al prestigio profesional, el Señor nos pide otras virtudes: el espíritu de servicio amable y sacrificado, la sencillez y la humildad para enseñar sin darse importancia, la serenidad –para que la actividad intensa no se convierta en activismo–, el dejar la tarea y sus preocupaciones a un lado cuando ha llegado el momento de hacer un rato de oración o atender a la familia y escuchar a la mujer, al marido, a los hijos, a los padres, a los amigos...

El trabajo no debe llenar el día de tal manera que ocupe ese tiempo dedicado a Dios, a la familia, a los amigos... Sería un síntoma claro de que ya no nos estamos santificando, sino que nos estamos buscando en él a nosotros mismos. Sería otra forma de corrupción de ese «don divino». Esta deformación es quizá más peligrosa en nuestro tiempo, por las mismas exigencias desenfocadas en las que están fundamentados muchos trabajos. Nosotros, cristianos corrientes y sencillos en medio del mundo, no podemos olvidar nunca que debemos encontrar a Cristo cada día en medio y a través de nuestros quehaceres, cualesquiera que estos sean.

Acudamos a San José para que nos enseñe las virtudes fundamentales que debemos vivir en el ejercicio de nuestra profesión. «José sacaba de apuros a muchos, sin duda, con un trabajo bien acabado. Era su labor profesional una ocupación orientada hacia el servicio, para hacer agradable la vida a las demás familias de la aldea, y acompañada de una sonrisa, de una palabra amable, de un comentario dicho como de pasada, pero que devuelve la fe y la alegría a quien está a punto de perderlas»11. Cerca de José encontraremos a María.