— San Pedro niega conocer al Señor. Nuestras negaciones.
— La mirada de Jesús y la contrición de Pedro.
— El verdadero arrepentimiento. Acto de contrición.
I. Mientras se desarrolla el proceso contra Jesús ante el Sanedrín tiene lugar la escena más triste de la vida de Pedro. Él, que lo había dejado todo por seguir a nuestro Señor, que ha visto tantos prodigios y ha recibido tantas muestras de afecto, ahora le niega rotundamente. Se siente acorralado y niega hasta con juramento conocer a Jesús.
Cuando Pedro estaba abajo en el atrio, llega una de la criadas del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro que se estaba calentando, fijándose en él, le dice: También tú estabas con Jesús, ese Nazareno. Pero él lo negó diciendo: Ni le conozco, ni sé de qué hablas. Y salió afuera, al vestíbulo de la casa, y cantó un gallo. Y al verlo la criada empezó a decir otra vez a los que estaban alrededor: éste es de los suyos. Pero él lo volvió a negar. Y un poco después, los que estaban allí decían a Pedro: Desde luego eres de ellos, porque también tú eres galileo. Pero él comenzó a decir imprecaciones y a jurar: No conozco a ese hombre del que habláis1.
Ha negado conocer a su Señor, y con eso niega también el sentido hondo de su existencia: ser Apóstol, testigo de la vida de Cristo, confesar que Jesús es el Hijo de Dios vivo. Su vida honrada, su vocación de Apóstol, las esperanzas que Dios había depositado en él, su pasado, su futuro: todo se ha venido abajo. ¿Cómo es posible que diga no conozco a ese hombre?
Unos años antes, un milagro obrado por Jesús había tenido para él un significado especial y profundo. Al ver la pesca milagrosa (la primera de ellas) Pedro lo comprendió todo, se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él2. Parece como si en un momento lo hubiera visto todo claro: la santidad de Cristo y su condición de hombre pecador. Lo negro se percibe en contraste con lo blanco, la oscuridad con la luz, la suciedad con la limpieza, el pecado con la santidad. Y entonces, mientras sus labios decían que por sus pecados se siente indigno de estar junto al Señor, sus ojos y toda su actitud le pedían no separarse jamás de Él. Aquel fue un día muy feliz. Allí comenzó realmente todo: Entonces dijo Jesús a Simón: No temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron3. La vida de Pedro tendría desde entonces un formidable objetivo: amar a Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo demás sería medio e instrumento para este fin. Ahora, por fragilidad, por dejarse llevar del miedo y de los respetos humanos, Pedro se ha derrumbado.
El pecado, la infidelidad en mayor o menor grado, es siempre negación de Cristo y de lo más noble que hay en nosotros mismos, de los mejores ideales que el Señor ha sembrado en nosotros. El pecado es la gran ruina del hombre. Por eso hemos de luchar con ahínco, ayudados por la gracia, para evitar todo pecado grave –los de malicia, fragilidad o ignorancia culpable– y todo pecado venial deliberado.
Pero incluso del pecado, si tuviéramos la desgracia de cometerlo, hemos de sacar frutos, pues la contrición afianza más la amistad con el Señor. Nuestros errores no deben desalentarnos jamás si nos comportamos con humildad. Un sincero arrepentimiento es siempre la ocasión de un encuentro nuevo con el Señor, del que se pueden derivar insospechadas consecuencias para nuestra vida interior. Si pecamos, hemos de volver al Señor cuantas veces sea preciso, sin angustiarnos pero sí con dolor. «Pedro invirtió una hora para caer, pero en un minuto se levanta y subirá más alto de lo que estaba antes de su caída»4.
El Cielo está lleno de grandes pecadores que supieron arrepentirse. Jesús nos recibe siempre y se alegra cuando recomenzamos el camino que habíamos abandonado, quizá en cosas pequeñas.
II. El Señor, maltratado, es llevado por uno de aquellos atrios. Entonces, se volvió y miró a Pedro5. «Sus miradas se cruzaron. Pedro hubiera querido bajar la cabeza, pero no pudo apartar su mirada de Aquel que acababa de negar. Conoce muy bien las miradas del Salvador. No pudo resistir a la autoridad y al encanto de esa mirada que suscitó su vocación; esa mirada tan cariñosa del Maestro aquel día en que, mirando a sus discípulos, afirmó: He aquí a mis hermanos, hermanas y madre. Y aquella mirada que le hizo temblar cuando él, Simón, quiso apartar la Cruz del camino del Señor. ¡Y la compasiva mirada con que acogió al joven tan poco desprendido para seguirle! ¡Y la mirada anegada de lágrimas ante el sepulcro de Lázaro...! Conoce las miradas del Salvador.
»Y, sin embargo, nunca jamás contempló en el rostro del Señor la expresión que descubre en Él en aquel momento, aquellos ojos impregnados de tristeza, pero sin severidad; mirada de reconvención, sin duda, pero que al mismo tiempo quiere ser suplicante y parece decirle: Simón, yo he rogado por ti.
»Su mirada solo se detuvo un instante sobre él: Jesús fue empujado violentamente por los soldados, pero Pedro la sigue viendo»6. Ve la mirada indulgente sobre la llaga profunda de su culpa. Comprendió entonces la gravedad de su pecado, y el cumplimiento de la profecía del Señor respecto a su traición. Y recordó Pedro las palabras del Señor: Antes que el gallo cante hoy, me habrás negado tres veces. Salió fuera y lloró amargamente7. El salir fuera «era confesar su culpa. Lloró amargamente porque sabía amar, y bien pronto las dulzuras del amor reemplazaron en él a las amarguras del dolor»8.
Saberse mirado por el Señor impidió que Pedro llegara a la desesperanza. Fue una mirada alentadora en la que Pedro se sintió comprendido y perdonado. ¡Cómo recordaría entonces la parábola del Buen Pastor, del hijo pródigo, de la oveja perdida!
Pedro salió fuera. Se separó de aquella situación, en la que imprudentemente se había metido, para evitar posibles recaídas. Comprendió que aquel no era su sitio. Se acordó de su Señor, y lloró amargamente. En la vida de Pedro vemos nuestra propia vida. «Dolor de Amor. —Porque Él es bueno. —Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. —Porque todo lo bueno que tienes es suyo. —Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡Él!... ¡¡a ti!!
»—Llora, hijo mío, de dolor de Amor»9.
La contrición da al alma una especial fortaleza, devuelve la esperanza, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se acerque de nuevo a Dios en un acto de amor más profundo. La contrición aquilata la calidad de la vida interior y atrae siempre la misericordia divina. Mis miradas se posan sobre los humildes y sobre los de corazón contrito10.
Cristo no tendrá inconveniente en edificar su Iglesia sobre un hombre que puede caer y ha caído. Dios cuenta también con los instrumentos débiles para realizar, si se arrepienten, sus empresas grandes: la salvación de los hombres.
Muy probablemente Pedro, después de las negaciones y de su arrepentimiento, iría a buscar a la Virgen. También nosotros lo hacemos ahora que recordamos con más viveza nuestras faltas y negaciones.
III. Además de una gran fortaleza, la verdadera contrición da al alma una particular alegría, y dispone para ser eficaces entre los demás. «El Maestro pasa, una y otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira... Y si le miras, si le escuchas, si no le rechazas, Él te enseñará cómo dar sentido sobrenatural a todas tus acciones... Y entonces tú también sembrarás, donde te encuentres, consuelo y paz y alegría»11.
Sobre Judas también recayó la mirada del Señor, que le incita a cambiar cuando, en el momento de su traición, se sintió llamado con el título de amigo. ¡Amigo! ¿A qué has venido aquí? No se arrepintió en ese momento, pero más tarde sí: viendo a Jesús sentenciado, arrepentido de lo hecho, restituyó las treinta monedas de plata12.
¡Qué diferencia entre Pedro y Judas! Los dos traicionaron (de distinta manera) la fidelidad a su Maestro. Los dos se arrepintieron. Pedro sería –a pesar de sus negaciones– la roca sobre la que se asentará la Iglesia de Cristo hasta el final de los tiempos. Judas fue y se ahorcó. El simple arrepentimiento humano no basta; produce angustia, amargura y desesperación.
Junto a Cristo el arrepentimiento se transforma en un dolor gozoso, porque se recobra la amistad perdida. En unos instantes, Pedro se unió al Señor –a través del dolor de sus negaciones– mucho más fuertemente de lo que había estado nunca. De sus negaciones arranca una fidelidad que le llevará hasta el martirio.
Judas fue todo lo contrario, se queda solo: A nosotros ¿qué nos importa?, allá tú, le dicen los príncipes de los sacerdotes. Judas, en el aislamiento que produce el pecado, no supo ir a Cristo; le faltó la esperanza.
Debemos despertar con frecuencia en nuestro corazón el dolor de Amor por nuestros pecados. Sobre todo al hacer el examen de conciencia al acabar el día, y al preparar la Confesión.
«A ti que te desmoralizas, te repetiré una cosa muy consoladora: al que hace lo que puede, Dios no le niega su gracia. Nuestro Señor es Padre, y si un hijo le dice en la quietud de su corazón: Padre mío del Cielo, aquí estoy yo, ayúdame... Si acude a la Madre de Dios, que es Madre nuestra, sale adelante»13.