— Indefectibilidad de la Iglesia,
— Los ataques a la Iglesia nos llevarán a amarla más, a desagraviar.
— Tampoco en nuestra vida faltarán momentos de oscuridad, de tribulación y de prueba. Seguridad junto al Señor. Ayuda de la Virgen.
I. Inmediatamente después de la
multiplicación de los panes y de los peces, y cuando la multitud se hubo
saciado, Jesús mismo la despidió y ordenó a sus discípulos que embarcaran. La
tarde estaba ya muy avanzada.
Narra el Evangelio de la Misa1
que los Apóstoles se dirigieron hacia la otra orilla, hacia Cafarnaún. Ya había
oscurecido y Jesús no estaba con ellos. Por el Evangelio de San Mateo sabemos
que se despidió también de ellos y subió a un monte a orar2. El mar estaba
agitado por el fuerte viento que soplaba3, y la barca estaba batida fuertemente
por las olas, por tener el viento en contra4.
La tradición ha visto en esta
barca la imagen de la Iglesia5 en medio del mundo, zarandeada a lo largo de los
siglos por el oleaje de las persecuciones, de las herejías, de las
infidelidades. «Aquel viento –comenta Santo Tomás– es figura de las tentaciones
y de las persecuciones que padecerá la Iglesia por falta de amor. Porque como
dice San Agustín, cuando se enfría el amor aumentan las olas... Sin embargo, el
viento, la tempestad, las olas y las tinieblas no conseguirán que la nave se
aparte de su rumbo y quede destrozada»6. Desde los primeros momentos tuvo que
afrontar contradicciones de dentro y de fuera. También en nuestros días sufre
esos embates nuestra Madre la Iglesia, y con ella sus hijos. «No es algo nuevo.
Desde que Jesucristo Nuestro Señor fundó la Santa Iglesia, esta Madre nuestra
ha sufrido una persecución constante. Quizá en otras épocas las agresiones se
organizaban abiertamente; ahora, en muchos casos, se trata de una persecución
solapada. Hoy como ayer, se sigue combatiendo a la Iglesia (...).
»Cuando oímos voces de herejía
(...), cuando observamos que se ataca impunemente la santidad del matrimonio, y
la del sacerdocio; la concepción inmaculada de Nuestra Madre Santa María y su
virginidad perpetua, con todos los demás privilegios y excelencias con que Dios
la adornó; el milagro perenne de la presencia real de Jesucristo en la Sagrada
Eucaristía, el primado de Pedro, la misma Resurrección de Nuestro Señor, ¿cómo
no sentir toda el alma llena de tristeza? Pero tened confianza: la Santa
Iglesia es incorruptible»7.
Nos hacen sufrir los ataques a la
Iglesia, pero a la vez nos da una inmensa seguridad y una gran paz que Cristo
mismo esté dentro de la barca; vive para siempre en la Iglesia, y por eso las
puertas del Infierno no prevalecerán contra ella8; durará hasta el fin de los
tiempos. Todo lo demás, todo lo humano pasa; pero la Iglesia permanece siempre
tal como Cristo la quiso. El Señor está presente, y la barca no se hundirá,
aunque a veces se vea zarandeada de un lado para otro. Esta asistencia divina
fundamenta nuestra inquebrantable fe: la Iglesia, frente a todas las
contingencias humanas, siempre permanecerá fiel a Cristo en medio de todas las
tempestades, y será el sacramento universal de salvación. Su historia es un
milagro moral permanente en el que podemos fortalecer siempre nuestra
esperanza.
Ya en tiempos de San Agustín los
paganos afirmaban: «La Iglesia va a perecer, los cristianos ya han terminado».
A lo cual respondía el Santo Doctor: «Sin embargo, yo os veo morir cada día y
la Iglesia permanece siempre en pie, anunciando el poder de Dios a las
sucesivas generaciones»9.
¡Qué poca fe la nuestra si se
insinúa la duda, porque ha arreciado la tempestad contra Ella, contra sus
instituciones o contra el Romano Pontífice y los obispos! No nos dejemos
impresionar por las circunstancias adversas, porque perderíamos la serenidad,
la paz y la visión sobrenatural. Cristo está siempre muy cerca de nosotros y
nos pide confianza. Está junto a cada uno, y no debemos temer nada. Hemos de
rezar más por su Iglesia, ser más fieles a nuestra propia vocación, hacer más
apostolado entre nuestros amigos, desagraviar más.
II. La indefectibilidad de la
Iglesia significa que esta tiene carácter imperecedero, es decir, que durará
hasta el fin del mundo, e igualmente que no sufrirá ningún cambio sustancial en
su doctrina, en su constitución o en su culto.
El Concilio Vaticano I dice de la
Iglesia que posee «una estabilidad invicta», y que, «edificada sobre una roca,
subsistirá firme hasta el fin de los tiempos»10.
La razón de la permanencia de la
Iglesia está en su íntima unión a Cristo, que es su Cabeza y Señor. Después de
subir a los cielos envió a los suyos el Espíritu Santo para que les enseñase
toda la verdad11, y cuando les encargó predicar el Evangelio a todas las
gentes, les aseguró que Él estaría siempre con ellos todos los días hasta el
fin del mundo12.
La Iglesia da muestras de su
fortaleza resistiendo, inconmovible, todos los embates de las persecuciones y
de las herejías. El Señor mismo mira por ella, «ya sea iluminando y
fortificando a la jerarquía para que cumpla fiel y fructuosamente su cargo, ya sea
–en circunstancias muy graves sobre todo– suscitando en el seno de la Madre
Iglesia, hombres y mujeres insignes por su santidad, a fin de que sirvan de
ejemplo a los demás cristianos para acrecentamiento de su Cuerpo místico.
Añádase a esto que Cristo desde el Cielo mira siempre con particular afecto a
su Esposa inmaculada, que sufre en el desierto de este mundo, y, cuando la ve
en peligro, por sí mismo o por sus ángeles o por Aquella que invocamos como
auxilio de los cristianos y por otros abogados celestiales, la libra de las
oleadas de la tempestad y, una vez calmado y apaciguado el mar, la consuela con
aquella paz que sobrepuja todo entendimiento (Flp 4, 7)»13. La fe nos atestigua
que esta firmeza en su constitución y en su doctrina durará siempre, hasta que
Él venga14.
«En ciertos ambientes, sobre todo
en los de la esfera intelectual, se aprecia y se palpa como una consigna de
sectas, servida a veces hasta por católicos, que –con cínica perseverancia–
mantiene y propaga la calumnia, para echar sombras sobre la Iglesia, o sobre
personas y entidades, contra toda verdad y toda lógica.
»Reza a diario, con fe: “ut
inimicos Sanctae Ecclesiae –enemigos, porque así se proclaman ellos– humiliare
digneris, te rogamus audi nos!”. Confunde, Señor, a los que te persiguen, con
la claridad de tu luz, que estamos decididos a propagar»15.
Los ataques a la Iglesia, los
malos ejemplos, los escándalos nos llevarán a amarla más, a pedir por esas
personas y a desagraviar. Permanezcamos siempre en comunión con Ella, fieles a
su doctrina, unidos a sus sacramentos, dóciles a la jerarquía.
III. Cuando ya los Apóstoles
habían remado unas tres millas, Jesús llega inesperadamente caminando sobre las
aguas, para robustecer su fe débil y para darles ánimos en medio de la
tempestad. Se acercó y les dijo: Soy yo, no temáis. Entonces ellos quisieron
recibirle en la barca; y al instante la barca llegó a tierra, a donde iban16.
En nuestra vida personal quizá no
falten tempestades –momentos de oscuridad, de turbación interior, de incomprensiones...–
y, con más o menos frecuencia, situaciones en las que deberemos rectificar el
rumbo, porque nos hayamos desviado. Entonces, procuremos ver al Señor que viene
siempre entre la tormenta de los sufrimientos, sepamos aceptar las
contrariedades con fe, como bendiciones del Cielo, para purificarnos y
acercarnos más a Dios.
Soy yo, no temáis. Quien reconoce
la voz tranquilizadora de Cristo en medio de los sinsabores, del tipo que sean,
encuentra enseguida la seguridad de llegar a tierra firme: ellos quisieron
recibirle en la barca; y al instante la barca llegó a tierra, a donde iban, a
donde quería el Señor que fueran. Basta estar en su compañía para sentirnos
seguros siempre. La inseguridad nace cuando se debilita nuestra fe, cuando no
acudimos al Señor porque parece que no nos oye o que se despreocupa de
nosotros. Él sabe bien lo que nos pasa, y quiere que acudamos a Él en demanda
de ayuda. Nunca nos dejará en un apuro. ¡Qué confianza deben darnos las
palabras de Jesús que hoy recoge la Antífona de comunión!: Padre, este es mi
deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy...17.
Puede parecer, en algunos tiempos
más o menos largos, que Cristo no está, como si nos hubiera abandonado o no
escuchara nuestra oración. Pero Él nunca abandona. Los ojos del Señor están
puestos en sus fieles... –escucharemos en el Salmo responsorial–, para librar
sus vidas de la muerte18.
Si permanecemos cerca del Señor,
mediante la oración personal y los sacramentos, lo podremos todo. Con Él, las
tempestades interiores y de fuera, se tornan ocasiones de crecer en fe, en
esperanza, en caridad, en fortaleza... Quizá con el paso del tiempo
comprendamos el sentido de esas dificultades.
De todas las pruebas, tentaciones
y tribulaciones por las que hemos de pasar, si estamos junto a Cristo,
saldremos con más humildad, más purificados, con más amor a Dios. Y siempre
contaremos con la ayuda de nuestra Madre del Cielo. «No estás solo. —Lleva con
alegría la tribulación. —No sientes en tu mano, pobre niño, la mano de tu Madre:
es verdad. —Pero... ¿has visto a las madres de la tierra, con los brazos
extendidos, seguir a sus pequeños, cuando se aventuran, temblorosos, a dar sin
ayuda de nadie los primeros pasos? —No estás solo: María está junto a ti»19.
Está en todo momento, pero particularmente cuando, por los motivos que sean, lo
pasamos mal. No dejemos de acudir a Ella.