— Amor único y personal por cada criatura.
— Desagravio y reparación.
— Un horno ardiente de caridad.
I. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él, se lee en una lectura de la Misa1.
La plenitud de la misericordia divina hacia los hombres se expresa en el envío de la Persona de su Hijo Unigénito. No solo hemos conocido que Dios nos ama por ser esta la continua enseñanza de Jesús, sino que su presencia entre nosotros es la prueba máxima de este amor: Él mismo es la plena revelación de Dios y de su amor a los hombres2. Enseña San Agustín que la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado no solo con palabras, sino también con obras. El hecho supremo de este amor tuvo lugar cuando su Hijo Unigénito asumió carne mortal y se hizo hombre como nosotros, excepto en el pecado3.
Hoy hemos de pedir nuevas luces para, de un modo más hondo, entender el amor de Dios a todos los hombres, a cada uno. Debemos suplicar al Espíritu Santo que, con su gracia y nuestra correspondencia, cada día podamos decir personalmente y con más hondura: he conocido el amor que Dios me tiene. A esa sabiduría –la que verdaderamente importa– llegaremos, con la ayuda de la gracia, meditando muchas veces la Humanidad Santísima de Jesús: su vida, sus hechos, lo que padeció por redimirnos de la esclavitud en la que nos encontrábamos y elevarnos a una amistad con Él, que durará por toda la eternidad. El Corazón de Jesús, un corazón con sentimientos humanos, fue el instrumento unido a la Divinidad para expresarnos su amor indecible; el Corazón de Jesús es el corazón de una Persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y, «por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que Él nos ha tenido y nos tiene ahora. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la fe cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre-Dios Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que Él mismo afirmó: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre sino por Mí (Jn 14, 6)»4.
No hubo un solo acto del alma de Cristo o de su voluntad que no estuviera dirigido a nuestra redención, a conseguirnos todas las ayudas para que no nos separemos jamás de Él, o para volver si nos hubiéramos extraviado. No hubo una parte de su cuerpo que no padeciera por nuestro amor. Toda clase de penas, injurias y oprobios las aceptó gustoso por nuestra salvación. No quedó una sola gota de su Sangre preciosísima que no fuese derramada por nosotros.
Dios me ama. Esta es la verdad más consoladora de todas y la que debe tener más resonancias prácticas en mi vida. ¿Quién podrá comprender el hondo abismo de la bondad de Jesús manifestada en la llamada que hemos recibido a compartir con Él su misma Vida, su amistad...? Una Vida y una amistad que ni la muerte logrará romper; por el contrario, la volverá más fuerte y más segura.
«Dios me ama... y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. -Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”...
»-Es la hora de responder: “¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!”, añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!»5.
II. En la Misa de esta Solemnidad rezamos: Oh, Dios, que en el Corazón de tu Hijo, herido por nuestros pecados, has depositado infinitos tesoros de caridad; te pedimos que, al rendirle el homenaje de nuestro amor, le ofrezcamos una amplia reparación6.
De este rato de oración hemos de sacar la alegría inmensa de considerar, una vez más, el amor vivo y actual de Jesús por cada uno. ¡Un Dios con corazón de carne, como el nuestro! Jesús de Nazareth sigue pasando por nuestras calles y plazas haciendo el bien7 como cuando estaba en carne mortal entre los hombres: ayudando, curando, consolando, perdonando, otorgando la vida eterna a través de sus sacramentos... Son los infinitos tesoros de su Corazón, que sigue derramando a manos llenas. San Pablo enseña que, al subir a lo alto, llevó cautiva a la cautividad, y derramó sus dones sobre los hombres8. Cada día son inconmensurables las gracias, las inspiraciones, las ayudas, espirituales y materiales, que recibimos del Corazón amante de Jesús. Sin embargo, Él «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»9. ¡Con cuánta frecuencia se lo hemos negado! ¡Cuántas veces ha esperado más amor, más fervor, en esa Visita al Santísimo, en aquella Comunión... !
Mucho debemos reparar y desagraviar al Corazón Sacratísimo de Jesús, Por nuestra vida pasada, por tanto tiempo perdido, por tanta tosquedad en el trato con Él, por tanto desamor... «Te pido –le decimos con palabras que dejó escritas San Bernardo– que acojas la ofrenda del resto de mis años. No desprecies, Dios mío, este corazón contrito y humillado, por todos los años que malgasté de mala manera»10. Dame, Señor, el don de la contrición por tanta torpeza actual en mi trato y amor hacia Ti, aumenta la aversión a todo pecado venial deliberado, enséñame a ofrecerte como expiación las contrariedades físicas y morales de cada día, el cansancio en el trabajo, el esfuerzo para dejar las labores terminadas, como Tú quieres.
Ante tantos que parecen huir de la gracia, no podemos quedar indiferentes. «No pidas a Jesús perdón tan solo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente...
»Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán..., ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido.
»Sé audaz: dile que estás más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y Javier»11.
III. Aquellos dos discípulos a quienes acompaña Jesús camino de Emaús le reconocen por fin al partir el pan, después de unas horas de viaje. Y se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?12. Sus corazones, que poco antes estaban apagados, desalentados y tristes, ahora están llenos de fervor y de alegría. Esto hubiera sido motivo suficiente para reconocer que Cristo los acompañaba, pues este es el efecto que Jesús produce en aquellos que están cercanos a su Corazón amabilísimo. Ocurrió entonces y tiene lugar cada día.
En esta «arca preciosísima» del Corazón de Jesús se encuentra la plenitud de toda caridad. Esta, don por excelencia «del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta derramar por ella su sangre»13. De ahí sacamos nosotros la firmeza necesaria para dar a conocer a Cristo. Es en el trato con Jesús donde se enciende el verdadero celo apostólico, el que es capaz de perdurar por encima de los aparentes fracasos, de los obstáculos de un ambiente que en ocasiones parece que huye de Jesús.
El amigo hace llegar al amigo lo mejor que tiene. Nosotros nada poseemos que se pueda comparar al hecho de haber conocido a Jesús. Por eso, a nuestros parientes, a los amigos, a los compañeros de profesión hemos de darles a conocer a Cristo.
En el Corazón de Jesús hemos de encender nuestro celo apostólico por las almas. En Él encontramos un horno ardiente de caridad por las almas, como rezamos en las Letanías del Sagrado Corazón. «El horno arde –comentaba el Papa Juan Pablo II–. Al arder, quema todo lo material, sea leña u otra sustancia fácilmente combustible.
»El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Jesús, quema con el amor que lo colma. Y este es el amor al Eterno Padre y el amor a los hombres: a las hijas y los hijos adoptivos.
»El horno, quemando, poco a poco se apaga. El Corazón de Jesús, en cambio, es horno inextinguible. En esto se parece a la zarza ardiente del libro del Éxodo, en la que Dios se reveló a Moisés. La zarza que ardía con el fuego, pero... no se consumía (Ex 3, 2).
»Efectivamente, el amor que arde en el Corazón de Jesús es sobre todo el Espíritu Santo, en el que Dios-Hijo se une eternamente al Padre. El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios-Hombre, está abrasado por la llama viva del Amor trinitario, que jamás se extingue.
»Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad. El horno, mientras arde, ilumina las tinieblas de la noche y calienta los cuerpos de los viandantes ateridos.
»Hoy queremos rogar a la Madre del Verbo Eterno, para que en el horizonte de la vida de cada una y de cada uno de nosotros no cese nunca de arder el Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad. Para que Él nos revele el Amor que no se extingue ni se deteriora jamás, el Amor que es eterno. Para que ilumine las tinieblas de la noche terrena y caliente los corazones.
»Dándole las gracias por el único amor capaz de transformar el mundo y la vida humana, nos dirigimos con la Virgen Inmaculada, en el momento de la Anunciación, al Corazón Divino que no cesa de ser horno ardiente de caridad. Ardiente: como la zarza que Moisés vio al pie del monte Horeb»14.