"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

16 de julio de 2018

Del pecado a la gracia

Si el pecado entró en la humanidad por un ejercicio equivocado de la libertad, el «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) que pronunció María abrió una nueva etapa en la Historia: el Hijo de Dios bajó a la tierra para entregar su vida en un acto supremo de libertad, por estar originado en el Amor.
Después de que Adán y Eva comieran del fruto del árbol prohibido, el Señor «echó al hombre, y a oriente del jardín de Edén colocó a los querubines y una espada llameante que brillaba, para cerrar el camino del árbol de la vida» (Gn 3,24). Comenzaba así el drama de la historia humana: el hombre y la mujer caminarían como exiliados de su verdadera patria, que se caracterizaba por la comunión con Dios. Lo expresa maravillosamente Dante al comienzo de su Divina comedia: «A mitad del camino de la vida, / en una selva oscura me encontraba / porque mi ruta había extraviado»[1]. Sin embargo, este andar no es una noche sin luz; el Señor también anunció una esperanza: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, mientras tú le herirás en el talón» (Gn 3,15). La venida de Cristo marcaría el paso del pecado a la vida de la gracia.

La “culpa” original

Es el conocimiento de Dios lo que hace nacer el sentido de pecado, y no a la inversa. No alcanzaremos a comprender el pecado original y sus consecuencias mientras no percibamos, en primer lugar, la Bondad de Dios al crear al hombre, así como la grandeza de su destino. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «El primer hombre no fue solamente creado bueno, sino también constituido en la amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a él; amistad y armonía tales que no serán superadas más que por la gloria de la nueva creación en Cristo»[2].
El pecado de Adán y Eva introdujo una ruptura fundamental en la unidad interna del hombre. La sujeción de la voluntad humana a la Voluntad divina, que era como la piedra clave del arco de las facultades corpóreas y espirituales de la naturaleza humana, quedó rota por la desobediencia a Dios y, al quitar la clave, todo el arco se desmoronó. Como consecuencia, «la armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7)»[3].

A este primer pecado, se le llama pecado original, y se transmite, junto con la naturaleza humana, de padres a hijos, con la única excepción, por especial privilegio de Dios, de la Santísima Virgen María. «Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores» (Rom 5,19), dice San Pablo. Ciertamente, esta realidad es difícil de comprender, incluso un poco escandalosa para la conciencia actual: «Si yo no hice nada, ¿por qué voy a cargar con este pecado?».

El Catecismo de la Iglesia Católica afronta este tema: «es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado "pecado" de manera análoga[4]: es un pecado "contraído", "no cometido", un estado y no un acto»[5]. Reflexionando sobre este tema, Ronald Knox escribió que «se ahorraría muchísimo trabajo si llegásemos todos al acuerdo de llamar culpa original al pecado original. Porque el pecado, según la mentalidad del hombre corriente, es algo que él mismo comete, mientras que la culpa es algo que le puede corresponder sin falta alguna por su parte»[6].

Y esto es lo que sucede con el pecado original: nuestros primeros padres pecaron y, al hacerlo, perdieron la santidad y justicia originales que Dios les había otorgado, y su naturaleza quedó «herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado»[7]. Y como nadie puede dejar en herencia lo que ya no posee, Adán y Eva no pudieron dejarnos lo que habían perdido: ese estado de santidad y justicia originales, y la naturaleza íntegra. Nos transmitieron su naturaleza, tal y como quedó en ese momento: herida por el pecado. Por eso pudo escribir san Agustín: «de ellos no nacería otra cosa que lo que ellos fueran. La enormidad de la culpa y la condenación consiguiente corrompió la naturaleza, y lo que en los primeros pecadores precedió como penal, en los descendientes vino a ser natural»[8].

Así pues, el pecado original es la causa del estado en que nos encontramos por la mala herencia recibida y, como afirma el Catecismo, «no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal»[9]. Pero todos venimos al mundo afectados por sus consecuencias: cierta ignorancia en la inteligencia, una vida marcada por el sufrimiento, sometidos al imperio de la muerte, la voluntad inclinada al pecado y las pasiones desordenadas. Cualquier persona tiene la experiencia de esa disgregación, de esa incoherencia, de esa debilidad interna. ¡Cuántas veces nos proponemos algo que luego no hacemos!: llevar un régimen de comidas necesario para la salud, dedicar diariamente un tiempo a aprender un idioma, tratar con más dulzura a los hijos, no enfadarse con los padres o el cónyuge, no quejarse del trabajo, ayudar a un pobre o a un enfermo, acompañar con generosidad a los más vulnerables, hablar bien de los demás y alegrarse con sus éxitos, mirar con limpieza de corazón el mundo y a las personas… Por no hablar de las veces que hacemos precisamente lo que no queremos: dejarnos llevar por un arranque de ira injustificada, sucumbir a la pereza en vez de servir con amor, disculparnos con una mentira para no quedar mal, ceder a la curiosidad en internet…

EL PECADO ORIGINAL ES LA CAUSA DEL ESTADO EN QUE NOS ENCONTRAMOS POR LA MALA HERENCIA RECIBIDA
Se experimenta también la tiranía del deseo que, buscando vehemente un bien aparente, particular y limitado (un placer, un privilegio, el poder, la fama, el dinero, etc.), arrastra en su dirección una voluntad debilitada, y la desvía del bien íntegro y verdadero de la persona (la felicidad, la vida con Dios) que debería perseguir. Del mismo modo la inteligencia, luz para señalar ese fin verdadero, está oscurecida y corre el riesgo de transformarse en un simple instrumento para conseguir lo que una voluntad esclavizada por el deseo ya ha decidido buscar.

Pero no todo está maldito en el hombre, ni mucho menos. La naturaleza humana no está totalmente corrompida, conserva su bondad esencial. Venimos al mundo con las “semillas” de todas las virtudes, llamadas a desarrollarse con la ayuda de los demás, el ejercicio de nuestra libertad y la gracia de Dios. En realidad, la virtud corresponde más a lo que verdaderamente somos que el pecado, pues este último es siempre un acto contra la naturaleza, un «acto suicida»[10]. Benedicto XVI lo expresaba así: «Se dice: ha mentido, es humano. Ha robado, es humano. Pero esto no es realmente humano. Humano es ser generoso. Humano es ser bueno. Humano es ser un hombre de justicia»[11].

De la esclavitud a la liberación

En la raíz de todo pecado se halla la duda sobre Dios, la sospecha de que quizá no quiera o pueda hacernos felices: «¿Es tan bueno como dice ser? ¿No nos estará engañando?» «¿Con que Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3,2), dice la serpiente a Eva. Y cuando ella contesta que no es así, que solo del árbol que está en medio del jardín tienen prohibido comer para no morir, la serpiente siembra el veneno de la desconfianza en su corazón: «No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal» (Gn 3,4-5). En realidad, tras esta falsa promesa de libertad infinita, de autonomía absoluta de la voluntad (imposibles para una criatura), se esconde una gran mentira. Porque al intentar arreglárnoslas por nuestra cuenta, sin apoyarnos en Dios, aparece el cortejo del mal que nos esclaviza y encadena, porque nos impide ser felices con Dios.

El pecado puede aparecer porque somos libres, vive de esa libertad, pero acaba matándola. Promete mucho y no da más que dolor. Es un engaño que nos convierte en «esclavos del pecado» (Rom 6,17). Por eso: «el mal no es una criatura, sino algo parecido a una planta parásita. Vive de lo que arrebata a otros y al final se mata a sí mismo igual que lo hace la planta parásita cuando se apodera de su hospedante y lo mata»[12].

Si el pecado entró en la humanidad por un ejercicio equivocado de la libertad, el remedio a este y el inicio de una vida nueva también entró por la decisión libre. El «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38) que pronunció Nuestra Señora de una manera plenamente libre abre una nueva etapa en la historia, la plenitud de los tiempos. Así, el Hijo de Dios bajó a la tierra para entregar su vida en un acto supremo de libertad, por estar originado en el amor: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39). Y ahora nos eleva, para que podamos responder porque me da la gana a su invitación de vivir la «libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom 8,21).

Es precisamente con nuestra libertad de hijos de Dios como podemos volver a dejarnos mirar y curar por el Señor, acudiendo con humildad a Él, que nos renueva interiormente con su gracia. Aprendemos así que «la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre»[13]. En realidad, Dios es el garante de nuestra libertad. Es libre quien se deja amar por Dios, quien no desconfía de Él, quien cree en su Amor. Con la fe desaparecen los límites que nos imponen la duda, la mentira, la ceguera y el sinsentido. Con la esperanza se derrumban el miedo, el desánimo, la inquietud, la culpabilidad que nos atenazan. Con la caridad dejamos atrás el egoísmo, la avaricia, el repliegue sobre uno mismo, las frustraciones y amarguras que reducen la medida de nuestra vida.

La gracia de Dios

San Juan Pablo II escribió en su último libro que «la Redención es el límite divino impuesto al mal por la simple razón de que en ella el mal es vencido radicalmente por el bien, el odio por el amor, la muerte por la Resurrección»[14]. La respuesta de Dios a nuestros pecados es la Encarnación y Redención de Nuestro Señor Jesucristo. «Jesucristo fue entregado por nuestros pecados» (Rom 4, 25), afirma san Pablo. Él nos reconcilia con Dios, nos libera de la esclavitud del pecado, y nos concede el don de la gracia: «un don gratuito de Dios, por el que nos hace partícipes de su vida trinitaria y capaces de obrar por amor a Él»[15]. No deberíamos acostumbrarnos a esta realidad: la gracia es un don inmerecido, una participación en la vida divina, nos introduce en la intimidad amorosa de Dios, y nos hace capaces de obrar de un modo nuevo: como hijos de Dios.
La gracia es mucho más abundante que el pecado: «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Y mucho más fuerte. En una famosa novela, la protagonista acude al confesonario y, una vez allí, manifiesta su pecado calificándolo como gravísimo. La respuesta que escucha del confesor es esta: «No, hija mía –decía tranquilamente y casi con frialdad–, usted no ha ofendido a Dios más gravemente que una infinidad de hombres: ¡sea usted humilde incluso en la confesión de su pecado! Grande, en su vida, sólo ha sido la Gracia; sólo la Gracia es siempre grande. El pecado en sí, su propio pecado, es pequeño y corriente»[16]. Por eso san Josemaría podía afirmar: «Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia»[17]. Una gracia que se nos concede abundantemente en la oración y los sacramentos. Y que se recupera, si se ha perdido por el pecado grave, en el sacramento de la Penitencia[18].
Uno de los himnos de la Liturgia de las Horas reza así: «Restaña, Señor, con el rocío de tu gracia, las heridas de nuestra alma enferma, para que, sofocando los malos deseos, deplore sus pecados con lágrimas»[19]. La gracia sana las heridas del pecado en nuestra alma: identifica la voluntad humana con la Voluntad Divina mediante el amor de Dios, ilumina la inteligencia mediante la fe, ordena las pasiones al fin verdadero del hombre y las somete a la razón, etc. En una palabra: es la medicina de todo nuestro ser. En definitiva: «Nada hay mejor en el mundo que estar en gracia de Dios»[20].
Quizás algunas personas se preguntan: «si la gracia de Dios es tan poderosa, ¿por qué no tiene efectos más decisivos en las personas?» De nuevo tropezamos con el misterio de la libertad humana. La gracia «previene, prepara y suscita la libre respuesta del hombre»[21], pero no fuerza esa libertad. «Quien te creó sin ti no te salvará sin ti»[22], sentenció san Agustín. Tenemos a nuestra disposición una central nuclear con miles de megavatios, pero hemos de conectar la red de nuestra casa si queremos que esa energía nos ilumine, caliente y aproveche. Hemos de recibir la gracia con humildad, agradecimiento y arrepentimiento de nuestros pecados, y luchar con amor por seguir dócilmente sus impulsos. Sin perder nunca de vista, como nos recuerda el Papa Francisco, que «esta lucha es muy bella, porque nos permite celebrar cada vez que el Señor vence en nuestra vida»[23]. Evitaremos así todo asomo de voluntarismo, conscientes de la absoluta prioridad de la gracia en nuestra vida.
Pero es que, además, «en esta vida las fragilidades humanas no son sanadas completa y definitivamente por la gracia»[24]. «La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe. Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos (…). Porque si no advertimos nuestra realidad concreta y limitada, tampoco podremos ver los pasos reales y posibles que el Señor nos pide en cada momento, después de habernos capacitado y cautivado con su don. La gracia actúa históricamente y, de ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva. Por ello, si rechazamos esta manera histórica y progresiva, de hecho, podemos llegar a negarla y bloquearla, aunque la exaltemos con nuestras palabras»[25]. Dios es delicado y respetuoso con nosotros. Así reflexionaba en una ocasión el cardenal Ratzinger: «Yo creo que Dios ha irrumpido en la historia de una forma mucho más suave de lo que nos hubiera gustado. Pero así es su respuesta a la libertad. Y si nosotros deseamos y aprobamos que Dios respete la libertad, debemos respetar y amar la suavidad de sus manos»[26]. Que es tanto como decir: amar la suavidad de su gracia.
José Brage