(HOMILIA DEL PAPA FRANCISCO) Es verdaderamente inédito y sugestivo el escenario en el que celebramos la santa misa: nos encontramos en el "Valle" que se asoma a la antigua Puerta denominada FAUL, cuyas cuatro letras recuerdan las cuatro colinas de la antigua Viterbium, esto es, Fanum-Arbanum-Vetulonia-Longula. A un lado se yergue imponente el palacio, en otro tiempo residencia de los Papas, que —como ha recordado vuestro obispo— en el siglo XIII fue sede de cinco cónclaves; nos rodean construcciones y espacios, testigos de múltiples sucesos del pasado, y hoy tejido de vida de vuestra ciudad y provincia. En este contexto, que evoca siglos de historia civil y religiosa, se encuentra ahora idealmente reunida, con el Sucesor de Pedro, toda vuestra comunidad diocesana para ser confirmada por él en la fidelidad a Cristo y a su Evangelio.
A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, os expreso con afecto mi gratitud por la cordial acogida que me habéis reservado. Saludo en primer lugar a vuestro amado pastor, monseñor Lorenzo Chiarinelli, a quien agradezco sus palabras de bienvenida. Saludo a los demás obispos, en particular a los del Lacio con el cardenal vicario de Roma, los queridos sacerdotes diocesanos, los diáconos, los seminaristas, los religiosos y las religiosas, los jóvenes y los niños, y extiendo mi recuerdo a todos los miembros de la diócesis, que en el pasado reciente ha visto unirse a Viterbo, con la abadía de San Martín en el Monte Cimino, las diócesis de Acquapendente, Bagnoregio, Montefiascone y Tuscania. Esta nueva configuración se esculpe ahora artísticamente en las "Puertas de bronce" de la iglesia catedral que, al comenzar mi visita por la plaza de San Lorenzo, he podido bendecir y admirar.
Con deferencia me dirijo a las autoridades civiles y militares, a los representantes del Parlamento, del Gobierno, de la Región y de la Provincia, y de manera especial al alcalde de la ciudad, que se ha hecho intérprete de los cordiales sentimientos de la población de Viterbo. Doy las gracias a las fuerzas del orden y saludo a los numerosos militares presentes en esta ciudad, así como a los comprometidos en misiones de paz en el mundo. Saludo y doy las gracias a los voluntarios y a cuantos han contribuido a la realización de mi visita. Reservo un saludo muy especial a los ancianos y a las personas solas, a los enfermos, a los presos y a cuantos no han podido participar en este encuentro de oración y amistad.
Queridos hermanos y hermanas, cada asamblea litúrgica es espacio de la presencia de Dios. Los discípulos del Señor, reunidos para la santa Eucaristía, proclaman que él ha resucitado, está vivo y es dador de vida, y testimonian que su presencia es gracia, es tarea, es alegría. Abramos el corazón a su palabra y acojamos el don de su presencia. En la primera lectura de este domingo, el profeta Isaías (35, 4-7) anima a los "cobardes de corazón" y anuncia esta estupenda novedad, que la experiencia confirma: cuando el Señor está presente se despegan los ojos del ciego, se abren los oídos del sordo, el cojo "salta" como un ciervo. Todo renace y todo revive porque aguas benéficas riegan el desierto. El "desierto", en su lenguaje simbólico, puede evocar los acontecimientos dramáticos, las situaciones difíciles y la soledad que no raramente marca la vida; el desierto más profundo es el corazón humano cuando pierde la capacidad de oír, de hablar, de comunicarse con Dios y con los demás. Se vuelve entonces ciego porque es incapaz de ver la realidad; se cierran los oídos para no escuchar el grito de quien implora ayuda; se endurece el corazón en la indiferencia y en el egoísmo. Pero ahora —anuncia el profeta— todo está destinado a cambiar; esta "tierra árida" de un corazón cerrado será regada por una nueva linfa divina. Y cuando el Señor viene, dice con autoridad a los cobardes de corazón de toda época: "¡Ánimo, no temáis!" (v. 4).
Aquí se enlaza perfectamente el episodio evangélico, narrado por san Marcos (7, 31-37): Jesús cura en tierra pagana a un sordomudo. Primero lo acoge y se ocupa de él con el lenguaje de los gestos, más inmediatos que las palabras; y después, con una expresión en lengua aramea, le dice: "Effatà", o sea, "ábrete", devolviendo a aquel hombre oído y lengua. Llena de estupor, la multitud exclama: "Todo lo ha hecho bien" (v. 37). En este "signo" podemos ver el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una "nueva humanidad", la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad "buena", como es buena toda la creación de Dios; una humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones —como advierte el apóstol Santiago en su carta (2, 1-5)—, de forma que el mundo sea realmente y para todos "espacio de verdadera fraternidad" (Gaudium et spes, 37), en la apertura al amor al Padre común, que nos ha creado y nos ha hecho sus hijos y sus hijas.
Querida Iglesia de Viterbo, que Cristo, a quien vemos en el Evangelio abrir los oídos y desatar el nudo de la lengua al sordomudo, abra tu corazón y te dé siempre la alegría de la escucha de su Palabra, la valentía del anuncio de su Evangelio, la capacidad de hablar de Dios y de hablar así con los hermanos y las hermanas y, por último, el valor del descubrimiento del rostro de Dios y de su belleza. Pero para que esto pueda suceder —recuerda san Buenaventura de Bagnoregio, adonde iré esta tarde—, la mente debe "ir más allá de todo con la contemplación e ir más allá no sólo del mundo sensible, sino también más allá de sí misma" (Itinerarium mentis in Deum VII, 1). Este es el itinerario de salvación, iluminado por la luz de la Palabra de Dios y alimentado por los sacramentos, para todos los cristianos.
De este camino que también tú, amada Iglesia que vive en esta tierra estás llamada a recorrer, quisiera ahora retomar algunas líneas espirituales y pastorales. Una prioridad que interesa mucho a tu obispo es la educación en la fe, como búsqueda, como iniciación cristiana, como vida en Cristo. Es el "ser cristianos" que consiste en el "aprender a Cristo" que san Pablo expresa con la fórmula: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). En esta experiencia están involucradas las parroquias, las familias y las diversas asociaciones. Están llamados a comprometerse los catequistas y todos los educadores; está llamada a dar su aportación la escuela, desde la primaria hasta la Universidad de Tuscia, cada vez más importante y prestigiosa, y en particular la escuela católica, con el Instituto filosófico-teológico "San Pedro".
Hay modelos siempre actuales, auténticos pioneros de la educación en la fe en quienes inspirarse. Me complace mencionar, entre otros, a santa Rosa Venerini (1656-1728) —a quien tuve la alegría de canonizar hace tres años—, verdadera precursora de las escuelas femeninas en Italia, precisamente "en el siglo de las Luces"; y a santa Lucia Filippini (1672-1732), quien, con la ayuda del venerable cardenal Marco Antonio Barbarigo (1640-1706), fundó las beneméritas "Maestras Pías". De estas fuentes espirituales se podrá felizmente seguir bebiendo para afrontar con lucidez y coherencia la actual, ineludible y prioritaria "emergencia educativa", gran desafío para cada comunidad cristiana y para toda la sociedad, que es precisamente un proceso de "Effatà", de abrir los oídos, el nudo de la lengua y también los ojos.
Junto con la educación, el testimonio de la fe. "La fe —escribe san Pablo— actúa a través de la caridad" (Ga 5, 6). Desde esta perspectiva se hace visible la acción caritativa de la Iglesia: sus iniciativas, sus obras son signos de la fe y del amor de Dios, que es Amor, como he recordado ampliamente en las encíclicas Deus caritas est y Caritas in veritate. En este ámbito florece y se incrementa cada vez más la presencia del voluntariado, tanto en el plano personal como en el asociativo, que halla en la Caritas su organismo propulsor y educativo. La joven santa Rosa (1233-1251), co-patrona de la diócesis, cuya fiesta se celebra precisamente en estos días, es ejemplo brillante de fe y de generosidad hacia los pobres. ¿Cómo no recordar además a santa Jacinta Marescotti (1585-1640), que promovió en la ciudad la adoración eucarística desde su monasterio y dio vida a instituciones e iniciativas para los encarcelados y los marginados? Tampoco podemos olvidar el testimonio franciscano de san Crispín, capuchino (1668-1759), que todavía inspira presencias asistenciales beneméritas.
Es significativo que en este clima de fervor evangélico hayan nacido muchas casas de vida consagrada, masculinas y femeninas, y en particular monasterios de clausura, que constituyen una llamada visible al primado de Dios en nuestra existencia y nos recuerdan que la primera forma de caridad es precisamente la oración. Al respecto, es emblemático el ejemplo de la beata Gabriela Sagheddu (1914-1939), trapense: en el monasterio de Vitorchiano, donde está enterrada, sigue proponiéndose el ecumenismo espiritual, alimentado de oración incesante, que recomendó vivamente el concilio Vaticano ii (cf. Unitatis redintegratio, 8). Recuerdo también al beato, originario de Viterbo, Domingo Bàrberi (1792-1849), pasionista, que en 1845 acogió en la Iglesia católica a John Henry Newman, quien después fue cardenal, figura de elevado perfil intelectual y de espiritualidad luminosa.
Quisiera aludir, por último, a una tercera línea de vuestro plan pastoral: la atención a los signos de Dios. Como hizo Jesús con el sordomudo, de igual modo Dios sigue revelándonos su proyecto mediante "hechos y palabras". Escuchar su palabra y discernir sus signos debe ser, por tanto, el compromiso de todo cristiano y de toda comunidad. El signo de Dios más inmediato es ciertamente la atención al prójimo, según lo que dijo Jesús: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Además, como afirma el concilio Vaticano ii, el cristiano está llamado a ser "ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y signo del Dios vivo" (Lumen gentium, 38). Debe serlo en primer lugar el sacerdote, a quien Cristo ha escogido todo para él. Durante este Año sacerdotal, orad con mayor intensidad por los sacerdotes, por los seminaristas y por las vocaciones, para que sean fieles a la llamada. Asimismo, toda persona consagrada y todo bautizado debe ser signo del Dios vivo.
Fieles laicos, jóvenes y familias, ¡no tengáis miedo de vivir y testimoniar la fe en los diversos ámbitos de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana! Viterbo también ha tenido al respecto figuras prestigiosas. En esta ocasión es un deber y una alegría recordar al joven Mario Fani de Viterbo, iniciador del "Círculo Santa Rosa", que encendió, junto a Giovanni Acquaderni, de Bolonia, la primera luz que después se transformaría en la experiencia histórica del laicado en Italia: la Acción católica. Se suceden las estaciones de la historia, cambian los contextos sociales, pero es inmutable y no pasa de moda la vocación de los cristianos a vivir el Evangelio en solidaridad con la familia humana, al paso de los tiempos. He aquí el compromiso social, he aquí el servicio propio de la acción política, he aquí el desarrollo humano integral.
Queridos hermanos y hermanas, cuando el corazón se extravía en el desierto de la vida, no tengáis miedo, confiad en Cristo, el primogénito de la humanidad nueva: una familia de hermanos construida en la libertad y en la justicia, en la verdad y en la caridad de los hijos de Dios. De esta gran familia forman parte santos queridos para vosotros: Lorenzo, Valentino, Hilario, Rosa, Lucía, Buenaventura y muchos otros. Nuestra Madre común es María, a quien veneráis con el título de Virgen de la Encina como patrona de toda la diócesis en su nueva configuración. Que ellos os conserven siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y las obras, la presencia y el amor de Cristo. Amén.
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Le presentaron un sordo...”. A nuestro alrededor hay personas que, sin excluirnos en ocasiones a nosotros, están como sordos a la voz liberadora de Dios, ese murmullo eterno y amoroso que, como el viento, procede del Padre y del Hijo: la voz del Espíritu Santo. Personas a las que debemos conducir hasta el Señor, yendo nosotros delante. El Espíritu Santo Digitus paternae dexterae, la diestra de Dios, como lo llama la Liturgia, abrirá el oído para que muchos amigos nuestros escuchen y escuchemos también nosotros la Verdad que no pasa.
Hay una sordera del alma que al desoír las continuas llamadas del Señor endurece el corazón, porque como la discordancia entre lo que la conciencia dice y lo que en realidad se hace no se soporta sin remordimiento, se buscan excusas y aflora la auto justificación. Este modo de obrar, al hacerse casi crónico, cauteriza la conciencia que se vuelve sorda a los requerimientos divinos. “La soberbia violenta a la memoria, la oscurece: el hecho se esfuma, o se embellece, y se encuentra una justificación para cubrir de bondad el mal cometido, que no se está dispuesto a rectificar; se acumulan argumentos, razones, que van ahogando la voz de la conciencia, cada vez más débil, más confusa” (S. Josemaría Escrivá).
“No quisiera que ignoraseis, hermanos míos, de qué modo se baja o, por mejor decir, se cae en estos caminos. El primer escalón es el disimulo de la propia flaqueza, de la propia iniquidad..., perdonándose el hombre a sí mismo, auto consolándose, se engaña. El segundo escalón es la ignorancia de sí, porque después de que en el primer grado cosió el despreciable vestido de hojas para cubrirse, ¿qué más lógico que no ver sus llagas, especialmente si las ha tapado con el solo fin de no verlas? De esto se sigue que, aunque se las descubra otro, defienda con tozudez que no son llagas, dejando que su corazón se abandone a palabras engañosas para buscar excusas a sus pecados” (S. Juan Crisóstomo). Deslizarse por esta pendiente es fácil ya que “el mismo Satanás se transforma en ángel de luz” (2 Co 11, 14).
S. Marcos nos ha conservado la palabra aramea: effethá, ¡ábrete! Hay que hablar, abrir el alma en la dirección espiritual. “No te apoyes en el consejo de cualquiera. Trata sí con un varón piadoso que sabes que guarda los preceptos de Dios, cuyo corazón es semejante al tuyo. Y permanece en lo que resuelvas, porque ninguno será para ti más fiel que él. El alma de ese hombre piadoso ve mejor las cosas que siete centinelas en lo alto de una atalaya. Y en todas ellas ora por ti al Altísimo para que te dirija por la senda de la verdad” (Eccl 37, 14-19).
Necesitamos asesoramiento, contrastar nuestros enfoques y directrices con quien tiene ciencia y piedad y así afrontar con criterio cristiano los variados problemas que la vida presenta. ¡Effethá, abrirnos a la voz del Señor con la asistencia a unos medios de formación, la lectura, la charla con un buen amigo, un sacerdote, aparcando esa manida excusa de “no tengo tiempo” y que aboca a la sordera del alma!
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
"Cuando hables, serás un signo para ellos y sabrán que yo soy el Señor"
Is 35,4-7a: "Los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará"
Sal 145,7.8-9a.9bc-10: "Alaba, alma mía, al Señor"
St 2,1-5: "¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres para hacerlos herederos del Reino?"
Mc 7,31-37: "Hace oír a los sordos y hablar a los mudos"
Eran demasiadas las calamidades sufridas por el pueblo como para mantener fácilmente la esperanza. El profeta dice que Dios se sigue acordando de ellos, y se dirige especialmente a los más débiles, "a los cobardes de corazón". La profusión de imágenes de las que se sirve Isaías revelan que gran parte de lo prometido se cumplirá en los días de Jesús.
No es infrecuente que Jesús haga signos "sacramentales" (la saliva; tocarle la lengua, etc.) que servirían como elementos catequéticos en la comunidad primitiva. La palabra hebrea "Effetá", "ábrete", evoca a Ez 24,27: "Tu boca se abrirá, y hablarás".
La expresión "con más insistencia lo proclamaban ellos" es una manera de mencionar la predicación evangélica en los primeros momentos... y el "todo lo ha hecho bien" puede ser una evocación del Génesis.
Nuestro tiempo es el de las grandes comunicaciones. Pasará a la historia como la época de los grandes medios. La cultura de la comunicación pretende hacer llegar todo y lo más pronto posible a cualquier lugar, de manera que en cualquier punto de la tierra esté la noticia de modo casi instantáneo. Pero, a la vez, se comprueba el incremento de la incomunicación y de la soledad. ¿Será que la gente a fuerza de oír no escucha? ¿Será que ha llegado a la conclusión de que no merece la pena atender?
— "La verdad de la palabra, expresión racional del conocimiento de la realidad creada e Increada, es necesaria al hombre dotado de inteligencia, pero la verdad puede también encontrar otras formas de expresión humana, complementarias, sobre todo cuando se trata de evocar lo que entraña de indecible, las profundidades del corazón humano, las elevaciones del alma, el Misterio de Dios" (2500).
— "A menudo Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos, barro y ablución. Los enfermos tratan de tocarlo «pues salía de Él una fuerza que los curaba a todos» (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa «tocándonos» para sanarnos" (1504; cf. 1503).
— "En su predicación, el Señor Jesús se sirve con frecuencia de los signos de la creación para dar a conocer los misterios del Reino de Dios. Realiza sus curaciones o subraya su predicación por medio de signos materiales. Da un sentido nuevo a los hechos y a los signos de la Antigua Alianza porque Él mismo es el sentido de todos esos signos" (1151).
— "La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla" (2489).
— "El recto ejercicio de este derecho exige que, en cuanto a su contenido, la comunicación sea siempre verdadera e íntegra, salvadas la justicia y la caridad; además, en cuanto al modo, ha de ser honesta y conveniente, es decir, debe respetar escrupulosamente las leyes morales, los derechos legítimos y la dignidad del hombre, tanto en la búsqueda de la noticia como en su divulgación (IM 5,2)" (2494).
El hombre es oyente de la Palabra de Dios porque Dios siempre quiso comunicarse Él mismo y su Buena Noticia.