— Todo pecado puede ser perdonado si el pecador se arrepiente.
— Una condición para ser perdonados: perdonar de corazón a los demás.
I. Padre, perdónanos nuestras ofensas, pedimos todos los días en el Padrenuestro.
Somos pecadores, y si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros1, escribe San Juan en su primera Carta. La universalidad del pecado aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento2 y es enseñada también en el Nuevo3. Cada día tenemos necesidad de pedir perdón al Señor por nuestras faltas y pecados. Le ofendemos quizá en cosas pequeñas y sin una expresa voluntariedad actual, con nuestras acciones y con omisiones; de pensamiento, de palabra y de obra. «Lo que la revelación nos dice coincide con la experiencia. El hombre, cuando examina su corazón, comprueba su tendencia al mal, se ve anegado por muchos males. Esto explica la división íntima del hombre»4.
Hoy, mientras hacemos nuestra oración con el Señor, y a lo largo del día, podemos hacer nuestra aquella jaculatoria del publicano que no se atrevía a levantar la vista en el Templo, y que reconocía, como nosotros, haber ofendido al Señor: ¡Oh Dios! –decía, lleno de humildad y de arrepentimiento–, ¡ten compasión de mí, que soy un pecador!5. ¡Cuánto bien nos puede hacer esta breve oración, repetida con un corazón humilde! La puso el Señor en boca del publicano de la parábola, pero para que la repitiéramos nosotros.
Muchas veces, los hombres suelen confundir el pecado con sus consecuencias. Y les entristece entonces el fracaso que introduce en su vida personal, o la humillación de haber faltado a un deber o los daños producidos a otras personas. Ven el pecado en relación a su propio ideal roto o al mal causado a otros. Sin embargo, no hay pecado sino en cuanto ofensa a Dios; secundariamente, también en relación a uno mismo, a los demás y a toda la sociedad. He pecado contra Yahvé6, afirma el rey David cuando se da cuenta del delito que cometió contra Urías. Había cometido un adulterio, procurando después la muerte, de forma vergonzosa, al marido de la adúltera, un amigo y uno de sus mejores generales. Sin embargo, el adulterio, el crimen perpetrado, el abuso de poder, el escándalo dado al pueblo, por graves que hubieran sido, los juzgaba superados en malicia por la ofensa a Dios.
Del incumplimiento de la ley pueden derivarse desastres y sufrimientos, pero pecado propiamente solo existe ante Dios. He pecado contra el Cielo y contra Ti7, proclamará el hijo pródigo cuando vuelve arrepentido a la casa paterna. «Sin estas palabras: He pecado, el hombre no puede entrar verdaderamente en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, para sacar de ella los frutos de la redención y de la gracia. Estas son palabras-clave. Evidencian sobre todo la gran apertura interior del hombre hacia Dios: Padre, he pecado contra Ti (...).
»El Salmista habla aún más claramente: Tibi soli peccavi, contra Ti solo pequé (Sal 50, 6).
»Ese “Tibi soli” no anula las demás dimensiones del mal moral, como es el pecado en relación a la comunidad humana. Sin embargo, “el pecado” es un mal moral de modo principal y definitivo en relación con Dios mismo, con el Padre en el Hijo. Así, pues, el mundo (contemporáneo) y el príncipe de este mundo trabajan muchísimo para anular y aniquilar este aspecto en el hombre,
»En cambio, la Iglesia (...) trabaja sobre todo para que cada uno de los hombres se encuentre a sí mismo con el propio pecado ante Dios solo, y en consecuencia para que acoja la penitencia salvífica del perdón contenida en la pasión y en la resurrección de Cristo»8.
¡Qué gran don del Cielo es poder reconocer nuestros pecados, sin excusas ni mentiras, y acercarnos hasta la fuente inagotable de la misericordia divina y poder decir: Padre, perdónanos nuestras ofensas! ¡Qué paz tan grande da el Señor!
II. No basta con reconocer nuestros pecados, «es preciso que su recuerdo sea doloroso y amargo, que hiera el corazón, que mueva el alma al arrepentimiento; de modo que, sintiéndonos angustiados interiormente, nos movamos a recurrir a Dios nuestro Padre, pidiéndole con humildad que nos saque las espinas de los pecados, clavadas en nuestra alma»9.
El Señor está dispuesto a perdonarlo todo de todos. Al que viene a Mí -nos dice- Yo no lo echaré fuera10. No es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos -nos enseña en otro lugar- que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos11. Es más: como enseña Santo Tomás, la Omnipotencia de Dios se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera que Dios tiene de mostrar que tiene el supremo poder es perdonar libremente12. En el Evangelio aparece la misericordia de Jesús para con los pecadores como una constante que se repite una y otra vez: los recibe, los atiende, se deja invitar por ellos, los comprende, los perdona. A veces los fariseos lo criticaban por esto, pero Él los recrimina diciéndoles que no necesitan médico los sanos sino los enfermos, y que el Hijo del hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido13.
La ofensa ha de ser perdonada por el ofendido. El pecado solamente puede ser perdonado por el mismo Dios. Así lo hicieron notar a Jesús unos fariseos: ¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?14. El Señor no rechazó estas palabras, sino que se sirvió de ellas para mostrarles que Él tiene ese poder precisamente porque es Dios. Después de la Resurrección, lo transmitió a su Iglesia, para que Ella, por medio de sus ministros, lo pudiese ejercer hasta el fin de los tiempos: Recibid el Espíritu Santo -dijo a los Apóstoles-; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados, a quienes se los retuvierais les serán retenidos15.
Al Señor le encontramos siempre dispuesto al perdón y a la misericordia en el sacramento de la Confesión. «Podemos estar absolutamente ciertos –enseña el Catecismo Romano– de que Dios está inclinado hacia nosotros de tal modo que con muchísimo gusto perdona a los que de veras se arrepienten. Es verdad que pecamos contra Dios (...), pero también es verdad que pedimos perdón a un Padre cariñosísimo, que tiene poder para perdonarlo todo, y no solo dijo que quería perdonar, sino que además anima a los hombres para que le pidan perdón, y hasta nos enseña con qué palabras lo hemos de pedir. Por consiguiente, nadie puede tener duda de que –porque Él lo ha dispuesto– en nuestra mano está, por así decir, recobrar la gracia divina»16.
III. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, rezamos cada día, quizá muchas veces. El Señor espera esta generosidad que nos asemeja al mismo Dios. Porque si vosotros perdonáis a otro sus faltas, también os perdonará vuestro Padre celestial17. Esta disposición forma parte de una norma frecuentemente afirmada por el Señor a lo largo del Evangelio: Absolved y seréis absueltos. Dad y se os dará... La medida que uséis con otros, esa se usará con vosotros18.
Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; solo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él «no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que vayan primero a reconciliarse con sus hermanos: Dios quiere ser aplacado con oraciones de paz. La mayor obligación para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad de todo el pueblo fiel en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo»19.
Con frecuencia debemos hacer examen para ver cómo son nuestras reacciones ante las molestias que en alguna ocasión la convivencia puede llevar consigo. Seguir a Cristo en la vida corriente es encontrar, también en este punto, el camino de la paz y de la serenidad. Debemos estar vigilantes para evitar la más pequeña falta de caridad externa o interna. Las pequeñeces diarias –normales en toda convivencia– no pueden ser motivo para que disminuya la alegría en el trato con quienes nos rodean. Si alguna vez tenemos que perdonar alguna ofensa real, entendamos que esa es una ocasión muy particular de imitar a Jesús, que pide perdón para los que le crucifican; nos hará saborear el amor de Dios, que no busca su propia ventaja; se enriquece el propio corazón, que se hace más grande, con mayor capacidad de amar. No debemos olvidar entonces que «nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos al perdón»20. La generosidad con los demás conseguirá que la misericordia divina perdone tantas flaquezas nuestras.