— Unidad e indisolubilidad original.
— Camino de santidad.
— La familia, escuela de virtudes.
I. Se encontraba Jesús en Judea, en la otra orilla del Jordán, rodeado de una gran multitud, que escuchaba atentamente sus enseñanzas1. Entonces –leemos en el Evangelio de la Misa2– se acercaron unos fariseos y para tentarle, para enfrentarlo con la Ley de Moisés, le preguntaron si es lícito al marido repudiar a su mujer. Moisés había permitido el divorcio condescendiendo con la dureza del antiguo pueblo. La condición de la mujer era entonces ignominiosa y prácticamente podía ser dejada a un lado por cualquier causa, siguiendo ligada al marido. Moisés estableció que el marido diera a la mujer despedida una carta de repudio, testificando que la despedía; así quedaba libre para casarse con quien quisiera3. Los Profetas ya censuraron el divorcio a la vuelta del exilio4.
Jesús declara en esta ocasión la indisolubilidad original del matrimonio, según lo instituyera Dios en el principio de la creación. Para ello, cita expresamente las palabras del Génesis que se leen en la Primera lectura5. Pero en el principio de la creación los hizo Dios varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. De este modo, el Señor declara la unidad y la indisolubilidad del matrimonio tal y como había sido establecido en el principio. Resultó tan novedosa esta doctrina para los mismos discípulos que, una vez en casa, volvieron a preguntarle. Y el Maestro confirmó más expresamente lo que ya había enseñado. Y les dijo: Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio. Difícilmente se puede hablar con más nitidez. Sus palabras están llenas de una claridad deslumbradora. ¿Cómo es posible que un cristiano pueda cuestionar estas propiedades naturales del matrimonio y siga proclamando que imita y acompaña a Cristo?
Siguiendo al Maestro, la Iglesia reafirma con seguridad y firmeza «la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza (Ef 5, 25).
»Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Dios quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia»6. Ese vínculo, que solo la muerte puede desatar, es imagen del que existe entre Cristo y su Cuerpo Místico.
La dignidad del matrimonio y su estabilidad, por su trascendencia en las familias, en los hijos, en la misma sociedad, es uno de los temas que más importa defender, y ayudar a que muchos lo comprendan. La salud moral de los pueblos –se ha repetido muchas veces– está ligada al buen estado del matrimonio. Cuando este se corrompe bien podemos afirmar que la sociedad está enferma, quizá gravemente enferma7. De aquí la urgencia que todos tenemos de rezar y velar por las familias. Los mismos escándalos que, desgraciadamente, se producen y se divulgan, pueden ser ocasión para dar buena doctrina y ahogar el mal en abundancia de bien8. «Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas»9.
II. Al elevar Jesucristo el matrimonio a la dignidad de sacramento, introdujo en el mundo algo completamente nuevo. La transformación que obró en la institución meramente natural fue de tal importancia que la convirtió –como el agua en las bodas de Caná– en algo hasta ese momento insospechado. He aquí que hago todas las cosas nuevas10, dice el Señor. Desde entonces, desde el nacimiento del matrimonio cristiano, este sobrepasa el orden de las cosas naturales y se introduce en el orden de las cosas divinas. El matrimonio natural entre no cristianos está también lleno de grandeza y de dignidad, «pero el ideal propuesto por Cristo a los casados está infinitamente por encima de una meta de perfección humana y respecto del matrimonio natural se presenta como algo rigurosamente nuevo. Efectivamente: a través del matrimonio es la misma vida divina la que se comunica a los esposos, la que los sostiene en su obra de perfeccionamiento mutuo y la que tiene que animar, desde el momento del Bautismo, el alma de los hijos»11.
Quienes se casan inician juntos una vida nueva que han de andar en compañía de Dios. El Señor mismo los ha llamado para que vayan a Él por este camino, pues el matrimonio «es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (Ef 5, 32) (...), signo sagrado que santifica, acción de Jesús que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra»12.
El Papa Juan Pablo I, hablando de la grandeza del matrimonio a un grupo de recién casados, les contaba una pequeña anécdota ocurrida en Francia. En el siglo pasado, un profesor insigne que enseñaba en la Sorbona, Federico Ozanam, era un hombre de prestigio y un buen católico. Lacordaire, su amigo, solía decir del profesor de la Sorbona: «¡Este hombre es tan bueno y tan estupendo que se ordenará como sacerdote, incluso llegará a ser un buen obispo!». Pero Ozanam contrajo matrimonio. Entonces, Lacordaire, algo molesto, exclamó: «¡Pobre Ozanam! ¡También él ha caído en la trampa!». Estas palabras llegaron hasta el Papa Pío IX, quien dijo con buen humor a Lacordaire cuando este le visitó unos años más tarde: «Yo siempre he oído decir que Jesús instituyó siete sacramentos: ahora viene usted, me revuelve las cartas en la mesa, y me dice que ha instituido seis sacramentos y una trampa. No, Padre, el matrimonio no es una trampa, ¡es un gran sacramento!»13. No olvidemos que lo primero que quiso santificar el Mesías fue un hogar. Y es precisamente en las familias alegres, generosas, que viven con sobriedad cristiana, donde nacen las vocaciones para la entrega plena a Dios en la virginidad o el celibato, que constituyen la corona de la Iglesia y la alegría de Dios en el mundo.
Estas vocaciones son un don que Dios otorga muchas veces a los padres que lo piden de corazón y con constancia: brillará en sus manos con un fulgor especial cuando un día se presenten ante Él y den cuenta de los bienes que les fueron dados para su custodia y administración.
III. Dios preparó cuidadosamente la familia en la que iba a nacer su Hijo: José, de la casa y familia de David14, que haría el oficio de padre en la tierra, al igual que María, su Madre virginal. Quiso el Señor reflejar en su propia familia el modo en que habrían de nacer y crecer sus hijos: en el seno de una familia establemente constituida y rodeados de su protección y cariño.
Toda familia, que es «la célula vital de la sociedad»15 y en cierto modo de la misma Iglesia16, tiene una entidad sagrada Y merece la veneración y solicitud de sus miembros, de la sociedad civil y de la Iglesia entera. Santo Tomás llega a comparar la misión de los padres a la de los sacerdotes, pues mientras estos contribuyen al crecimiento sobrenatural del Pueblo de Dios mediante la administración de los sacramentos, la familia cristiana provee a la vez a la vida corporal y a la espiritual, «lo que se realiza en el sacramento del matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a Dios»17. Mediante la colaboración generosa de los padres, Dios mismo «aumenta y enriquece su propia familia»18 multiplicando los miembros de su Iglesia y la gloria que de Ella recibe.
La familia tal y como Dios la ha querido es el lugar idóneo para que, con el amor y el buen ejemplo de los padres, de los hermanos y de los demás componentes del ámbito familiar, sea una verdadera «escuela de virtudes»19 donde los hijos se formen para ser buenos ciudadanos y buenos hijos de Dios. Es en medio de la familia que vive de cara a Dios donde cada uno encontrará su propia vocación, a la que el Señor le llama. «Admira la bondad de nuestro Padre Dios: ¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas con locura, son materia de santidad?»20.