"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de diciembre de 2018

LA SAGRADA FAMILIA

— Jesús quiso comenzar la Redención del mundo enraizado en una familia.
— La misión de los padres. Ejemplo de María y de José.
— La Sagrada Familia, ejemplo para todas las familias.
ICuando cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él1.
El Mesías quiso comenzar su tarea redentora en el seno de una familia sencilla, normal. Lo primero que santificó Jesús con su presencia fue un hogar. Nada ocurre de extraordinario en estos años de Nazaret, donde Jesús pasa la mayor parte de su vida.
José era el cabeza de familia; como padre legal, él era quien sostenía a Jesús y a María con su trabajo. Es él quien recibe el mensaje del nombre que ha de poner al Niño: Le pondrás por nombre Jesús; y los que tienen como fin la protección del Hijo: Levántate, toma al Niño y huye a Egipto. Levántate, toma al Niño y vuelve a la patria. No vayas a Belén, sino a Nazaret. De él aprendió Jesús su propio oficio, el medio de ganarse la vida. Jesús le manifestaría muchas veces su admiración y su cariño.
De María, Jesús aprendió formas de hablar, dichos populares llenos de sabiduría, que más tarde empleará en su predicación. Vio cómo Ella guardaba un poco de masa de un día para otro, para que se hiciera levadura; le echaba agua y la mezclaba con la nueva masa, dejándola fermentar bien arropada con un paño limpio. Cuando la Madre remendaba la ropa, el Niño la observaba. Si un vestido tenía una rasgadura buscaba Ella un pedazo de paño que se acomodase al remiendo. Jesús, con la curiosidad propia de los niños, le preguntaba por qué no empleaba una tela nueva; la Virgen le explicaba que los retazos nuevos cuando se mojan tiran del paño anterior y lo rasgan; por eso había que hacer el remiendo con un paño viejo... Los vestidos mejores, los de fiesta, solían guardarse en un arca. María ponía gran cuidado en meter también determinadas plantas olorosas para evitar que la polilla los destrozara. Años más tarde, esos sucesos aparecerán en la predicación de Jesús. No podemos olvidar esta enseñanza fundamental para nuestra vida corriente: «la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor a Dios!»2.
Entre José y María había cariño santo, espíritu de servicio, comprensión y deseos de hacerse la vida feliz mutuamente. Así es la familia de Jesús: sagrada, santa, ejemplar, modelo de virtudes humanas, dispuesta a cumplir con exactitud la voluntad de Dios. El hogar cristiano debe ser imitación del de Nazaret: un lugar donde quepa Dios y pueda estar en el centro del amor que todos se tienen.
¿Es así nuestro hogar? ¿Le dedicamos el tiempo y la atención que merece? ¿Es Jesús el centro? ¿Nos desvivimos por los demás? Son preguntas que pueden ser oportunas en nuestra oración de hoy, mientras contemplamos a Jesús, a María y a José en la fiesta que les dedica la Iglesia.
II. En la familia, «los padres deben ser para sus hijos los primeros educadores de la fe, mediante la Palabra y el ejemplo»3. Esto se cumplió de manera singularísima en el caso de la Sagrada Familia. Jesús aprendió de sus padres el significado de las cosas que le rodeaban.
La Sagrada Familia recitaría con devoción las oraciones tradicionales que se rezaban en todos los hogares israelitas, pero en aquella casa todo lo que se refería a Dios particularmente tenía un sentido y un contenido nuevo. ¡Con qué prontitud, fervor y recogimiento repetiría Jesús los versículos de la Sagrada Escritura que los niños hebreos tenían que aprender!4. Recitaría muchas veces estas oraciones aprendidas de labios de sus padres.
Al meditar estas escenas, los padres han de considerar con frecuencia las palabras del Papa Pablo VI recordadas por Juan Pablo II: «¿Enseñáis a vuestros niños las oraciones del cristiano? ¿Preparáis, de acuerdo con los sacerdotes, a vuestros hijos para los sacramentos de la primera edad: confesión, comunión, confirmación? ¿Los acostumbráis, si están enfermos, a pensar en Cristo que sufre? ¿A invocar la ayuda de la Virgen y de los santos? ¿Rezáis el Rosario en familia? (...) ¿Sabéis rezar con vuestros hijos, con toda la comunidad doméstica, al menos alguna vez? Vuestro ejemplo en la rectitud del pensamiento y de la acción, apoyado por alguna oración común, vale una lección de vida, vale un acto de culto de mérito singular; lleváis de este modo la paz al interior de los muros domésticos: Pax huic domui. Recordad: así edificáis la Iglesia»5.
Los hogares cristianos, si imitan el que formó la Sagrada Familia de Nazaret, serán «hogares luminosos y alegres»6, porque cada miembro de la familia se esforzará en primer lugar en su trato con el Señor, y con espíritu de sacrificio procurará una convivencia cada día más amable.
La familia es escuela de virtudes y el lugar ordinario donde hemos de encontrar a Dios. «La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria.
»Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría...»7.
Esta virtudes fortalecerán la unidad que la Iglesia nos enseña a pedir: Tú, que al nacer en una familia fortaleciste los vínculos familiares, haz que las familias vean crecer la unidad8.
III. Una familia unida a Cristo es un miembro de su Cuerpo místico y ha sido llamada «iglesia doméstica»9. Esa comunidad de fe y de amor se ha de manifestar en cada circunstancia, como la Iglesia misma, como testimonio vivo de Cristo. «La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino, como la esperanza de la vida bienaventurada»10. La fidelidad de los esposos a su vocación matrimonial les llevará incluso a pedir la vocación de sus hijos para dedicarse con abnegación al servicio del Señor.
En la Sagrada Familia cada hogar cristiano tiene su ejemplo más acabado; en ella, la familia cristiana puede descubrir lo que debe hacer y el modo de comportarse, para la santificación y la plenitud humana de cada uno de sus miembros. «Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida»11.
La familia es la forma básica y más sencilla de la sociedad. Es la principal «escuela de todas las virtudes sociales». Es el semillero de la vida social, pues es en la familia donde se ejercita la obediencia, la preocupación por los demás, el sentido de responsabilidad, la comprensión y ayuda, la coordinación amorosa entre las diversas maneras de ser. Esto se realiza especialmente en las familias numerosas, siempre alabadas por la Iglesia12. De hecho, se ha comprobado que la salud de una sociedad se mide por la salud de las familias. De aquí que los ataques directos a la familia (como es el caso de la introducción del divorcio en la legislación) sean ataques directos a la sociedad misma, cuyos resultados no se hacen esperar.
«Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, sea también Madre de la “Iglesia doméstica”, y, gracias a su ayuda materna, cada familia cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una pequeña Iglesia de Cristo. Sea ella, Esclava del Señor, ejemplo de acogida humilde y generosa de la voluntad de Dios; sea ella, Madre Dolorosa a los pies de la Cruz, la que alivie los sufrimientos y enjugue las lágrimas de cuantos sufren por las dificultades de sus familias.
»Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias, esté presente, como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría, serenidad y fortaleza»13.
De modo muy especial le pedimos hoy a la Sagrada Familia por cada uno de los miembros de nuestra familia, por el más necesitado.

29 de diciembre de 2018

UN ORDEN MAS JUSTO

— A los cristianos nos toca crear un orden más justo, más humano.

— Algunas consecuencias del compromiso personal de los cristianos.

— Justicia y misericordia.

I. De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna, nos dice San Juan en el comienzo de la Misa de hoy1.

El Niño que contemplamos estos días en el belén es el Redentor del mundo y de cada hombre. Viene en primer lugar para darnos la vida eterna, como anticipo en nuestra existencia terrena y como posesión plena después de la muerte. Se hace hombre para llamar a los pecadores2, para salvar lo que estaba perdido3, para comunicarles a todos la vida divina4.

Durante sus años de vida pública, poco dice el Señor de la situación política y social de su pueblo, a pesar de la opresión que este sufre por parte de los romanos. Manifiesta en diversas ocasiones que no quiere ser un Mesías político o un libertador del yugo romano. Viene a darnos la libertad de los hijos de Dios: libertad del pecado, en el que caímos y fuimos reducidos a la condición de esclavos; libertad de la muerte eterna, consecuencia también del pecado; libertad del dominio del demonio, pues el hombre puede vencer ya al pecado con el auxilio de la gracia; libertad de la vida según la carne, que se opone a la vida sobrenatural: «La libertad traída por Cristo en el Espíritu Santo nos ha restituido la capacidad –de la que nos había privado el pecado– de amar a Dios por encima de todo y permanecer en comunión con Él»5.

El Señor, con su actitud, señaló también el camino a su Iglesia, continuadora de su obra aquí en la tierra hasta el fin de los tiempos.

A los cristianos nos toca –dentro de las muchas posibilidades de actuación– contribuir a crear un orden más justo, más humano, más cristiano, sin comprometer con nuestra actuación a la Iglesia como tal6. La solicitud de la Iglesia por los problemas sociales deriva de su misión espiritual y se mantiene en los límites de esa misión. Ella, en cuanto tal, no tiene como misión los asuntos temporales7. Sigue así a Cristo que afirmó que su reino no es de este mundo8, se negó expresamente a ser constituido juez o promotor de la justicia humana9.

Sin embargo, ningún cristiano debe renunciar a poner todo lo que esté de su parte para resolver los grandes problemas sociales que afectan hoy a la humanidad. «Que cada uno se examine –pedía Pablo VI– para ver lo que ha hecho hasta aquí y lo que debe hacer todavía. No basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética; todo esto no tendrá peso real si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva. Resulta demasiado fácil echar sobre los demás la responsabilidad de las presentes injusticias, si al mismo tiempo no nos damos cuenta de que todos somos también responsables, y que, por tanto, la conversión personal es la primera exigencia»10.

Podemos preguntarnos en nuestra oración si ponemos los medios y el interés necesario para conocer bien las enseñanzas sociales de la Iglesia, si las llevamos a la práctica personalmente, si procuramos –en la medida en que esté de nuestra parte– que las leyes y costumbres reflejen esas enseñanzas en lo que se refiere a las leyes sobre la familia, educación, salarios, derecho al trabajo, etc. El Señor, que nos contempla desde la gruta de Belén, estará contento con nosotros si realmente estamos empeñados en hacer un mundo más justo en la gran ciudad o en el pueblo donde vivimos, en el barrio, en la empresa donde trabajamos, en la familia donde se desarrolla nuestra vida.

II. La solución última para instaurar la justicia y la paz en el mundo reside en el corazón humano, pues cuando este se aleja de Dios se constituye en la fuente de la esclavitud radical del hombre y de las opresiones a que somete a sus semejantes11. Por eso no podemos olvidar en ningún momento que cuando –mediante el apostolado personal– tratamos de hacer el mundo que nos rodea más cristiano, lo estamos convirtiendo a la vez en un mundo más humano. Y, al mismo tiempo, cuando procuramos que el ambiente –social, familiar, laboral– en el que vivimos sea más justo y más humano, estamos creando las condiciones para que Cristo sea más fácilmente conocido y amado.

La decisión de vivir la virtud de la justicia, sin recortes, nos llevará a pedir cada día por los responsables del bien común –gobernantes, empresarios, dirigentes sindicales, etc.–, pues de ellos depende en buena medida la solución de los grandes problemas sociales y humanos. A la vez, hemos de vivir, hasta sus últimas consecuencias, el compromiso personal sin inhibiciones y sin delegar en otros la responsabilidad en la práctica de la justicia, al que nos urge la Iglesia: pagando lo que es debido a las personas que nos prestan un servicio; haciendo lo posible para mejorar las condiciones de vida de los más necesitados; comportándonos ejemplarmente, con competencia y dedicación profesional, en nuestro trabajo; ejercitando con responsabilidad e iniciativa nuestros derechos y deberes ciudadanos; participando en las diversas asociaciones a las que podamos llevar, junto con otras personas de buena voluntad, un sentido más humano y más cristiano. Y esto, aunque nos cueste un tiempo del que normalmente no disponemos; si nos esforzamos, el Señor alargará nues-tro día.

El programa de vida que nos ha dejado el Señor lleva consigo el mayor cambio que puede darse en la humanidad. Nos dice que todos somos hijos de Dios y, por tanto, hermanos: esto incide de modo profundo en las relaciones entre los hombres; a todos nos ha dado el Señor los bienes de la tierra para ser buenos administradores; a todos nos ha prometido la vida eterna. Los logros que a lo largo de los siglos ha conseguido la doctrina de Cristo –la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la dignidad de la mujer, la protección de huérfanos y viudas, la atención a enfermos y marginados...– son consecuencia del sentido de fraternidad que lleva consigo la fe cristiana. En nuestro ambiente profesional y social, ¿se puede decir de nosotros que estamos verdaderamente, con nuestras palabras y nuestros hechos, haciendo un mundo más justo, más humano?

Con palabras de San Josemaría Escrivá recordamos: «Quizá penséis en tantas injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en situaciones de discriminación que se transmiten de una generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde la raíz.

»(...) Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo–, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres»12. De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito...

III. Con la sola justicia no podremos resolver los problemas de los hombres: «aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación»13. La justicia se enriquece y complementa a través de la misericordia. Es más, la estricta justicia «puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma si no se le permite a esa forma más profunda, que es el amor, plasmar la vida humana»14, y puede terminar «en un sistema de opresión de los más débiles por los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros»15.

La justicia y la misericordia se sostienen y se fortalecen mutuamente. «Únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios»16.

Y la caridad sin justicia no sería verdadera caridad, sino un simple intento de tranquilizar la conciencia. Sin embargo, nos encontramos con personas que se llaman a sí mismas «cristianas» pero «prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer.

»La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad»17.

La mejor manera de promover la justicia y la paz en el mundo es el empeño por vivir como verdaderos hijos de Dios. Si los cristianos nos decidimos a llevar las exigencias del Evangelio a la propia vida personal, a la familia, al trabajo, al mundo en que diariamente nos movemos y del que participamos cambiaríamos la sociedad haciéndola más justa y más humana. El Señor, desde la gruta de Belén, nos alienta a hacerlo. No nos desanime el que nos parezca que aquello que está a nuestro alcance es, quizá, poca cosa. Así transformaron el mundo los primeros cristianos: con una labor diaria, concreta y, en muchos casos, pequeña a primera vista.

28 de diciembre de 2018

LOS MARTIRES INOCENTES

— El dolor, una realidad de nuestra vida. Santificación del dolor.

— La cruz de cada día.

— Los que sufren con sentido de corredención serán consolados.

Nosotros debemos compadecernos y ayudar a sobrellevar las dificultades y dolores de nuestros hermanos.

I. Herodes, al ver que los Magos le habían engañado, se irritó en extremo, y mandó matar a todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos1.

No hay explicación fácil para el sufrimiento, y mucho menos para el de los inocentes. El relato de San Mateo que leemos en la Misa de hoy, nos muestra el sufrimiento, a primera vista inútil e injusto, de unos niños que dan sus vidas por una Persona y por una Verdad que aún no conocen.

El sufrimiento escandaliza con frecuencia y se levanta ante muchos como un inmenso muro que les impide ver a Dios y su amor infinito por los hombres. ¿Por qué no evita Dios todopoderoso tanto dolor aparentemente inútil?

El dolor es un misterio y, sin embargo, el cristiano con fe sabe descubrir en la oscuridad del sufrimiento, propio o ajeno, la mano amorosa y providente de su Padre Dios que sabe más y ve más lejos, y entiende de alguna manera las palabras de San Pablo a los primeros cristianos de Roma: para los que aman a Dios, todas las cosas son para bien2, también aquellas que nos resultan dolorosamente inexplicables o incomprensibles.

Tampoco podemos olvidar que la felicidad mejor y nuestro bien más auténtico no son siempre los que soñamos y deseamos. Nos es difícil contemplar los acontecimientos en su auténtica perspectiva: siempre observamos una parte muy pequeña de la verdadera realidad; solo vemos la realidad de aquí abajo, la inmediata. Tendemos a mirar la existencia terrena como la definitiva, y no con poca frecuencia consideramos el tiempo aquí en la tierra como el momento en que debieran realizarse y ser saciadas las ansias de perfecta felicidad que nuestro corazón encierra. «Hoy, veinte siglos más tarde, seguimos conmoviéndonos al pensar en los niños degollados y en sus padres. Para los niños, el tránsito fue rápido; en el otro mundo conocerían enseguida por quién habían muerto, cómo le habían salvado, y la gloria que les esperaba. Para los padres, el dolor sería más largo, pero cuando murieran, comprenderían también cómo Dios, que estaba en deuda con ellos, paga las deudas con creces. Unos y otros sufrieron para salvar a Dios de la muerte...»3.

El dolor se presenta de muchas formas, y en ninguna de ellas es espontáneamente querida por nadie. Sin embargo, Jesús proclama bienaventurados4 (dichosos, felices, afortunados) a los que lloran, es decir, a quienes en esta vida llevan algo más de cruz: enfermedad, incapacidad, dolor físico, pobreza, difamación, injusticia... Porque la fe cambia de signo al dolor, que, junto a Cristo, se convierte en una «caricia de Dios», en algo de gran valor y fecundidad.

Estos fueron rescatados de entre los hombres como primicias ofrecidas a Dios y al Cordero. Estos acompañan al Cordero dondequiera que va5.

II. La Cruz, el dolor y el sufrimiento, fue el medio que utilizó el Señor para redimirnos. Pudo servirse de otros medios, pero quiso redimirnos precisamente por la Cruz. Desde entonces el dolor tiene un nuevo sentido, solo comprensible junto a Él.

El Señor no modificó las leyes de la creación: quiso ser un hombre como nosotros. Pudiendo suprimir el sufrimiento, no se lo evitó a sí mismo. Aunque alimentó milagrosamente a muchedumbres enteras, Él quiso pasar hambre. Compartió nuestras fatigas y nuestras penas. El alma de Jesús experimentó todas las amarguras: la indiferencia, la ingratitud, la traición, la calumnia, el dolor moral en grado sumo al cargar con los pecados de la humanidad, la infamante muerte de cruz. Sus adversarios estaban admirados por lo incomprensible de su conducta: Salvó a otros –decían en tono de burla– y a sí mismo no puede salvarse6.

Después de la Resurrección, los Apóstoles serían enviados al mundo entero para dar a conocer los beneficios de la Cruz. Era preciso que el Mesías padeciera esto7, explicará el mismo Señor a los discípulos de Emaús.

El Señor quiere que evitemos el dolor y que luchemos contra la enfermedad con todos los medios a nuestro alcance; pero quiere, a la vez, que demos un sentido redentor y de purificación personal a nuestros sufrimientos y dolores; también a los que nos parecen injustos o desproporcionados. Esta doctrina llenaba de alegría a San Pablo en su prisión, y así se lo manifestaba a los primeros cristianos de Asia Menor: Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia8.

No les santifica el dolor a aquellos que sufren en esta vida a causa de su orgullo herido, de la envidia, de los celos, etc. ¡Cuánto sufrimiento fabricado por nosotros mismos! Esa cruz no es la de Jesús, sino que surge precisamente por estar lejos de Él. Esa cruz es nuestra, y es pesada y estéril. Examinemos hoy en nuestra oración si llevamos con garbo la Cruz del Señor.

Frecuentemente esa Cruz consistirá en pequeñas contrariedades que se atraviesan en el trabajo, en la convivencia: puede ser un imprevisto con el que no contábamos, el carácter de una persona con la que necesariamente hemos de convivir, planes que debemos cambiar a última hora, instrumentos de trabajo que se estropean cuando más nos eran necesarios, dificultades producidas por el frío o el calor, incomprensiones, una pequeña enfermedad que nos hace estar con menos capacidad de trabajo ese día...

El dolor –pequeño o grande–, aceptado y ofrecido al Señor, produce paz y serenidad; cuando no se acepta, el alma queda desentonada y con una íntima rebeldía que se manifiesta enseguida al exterior en forma de tristeza o de mal humor. Ante la Cruz pequeña de cada día hemos de tomar una actitud decidida y cargar con ella. El dolor puede ser un medio que Dios nos envía para purificar tantas cosas de nuestra vida pasada, o para ejercitar las virtudes y para unirnos a los padecimientos de Cristo Redentor, que, siendo inocente, sufrió el castigo que merecían nuestros pecados.

Los mártires inocentes proclaman tu gloria en este día, Señor, pero no de palabra, sino con su muerte; concédenos por su intercesión testimoniar con nuestra vida la fe que profesamos de palabra9.

III. Los niños inocentes murieron por Cristo, siguiendo así al Cordero sin mancha, a quien alaban diciendo: «Gloria a Ti, Señor»10.

Los que padecen con Cristo tendrán como premio el consuelo de Dios en esta vida y, después, el gran gozo de la vida eterna. Muy bien, siervo bueno y fiel..., ven a participar de la alegría de tu Señor11 nos dirá Jesús al final de nuestra vida, si hemos sabido vivir las alegrías y las penas junto a Él.

A los bienaventurados, Dios enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni llantos, ni fatigas, porque todo habrá pasado ya12. La esperanza del Cielo es una fuente inagotable de paciencia y de energía para el momento del sufrimiento fuerte. De igual modo el saber por la fe que nuestros dolores y penas son de enorme utilidad a otros hermanos nuestros, nos ayudará a sobrellevar con garbo esos sufrimientos y fatigas.

En relación a lo que Dios nos tiene preparado, nos debe parecer ligero el peso de nuestras aflicciones13. Además, quienes ofrecen su dolor son corredentores con Cristo, y Dios Padre derrama siempre sobre ellos un gran consuelo, que les llena de paz en medio de sus sufrimientos. Porque, así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también nuestra consolación por medio de Cristo14. San Pablo se siente consolado por la misericordia divina, y esto le permite consolar y sostener a los demás. Nuestro Padre Dios está siempre muy cerca de sus hijos, los hombres, pero especialmente cuando sufren.

La fraternidad entre los hombres nos mueve a ejercer unos con otros este ministerio de consolación y ayuda: Consolaos mutuamente15, pedía San Pablo. Porque hay mil cosas que tienden a separarnos, pero el dolor une.

Pero nos sucede en ocasiones que ante una situación dolorosa no sabemos cómo acertar. Quizá si nos recogemos un instante en oración y nos preguntamos qué haría el Señor en esas mismas circunstancias tengamos abundante luz. A veces bastará hacer un rato de compañía a esa persona que sufre, conversar con ella en tono positivo, animarla a que ofrezca su dolor por intenciones concretas, ayudarle a rezar alguna oración, escucharla, etcétera.

Cuando en estos días tantas personas se olvidan del sentido cristiano de estas fiestas, nosotros pondremos la luz y la sal de las pequeñas mortificaciones, bien seguros de que así damos una alegría al Señor y contribuimos a acercar a Belén a otras almas.

La contemplación frecuente de María junto a la Cruz de su Hijo nos enseñará a ofrecer nuestros dolores y sufrimientos, y a tener una gran compasión de los que sufren. Pidamos hoy que nos enseñe a santificar el dolor, uniéndolo al de su Hijo Jesús. Pidamos a estos Santos Inocentes que nos ayuden a amar la mortificación y el sacrificio voluntario, a ofrecer el dolor y a compadecernos de quienes sufren.

27 de diciembre de 2018

EL MAS AMADO POR JESUS


— La vocación del Apóstol. Su fidelidad. Nuestra propia vocación.
— Nuestra devoción a la Virgen.
— La fe y el amor le hacen distinguir a Cristo en la lejanía.
I. El Apóstol San Juan era natural de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera norte del mar de Tiberíades. Sus padres eran Zebedeo y Salomé; y su hermano, Santiago el Mayor. Formaban una familia acomodada de pescadores que, al conocer al Señor, no dudan en ponerse a su total disposición. Juan y Santiago, en respuesta a la llamada de Jesús, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron1. Salomé, la madre, siguió también a Jesús, sirviéndole con sus bienes en Galilea y Jerusalén, y acompañándole hasta el Calvario2.
Juan había sido discípulo del Bautista cuando este estaba en el Jordán, hasta que un día pasó Jesús cerca y el Precursor le señaló: He ahí el Cordero de Dios. Al oír esto fueron tras el Señor y pasaron con Él aquel día3. Nunca olvidó San Juan este encuentro. No quiso decirnos nada de lo que aquel día habló con el Maestro. Solo sabemos que desde entonces no le abandonó jamás; cuando ya anciano escribe su Evangelio, no deja de anotar la hora en la que se produjo el encuentro con Jesús: Era alrededor de la hora décima4, las cuatro de la tarde.
Volvió a su casa en Betsaida, al trabajo de la pesca. Poco después, el Señor, tras haberle preparado desde aquel primer encuentro, le llama definitivamente a formar parte del grupo de los Doce. San Juan era, con mucho, el más joven de los Apóstoles; no tendría aún veinte años cuando correspondió a la llamada del Señor5, y lo hizo con el corazón entero, con un amor indiviso, exclusivo.
En San Juan, y en todos, la vocación da sentido aun a lo más pequeño. La vida entera se ve afectada por los planes del Señor sobre cada uno de nosotros. «El descubrimiento de la vocación personal es el momento más importante de toda existencia. Hace que todo cambie sin cambiar nada, de modo semejante a como un paisaje, siendo el mismo, es distinto después de salir el sol que antes, cuando lo bañaba la luna con su luz o le envolvían las tinieblas de la noche. Todo descubrimiento comunica una nueva belleza a las cosas y, como al arrojar nueva luz provoca nuevas sombras, es preludio de otros descubrimientos y de luces nuevas, de más belleza»6.
Toda la vida de Juan estuvo centrada en su Señor y Maestro; en su fidelidad a Jesús encontró el sentido de su vida. Ninguna resistencia opuso a la llamada, y supo estar en el Calvario cuando todos los demás habían desaparecido. Así ha de ser nuestra vida, pues, aunque el Señor hace llamamientos especiales, toda su predicación tiene algo que comporta una vocación, una invitación a seguirle en una vida nueva, cuyo secreto Él posee: si alguno quiere venir en pos de Mí...7.
A todos nos ha elegido el Señor8 –a algunos con una vocación específica– para seguirle, imitarle y proseguir en el mundo la obra de su Redención. Y de todos espera una fidelidad alegre y firme, como fue la del Apóstol Juan. También en los momentos difíciles.
IIEste es el apóstol Juan, que durante la cena reclinó su cabeza en el pecho del Señor. Este es el apóstol que conoció los secretos divinos y difundió la palabra de vida por toda la tierra9.
Junto con Pedro, San Juan recibió del Señor particulares muestras de amistad y de confianza. El Evangelista se cita discretamente a sí mismo como el discípulo a quien Jesús amaba10. Ello nos indica que Jesús le tuvo un especial afecto. Así, ha dejado constancia de que, en el momento solemne de la Última Cena, cuando Jesús les anuncia la traición de uno de ellos, no duda en preguntar al Señor, apoyando la cabeza sobre su pecho, quién iba a ser el traidor11. La suprema expresión de confianza en el discípulo amado tiene lugar cuando, desde la Cruz, el Señor le hace entrega del amor más grande que tuvo en la tierra: su santísima Madre. Si fue trascendental en la vida de Juan el momento en que Jesús le llamó para que le siguiera, dejando todas las cosas, ahora, en el Calvario, tiene el encargo más delicado y entrañable: cuidar de la Madre de Dios.
Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice el discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa12. A Juan, como a ningún otro, pudo hablar la Virgen de todo aquello que guardaba en su corazón13.
Hoy, en su festividad, miramos al discípulo a quien Jesús amaba con una santa envidia por el inmenso don que le entregó el Señor, y a la vez hemos de agradecer los cuidados que con Ella tuvo hasta el final de sus días aquí en la tierra.
Todos los cristianos, representados en Juan, somos hijos de María. Hemos de aprender de San Juan a tratarla con confianza. Él, «el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su vida. Los autores principales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre»14.
Podemos también imaginar la enorme influencia que la Virgen ejerció en el alma del joven Apóstol. Nos podemos hacer una idea más acabada al recordar esas épocas de nuestra vida –quizá ahora– en que nosotros mismos hemos acudido y hemos tratado de modo especial a la Madre de Dios.
III. Pocos días después de la Resurrección del Señor se encuentran algunos de sus discípulos junto al mar de Tiberíades, en Galilea, cumpliendo lo que les ha dicho Jesús resucitado15. Están dedicados de nuevo a su oficio de pescadores. Entre ellos se encuentran Juan y Pedro.
El Señor va a buscar a los suyos. El relato nos muestra una escena entrañable de Jesús con los que, a pesar de todo, han permanecido fieles. «Pasa al lado de sus Apóstoles, junto a esas almas que se han entregado a Él; y ellos no se dan cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana! (...). Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca.
»Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!
»Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistiose la túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?»16.
¡Es el Señor! Ese grito ha de salir también de nuestros corazones en medio del trabajo, cuando llega la enfermedad, en el trato con aquellos que conviven con nosotros. Hemos de pedirle a San Juan que nos enseñe a distinguir el rostro de Jesús en medio de esas realidades en las que nos movemos, porque Él está muy cerca de nosotros y es el único que puede darle sentido a lo que hacemos.
Además de sus escritos inspirados por Dios, conocemos por la tradición detalles que confirman el desvelo de San Juan para que se mantuviera la pureza de la fe y la fidelidad al mandamiento del amor fraterno17. San Jerónimo cuenta que a los discípulos que le llevaban a las reuniones, cuando ya era muy anciano, les repetía continuamente: «Hijitos, amaos los unos a los otros». Le preguntaron por su insistencia en repetir siempre lo mismo. San Juan respondió: «Este es el mandamiento del Señor y, si se cumple, él solo basta»18.
A San Juan podemos pedirle hoy muchas cosas: de modo especial que los jóvenes busquen a Cristo, lo encuentren y tengan la generosidad de seguir su llamada; también podemos acudir a su intercesión para nosotros ser fieles al Señor como él lo fue; que sepamos tener al sucesor de Pedro el amor y el respeto que él manifestó al primer Vicario de Cristo en la tierra; que nos enseñe a tratar a María, Madre de Dios y Madre nuestra, con más cariño y más confianza; le pedimos que quienes están a nuestro alrededor puedan saber que somos discípulos de Jesús por el modo en que los tratamos.
Dios y Señor nuestro, que nos has revelado por medio del apóstol San Juan el misterio de tu Palabra hecha carne; concédenos, te rogamos, llegar a comprender y a amar de corazón lo que tu apóstol nos dio a conocer19.

26 de diciembre de 2018

EL PRIMERO DE LOS MÁRTIRES

— Persecuciones de diversa naturaleza por Cristo.

— También hoy existe la persecución. 

— Fomentar también la esperanza del Cielo.

I. Las puertas del Cielo se han abierto para Esteban, el primero de los mártires; por eso ha recibido el premio de la corona del triunfo1.

Apenas hemos celebrado el Nacimiento del Señor y ya la liturgia nos propone la fiesta del primero que dio su vida por ese Niño que acaba de nacer. «Ayer, Cristo fue envuelto en pañales por nosotros; hoy, cubre Él a Esteban con vestidura de inmortalidad. Ayer, la estrechez de un pesebre sostuvo a Cristo niño; hoy, la inmensidad del Cielo ha recibido a Esteban triunfante»2.

La Iglesia quiere recordar que la Cruz está siempre muy cerca de Jesús y de los suyos. En la lucha por la justicia plena –la santidad– el cristiano se encuentra con situaciones difíciles y acometidas de los enemigos de Dios en el mundo. El Señor nos previene: Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a mí... Acordaos de la palabra que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán3. Y desde el mismo comienzo de la Iglesia se ha cumplido esta profecía. También en nuestros días vamos a sufrir dificultades y persecución, en un grado u otro y en diferentes formas, por seguir de verdad al Señor. «Todos los tiempos son de martirio –nos dice San Agustín–. No se diga que los cristianos no sufren persecución, no puede fallar la sentencia del Apóstol (...): Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución (2 Tim 3, 12). Todos, dice, a nadie excluyó, a nadie exceptuó. Si quieres probar si es cierto ese dicho, empieza tú a vivir piadosamente y verás cuánta razón tuvo para decirlo»4.

En los mismos comienzos de la Iglesia, los primeros cristianos de Jerusalén sufrirán la persecución de las autoridades judías. Los Apóstoles fueron azotados por predicar a Cristo Jesús y lo sufrieron con alegría: salieron gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido hallados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús5.

Los Apóstoles recordarían, sin duda, las palabras del Señor: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron6.

«No se dice que no sufrieron, sino que el sufrimiento les causó alegría. Lo podemos ver por la libertad que acto seguido usaron: inmediatamente después de la flagelación se entregaron a la predicación con admirable ardor»7.

Poco tiempo después, la sangre de Esteban8, derramada por Cristo, será la primera, y ya no ha cesado hasta nuestros días. De hecho, cuando Pablo llegó a Roma, los cristianos ya eran conocidos por el signo inconfundible de la Cruz y de la contradicción: de esta secta –dicen a Pablo los judíos romanos– lo único que sabemos es que por todas partes sufre contradicción9.

El Señor, cuando nos llama o nos pide algo, conoce bien nuestras limitaciones, y las dificultades que encontraremos en el camino. Jesús no deja de estar a nuestro lado cuando llega la hora de la dificultad, ayudándonos con su gracia: En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo10, nos dice.

Nada nos debe extrañar si alguna vez en nuestro andar hacia la santidad hemos de sufrir alguna tribulación, pequeña o grande, por ser fieles a nuestro camino en un mundo con perfiles paganos. Pediremos entonces al Señor imitar a San Esteban en su fortaleza, en su alegría y en el afán de dar a conocer la verdad cristiana, también en esas circunstancias.

II. No siempre la persecución ha sido de la misma forma. Durante los primeros siglos se pretendió destruir la fe de los cristianos con la violencia física. En otras ocasiones, sin que esta desapareciera, los cristianos se han visto –se ven– oprimidos en sus derechos más elementales, o se trata de llevar la desorientación al pueblo sencillo con campañas dirigidas a minar su fe. Incluso en tierras de gran solera cristiana se ponen todo tipo de trabas y dificultades para educar cristianamente a los propios hijos, o se priva a los cristianos, por el mero hecho de serlo, de las justas oportunidades profesionales.

No es infrecuente que, en sociedades que se llaman libres, el cristiano tenga que vivir en un ambiente claramente adverso. Puede darse entonces la persecución solapada, con la ironía que trata de ridiculizar los valores cristianos o con la presión ambiental que pretende amedrentar a los más débiles: se trata de la dura persecución no sangrienta, que no infrecuentemente se vale de la calumnia y de la maledicencia. «En otros tiempos –dice San Agustín– se incitaba a los cristianos a renegar de Cristo; ahora se enseña a los mismos a negar a Cristo. Entonces se impelía, ahora se enseña; entonces se usaba de la violencia, ahora de insidias; entonces se oía rugir al enemigo; ahora, presentándose con mansedumbre insinuante y rondando, difícilmente se le advierte. Es cosa sabida de qué modo se violentaba a los cristianos a negar a Cristo: procuraban atraerlos a sí para que renegasen; pero ellos, confesando a Cristo, eran coronados. Ahora se enseña a negar a Cristo y, engañándolos, no quieren que parezca que se los aparta de Cristo»11. Parece que el santo hablara de nuestros días.

También quiso prevenir el Señor a los suyos para que no se desconcertaran ante la contradicción que viene no ya de los paganos, sino de los mismos hermanos en la fe, que con esa actuación injusta, movida ordinariamente por envidias, celotipias y faltas de rectitud de intención, piensan que hacen un servicio a Dios12. Todas las contradicciones, pero esas especialmente, hay que sobrellevarlas junto al Señor en el Sagrario; allí adquiere especial fecundidad el apostolado que estemos llevando a cabo entonces.

Esas circunstancias expresan una especial llamada del Señor a estar unidos a Él mediante la oración. Son momentos en los que se deben poner de manifiesto la fortaleza y la paciencia, sin devolver nunca mal por mal. Es más, nuestra vida interior necesita incluso de contradicciones y de obstáculos para ser fuerte y consistente. De esas pruebas, el alma, con la ayuda del Señor, sale más humilde y purificada. Gustaremos de una manera especial la alegría del Señor y podremos decir como San Pablo: Estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones13.

Señor, concédenos la gracia de imitar a tu mártir San Esteban, que oraba por los verdugos que le daban tormento, para que nosotros aprendamos a amar a nuestros enemigos14.

III. El cristiano que padece persecución por seguir a Jesús sacará de esta experiencia una gran capacidad de comprensión y el propósito firme de no herir, de no agraviar, de no maltratar. El Señor nos pide, además, que oremos por quienes nos persiguen15, veritatem facientes in caritate16. Estas palabras de San Pablo nos llevan a enseñar la doctrina del Evangelio sin faltar a la caridad de Jesucristo.

La última de las Bienaventuranzas acaba con una promesa apasionada del Señor: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo17. El Señor es siempre buen pagador.

Esteban fue el primer mártir del cristianismo y murió por proclamar la verdad. También nosotros hemos sido llamados para difundir la verdad de Cristo sin miedo, sin disimulos: no temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma18. Por eso no podemos ceder ante los obstáculos, cuando se trata de proclamar la doctrina salvadora de Cristo, de forma que se nos pueda decir: «No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte»19.

El día en que los cristianos son perseguidos, calumniados o maltratados por ser discípulos de Jesús, es para ellos un día de victoria y de ganancia: Vuestra recompensa será grande en los cielos. También en esta vida paga el Señor con creces, pero será en la otra donde nos espera, si somos fieles, un inmenso premio. Aquí la alegría no puede ser plena; pero cuando estamos cerca del Señor, por la oración y los sacramentos, gozamos de un anticipo de la felicidad eterna. Tengo por cierto, escribía San Pablo a los primeros cristianos de Roma, que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación de la gloria que ha de manifestarse en nosotros20.

La historia de la Iglesia muestra que a veces las tribulaciones hacen que una persona se acobarde y enfríe su trato con Dios; y en otras ocasiones, por el contrario, hacen madurar a las almas santas, que cargan con la cruz de cada día y siguen a Cristo identificados con Él. Vemos constantemente esa doble posibilidad: una misma dificultad –una enfermedad, incomprensiones, etcétera–, tiene distinto efecto según las disposiciones del alma. Si queremos ser santos es claro que nuestras disposiciones han de ser las de seguir siempre de cerca al Señor, a pesar de todos los obstáculos.

En momentos de contrariedades es de gran ayuda fomentar la esperanza del Cielo. Nos ayudará a ser firmes en la fe ante cualquier género de persecución o de intento de desorientación. «Y con ir siempre con esta determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna sed en este camino de la vida, daros ha de beber con toda abundancia en la otra y sin temor de que os haya de faltar»21.

En épocas de dificultades externas hemos de ayudar a nuestros hermanos en la fe a ser firmes ante esas contrariedades. Les prestaremos una gran ayuda con nuestro ejemplo, con nuestra palabra, con nuestra alegría, con nuestra fidelidad y nuestra oración; y hemos de poner especial delicadeza al vivir con ellos la caridad fraterna en esos momentos, porque el hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada22; es inexpugnable.

La Virgen, Nuestra Madre, está particularmente cerca en todas las circunstancias difíciles. Hoy nos encomendamos también de modo especial al primer mártir que dio su vida por Cristo, para que seamos fuertes en todas nuestras tribulaciones.

25 de diciembre de 2018

NAVIDAD

— En Belén no quisieron recibir a Cristo. 
— Nacimiento del Mesías. La «cátedra» de Belén.
— Humildad y sencillez para reconocer a Cristo en nuestras vidas.
IEn aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo1.
Ahora nosotros podemos ver con claridad que fue una providencia de Dios aquel decreto del emperador romano. Por esta razón María y José fueron a Belén y allí nació Jesús, según había sido profetizado muchos siglos antes2.
La Virgen sabía que estaba ya próximo el nacimiento de Jesús, y emprendió aquel viaje con el pensamiento puesto en el Hijo que le iba a nacer en el pueblo de David.
Llegaron a Belén, con la alegría de estar ya en el lugar de sus antepasados, y también con el cansancio de un viaje por caminos en malas condiciones, durante cuatro o cinco jornadas. La Virgen, en su estado, debió llegar muy cansada. Y en Belén no encontraron dónde instalarse. No hubo para ellos lugar en la posada, dice San Lucas3, con frase escueta. Quizá José juzgara que la posada repleta de gente no era sitio adecuado para Nuestra Señora, especialmente en aquellas circunstancias. San José debió de llamar a muchas puertas antes de llevar a María a un establo, en las afueras. Nos imaginamos bien la escena: José explicando una y otra vez, con angustia creciente, la misma historia, «que venían de...», y María a pocos metros, viendo a José y oyendo las negativas. No dejaron entrar a Cristo. Le cerraron las puertas. María siente pena por José, y por aquellas gentes. ¡Qué frío es el mundo para con su Dios!
Quizá fue la Virgen quien propuso a José instalarse provisionalmente en alguna de aquellas cuevas, que hacían de establo a las afueras del pueblo. Probablemente le animó, diciéndole que no se preocupara, que ya se arreglarían... José se sintió confortado por las palabras y la sonrisa de María. De modo que allí se aposentaron con los enseres que habían podido traer desde Nazaret: los pañales, alguna ropa que ella misma había preparado con la ilusión que solo saben poner las madres en su primer hijo...
Y en aquel lugar sucedió el acontecimiento más grande de la humanidad, con la más absoluta sencillez: Y sucedió –nos dice San Lucas– que estando allí se le cumplió la hora del parto4. María envolvió a Jesús con inmenso amor en unos pañales y lo recostó en el pesebre.
La Virgen tenía la fe más perfecta que cualquier otra persona antes o después de Ella. Y todos sus gestos eran expresión de su fe y de su ternura. Le besaría los pies porque era su Señor, le besaría la cara porque era su hijo. Se quedaría mucho tiempo quieta contemplándolo.
Después, María puso al Niño en brazos de José, que sabe bien que es el Hijo del Altísimo, al que debe cuidar, proteger, enseñarle un oficio. Toda su vida está centrada en este Niño indefenso.
Jesús, recién nacido, no habla; pero es la Palabra eterna del Padre. Se ha dicho que el pesebre es una cátedra. Nosotros deberíamos hoy «entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres»5.
Nace pobre, y nos enseña que la felicidad no se encuentra en la abundancia de bienes. Viene al mundo sin ostentación alguna, y nos anima a ser humildes y a no estar pendientes del aplauso de los hombres. «Dios se humilla para que podamos acercarnos a Él, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no solo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad»6.
Hacemos un propósito de desprendimiento y de humildad. Miramos a María y la vemos llena de alegría. Ella sabe que ha comenzado para la humanidad una nueva era: la del Mesías, su Hijo. Le pedimos no perder jamás la alegría de estar junto a Jesús.
II. Jesús, María y José estaban solos. Pero Dios buscó para acompañarles a gente sencilla, unos pastores, quizá porque, como eran humildes, no se asustarían al encontrar al Mesías en una cueva, envuelto en pañales.
Son los pastores de aquellos contornos a quienes se refería el profeta Isaías: el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz7.
En esta primera noche solo en ellos se cumple la profecía. Ven una gran luz: la gloria del Señor los envolvió de claridad8No temáis, les dice un ángel, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo; hoy, en la ciudad de David, os ha nacido el Salvador, que es el Cristo, el Señor9.
Esa noche son los primeros y los únicos en saberlo. «En cambio, hoy lo saben millones de hombres en todo el mundo. La luz de la noche de Belén ha llegado a muchos corazones, y, sin embargo, al mismo tiempo, permanece la oscuridad. A veces, incluso parece que más intensa (...). Los que aquella noche lo acogieron, encontraron una gran alegría. La alegría que brota de la luz. La oscuridad del mundo superada por la luz del nacimiento de Dios (...).
»No importa que, en esa primera noche, la noche del nacimiento de Dios, la alegría de este acontecimiento llegue solo a estos pocos corazones. No importa. Está destinada a todos los corazones humanos. ¡Es la alegría del género humano, alegría sobrehumana! ¿Acaso puede haber una alegría mayor que esta, puede haber una Nueva mejor que esta: el hombre ha sido aceptado por Dios para convertirse en hijo suyo en este Hijo de Dios, que se ha hecho hombre?»10.
Dios quiso que estos pastores fueran también los primeros mensajeros; ellos irán contando lo que han visto y oído. Y todos los que les escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho11. Igualmente a nosotros se nos revela Jesús en medio de la normalidad de nuestros días; y también son necesarias las mismas disposiciones de sencillez y de humildad para llegar hasta Él. Es posible que a lo largo de nuestra vida nos dé señales que, vistas con ojos humanos, nada digan. Hemos de estar atentos para descubrir a Jesús en la sencillez de lo ordinario, envuelto en pañales y reclinado en un pesebre, sin manifestaciones aparatosas. Y todo el que ve a Cristo se siente conmovido a darlo a conocer enseguida. No puede esperar.
Naturalmente que los pastores no se pondrían en camino sin regalos para el recién nacido. En el mundo oriental de entonces era inconcebible que alguien se presentase a una persona elevada sin algún regalo. Llevarían lo que tenían a su alcance: algún cordero, queso, manteca, leche, requesón...12. Sin duda que no es demasiado desacierto figurarse la escena tal como la representan los innumerables «belenes» de estos días y la pregonan los «villancicos»cantados con sencillez por el pueblo cristiano y con los que muchos de nosotros, quizá, hemos hecho nuestra oración.
María y José, sorprendidos y alegres, invitan a los tímidos pastores a que entren y vean al Niño, y lo besen y le canten, y le dejen cerca del pesebre sus presentes.
Nosotros tampoco podemos ir a la gruta de Belén sin nuestro regalo.
Quizá lo que nos agradecería la Virgen es un alma más entregada, más limpia, más alegre porque es consciente de su filiación divina, mejor dispuesta a través de una Confesión más contrita, para que el Señor habite con más plenitud en nosotros. Esa Confesión que tal vez Dios lleva esperando hace tiempo...
María y José nos están invitando a entrar. Y, una vez dentro, le decimos a Jesús con la Iglesia: Rey del universo a quien los pastores encontraron envuelto en pañales, ayúdanos a imitar siempre tu pobreza y tu sencillez13.
IIIAlegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo. Hoy, desde el Cielo, ha descendido la paz sobre nosotros14. «Acabamos de oír un mensaje rebosante de alegría y digno de todo aprecio: Cristo Jesús, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén de Judá. El anuncio me estremece, mi espíritu se enciende en mi interior y se apresura, como siempre, a comunicaros esta alegría y este júbilo», anuncia San Bernardo15. Y todos nos ponemos en camino para contemplar y adorar a Jesús, pues todos tenemos necesidad de Él; es de Él de lo único que tenemos verdadera necesidad. No hay tal andar como buscar a Cristo. // No hay tal andar como a Cristo buscar. // Que no hay tal andar, canta un villancico popular, diciéndonos que ningún camino que emprendamos vale la pena si no termina en el Niño Dios.
«Hoy ha nacido nuestro Salvador. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.
»Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común el motivo para el júbilo: porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido a liberarnos a todos. Que se alegre el santo, puesto que se acerca a la victoria. Alégrese el gentil, ya que se le llama a la vida.
»Pues el Hijo, al cumplirse la plenitud de los tiempos (...) asumió la naturaleza del género humano para conciliarla con su Creador»16. De aquí nace para todos, como un río incontenible, la alegría de estas fiestas.
Cantamos con júbilo en estos días de Navidad porque el amor está entre nosotros hasta el fin de los tiempos. La presencia del Niño es el amor en medio de los hombres; y el mundo no es ya un lugar oscuro: quienes buscan amor saben donde encontrarlo. Y es de amor de lo que esencialmente anda necesitado cada hombre; también aquellos que pretenden estar satisfechos de todo.
Cuando en el día de hoy nos acerquemos a besar al Niño o contemplemos un Nacimiento, o meditemos en este gran misterio, que agradezcamos a Dios su deseo de abajarse hasta nosotros para hacerse entender y querer, y que nos decidamos a hacernos también como niños, para poder así entrar un día en el reino de los cielos. Terminamos nuestra oración diciéndole a Dios Nuestro Padre: concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana17.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros.