— El Señor llora sobre la ciudad. Correspondencia a la gracia.
— Alegría y dolor en este día: coherencia para seguir a Cristo hasta la Cruz.
I. «Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres»1.
Jesús sale muy de mañana de Betania. Allí, desde la tarde anterior, se habían congregado muchos fervientes discípulos suyos; unos eran paisanos de Galilea, llegados en peregrinación para celebrar la Pascua; otros eran habitantes de Jerusalén, convencidos por el reciente milagro de la resurrección de Lázaro. Acompañado de esta numerosa comitiva, junto a otros que se le van sumando en el camino, Jesús toma una vez más el viejo camino de Jericó a Jerusalén, hacia la pequeña cumbre del monte de los Olivos.
Las circunstancias se presentaban propicias para un gran recibimiento, pues era costumbre que las gentes saliesen al encuentro de los más importantes grupos de peregrinos para entrar en la ciudad entre cantos y manifestaciones de alegría. El Señor no manifestó ninguna oposición a los preparativos de esta entrada jubilosa. Él mismo elige la cabalgadura: un sencillo asno que manda traer de Betfagé, aldea muy cercana a Jerusalén. El asno había sido en Palestina la cabalgadura de personajes notables ya desde el tiempo de Balaán2.
El cortejo se organizó enseguida. Algunos extendieron su manto sobre la grupa del animal y ayudaron a Jesús a subir encima; otros, adelantándose, tendían sus mantos en el suelo para que el borrico pasase sobre ellos como sobre un tapiz, y muchos otros corrían por el camino a medida que adelantaba el cortejo hacia la ciudad, esparciendo ramas verdes a lo largo del trayecto y agitando ramos de olivo y de palma arrancados de los árboles de las inmediaciones. Y, al acercarse a la ciudad, ya en la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que había visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!3.
Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes4. Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos. Esta gente llana –y sobre todo los fariseos– conocían bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite el homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas manifestaciones de fe y de alegría, el Señor les dice: Os digo que si estos callan gritarán las piedras5.
Con todo, el triunfo de Jesús es un triunfo sencillo, «se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Sal 72, 23-24), tú me llevas por el ronzal»6.
Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Quiere hacerse presente en nosotros a través de las circunstancias del vivir humano. También nosotros podemos decirle en el día de hoy: Ut iumentum factus sum apud te... «Como un borriquito estoy delante de Ti. Pero Tú estás siempre conmigo, me has tomado por el ronzal, me has hecho cumplir tu voluntad; et cum gloria suscepisti me, y después me darás un abrazo muy fuerte»7. Ut iumentum... como un borrico soy ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré contigo. Nos puede servir de jaculatoria para el día de hoy.
El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esa ciudad, será clavado en una cruz.
II. El cortejo triunfal de Jesús había rebasado la cima del monte de los Olivos y descendía por la vertiente occidental dirigiéndose al Templo, que desde allí se dominaba. Toda la ciudad aparecía ante la vista de Jesús. Al contemplar aquel panorama, Jesús lloró8.
Aquel llanto, entre tantos gritos alegres y en tan solemne entrada, debió de resultar completamente inesperado. Los discípulos estaban desconcertados viendo a Jesús. Tanta alegría se había roto de golpe, en un momento.
Jesús mira cómo Jerusalén se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera: ¡Ay si conocieras por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede traerte la paz! Pero ahora todo está oculto a tus ojos9. Ve el Señor cómo sobre ella caerán otros días que ya no serán como este, día de alegría y de salvación, sino de desdicha y de ruina. Pocos años más tarde, la ciudad sería arrasada. Jesús llora la impenitencia de Jerusalén. ¡Qué elocuentes son estas lágrimas de Cristo! Lleno de misericordia, se compadece de esta ciudad que le rechaza.
Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en obras, ni en palabras; con tono de severidad unas veces, indulgente otras... Jesús lo ha intentado todo con todos: en la ciudad y en el campo, con gentes sencillas y con sabios doctores, en Galilea y en Judea... También ahora, y en cada época, Jesús entrega la riqueza de su gracia a cada hombre, porque su voluntad es siempre salvadora.
En nuestra vida, tampoco ha quedado nada por intentar, ningún remedio por poner. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! «El mismo Hijo de Dios se unió, en cierto modo, con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana pensó, con voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando libremente su sangre, y en Él el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, y así cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20)»10.
La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor. Jesús lo intentó todo con Jerusalén, y la ciudad no quiso abrir la puertas a la misericordia. Es el misterio profundo de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar la gracia divina. «Hombre libre, sujétate a voluntaria servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que cuentan que dijo por otros a la Madre Teresa: “Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido”»11.
¿Cómo estamos respondiendo nosotros a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente? Cada día, ¿cuántas veces decimos sí a Dios y no al egoísmo, a la pereza, a todo lo que significa desamor, aunque sea pequeño?
III. Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la resurrección de Cristo, proclamando con ramos de palmas: «Hosanna en el cielo»12.
Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue, para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón.
«¡Qué diferentes voces eran –comenta San Bernardo–: quita, quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes sobre ellos»13.
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes: somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz.
«La liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria (Antífona de la distribución de los ramos). El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con Él a combatir contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia»14.
María también está en Jerusalén, cerca de su Hijo, para celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado.