"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

2 de enero de 2019

INVOCAR AL SALVADOR

— Tratar al Señor con amistad y confianza.

— El nombre de Jesús. Jaculatorias.

— El trato con la Virgen María y con San José.

I. En la vida corriente, el llamar a una persona por su nombre indica familiaridad. «Suele suponer un paso decisivo en una amistad, aun casual, el que dos personas empiecen, sin esfuerzo y sin embarazo, a llamarse mutuamente por sus nombres de pila. Y cuando nos enamoramos, y todas nuestras experiencias se hacen más agudas y las cosas pequeñas significan tanto para nosotros, hay un nombre propio en el mundo que arroja un hechizo sobre nuestros ojos y oídos, cuando lo vemos escrito en la página de un libro o cuando lo oímos en una conversación; su simple encuentro nos estremece. Este sentido de amor personal fue el que personas como San Bernardo dieron al nombre de Jesús»1. También para nosotros el Señor lo es todo, y por eso le tratamos con toda confianza.

San Josemaría Escrivá nos aconseja: «Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre –Jesús– y a decirle que le quieres»2.

A un amigo le llamamos por su nombre. ¿Cómo no vamos a llamar a nuestro mejor Amigo por el suyo? Él se llama JESÚS, así lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno3. Dios mismo fijó su nombre por medio del Ángel. Con el nombre queda señalada su misión: Jesús significa Salvador. Con Él nos llega la salvación, la seguridad y la verdadera paz: Es el nombre superior a todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno4.

¡Con cuánto respeto y con cuánta confianza a la vez hemos de repetirlo! También, y de modo especial, cuando nos dirigimos a Él en nuestra oración personal, como ahora: «Jesús, necesito...», «Jesús, yo querría...».

El nombre era de gran importancia entre los judíos. Cuando a alguien se le imponía un nombre se quería expresar lo que había de ser en el futuro. Si no se conocía el nombre de una persona, no se conocía a esta en absoluto. Tachar un nombre era suprimir una vida, y cambiarlo suponía alterar el destino de la persona. El nombre expresaba la realidad profunda de su ser.

Entre todos los nombres, el de Dios era el nombre por excelencia5. Este debe ser bendito ahora y siempre, desde la aurora al ocaso6, pues es digno de alabanza de la mañana a la noche7. En una de las peticiones del Padrenuestro rogamos precisamente que sea santificado el nombre del Señor.

En el pueblo judío, el nombre se imponía en la circuncisión, rito instituido por Dios para señalar como con una marca y contraseña a quienes pertenecían al pueblo elegido. Era la señal de la Alianza que Dios hizo con Abraham y su descendencia8, y prescribió que se realizase al octavo día del nacimiento. El incircunciso quedaba excluido del pacto y, por tanto, del pueblo de Dios.

En cumplimiento de este precepto, Jesús fue circuncidado al octavo día9, como decía la Ley. María y José cumplieron lo que estaba legislado. «Cristo se sometió a la circuncisión en el tiempo en que estaba vigente –dice Santo Tomás– y así su obra se nos ofrece como ejemplo a imitar, para que observemos las cosas que en nuestro tiempo están preceptuadas»10 11 y no busquemos situaciones de excepción o privilegio cuando no hay razón para ello.

II. Terminada la circuncisión de Jesús, sus padres, María y José, repetirían por vez primera el nombre de Jesús, llenos de una inmensa piedad y cariño.

Así hemos de hacer nosotros con frecuencia. Invocar su nombre es ser salvos12; creer en este nombre es llegar a ser hijos de Dios13; orar en este nombre es ser escuchados con toda seguridad: en verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá14. En el nombre de Jesús se perdonan los pecados15 y las almas son purificadas y santificadas16. Anunciar este nombre constituye la esencia de todo apostolado17, pues Él «es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones»18. En Jesús encuentran los hombres aquello que más necesitan y de lo que están sedientos: salvación, paz, alegría, perdón de sus pecados, libertad, comprensión, amistad.

«¡Oh Jesús..., cómo te compadeces de los que te invocan!

¡Qué bueno eres con quienes te buscan!

¡Qué no serás para quienes te encuentran!...

Solo quien lo ha experimentado puede saber lo que encierra amarte a Ti, ¡oh Jesús!»19, exclamaba San Bernardo.

Al invocar el nombre del Señor, nos encontramos en algunas ocasiones como aquellos leprosos que, desde lejos, le dicen: Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros. Y el Señor les dice que se acerquen, y los curará enviándolos a los sacerdotes20. O tendremos que repetirle, porque también nosotros estamos ciegos para tantas cosas, las palabras del ciego de Jericó: Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí. «¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!»21.

Invocando el Santísimo Nombre de Jesús desaparecerán muchos obstáculos y sanaremos de tantas enfermedades del alma que a menudo nos aquejan.

«Que tu nombre, oh Jesús, esté siempre en el fondo de mi corazón y al alcance de mis manos, a fin de que todos mis afectos y todas mis acciones vayan dirigidas a ti (...). En tu nombre, ¡oh Jesús!, tengo remedio para corregirme de mis malas acciones y para perfeccionar las defectuosas; también, una medicina con que preservar de la corrupción mis afectos o sanarlos, si ya estuvieran corrompidos»22.

Las jaculatorias harán más vivo el fuego de nuestro amor al Señor, y aumentarán nuestra presencia de Dios a lo largo del día. Otras veces, mirando al Señor, Dios hecho Niño por amor nuestro, le diremos llenos de confianza: Dominus iudex noster, Dominus legifer noster, Dominus rex noster; ipse salvabit nos23. Señor, Jesús, en ti confiamos, en ti confío.

III. Junto al nombre de Jesús hemos de tener en nuestros labios los de María y de José: los nombres que más veces debió pronunciar el mismo Señor.

La piedad de los primeros cristianos da al nombre de María diversos significados: Muy amada, Estrella del Mar, Señora, Princesa, Luz, Hermosa...

Es San Jerónimo quien la llama Stella Maris, Estrella del Mar; Ella nos guía a puerto seguro en medio de todas las tempestades de la vida.

Con mucha frecuencia hemos de tener este nombre salvador en nuestros labios, pero de modo especial en la necesidad y en las dificultades. En nuestro caminar hacia Dios vendrán tormentas, que el Señor permite para purificar nuestra intención y para que crezcamos en las virtudes; y es posible que, por fijarnos demasiado en los obstáculos, asome la desesperanza o el cansancio en la lucha. Es el momento de recurrir a María, invocando su nombre. «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la tentación, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la avaricia, o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en la sima sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara»24.

Invocaremos nosotros su nombre especialmente en el Avemaría, y también en las demás oraciones y jaculatorias que la piedad cristiana ha sabido crear a lo largo de los siglos, y que quizá nos enseñaron nuestras madres.

Y junto a Jesús y María, José. «Si toda la Iglesia está en deuda con la Virgen María, ya que por medio de Ella recibió a Cristo, de modo semejante le debe a San José una especial gratitud y reverencia»25.

Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía.

¡Cuántos millones de cristianos habrán aprendido de labios de sus madres estas u otras jaculatorias parecidas, que luego han repetido hasta el final de sus días! No nos olvidemos nosotros de acudir diariamente, muchas veces, a esta trinidad de la tierra.