— Jesús vale más.
— Todas las cosas deben ser medios
— Desprendimiento. Algunos detalles.
I. Nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa1 que llegó Jesús a la región de los gerasenos, una tierra de gentiles, al otro lado del lago de Genesaret. Allí, nada más dejar la barca, le salió al encuentro un endemoniado que, postrado ante Él, gritaba: ¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, hijo de Dios Altísimo? Te pido por Dios que no me atormentes. Porque Jesús le estaba diciendo: Espíritu inmundo, sal de este hombre. Jesús le preguntó por su nombre, y él respondió: Me llamo Legión, porque somos muchos. Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella región. Cerca del lugar donde ellos se encontraban pacía una gran piara de cerdos.
La aparición del Mesías lleva consigo la derrota del reino de Satanás, que por eso muestra su resistencia de modo tan acentuado en numerosos pasajes del Evangelio. Como en los demás milagros, cuando Jesús expulsa a los demonios pone de relieve su poder redentor. El Señor se presenta siempre en la vida de los hombres librándolos de los males que les oprimen: Pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído bajo el poder del diablo2, dirá San Pedro en el discurso ante Cornelio y su familia, resumiendo esta y otras muchas expulsiones de demonios que hizo el Señor.
Aquí los demonios hablan por boca de este hombre y se quejan de que Jesús haya venido a destruir su reino en la tierra. Y le piden quedarse en aquel lugar. Por eso quieren entrar en los cerdos. Era también, quizá, una manera de perjudicar y de vengarse de aquellas gentes, y de alborotarlas contra Jesús. El Señor accede, con todo, a la petición de los demonios. Entonces, la piara corrió con ímpetu por la pendiente hacia el mar y pereció en el agua. Los porqueros huyeron y dieron la noticia en la ciudad y en el campo. Y la gente fue a ver lo que había pasado.
San Marcos nos indica expresamente que eran alrededor de dos mil los cerdos que se ahogaron. Debió de significar una gran pérdida para aquellos gentiles. Quizá sea el rescate pedido a este pueblo por librar a uno de los suyos del poder del demonio: han perdido unos cerdos, pero han recuperado a un hombre. Y este endemoniado, este hombre «rebelde y dividido, con dominio miserable de una multitud de espíritus impuros, ¿no ofrece por ventura algún parecido con un tipo humano que no es ajeno a nuestro tiempo? En todo caso, el alto costo pagado por la liberación de aquel hombre, la hecatombe de la piara de los dos mil cerdos ahogados en las aguas del mar de Galilea, tal vez sea el índice del elevado precio que tiene el rescate del hombre pagano contemporáneo. Un costo valorable también en riquezas que se pierden; un rescate cuyo precio es la pobreza del que generosamente intenta redimirle. La pobreza real de los cristianos quizá sea el valor que Dios haya fijado por el rescate del hombre de hoy. Y vale la pena pagarlo (...); un solo hombre vale mucho más que dos mil cerdos»3, vale más que todo el mundo creado con sus riquezas y sus maravillas.
Sin embargo, sobre estas gentes pesa más el daño temporal que la liberación del endemoniado. En el cambio de un hombre por unos cerdos se inclinan por estos, por los cerdos. Ellos, al ver lo que había pasado, rogaron a Jesús que se marchara de su país. Cosa que el Señor hizo enseguida.
La presencia de Jesús en nuestras vidas puede significar, alguna vez, perder la ocasión de un buen negocio, porque no era del todo limpio, o por no poder competir con los mismos medios ilícitos que nuestros colegas..., o, sencillamente, porque quiere que ganemos su corazón con nuestra pobreza. Y siempre nos pedirá el Señor, para permanecer junto a Él, un desprendimiento efectivo de los bienes, una pobreza cristiana real, que señale con claridad la primacía de lo espiritual sobre lo material, y del fin último –la salvación, la nuestra y la del prójimo– sobre los fines temporales del bienestar humano.
II. Le pidieron a Jesús que se alejase de su región. No incurramos nosotros jamás en la aberración de decir a Jesús que se aleje de nuestra vida, porque por manifestarnos como cristianos perdamos en alguna circunstancia un cargo público, un puesto de trabajo, o debamos sufrir un perjuicio material de cualquier clase. Al contrario, hemos de decirle muchas veces al Señor, con las palabras que el sacerdote pronuncia en secreto antes de la Comunión en la Santa Misa: fac me tuis semper inhaerere mandatis, et a te numquam separari permittas: haz que cumpla siempre tus mandatos y no permitas que me separe nunca de Ti. Es preferible estar con Cristo sin nada, que estar sin Él y tener todos los tesoros del mundo juntos. «Bien sabe la Iglesia que solo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solo los elementos humanos»4.
Todas las cosas de la tierra son medios para acercarnos a Dios. Si no sirven para eso, no sirven ya para nada. Más vale Jesús que cualquier negocio, más que la vida misma. «Si destierras de ti a Jesús y lo pierdes, ¿a dónde irás?, ¿a quién buscarás por amigo? Sin amigo no puedes vivir mucho; y si no fuere Jesús tu especialísimo amigo, estarás triste y desconsolado»5. Perderás mucho en esta vida, y todo en la otra.
Los primeros cristianos, y muchos hombres y mujeres a lo largo de los siglos, han preferido el martirio antes que perder a Cristo. «Durante las persecuciones de los primeros siglos, las penas habituales eran la muerte, la deportación y el exilio.
»Hoy, a la prisión, a los campos de concentración o de trabajos forzados, a la expulsión de la propia patria, se han unido otras penas menos llamativas pero más sutiles: no es ya una muerte sangrienta, sino una especie de muerte civil; no solo la segregación en una prisión o en un campo, sino la restricción permanente de la libertad personal o la discriminación social (...)»6. ¿Seremos nosotros capaces de perder, si fuera necesario, la honra o la fortuna, a cambio de permanecer con Dios?
Seguir a Jesús no es compatible con todo. Hay que elegir, y renunciar a todo lo que sea un impedimento para estar con Él. Para eso, debemos tener muy enraizada en el alma una clara disposición de horror al pecado, pidiendo al Señor y a su Madre que aparten de nosotros todo lo que nos separe de Él: «Madre, líbranos a tus hijos –a cada una, a cada uno– de toda mancha, de todo lo que nos aparte de Dios, aunque tengamos que sufrir, aunque nos cueste la vida»7. ¿Para qué queremos el mundo entero si perdiéramos a Jesús?
III. «Y que entre los moradores de aquella región había gentes necias –comenta San Juan Crisóstomo– bien claro se ve por el desenlace de todo este episodio. Porque cuando debían haberse postrado en adoración y admirar su poder, le mandaron recado suplicándole que se marchara de sus términos»8. Jesús fue a visitarles y no supieron comprender quién estaba allí, a pesar de los prodigios que había hecho. Esta fue la mayor necedad de estas gentes: no reconocer a Jesús.
El Señor pasa cerca de nuestra vida todos los días. Si tenemos el corazón apegado a las cosas materiales no le reconoceremos; y hay muchas formas, algunas muy sutiles, de decirle que se vaya de nuestros dominios, de nuestra vida, ya que nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas9.
Conocemos por propia experiencia el peligro que corremos de servir a los bienes terrenos, en sus múltiples manifestaciones de deseo desordenado de mayores bienes, aburguesamiento, comodidad, lujo, caprichos, gastos innecesarios, etc.; y vemos también lo que ocurre a nuestro alrededor: «Muchos hombres parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu materialista»10. Piensan que su felicidad está en los bienes materiales y se llenan de ansiedad por conseguirlos.
Nosotros debemos estar desprendidos de todo cuanto tenemos. De este modo, sabremos utilizar todos los bienes de la tierra según lo dispuesto por Dios, y tendremos el corazón en Él y en los bienes que nunca se agotan. El desasimiento hace de la vida un sabroso camino de austeridad y eficacia. El cristiano ha de examinar con frecuencia si se mantiene vigilante para no caer en la comodidad, o en un aburguesamiento que no se compagina de ninguna forma con ser discípulo de Cristo; si procura no crearse necesidades superfluas; si las cosas de la tierra le acercan o le separan de Dios. Siempre podemos y debemos ser parcos en las necesidades personales, frenando los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos, venciendo la tendencia a crearse falsas necesidades, siendo generosos en la limosna.
También podemos considerar hoy en nuestra oración si estamos dispuestos a tirar lejos de nosotros lo que nos estorbe para acercarnos a Cristo, como hizo Bartimeo, aquel ciego que pedía limosna en las afueras de Jericó11.
El Señor vale infinitamente más que todos los bienes creados. No ocurrirá en nuestra vida como en la de aquellos gerasenos: toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verle, le rogaron que se alejara de su región12. Nosotros, por el contrario, digámosle, con las palabras de la oración de San Buenaventura para después de la Comunión: que Tú seas siempre (...) mi herencia, mi posesión, mi tesoro, en el cual esté siempre fija y firme e inconmoviblemente arraigada mi alma y mi corazón13. Señor, ¿a dónde iría yo sin Ti?